En la carrera: 12

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En la carrera
de Felipe Trigo
Segunda parte
Capítulo III

Capítulo III

Esteban acordábase de haber visto por el cielo alguna vez, en sus excursiones campestres, grandes bandadas de aves que eran blancas; pero de pronto se volvían, les daría de otro modo el sol, y ya eran negras. Sólo a esto podía comparar el repentino y uniforme cambio de las ilusiones de su vida por la carta inconcebible.

Le llegó a las diez de la mañana y hasta las doce estuvo releyéndola, aturdido. Luego escribió otra breve carta pidiendo explicaciones; y la criada se la trajo sin abrir: «No la quiso recibir la señorita.»

-¿La señorita? ¿Tú la hablaste?

-Yo, no; se la entregaron y me la devolvieron.

-¡Oh, Antonia!

Por la tarde trató de verla. No lo consiguió. Las ventanas permanecían cerradas.

Se fue al campo, y a fuerza de meditar se empezó a explicar lo inexplicable.

El había sido un bárbaro. Lo de Renata, reflexionado durante la noche por Antonia, debió de impresionarle muy mal. A pretexto de franqueza, hízola oír un sinfín de groserías impertinentes. La hirió en su cariño, en sus delicadezas, en sus pudores... Aunque el hervor directo de la vida le permitiese a él sentir bella su lealtad, para comprenderlo faltábale experiencia al ángel todo alma. Tal persuasión le sumía en un inmenso desconsuelo, en una desolación de torpeza, a la vez que veía perdida a Antonia para siempre.

Ya casi de noche, regresando por la carretera de Sevilla, pensaba que él era un salvaje hecho con demasiada brusquedad por las rudas emociones de Madrid y de Renata. Unido el fracaso de ésta al fracaso de otra índole de ahora, se le ofrecía su existencia con una cruel claridad de continuo vencimiento. Y, sin embargo, sobre el desastre, una voz de humana altivez le perduraba: «¡No importa! ¡Sigue! ¡sigue!..., ¡tienes razón!»

Paseó una hora inútilmente ante las rejas. No vio tampoco a Antonia en la calle de San Juan. Entró en la cervecería del Gallo, y con un chico le mandó otra carta en cuyo sobre estampó el ruego de que la leyese. De nada le valió; el chico se la devolvió intacta al poco rato. Él la rompió irritadísimo.

El nuevo día, despertándole con una congoja casi de llanto por Antonia, le dio la esperanza de verla. El tiempo, las horas de insomnio y de dolor que habríanla presentado horrible aquello de Renata, la habrían presentado al fin más horrible el abandono. Vendría como a ver a Gloria, para que él pudiese iniciar sinceraciones. Su carta era de una frialdad serena solamente en la apariencia. ¡Oh, sí!..., translucíase debajo a la celosa, a la ofendida..., ¡luego, a la enamorada también! Pero... pasó la mañana, pasaba la tarde... y... ¿sería que prefiriese ella la explicación en su ventana?... Salió Esteban. Únicamente pudo abordar a una criada, y por su mal.

-¡La señorita no quiere novios; pierde usted el tiempo!

Detestó a la «señorita», a la adorada, a la invisible..., a la pobre vanidosa que se habría encerrado por no verle y tener que perdonarle, desde sus rabias de «mujer», el agravio de Renata.

En los días siguientes tomó su tristeza un manso estado de orgullo, y vagó por la ciudad, por los campos, solo, sin horas, sin deseo, con un vacío horrible alrededor y con un rencor sordo hacia todo.

Su orden y su tiempo y su trabajo estaban descompuestos. No había vuelto a estudiar. ¿Para qué?... Carecía de objeto, de rumbo.

¡No!, ¡no podía! Ira le causaba que la regulación de su existencia residiese siempre en un ser extraño a él; pero era así.

