En la carrera: 21
Capítulo V
-Jati beti barri gorri rúscal parri.
-Beti gorri jai.
-Kusko durri.
Eduardo se levantó. Cuando estos vizcaínos principiaban con su jerga, él no entendía sino eso. No quedaban más que pelotaris. Era una casa de pelotaris, desde que huyeron los oficiales y todos los otros estudiantes, como de un infecto, por Morita. Él continuaba, porque tenía un bonito gabinete y por gratitud a «la criadilla»..., con la que se atrevió, tras una prudente observación. Además había pasado una leve sífilis, bien cuidada, en segundo año.
Pero, de sobremesa, fumando y hablando con los pelotaris «en cristiano», les habían dado las once. O hacía un frío como nunca en este carnaval o era que estaría él desmadejado por tres noches seguidas de baile, de jaleo. Se había quedado para acostarse y descansar, y no tenía sueño. Verdad que habíase levantado a las cinco de la tarde.
¡Aire! ¡Al baile también esta noche!
Consultó el portamonedas lo primero: disponía de trece duros.
Se vistió. Se perfumó. Se puso sus alhajas, alfiler de mil pesetas en la corbata salmón. Se vio al espejo su cara limpia y saludable de hombre fuerte, de hombre que sabía llevar un ten con ten para su higiene y para todo, y salió..., dirigiéndose al café Universal, donde formaba ahora su tertulia el Rey de Almendralejo. Éste, cuando, el monte era perseguido, jugaba fuerte al billar. Se lo encontró en los billares. Todo un carambolista. Jugaba con una especie de tahúr, y llevaba cien duros a la partida de ciento. Había corro. Ganó el Rey. A las dos partieron, y el ganancioso convidó a palco bajo en la Zarzuela.
El baile hallábase en todo su esplendor de fiesta demoniesca. Instalados en su platea, Eduardo y los otros dos que acompañaban al Rey de Almendralejo pusiéronse desde allí a mirar el mujerío, mientras les ponía detrás el camarero botellas de jerez y de montilla. Sonaba un vals, a ratos, cuando dejaban oírse los gritos y las risas. Daba lo mismo si fuese una mazurca. Las parejas, apretadas unas contra otras en la sala enorme, mal podían hacer otra cosa que dejarse llevar a pasitos y a pisotones y a codazos en la masa de colores y de estruendo que formaba su conjunto. Había batallas de confeti, a paquetazo limpio, desde algunos palcos. Los racimos de luces alumbraban otros pálidos racimos de borrachas. Una que le vertió una copa de champaña a la sala, fue presa...; pero dejada inmediatamente a petición de la multitud. Estalló un cerrado aplauso y una silva contra los policías. Siguió el vals. Luego se acabó y se aclaró un poco la sala con el desfile hacia el restaurante y hacia los palcos. Una pierrette buscaba desesperadamente un zapatito de raso azul. Un arlequín le ataba la bota a su Colombina, mientras ella se estiraba la liga en el muslo. Y mientras, ya se bebía aquí, detrás de Eduardo, ocupadas las sillas por tres lindas muchachas sin careta: una chófer, de gris, y dos dominós negros y elegantes. Se volvió. El Rey habíase apoderado de la más guapa, que se llamaba Enriqueta. Teníala sentada en las piernas. Estaban borrachas, y bebían como diablitos. La chófer, entre él y otro, se dedicó a servirles copas, hasta que sonó otro vals. Un paquete de confeti, arrojado desde enfrente, se le estrelló a Enriqueta en las costillas. Ella lo recogió roto, lo apelotonó y volvió a lanzarlo. Se pidió surtido de confeti. Trabóse una pelea, y cuantos pasaban quedaban inundados. Dentro, como fuera, era una nevada de colores las cabezas, las alfombras.
