En la carrera: 11
Capítulo II
Se quitó del chaleco una pelusa, y salió.
Salía, después de tres horas de siesta, como de un nido, como de una mansión de paz aforrada de blanduras y de orden.
Había llegado a las once. En la estación, esperándole, su madre y sus hermanas y Ramón. Gozó en sus brazos las calmas del cariño. La casa le pareció muy grande y limpia. Le chocó no ver por parte alguna muebles cojos, ni manchas, ni alfombras sucias y raídas, y sí, en cambio, monadas y adornitos de esos con que las mujeres cuidadosas llenan las paredes. Se bañó en la tina de cinc de cuarto alegre, purificándose de vicios y miserias, y almorzaron luego en clarísima vajilla sobre mantel adamascado y con cubiertos de plata cuyo peso le chocó, cual si estas sensaciones de comodidad las recibiese por vez primera el estudiante que habría nacido y vivido siempre en y para el inmundo comedor de doña Rosa... Últimamente se había acostumbrado en su cama ancha, blanda..., limpia, limpia, limpia..., ¡oh, sí!, ¡qué limpia!..., ¡limpia como si la hubiesen sahumado con los efluvios mismos de sus almas sus hermanas y su madre!
Tanta blandura, tanta ternura, tanto nobilísimo afecto, le dolían. El sobresaliente y los dos notables y el bueno con que logró ganar el año hallábalos al fin de una mezquindad lamentable para pagarle a la familia semejante devoción.
Iba, Granados arriba, hacia la calle de Antonia.
Eran las cuatro. El calor teníalo aún todo desierto. Sólo un barbero, que sudaba a la puerta de su tienda, le pudo admirar el corte elegantísimo del traje. Lo estrenaba hoy, y las botas, y la corbata y el cuello del The Sport de la calle de Sevilla, y el sombrero de paja de Huerta. Pero ¡el traje!..., veinticinco duros, y de Ruiz: el de la calle de Peligros, que vestía también a Romanones..., ¡al conde de Romanones!
Miraba a izquierda y a derecha en las esquinas, con un ansia de reposesión de su ciudad. No se había traído por orgullo, del vasto Madrid, del duro Madrid, más que estas preseas de indumentaria. Lo demás de sus recuerdos querría olvidarlo como un sueño vergonzoso. Badajoz parecíale un blanco pueblo soleado y honradísimo en que materialmente se mascaba la sencillez y la harina de la plástica verdad, lo mismo que en el interior de una tahona, lo mismo que entre las parvas y los montones de trigo de las eras.
¡Mucho cielo! ¡Mucho sol! ¡Mucha cal blanca en las casas, y en los balcones macetas de rosas y claveles!... ¿Qué? ¿No acababa de hastiar el uniforme abrumo madrileño de palacios?... Cuando aquí se tropezaba algo bonito, por ejemplo, esta Capitanía General, lucía y aparentaba más entre edificios modestos...
De pronto se inmutó. Pasada la plazuela, cruzaba él frente a los balcones de Renata. A estar en uno, ¿qué impresión se habrían causado?... Hermético todo contra el sol, incluso la puerta. Desechó la evocación, y trató de distinguir, dos tramos más abajo, las rejas verdes de Antonia. Salvada la distancia, en la recta calle que al final cerrábase con las murallas y el Obelisco de Menacho, vio que tampoco la casa de su novia daba de vida más señales. Echadas las persianas... ¡Oh, este sol! Si no se quitase a las seis, iba a tostarle... Porque la cita era a las seis, según la respuesta de Antonia con la misma criada que él la envió su saludo. Ella pensaría que no hubiese de venir hasta las seis.
Se volvió y se encaminó por San Francisco hacia el Campo de San Juan. Grupos de cocheros tomaban agualimón en los puestos. Tres curas, en otro velador, zarzaparrilla. La catedral y la frondosa arboleda de álamos y palmas llenaban esto de sombra. Sintió ganas de aguardar a los amigos aquí; pero, principalmente por saber si había vuelto de Sevilla Sergio López, fue a su casa, calle de Comedias.
Y había vuelto. Entró. Se abrazaron, se abrazaron, se contaron locamente cosas de Sevilla y de Madrid. Sergio, que había estudiado primero leyes, sacó un notable, un aprobado y... (¡bueno! dos suspensos..., «dicho en secreto, ¿eh?..., ¡lo ignoraba la familia!»...)