Esta nueva y más profunda persuasión de que «la pareja humana» forma realmente la integridad de cada vida le resultaba formidablemente triste, pues que, entonces, nadie podría ser el árbitro de su paz y su destino sin haber completado con... la digna mujer... imposible de hallar entre las que sólo se educan para necias señoritas o para odiosas prostitutas. Y Esteban, no pudiendo amar a la necia que, siendo la mitad de él, fue incapaz de resistirle sus «purificaciones», aborrecíase y la aborrecía.

-¡Llora, estúpida!, ¡llora tus rabias! -deseábala al pasar por la casa donde habíase constituido ella misma en prisionera.

¡Áspero consuelo este de saber que tendría que quererle mucho para así, sin su presencia, empeñarse en la batalla de un noble cariño contra el simple escozor retrospectivo de una rivalidad desventajosa!

Últimamente, tomado él también en las ahogadas grandezas de su amor por estas mismas mezquindades, sintió el bochorno de seguir brindándole a las vecinas el lamentable espectáculo de una mendicidad sentimental tan obstinada como estéril: dejó de pasear ante las rejas, y pasábase las horas en el banco aquel de San Francisco que permitíale al menos descubrir por encima de los tejados las ramas de los eucaliptos.

Al sol tenían las pobres hojas de los eucaliptos una palidez polvorosa. A la luna parecían altos y fúnebres penachos.

Y una siesta, apenas él llegado al banco, a la sombra de la morera que solía lloverle encima orugas y moras blancas y lunares encendidos del sol de julio, sintió que le decían a través de la veda del paseo:

-Señorito Esteban, tengo que darle una cosa.

Miró y sintió disgusto. Era una vieja flaca, pintada con bermellón, retepeinada con bandolina y peinetas, y gitanescamente vestida de colorines. La conocía de verla de vecindeo por estas casas más que humildes, donde vivirían quizá mujeres para soldados. Se acordó de Olvido, de Martirio..., que habríanse mudado por aquí, que habríanle tal vez reconocido, y repuso esquivamente:

-¿Qué?

-Una carta.

-¿De quién?

-Téngala... Pero, ¡por Dios, que no la vean! ¡De la señorita!

Le excitó a cogerla, entre los hierros, hecha un barquillo y se dirigió la vieja con listo y celestinesco disimulo al portal de enfrente; allí cerró la puerta, tomó un canasto de verduras, se lo puso a la cabeza y se alejó pregonando.

Esteban había ocultado la carta entre las manos como un tesoro incomprensible. «¡De la señorita!» ¿De Antonia?... Por lo pronto le alegraba que esta mujer fuese una revendedora, y no una alcahueta, como le pareció por la estampa. Se levantó fascinado bajo aquella misteriosa intimación y se fue a leer a otro banco de lo más opuesto y escondido del paseo.

¡De Antonia!..., sí, su letra, y un nardo que descubrió en cuanto rompió el sobre, que no tenía nada escrito... «Mi idolatrado Esteban...» Su vida se conmovía, se removía... ¿a qué más?... «¡Mi idolatrado Estaban...», decía el principio... Se llevó la carta al corazón y tuvo que serenarse y secar las lágrimas que le impedían seguir leyendo... Fue una hora de angustias y sorpresas. Fue... un doloroso renacer a la alegría. Fue..., era como uno que se cree que ya no existe nada en un salón porque alguien apagó sus eléctricas luces desde fuera, y que al volver la luz, también de pronto, se asombra de verlo todo en el mismo orden, con la misma brillantez...

ELLA le contaba su dolor, su cautiverio. Las letras estaban borradas por las lágrimas, a trechos. Su madre, que la obligó a escribir la horrible carta, la confinó desde el día siguiente en una alcoba del patio, con orden de no pisar las delanteras de la casa. A su cuarto, con Clarita, habían ido a parar el ama y la pequeña; y por si no bastase la orden, mientras la madre salía de su rigor encargábanse cuantas llaves pudieran impedirla el paso hacia las rejas. La gran pena de Antonia era lo que él pudiera estar pensando de la carta. Se resignaba a perderle, a morirse sin verle más, puesto que, conociendo a su madre, sabía que sus decisiones eran inapelables, e inútil, por consecuencia, cuanto hiciesen ellos por ocultar sus relaciones en tantos años; pero no podía ni debía, al menos, resignarse a que él la odiara, a que desconociese por siempre el martirio que a ella le costaba en todo esto obedecer: y su afán había consistido en hacer llegar a sus manos esta otra carta en que poder jurarle, como le juraba, que ella le pertenecía siempre con vida y corazón, que no se casaría con nadie, y que se quedaría siquiera más tranquila, en su horrenda soledad, si él quisiese decirla por última vez con cuatro letras que la adoraba, que comprendía su mártir obligación de esclavitudes y respetos, y que la perdonaba..., ¡que la perdonaba!