A las tres todos estaban borrachos, y desfilaban por la platea del Rey cuantos querían. Las de la Merengue, convertida en ama, y las de la Lola Tejero. Hombres también, desconocidos, que pedían, no obstante, botellas y emparedados de jamón, por cuenta siempre del Rey, y besaban a las chicas. Pero Enriqueta, que había vuelto con el Rey y que estaba triste, desfiló con la del otro dominó, reclamada por una especie de ama rubia. Eduardo se lanzó a buscarlas por el baile. Ellas se le quejaron de aquellos pingos que se les metían por compañeras. En verdad, había diferencia, clases..., del trapío de unas a otras. Éstas eran finas, a pesar de la turca colosal que había pillado la amiga de Enriqueta. Enriqueta gustábale a Eduardo, sobre todo. La tomó del brazo y la rogó que fuese para él esta noche: se irían juntos. Encontraron al Rey y le endosaron a la otra, pequeñita y loca; pero asimismo muy linda. Quedó acordado echar a las demás de la platea.
Bailaron. Al terminar la música, el Rey había perdido a su Conchita. Érale igual. Llevaba ahora una bebé gorda, y los otros dos amigos tenían en el antepalco gente presentable. El teatro ardía furioso en una inmensa bacanal. Serios, quizá no había más que los guardias, en las puertas, el bastonero y... Eduardo, no obstante lo no poco que tragaba. La gravedad de Eduardo era preocupación por Enriqueta: borracha y todo, allí, tras las cortinas y entre las botellas vacías, no le dejaba enredar cuanto él quisiera por las faldas. En cambio, en el diván de enfrente, la bebé las tenía sobre la boca, para recreo del Rey.
No es que se asustase la Enriqueta de esto, pero le desagradaba. A Eduardo le parecía una muchacha con cierta delicadeza. Lo menos le iría a llevar tres duros... ¡Bien! Sus manos habían podido comprobar que los valía. Pero de pronto vieron los de fuera las fuertes piernas de la gorda, y uno de los otros reclamó participar del espectáculo. La gorda bebé fue a la platea y se enseñó; vista por los del baile, la aplaudieron, y pidieron que se mostrase en general, y entonces se acercó ella a la baranda y se volvió a dar a luz de cintura abajo, con un rápido abanicazo de sus ropas... ¡Bravo! ¡Bravo!... Desde los palcos de enfrente la arrojaron en tributo crisantemos unos de frac. Ella los cogía y se los comía, mojándolos en vino.
-Oye -le dijo el Rey a Mesonero-, ¡ésa está muy gorda! ¡Voy a darle carpetazo!
Tiró del brazo de ella y la sacó, como a bailar. Al poco volvía solo. Se dedicó a las de los amigos. Estas eran dos chicas decentes, y estaba la madre también, que ofrecía su casa de pupilos. A pesar de la decencia, no se podían tener de borrachas, y la mayor, Esperancita, sin darse cuenta, sufría los achuchones de dos. De pronto empezó a llorar a gritos, y salió disparada, como loca. Había vuelto a ver a un antiguo novio bailando con una Mimí toda empolvada... Por compensación, el Rey descubrió desde el palco a su Conchita elegante y diminuta. Más borracha, venía dando traspiés por la sala, en fuga de risas de un señor que la seguía.
-¡Echádmela! -pidió el Rey a tres que habíanla sujetado.
Y uno de ellos, hercúleo, la cogió, tomó vuelo y la arrojó por lo alto de la baranda a la platea. Recibida por cuatro brazos, no hubo más desaguisado que el lucir de piernas y rodillas al acabar de izarla desde el antepecho.
- ¡Echádmela! -reclamó a su vez el otro del frac que la venía siguiendo.
Se la echaron, y fue recibida por más brazos.
-¡Venga! -volvió a pedir el Rey.