-¡Chacho! ¡Pero qué elegante vienes!
-¿Eh?... ¡Nada! ¡De Madrid!
Tenían mil cosas que decirse. Sin dejar de charlar, Sergio se lavaba y se vestía. También traía de Sevilla un traje, y además un sombrero de ala ancha, para los toros de agosto, y un par de castañuelas. Estaban ya asimismo en Badajoz, desde Toledo y Segovia, Álvaro Ruiz y Paco Ahumada, tan bravos con sus uniformes.
-¡A Ruiz le sienta mejor!
-Hombre, también Ahumada es simpático.
-¿Qué caray tiene que ver?... Vámonos. Verás cómo ya están en Montalbán.
El bastón de Sergio era de muleta, y él lucía chuletas perfectamente recortadas. En un escaparate pudo Esteban compararse las imágenes y ver «que se volvía más fino de Madrid que de Sevilla».
Andaba ya la gente por las calles. El señor obispo salía de su palacio en coche.
Nuevos abrazos. Nuevas sorpresas. Álvaro y Paco hallábanse en Montalbán. «¡Olé por los cadetes!» Pidieron gaseosa los llegados, y se encendieron puros, entre la charla animadísima. Los uniformes les sentaban bien a éstos.
Lo que había es que, como los usaban hacía un mes, no sabían dónde ponerse los sables. Paco contó una conquista suya de Segovia, Ruiz otra suya de Toledo, y Sergio otra de Sevilla...
-Bueno, chicos, hombre, chachos..., ¿conocéis vosotros a...?
-¿A quién?... Y no nos jorobes con el «chico» madrileño.
-No, si es..., ¡no creáis que he adquirido esa costumbre...! ¿A... que sí conocéis a Renata Mir?
Se había resuelto. Tratándose de una coqueta... ¿por qué callar su aventura?
La contó. Logró intrigarlos... No, no era esta vez un «cuento chino», como probablemente lo de Ahumada, a quien ya su «artillerismo» le daba humos de grandeza, ni una cosa corriente o vulgar de criadita de fonda o de chula cigarrera; sino una historia acreditada por sus múltiples y veraces incidentes y por la protagonista gentil, de carne y hueso, a quien todos conocían.
Al concluir, Álvaro indicó, como vecino de Renata:
-Pues no está en Badajoz. Creo que anda por Alanje, de baños.
Esteban no supo sentirlo.
Miró el reloj. Casi las seis, Se fue... Antonia le esperaría.
Llegó a la calle de Menacho y vio cerradas las rejas. Seguía dándoles el sol. Pensó que le habría citado ella tan temprano sin fijarse. Y aguardaba, paseando en la otra acera. Tal vez Antonia... Pero ¡la vio!..., al girar en un paseo... ¡la vio!..., ¡y creyó no reconocerla!... Volvía con la criada, elegantísima, con sombrero de... Le sonrió y la sonrió. ¡Ah, qué otra! ¡De tener ella hermanas mayores, la habría tomado por la hermana!... ¡Qué alta!, ¡qué hermosa!, ¡qué barbaridad... y lo que se cambia en seis meses!
Había entrado. Había creído Esteban notarle a Antonia también cierta sorpresa, de él... y temblaba, con la inminente atención a cuál de las ventanas saldría. Se abrió una, en donde daban las semisombras de dos chimeneas de enfrente, y acudió.
En ambos fue la emoción enorme. Estrecháronse las manos brevemente, y sonreían.
-¡Oh, Antonia!
-¡Oh, Esteban!
No habíanse dicho más en saludo. Recta, y un poco adentro por el sol y la vergüenza, Antonia estaba encarnadísima, divina, con su cara como henchida de beldad bajo el pelo negro, mate.
-Pero... Antonia, ¡qué crecida!, ¡qué atroz! -pudo susurrar el novio, cortando las contemplaciones silenciosas-. ¡Casi no te conocí!
-¿Me encuentras... mal?
-¡Muchacha!, ¡qué atroz!... ¡Si estás elegantísima!
-Gracias.
-¡Mi hermana Gloria no ha cambiado lo que tú!