«Desde la mesa, por esconder de todos mi tortura, me encierro en mi prisión para llorar y estarme leyendo y contemplando tus cartas, tu retrato, tus recuerdos. Cuando sale mi madre, ni ella quizá quiere llevarme, ni yo querría salir. ¡No!... Si te viese por ahí obligada a no mirarte..., ¡oh, no sé!, me entraría el frío que me da sólo el pensarlo, y tendría que gritar como una loca. He regado en estos días los nardos de mi huerto con lágrimas de mis ojos... Pero me han salvado; te mando uno... Por cuidarlos, a mí, que me iba entre ellos a llorar sin que me viese nadie, pudo verme esta pobre y buena vecina, que te lleva al fin mi adiós..., mi adiós del alma... A la misma Mauricia (de ningún modo a mis criadas, que son de sobra afectas a mamá) puedes entregarle el único consuelo de tu perdón, que espera de ti, sin no la aborreces, tu tuya y tuya, siempre tuya,

Antonia.»

Así acababa la carta.

Lo primero que pensó Esteban, con una angustia de piedad que se abría plena a su esperanza y a las firmezas de sí mismo (pues que restituíansele a bien recibidas por la franca y la lealísima sus franquezas y lealtades), fue en el absurdo autoritario que a una madre podía hacerle tajar de tal modo las venturas de su hija. ¡Bah, siempre, siempre lo más bello de la vida pendiente de los demás!

¿Cuándo, por lo menos, llegaría el tiempo en que los demás y estas obligaciones de mandatos y obediencias pudieran, dignos de cada uno, no ser un perpetuo peligro de error, de iniquidad y de injusticia?... Se hacía cargo de la situación de Antonia, y perdonaba y la exaltaba. Por respeto, no podía decirle, ella, purísima, a la extraña guardadora de su virtud de ángel, que la ultrajaba con semejante tiranía.

Se levantó del banco, y con un paso de fiera noble que temiese despertar en tomo no supiese qué alimañas, se fue a encerrarse en su despacho. La recóndita alegría con que esta tarde llegaba a casa no fue advertida por su hermana mayor, por su madre, más que la recóndita tristeza de los días pasados. Esto concluyó de hacerle entender los respetos mártires de Antonia. Él y su familia también se encontraban apartados, y precisamente en las cuestiones fundamentales de la vida, por una infranqueable muralla de respetos. ¡Absurdos de la familiar educación, en nombre del rubor y la inocencia!...

A un «niño» que se está educando, se le encamina y pregunta sobre cosas de sus libros...; de cosas de corazón, de esas cosas que habrán de determinar su vida toda, no se le habla jamás..., se le abandona en ellas con un poco de la posible vigilancia, o a lo sumo, con un poco de autoridad apercibida, por si es preciso, como a más o menos graciosas tonterías intrascendentes.

Pero, en fin, él iba conociendo, por encima de las mamás, y de las pobres niñas sumisas, el poderío tremendo de estas cosas. La carta que escribió quedó impregnada, pues, de esos imperios que para imperar sólo necesitan saberse imperadores. «¿Por qué tu adiós? Disimulemos, ya que no hay otro remedio; pero, sin vernos, o sin que parezca que nos hemos nunca conocido al encontrarnos por ahí, esta Mauricia nos servirá para que nos escribamos diariamente»...