Mas como ella, temiéndole a un porrazo, se reía y se abrazaba fuertemente al cuello del que la había cogido, éste la llevó esta vez con las piernas por lo alto de sus hombros, y en la maniobra de recogerla al interior se rasgó un poco del capuchón y la granadina negra del vestido. Las medias, negras también, con ligas azules, eran caladas y resaltaban mejor en la blanquísima y esbelta forma del muslo... Se pudo acabar aquello alegremente con una empeñada lucha de confeti..., sino que la gorda, la bebé, celosa, aparecida allí fuera, injurió soezmente a la Conchita, y ésta le tiró con rabia un paquetazo. Respondió la bebé con otro, y en seguida con un ramilletazo, que le fue a dar de rabo en un ojo a la vieja pupilera, la cual pilló del suelo una botella y la lanzó... Sonó un grito. El bárbaro proyectil se había estampado en el cráneo de una joven que bailaba, y que cayó redonda al suelo echando sangre.
Un tumulto, claro es. Rodeó la gente a la herida y llegaron los guardias. En la confusión, mientras se enteraban o no los polizontes, la agresora y su hija trataron de escapar. Fueron detenidas en el pasillo mismo, junto al foyer..., y Eduardo y el Rey y sus amigos, con la expectación de lo trágico, con el temor también de ser llamados como testigos, o como algo más, porque el escándalo lo iniciaron ellos y la refriega, Conchita y la bebé..., acordaron con toda rapidez aprovechar el tumulto para salir del teatro. Ya, por otra parte, buscaba a las muchachas la rubia que parecía mandar en ellas... Partieron, habiendo podido únicamente comprobar, mientras pagaba el Rey los ciento siete duros del gasto, que la jovencilla herida volvía en sí...; pero palidísima y manando mucha sangre a través de su cofia de tules.
Un coche los alejó de la calle de Jovellanos. Iban a la de San Marcos, donde vivían las muchachas. Los cinco se apelotonaban dentro, con el frío. El susto les había despabilado de la borrachera no poco, y Eduardo, que llevaba encima a «la suya», a la Enriqueta, pudo expeditamente, al fin, entrarle la mano entre los senos. Eran duros.
Subieron. Piso segundo. No era casa de cartilla, sino sólo de «estas tres». La rubia, ya jamona, dueña del cuarto, tenía un querido.
Y además tenía hambre, la rubia; sacó un plato con albóndigas, les descorchó a los otros una botella de montilla y les hizo café en cafeteras de alcohol. El comedor era de lujo. Mesa de roble, alfombra, colgaduras.
«¡Lo menos cinco duros!», pensó Eduardo.
Hablaron del suceso. Nadie sabía quién fuese aquella pupilera ni conocía ninguno a la bebé. La descalabradura debía ser muy grave. Pero tenía sed la pequeña Concha y trataba de aplacarla con el vino. Se le recrudecía la borrachera. Bailaba sola, cantaba y reía, yendo a trompicar en los sillones. Acabó de rasgarse la falda, y se la quitó. Luego el corsé, y en camisa parecía una muñequita. Últimamente tiró la camisa también y toreaba al Rey, poniéndole banderillas. Bien de formas. Una miniatura. Los pechos algo lacios solamente. En sus embestidas, escurríasele al Rey como un pez de entre las manos.
Luego se puso la capa y el sombrero de él; tomó de un juguetero un álbum de retratos, y se embozó y hacía el estudiante. Iba a la universidad; le echaba de paso flores a la Enriqueta y a la Rubia, es decir, «a las muchachas que encontraba en el camino», y muy arrebujada en la capa siempre, entraba en clase. Al sentarse desembozábase y cruzaba las piernas para estudiar.
-Uuuuuuh..., gramática..., la geografía..., uuuuuh. ¿Qué me mira el profesor? ¿Que vengo suelto de ropa?... ¡La tengo empeñada!... ¿Eh?... Vaya si sería un golpe un estudiante así... ¡la mar, chicos!... Y después de todo, nosotras somos tan estudiantes como vosotros. Estáis en la carrera... y estamos nosotras también en la carrera, todas las noches, por ahí... Pero, vaya, que tengo que estudiar... Uuuuuuh..., uuuuuuh...