-Tu hermana es más pequeña: le llevo medio año... Pero tú también me has sorprendido, mucho, mucho... ¡Te hubiese reconocido con trabajo no sabiendo habías vuelto!
-¿Qué me notas?
-No sé ¡Todo!... Más alto, más ancho..., bigote..., ¡bueno!, ya le tenía el retrato que me mandaste en abril... Pero, crecer, y ¡vamos!, formarte... ¡una enormidad!
No tuvo él que preguntarla si en la mutua desmerecía: la dulce sonrisa decíale lo contrario. Se acordó y reverenció inmediatamente al sastre de Madrid: con sólo haberse probado al espejo esta chaqueta de hombros amplios, holgada, de vuelo... vio transformarse su cuerpo en el de un «hombre». ¡Oh, un buen sastre! ¡Y cómo no podría esta bella Antonia imaginar que a un buen sastre le debía lo menos la mitad de su embeleso!
-¿A qué hora te dijo tu criada que vinieses?
-A las seis.
-He sido puntual. ¡Me alegro!... -dijo Antonia-. Como fue el recado de palabra, dudé después si le dije que a las cinco. Por si acaso, a las cinco te esperé.
-¡Ah! ¡Yo he pasado a la cuatro!
-¡Ah!
-Y tú, ¿a dónde has ido?, ¿de dónde vienes?
-De una tienda. ¡Nada! Me vestí.
-¡Porque yo te viese, vaya!
-¡Vaya... pues! ¿A qué negarlo?
Franca, franca y noble. Su voz habíase hecho asimismo llena y profunda, como con una apasionada tremolación de violonchelo. Muy grande sencillez hallaba Esteban al hablarla; ella, también, aun bajo esta impresión de novedad de su «primer coloquio de novios» y hasta de físicamente desconocidos que al verse los aturdió. Bien es cierto que ella, al menos, conocíale el alma por las cartas..., por las cartas larguísimas, siempre contestadas con una timidez que él ahora, notando la facilidad sincerísima de la conversación de la «chicuela», no podía explicarse.
¡Bah!, ¡la «chicuela»! ¡En qué magnífico capullo de mujer la hallaba convertida!
Expúsole su duda, y ella, tras de participarle cómo estas entrevistas se las autorizó la mamá, le asombró al manifestarle que la rígida señora «les había visado día por día la correspondencia». El joven pudo entonces comprender las cartas breves, tímidas, perennemente dominadas como por el miedo de no saber contestarte a tantas cosas sutiles, cuando lo eran sólo por respetos a una madre, y comprendió igualmente que hubiera leído las suyas Renata... ¡Qué más tenía..., una vez roto el secreto encantador que se quiere todo para uno!... Recordaron a Renata, al fin, en confiado abandono, y una delicadeza más tuvo que agradecerle Esteban a la noble: «Porque le hablaba más de él... con vaguedades, pero mal..., ella dejó de ser su amiga.»
-Es decir, más bien era y es amiga de mamá. Yo iba, porque me llamaba para tocar a cuatro manos. Le gusta la música. Un día...
Se interrumpió. En una vidriera de dentro sonaban golpecitos.
-¡Adiós! Mamá que avisa... ¡Adiós!
-¡Mujer!, ¡si no hace diez minutos!...
-Mañana vuelves. Es mejor obedecerla. ¡Adiós! Esta noche iremos a la calle de San Juan; pero no te acerques, ¡oh?..., ni nos saludes.
Cerró... y sólo entonces notó el dichoso que se había estado tostando por la espalda: las chimeneas proyectaban ya su sombra al lado de la reja. A los balcones habíanse asomado las vecinas. Unos amoríos de chiquillos que se tornan en formales interesan siempre, ¡claro es!
Se alejaba. Iba nuevamente a Montalbán. Su última impresión había sido la de un hechizo de candores y obediencia. Una humildad, una infantilidad completamente de criatura, en aquellas sumisiones a su madre, aun en la muchacha-mujer que, al pronto, con la firmeza de su busto y la frescura roja y blanca de su boca, le infundió no supo qué sorpresas sensuales... Luego, el velo de la pureza prendido a su inocente y confiado sonreír, la fue cubriendo en un altísimo fulgor de la luz de alma que le impuso a Esteban congojas de respeto.