Volvió al paseo. Hacia las seis, vio que Mauricia llegaba, y le hizo seña. Con mañas garduñescas, otra vez la revendedora, o lo que fuese, entró en su casa, salió al muy poco, simuló alejarse, retornó pegada a la veda, y sin decir ni una letra, le tomó la carta y un duro que él tenía dispuesto contra el sobre.

Antonia obedeció, escribiéndole también al otro día. Y la correspondencia quedó entablada desde entonces.

Su amor se les iba sublimando en sacrificio. Por suerte, y por decoro de este amor, Esteban pudo averiguar que Mauricia, aunque en su juventud, y ahora en su más que madurez repintada, ni hubiera sido ni fuese un dechado de honradeces, no era una celestina tampoco. Tenía en la plaza puesto de verduras y vivía hilvanada con un contrabandista que estaba casi siempre en Portugal. En las inmediaciones del paseo, además, no había mujeres públicas, echadas desde el año último gubernativamente.

Las horas de la siesta, que con su flamazo de sol teníanlo todo en soledad, era las que para entregar sus cartas aprovechaba el novio. A la tercera vio tenazmente cerrada la puerta de Mauricia. Ésta llegó al oscurecer; y más tenaz Esteban la había esperado. Gracias a la sombra, se detuvo a hablarle, la terrible secretera que parecía siempre avispada por el temor de los vecinos. Le contó, ¡pobre señorita!... Cómo la sorprendió llorando, por las tapias del corral. Unos gemidos hiciéronla trepar a una silla y asomarse: la asustó..., le preguntó, se ofreció, adivinándola desde luego «en mal de amores»..., y al otro día dejaron acordado aquello de la carta. ¡Era Mauricia una gran sentimental que no quería que penase nadie... de estas cosas!

Esteban le dio otro duro, y ella comentó gentil:

-Bueno, una y na más, según me dijo..., porque le teme a su madre. ¡Yo bien me sabía que iban a ser muchas! Como si usted quisiera hablarle, don Esteban..., ¡que más da! Es un decir que digo yo que podrían ustedes ahorrarse la escritura... Justamente desde antier... el miedo la hace venir a verme anochecío, que no tardará de aquí a poco, en cuanto su madre se marche... ¡Por mí no hay ningún incomeniente!

La oferta, con su extrema sencillez, había aturdido al joven.

-¡Ah! Pero... a la tapia... ¿De modo que...? Y ella...

-No es que yo le haiga dicho nada..., pero, ¡vamos!, a naide le amarga un dulce... Y, aparte de que a mí me convendría; porque, dicha la verdad, por verle a usted en la siesta llevo tres días llegando tarde a las huertas, que están der lao allá de San Gabriel. ¿Comprende?... Es un decir que digo yo y que ahora había pensao por el camino: si toos nos podemos arreglar, ¿a qué esos cartapacios? ¿No le va a sabé mejó a la señorita que la carta sea usted mismo?

Sí, comprendía Esteban el justo egoísmo de esta mujer a quien él desordenábale el trabajo. Su fácil ingenuidad había encontrado, indudablemente, la más bella simplificación a través de las complicaciones inútiles y expuestas, porque igual Antonia, robándose horas de sueño, escribía las largas cartas con peligro de ser descubierta por su madre.

-¡Oiga, Mauricia -resolvió-, pues...! ¡desde esta noche! ¿No dice que ella a esta hora...?

-Pues... ¡hala! -cortó Mauricia, ejecutiva-. ¡Espérese un poco, y pase! ¡Dejo entornada la puerta!

Cruzó recta a su casa, entró..., y unos momentos después Esteban la imitaba; pero habiendo hecho un rodeo para enfilarse en la acera y poder filtrarse al disimulo.

Conducido hacia el corral, le instruyó Mauricia brevemente:

-Allí, mire, está el cajón. Subiéndose se ve el huerto. Ella no tardará. Yo me voy a ir friyendo unas sardinas.