Fue el Rey, y ella escapó... y se puso a torearle con la capa.
-¡Nena! ¡Desnúdate también, que te veamos! -le dijo Eduardo a Enriqueta.
-Oye, no, mira, no me gusta eso.
-Sí, mujer.
-Ésta -intervino el ama-, lo que tiene de bonito es el empeine. ¡Yo nunca he visto nada tan bonito!
-¡Que se vea!, ¡que se vea! -pidieron el Rey y Concha, que habían caído en un sofá.
Acudieron y quisieron levantarle la ropa entre los dos. Ella se oponía. Eduardo permanecía respetuoso y sonriente; en la refriega, viéndole las piernas, perfectamente modeladas, y relacionándolas con la belleza de su rostro, pensaba que esta mujer hacía una tontería estando en una casa casi pública, de poco fuste, de poco dinero, al fin, en vez de haberse metido a cocota con palacio y automóvil. «¡Diez duros, quizá!», rectificaba, pensando en la Coja, que era la única otra gran belleza que él había tenido por menos precio en clase de inutilizada. Pero ésta..., no estando coja...
-¡Bueno, ea, dejadme! -pedía ella juntando las rodillas desesperadamente-; ¡prefiero desnudarme, vaya!
-¡Sí, dejadla! -rogó Eduardo, defendiendo lo que parecía en esta muchacha un resto invencible de pudor o una repugnancia a dejarse levantar las faldas, como aquella bebé del palco, para una ostentación de groserísima insolencia-. ¡Dejadla! ¡Es mejor que ella misma se desnude!
La dejaron con esta condición. Sin saberse por qué, ella empezó a quitarse las botas y las medias, en tanto el Rey acometía de nuevo a su elástica Conchita. Luego, sin levantarse, removiéndose como podía en la butaca, se fue quitando el vestido, el corsé y la enagua, hasta quedarse en camisa.
-¿Por qué te has descalzado, tú?
-¡Oh, es una costumbre!
-¡Pues mira aquélla, con las medias y las ligas... hace mejor!
-¡No me gusta eso!
Ya en camisa, mientras la rubia tomaba su café y la Conchita rodaba con el Rey por un rincón, ella habíase recogido toda en el asiento, y se estaba quieta.
Eduardo alargó la mano y le comprobó mejor, bajo los sueltos encajes, la suavidad y la firme belleza de los senos.
-¡Ah, qué tonta eres, mujer! -no pudo menos de decirla-. ¡Tú eres poco..., poco...!
-¿Poco qué?
-¡Poco... poco lista!... Dispénsame. Quiero decirte que te falta arranque en este oficio. Si no, no comprendo por qué no te haces valer más y vives sola, con lujos, con coche... ¡Tu cara, tu cuerpo, tu piel... son de duquesa!
-¡Claro, sí! ¡Yo lo habría querido! ¡Pero... para eso es preciso ser más guapa!
-Quítate, mujer. Es preciso quererlo, únicamente..., ponerse en el...
Le interrumpieron a gritos, los otros:
-¡A ver, a ver, la camisa!
-¡Fuera esa camisa!
Y como venían desaforados, dispuestos a nuevas violencias, Enriqueta púsose en pie; y lenta, contrariada, sumisa a la terquedad de todos, les obedeció.
Cayó la camisa, y quedó lánguidamente inmóvil la estatua por un momento. El hechizo señalado por la rubia como principal lo era efectivamente. Una delicadeza, una fina gracia lo que podía ser un procaz adorno negro de lujuria.
-Eh, eh, amiga..., ¡da la vuelta! exigió el Rey, sentado detrás junto a la mesa.