Iba, iba a reunirse otra vez con los amigos. Relegada definitivamente Renata en su corazón y en su memoria a la negra rastra de aquellas turbulencias madrileñas, llenábale un orgullo de serenidad y de honradez, bajo el cual, y sobre más que tristes olvidos de sí propio, sabría tratar a Antonia con la condescendencia y respetuosa consideración que a una niña de tres años... ¡Sí, puesto que en ella, a diferencia de Renata, la vida poderosa de mujer se ostentaba tan divina, tan diversamente igual, tan íntegra de carne y alma (pero como si fuese la carne esta vez la que hubiese subido a fundirse con el alma en el cielo mismo..., él jugaría con su inocencia delicadamente, él sabría siempre contemplar, de un modo distinto que en Renata, a la amada desde el ángel, a la mujer desde la niña..., como contempló entera y bella e infinita a la vida poderosa desde aquellas otras niñas que corrían entre las flores por el Prado)!
¡Madrid! ¡Qué gran pueblo de barullo y de crueldad! Badajoz volvía a ofrecérsele con su sol honrado, con sus calles blancas y abiertas entre bajos edificios que no tuvieran nada que ocultar, con su ambiente libre, diáfano...
Sin embargo, un poco se le turbó la diáfana visión al súbito y nuevo recuerdo de Renata... y de la madre de Antonia, cuyas famosas locuras él sabía desde pequeño. «¡La Gamboa!» Este nombre era en Badajoz la mágica representación de una deslumbrante dama aureolada por tan gentiles homenajes como pícaras sonrisas. Todo el mundo la trataba. Ni él había tenido inconveniente en ponerse con su hija en relaciones, ni nadie, de entre sus amigos, se lo tomó más que a honor. Y... entonces..., ¿qué rara mezcla de maldades y bondades, de desorden y de orden, respirábase aquí como en Madrid?
Estaban en Montalbán los amigos todavía, y se alegró para no filosofar, hecho un lío completamente.
Se fueron de paseo por las murallas.
De vuelta, ya las luces encendidas, a la calle de San Juan. No tardó en aparecer Antonia, con su madre. Cambiáronse una sonrisa. Ninguna muchacha había más guapa y elegante en los comercios. El cuerpo, espléndido, ceñido por la levita color turquesa que se dejaba moldear en la cadera y en el pecho; la falda, sesgada, le bajaba hasta el zapato; y su hermoso pelo, más negro que el sombrero y que los mismos trenzones de adorno del traje, formábale una violenta armonía a su cara suave, llena, a sus labios rojos, a sus dientes blancos y a sus ojos de vida y resplandor... Veíala Ruiz así «de medio, largo» también por vez primera, y felicitaba al novio. A «la Gamboa» rodeáronla inmediatamente otras señoras, y Antonia sus amigas. La llevaban siempre en medio, en triunfo, al pasear por la calle embaldosada, e igual se advertía su preeminencia al quedarse en las puertas de las tiendas, mientras dentro iban eligiendo sedas y abanicos las mamás. Otros conocidos saludaron a Esteban, afirmáronle que Antonia, desde el Corpus, se había ganado la palma de belleza en Badajoz... «¡Nada, nada, y con mucho!... ¡Ah, si llegase a tener la estatura de su madre!»
Al día siguiente, domingo, por la mañana, Esteban pasó a las nueve por la calle de Menacho, y la vio. A las nueve y media volvió a pasar, y volvió a verla. «Voy a los Gabrieles, a misa», le advirtió. A las once, a los Gabrieles. El novio admiró la unción que oía ella toda la misa de rodillas, sin perjuicio de lanzarle alguna vez una ojeada desde el libro de oraciones. De salida, percibió en la puerta sus perfumes, los rumores de sus sedas: nada más dulce que aquella mano blanca bajo el calado mitón y entre anillos y pulseras y nácares y oros del libro y rosario. Las saludó, y la madre le contestó dignamente. Luego las vio hasta la hora de comer en la calle de San Juan. Acompañado por Ahumada, de uniforme, diéronlas escolta hasta su casa, y Antonia se volvía a mirarle: en las esquinas.
Por la tarde hablaron, a las seis, y a la seis y media sonaron los discretos golpecitos. Tornó al anochecer a encontrarla en el paseo por las murallas, y luego de cenar, en San Francisco, hasta las doce, oyendo la banda militar.