Quedó solo y procuró habituarse a las tinieblas. La empresa, tan inesperada, tan rápida, seguía pareciéndole sencillamente hermosa; pero le inquietaba un poco no haber contado con Antonia previamente. Latía su corazón. Este corral era pequeño, cenagoso, por culpa del cerdo que roncaba en las tinieblas, y lleno de unas cosas blancas que marchaban, que daban zapatazos... y que al fin Esteban comprendió que eran conejos. A Mauricia veíasela a través de un ventanuco con su sartén a la lumbre.

¡Los eucaliptos! Al subirse al cajón los vio..., con su prestigio de cosas mucho tiempo adoradas desde lejos. Se alzaban ambos en mitad del huertecillo triangular, y las ramas bajas de unos caían sobre la blanca arcada de un pozo. El olor a cerdos se disipaba aquí en olor a nardos. Pero de pronto chirrió la puerta que daba a otros corrales... y Esteban se encogió sobre el cajón ¿ELLA?

Sintió unos pasos leves. Luego, nada. La que fuese, venía con sigilo y habíase parado a esperar.

Fue irguiéndose el joven con cautela, y descubrió a la adorada inconfundible junto al pozo: se había sentado en la poyata que serviría para los cántaros, y tenía la carta en la mano y baja la cabeza...

Algún ruido sobre la tapia debió advertirla, porque se puso inmediatamente en pie y se acercó.

Traía extendido el brazo, como para alargar la carta a la altura. Mas... ¡oh su sorpresa al ver a... a Esteban!... ¡Sí, le reconocía!... Y su estupor de haber mirado que no era la de Mauricia la silueta que confundían las sombras... se cambió en otro estupor.

-¡Tú! -pudo decir, solamente.

Clavada, mirándole, con ambos brazos caídos a la falda, dudaba si escapar.

-¡Antonia! -suspiró Esteban con delicia de caricia.

Hubo otra pausa, y ella la cortó en azoramientos, en casi indignadas protestas:

-¡Oh, Esteban! ¡Por Dios! ¡Qué atrocidad!

Se había alzado la carta al corazón, al querer calmárselo con la presión de ambas manos, y sin dársela siquiera decidió al tiempo que ella misma partía:

-¡Vete!

Entonces fue cuando Esteban pudo hablar. Pedía perdón y la llamaba... ¡Un segundo!, ¡un segundo!, ¡para darle la carta, cuando menos!...; y logrando primero detenerla, y luego que se acercase, el triste, continuaba sus explicaciones y disculpas. No, bien; no volvería. Mas, ya que estaba aquí, ¿por qué no quedarse un momento? ¿Qué más daba la tapia que la reja?...

En la tapia misma había tenido Antonia que reclinar un hombro, por no desfallecer; miraba al novio, y el miedo teníala alejada dos pasos del sitio adonde le veía asomarse como a un balcón del infierno de la gloria...

La entrevista duró apenas diez minutos. Antonia estaba intranquilísima, y no quería en modo alguno que volviese, sino que él pedía las razones que la terca tuviese para ello...; y como no tenía ninguna, en realidad, le concedió, por fin, que viniese al día siguiente.

-¡Bueno, adiós!... ¡Ven mañana! Yo ¡tendré pensado si esto debe ser!

La había turbado. De la turbación de ella quedábale no poca al novio. ¿Por qué su angustia? ¿Por qué temerle aquí, entre la soledad y las tinieblas, y no en la reja?... ¿Por qué?, ¡ah, sí! ¿Por qué, gran Dios, aquella madre tan estúpida y torpemente se empeñaba en obligarlos a matizar como de aspectos perversos su cariño?

A la segunda cita, Esteban traía también un presentimiento de solemnidades bien extraño...; y -¡oh, su eterna paradoja!- Antonia se lo borró completamente. La vio llegar confiadísima; «él tenía razón; antes los descubrirían con la pública entrega de sus cartas que así, hacía mal, puesto que desobedecía a su madre; pero ya que la desobedecía de todos modos, preferible era el secreto».

-¡Oh, con tal de que Mauricia lo guarde... y tú!