Pero en San Francisco paseó con su hermana y con... ella; y como Ahumada situóse junto a Gloria, él charló con Antonia a su placer. Esta noche, al acostarse, Esteban tenía la sensación de que fuese su existencia un glorioso mar de horas en que jamás pudiera haber ni hubiese habido más que... ELLA, el perfume de ELLA, la belleza de ELLA, la pureza de ELLA. El pasado triste quedaba en su conciencia como la masa informe de recuerdos de un ser que ha vivido alguna vez en otro mundo.
Se despertó muy tarde, al nuevo día, dormido muy tarde también de sus desvelos venturosos. Muy tarde: a las doce. Oyó la voz de ELLA, y creía soñar. No. Gloria vino a anunciárselo -Gloria, la buena y querida hermana rubia como... un ángel de la anunciación-. «¡Aquí está! Pasé por su casa y comeremos juntas. ¡Ha venido! «¡Oh! No salió Esteban del cuarto sin los últimos perfiles. Comieron en familia, y «los novios» tuvieron que aguantarle pullitas a Ramón. Piano, en la siesta, solos ya en la sala con Gloria. Ésta les dejaba en apartes agradables por ir a los balcones, y acabó por extrañarle al novio la oficiosa complacencia. Antonia le confidenció que Gloria..., ¡vamos!, tenía sus cosas con... «el artillero». Asombro. Por lo pronto aceptó el joven la especie de mutualidad benévola que Gloria buscábase, sin duda...; pero luego la juzgó demasiado niña, demasiado ángel... para Ahumada, a quien, por su íntima amistad, conocía como demonio.
¡Oh, qué pena que las purísimas chiquillas no pudieran tener nunca sus primeras ilusiones con purísimos chiquillos! ¡Qué cadena de horror contra el amor, contra todas las espontáneas noblezas de la vida, la que tendíase desde las lumias y criadotas a los niños, y de éstos, después, a las novias virginales!
No obstante, reflexionó que Gloria, como Antonia, tenía el candor que impregnaría de idealidad al loco amigo, y transigió. Sin hablarle el uno al otro de lo que quedaba entre los dos como «convenio de secreto», pasearon juntos, desde entonces, ya que ellas se reunían en San Juan y en San Francisco. Por lo demás, las tales relaciones, salvo las charlas ante él de los paseos, hallábanse en el romántico período de los miedos a mamá y de las cartitas...
Las relaciones suyas, en cambio, gracias a la reja, iban llegando a una noble confianza seductora. Cansada esta otra rígida mamá de vigilarlos, o comprendiendo que era una crueldad tenerle al sol, le permitió a su hija hablar anochecido. Mas como a esta hora ella salía, sola o con la linda Clarita de diez años, pronto los treinta minutos de consigna se fueron alargando hasta las ocho, hasta las nueve... hasta que veíanla volver por lo lejos de la calle. Una noche ella fue la que los vio, sin enfadarse; dejó, pues, de preocuparles su regreso, y sencillamente una criada ponía fin a las pláticas tan dulces con aviso de la cena.
-Señorita, su mamá, que vaya usted.
¡Oh, sí, cuán dulces sus pláticas! ¡Cuán dignas y francas también! Autorizábaselas el grande, el inmenso amor que ya los amparaba como un refugio de amarguras. Guardábaselas, además, en todos los decoros, sin la menor hipocresía, la propia dolorosa experiencia del niño-hombre que no pedíale a la hermosa ni un beso, por no ignorar cuánto ansiaríase en tormento después. Y sentía tan clara esta paradójica sensación de sus deberes, ante los años que la niña-mujer hubiese de tardar en ser la mujer-carne de su alma, que casi envanecíale su «experiencia de maldad» y le rectificaba aquella idea gentil de los «novios igualmente candorosos». ¡Bah, sí!... O era una monstruosidad esta social costumbre de las largas y decentes relaciones antes de casarse, o era una monstruosidad de naturaleza. Un novio niño, cándido, inocente en absoluto, atraído a una reja como ésta y ante una niña como ésta, pero que más aún que ésta desconociese todo mal..., ni por ella ni por él tendrían el menor reparo, según fuese invitándolo el instinto, en morder la fruta de su boca..., de sus senos..., ¡llegando en plenos inocencia y candor, en pleno disparate!...
¿Sería la vida una necesaria mezcla de perversiones y bondades cuya resultante fuese la honradez?... Un poco fuerte resultaba esto, pero evidentísimo, en su caso y en el de todos los novios que tenían que aguardar para la boda. La perfecta inocencia, en verdad, es la perfecta ignorancia. Su conocimiento del mal, pues, y precisamente, era el que velaba por Antonia...; y por eso no se reparaba en sostener con ella las charlas del abandono, las verdaderas confesiones que los iban llevando poco a poco a la completa espiritual intimidad.
Lo que él no hubiera sido capaz de contarle a su madre, se lo fue diciendo a Antonia: sus crueles soledades de Madrid; sus terrores del principio a las noches y a los muertos; sus fríos, y las dificultades para estudiar bien de una incómoda vivienda y de unos locos compañeros...
Las notas que sacó, no malas completamente, después de todo, representaban un honradísimo heroísmo... ¡No, no podía con aquella vida bruta, seca, falta de ternuras!... Y Antonia, conmovida, oyéndole casi llorando algunos ratos, decíale a su vez las penas de las no muchas más ternuras de su casa y de la rarezas de sus padres, acostumbrada como estuvo ella al cariño santo de la tita que murió!... ¡Penas peores quizá, pues que la infeliz las soportaba en un hogar y una familia que no era, como los de él, el consuelo, y que delicadamente el novio respetábala con su misteriosa vaguedad en lo que adivinaba de vergüenza por la madre!
Petra cortaba siempre estos coloquios:
-¡Señorita, su mamá, que vaya usted!
Retirábase también Esteban a su casa, a cenar, y se quedaba en el despacho a estudiar Fisiología, como no fuese jueves o domingo, que había música y paseo.
Madrugaba. Apenas se reunía con los amigos. Se encontraba bien hallado en un ambiente de decencia y dignidad. Placíale irse, antes que saliese el sol, por el puente y el camino del Vivero. Otras veces por las calles, con el gusto de cruzar ante las rejas de Antonia cuando ella dormía. La Plaza Alta atraíale asimismo en estas horas matinales de honradez y de trabajo; los puestos del mercado, las buñolerías en donde tomaban los obreros su café, y las cestas que llevaban las criadas dejando asomar las escarolas y los apios y la carne, dábanle con la poesía de la mañana una impresión armónica con sus conceptos de todo. Así, él, entrando igualmente en las iglesias, en la catedral, a menudo, pensaba al fresco de los claustros y podía «no avergonzarse por su absoluta certidumbre de la carne de mujer que Antonia le guardaba bajo sus místicos recatos de chiquilla». Y oraba y hasta en sus oraciones a Dios se confundían, igual de excelsos, el recuerdo de los ojos puros, francos, y los blanquísimos lambos de piel que le clarearon una tarde los colados de una blusa.
Últimamente, otras mañanas se instalaba en un banco de San Francisco al pie de una morera, y se complacía mirando, por encima de las viviendas pobres que caían detrás de la casa de Antonia, las ramas de unos eucaliptos que ella le había dicho que eran de su huerto. Pero en cuanto levantaba el sol, se iba a casa y almorzaba honradamente café con leche, igual que los obreros.
Las horas de calor empleábalas pintando paisajitos y marinas que copiaba de cualquier ilustración, o intentando retratar a Gloria, o calcándoles a ella y a la hermana mayor y a su madre dibujos para los bordados. Con este fin, por charlar amorosamente con ellas, ponía su caballete en la acristalada galería llena de magnolias. Por la siesta, estudiaba en los libros de su padre, y a las cinco se bañaba y se vestía. Era el único rato que pasaba luego en Montalbán con los amigos, tomando gaseosa.