-¡Cómo, yo!

Él se ofendía. Ella, franca, le devolvía su fe, sus seguridades, contra lo que a su madre le oyó sobre «si los hombres contábanlo siempre todo».

-¡Ya ves, si supiesen que entras por ahí...!

-Descuida: Mauricia es buena. Además, le doy dinero. ¡Lo mismo entonces podría decir lo de las cartas!

-¡Sí, claro! ¡Lo mismo!... ¡Y que has entrado ya dos veces! Debiste consultarme, Esteban.

-¿Para qué?

-Para que..., para que yo no lo hubiese consentido. Lo importante era no haber dado una sola ocasión de... verdad.

Comprendíalo Esteban. Hoy hallábanse los dos a la merced de las malicias de una cómplice. Pesábale, sin decirlo, esta posibilidad de peligro que había él echado irreflexivamente sobre el público concepto de su Antonia, y la gratitud y la piedad por la heroica resignada le hicieron acentuar para con ella sus delicadezas, sus espiritualismos. La charla, dulcísima, purísima, de una ligera feliz que devolvíale a Esteban por completo, en absoluto, la noción de la niña candorosa..., duró casi una hora esta noche.

Pero a la siguiente, Antonía le aportó la angustia de un azar harto temible en esta felicidad que procuraban ambos afirmarse sobre tanta inconsistencia. Llegaba tarde e intranquila, para un último «adiós», y nada más. En la pasada noche, mientras ella aquí, el ama y la criada Petra, fieles, por no decir exageradas guardadoras del celo de su madre, la buscaron por la casa, y luego por la vecindad... Disculpóse con haber estado ordenado el laboratorio de su padre, que ella arreglaba siempre (aunque, como era natural, por las mañanas), y gracias a que la creyeron. ¡Imposible, pues, seguir! ¡De

todo punto imposible, si no querían ser descubiertos y perder hasta el mísero consuelo de las cartas! Grave el caso. Esteban quiso discutirlo; pero Antonia, eléctrica, le alzaba la mano en despedida: «¡Adiós!»... La tomó él y la besaba..., con los primeros besos de amor y de dolor, y sin que ella tuviese otra ansia que escapar; mas no podía; reteníale el novio, y al fin la asombró al oírle como la única salvación que se le había ocurrido: «hablar cuando todos se acostasen».

¿Qué más daba? ¡El mismo sitio' ¡La misma soledad y la misma oscuridad!... ¿Iba nada a cambiarse porque fuese a las nueve o a la una?...

Ella pretendía apoyar sus negativas en grandes argumentos... y parábase, incapaz de terminarlos... ¡Oh, sí, todos se tendrían que resunur en agravio a su virtud..., a la nobleza de ambos, como si fuese a ser menos fuerte a la una que a las nueve!... Últimamente su apuro, su apremio, se asía en derrota a nimiedades...: «a su miedo de cruzar a tales horas los patios..., a su duda de que Mauricia tampoco se prestase...»

-¡Bah! ¡Tu miedo! ¡Ni que ahora te esperasen el sol y un batallón!..., y en cuanto a Mauricia, ¡verás!... ¡Mauricia! ¡Mauricia! Acudió inmediatamente Mauricia, a la voz leve, porque estaba siempre en la cocina; y de la consulta, y con su esfuerzo animador, Antonia tuvo que rendirse. Y nada de mañana. Esta noche. ¿Por qué no?

-¡Hasta la una en punto, ya lo sabes!

Esteban y Mauricia, los dos en lo alto del cajón, la vieron partir del huerto.

Ella, fantasma blanco, se olvidó de volverse en la vieja puerta a saludarle con la mano.

¿Y qué?, ¿si él veíale el corazón tan lleno de él!

-¡Es una gloria! -comentó Mauricia únicamente al bajarse del cajón.

En seguida, guiando al joven por los charcos, le entró en la cocina y le dio las instrucciones convenientes: «para entrar, le esperaría; para salir, él no tendría más que tirar, cerrando el picaporte, si ella se acostaba...»