Pero la confianza, la perpetua confidencia de intimidades de Antonia llegó una de estas tardes a muy gallardas alturas. En réplica y en saña a las mentiras que Renata trató de insinuarla, sin duda guiada por el designio de indisponerlos para que jamás pudiera él decirla lo perversa que había sido, la descubrió completamente. Eso le parecía leal a Esteban. Fue una historia, así contada, sin ambages, antes bien, con todas las crudezas dignas del arrepentimiento y del ingenio y de las maldades de la pérfida, que le produjo a Antonia muy opuestas impresiones; por un lado estimaba la nobleza franca con que el novio confesábale: «¡Ya ves!..., yo no te quería..., no podía quererte, mujer; no te había tratado..., ¡éramos, en rigor, el uno para el otro (y ahora comparado puedes comprenderlo), ensueños en el aire!»... Por otro lado, la ira y los celos la mordían contra la inicua y contra este Esteban suyo hundido en la pasión de otra..., de otra, cuando más a ella le escribía cartas ideales...
-¡Señorita, su mamá, que vaya usted! ¡Que ya están cenando! -tuvo por segunda vez que avisarla esta noche la sirvienta.
Y ¡ah!..., se persuadió el filósofo de que era lo mismo que los besos esto de los celos y de las curiosidades irritadas: así que se empezaba, tenía que llegarse hasta el fin. No hizo a la siguiente noche más que acercarse a la reja, y ya la novia le puso por cuestión la misma. Había pensado mucho en todo el día, sin que la dejasen satisfecha ciertos saltos y lagunas del relato. Por ejemplo, si, como contaba él, permaneció respetuoso ante las provocaciones de Renata, no se explicaría la escena violenta del teatro, con cambio y todo de pañuelos, y menos el desafío de despedida, tal que si una gran intimidad diésele derecho a la rabia y al insulto... No tuvo Esteban más remedio, aunque sólo fuese por reducir a lo exacto aquello de la gran intimidad, que detallar en qué sus confianzas consistieron.
Esta noche llevaba la criada tres avisos y no se iba Antonia de la reja... Mas cuando se enteró, ¡ah!..., quedó pasmada. Su madre, en lo oscuro, a un paso, habíales estado escuchando el final de la conversación.
-¿Qué?, ¿cenamos? -dijo por decir algo la aturdida.
-¡Gracias! -le contestó dura su madre-. Yo he cenado ya. Siéntate. Tenemos que hablar un poco.
Y torció la llave de la araña, dejando alumbrado el gabinete, y la invitaba a sentarse.
-Tu novio y tú -empezó diciendo- sois dos indecentes. ¡Vaya, hija mía, y qué candorosidades os habláis a vuestros años! ¿De qué mujer contaba eso? ¿De qué camilla y de cuántas porquerías estabas tú escuchándole?
Terrible la acusación y difícil la defensa. Lloró Antonia, renunciando a explicar por cuáles vueltas de decoro podían estar hablando de indecencias de Renata, de indecencias de una «amiga de mamá»; y ésta confiándose a la acción bien radical que ya tenía resuelta, reportó los inútiles agravios. Se encastilló en su autoridad, y vino un sermón de «austeridades». Sentiría mucho, ella, que su hija, cuando así se permitía con Esteban tales confianzas de las otras, estuviera yendo, por sí misma, demasiado lejos en estas confianzas. No sólo por virtud, sino también por el riesgo de descrédito. Una muchacha tenía que mirarse bien lo que se hacía, porque los novios, los hombres todos, todos..., publicaban a la hora el beso o la más pequeña libertad que hubiesen conseguido con la mayor protesta de prudencia... ¡Bah, si conocería a los hombres! Y como, al fin, aquel novio era un mocoso a quien habría que esperar seis eternos años de carrera, con tiempo de más, en cambio, de peligros, cuando así de principiar se daban trazas..., ella fallaba en redondo: ¡basta de relaciones!...
-Conque, ¡ea!..., hija del alma: trae un papel, porque voy a dictarte una cartita.
Lloró Antonia, quiso sincerarse, implorar... y la cortó su madre con un gesto:
-¡Sí, anda, sí! ¡No te pienses que está una para guardarte desde allá dentro tus... ligerezas, hija mía!
La carta, para enviarla al día siguiente, quedó redactada en esta forma:
«Apreciable Esteban: Debo decirte que todo queda concluido entre los dos. No puedo quererte. Me había propuesto saberlo tratándote, hablándote en la reja, y el tiempo se ha encargado de probarme lo contrario. Nada lograrás con obstinarte. Se trata de una firme decisión de la que sólo puede ser tu amiga,
Antonia.»