La dio, y Eduardo pudo comprender que no valiese esta mujer para cocota, para belleza celebrada y disputada. Bella, armónica, si..., pero no mas, seguramente, que otras mujeres que él había tenido, en otras casas, por cuatro o cinco duros. Era el precio. La femenina beldad, en estos mercados del amor, se marca ella misma sus tarifas. Ha de juzgarse en el conjunto de una rara perfección. Esta Enriqueta, cuando hubiera sido costurera o criada o lo que hubiese sido, habríase oído florear a maravilla por los hombres. Luego llegaban aquí estas lindas, a este mundo de la tasa, y sin duda sufrían gran decepción. La que menos cuando honrada, mirándose así desnuda al espejo, se creería lo mismo que la Otero... ¡Y no! Con sólo comparar a ésta con la Coja, indiscutibilísima hermosura a no ser por su cojera, podíase ver que ésta, aun siendo guapa, no era lo bastante alta para ser... una «real mujer»...; no tenía, en fin, como la Coja, desde los pies hasta el pelo, aquella especie de armonía pujante y poderosa de belleza que esclaviza, que cautiva..., que hace sentir la maravilla en su estallante tersura dura y suave por todas partes, como una brava diosa inmortal hecha de nardo y de cielo. ¡Ah, si no hubiese sufrido aquella afrentosa cojera de muletas la Coja!... Así la seguía él encontrando en Fornos, siempre divina, con gentes de frac, y así de perfectamente bella acababa de ver a la célebre Rosarito Guerrero, en un teatro, a pesar de que tendría cuarenta años, o al pie. Bellezas que no envejecen, que no se afean, por su propia fuerza de inmenso encanto... ¡Y esto, de que no suelen hacerse cargo, porque no pueden comparar, estas otras lindas engreídas por las flores de la calle, era, a no dudar, lo que lanzaba a algunas al oficio en que quedaban luego niveladas en su promedio vulgar y llenas de desilusiones espantosas!
Enriqueta no era más que una mujercita blanca, de corriente belleza sin defectos, pero también sin maravillas, y que en su modestia de honrada y para un marido hubiese podido ser siempre una preciosa y un tesoro, cuando no era sino una chica de surtido en el mundo de la comercial galantería. «¡De tres a cinco duros, sí!», terminó el prudente Eduardo, cuyas cavilaciones sólo tenían por objeto el acabar de calcularse sus gastos de la noche.
-Bueno, ¿ya? -dijo Enriqueta, tomando otra vez la camisa y poniéndosela.
Habíase entretenido porque el Rey de Almendralejo se le acercó a examinarla, y le preguntó qué era una mancha roja que le descubrió en un costado. Eduardo le vio otra en la cadera. Toda la traza de la roséola sifilítica. Al sentarse de nuevo junto a él, hízola Eduardo enseñarle los dientes y la frente, buscando la corona de Venus y las huellas del mercurio. Nada, limpias la frente y las encías. ¿Sifilítica?... Le daba igual; él estaba vacunado.
La rubia, concluyendo su café, se enjuagó la boca con vino y se volvió a acordar de la Zarzuela, de la herida.
-¡Hala, niños, a la cama -dijo-, que es tarde! Tú te has asustado un poco, Enriqueta, ¿verdad?... ¡Tienes mala pata!
Sacó un pitillo, lo encendió y le contó a Eduardo.
-Anoche se llevó otro susto, la pobre. Figúrate que era la una y volvíamos Conchita y yo del teatro. Aquí, en la calle, se nos acercó uno, con gorra, que quería acostarse con Concha. Traía el hombre su dinero, y subió. Pero vio a ésta, le gustó más y se acostaron. De pronto fue aterrada a mi alcoba. El hombre tenía empapados en sangre el chaleco y la camisa, y se lavaba en el pecho un puntazo de puñal. Nos dijo que de una riña. Lo cierto es que podía haber matado a alguien, tratando de esconderse con nosotras. Por la mañana se fue, bendito de Dios, el hombre..., ¡con una facha! En la cama, con él, pasó un gran miedo la Enriqueta. Y todas. Vale que se durmió.
A Eduardo, sobre la sospecha de la sífilis, le repugnó más la idea de esta Enriqueta, que acaso había dormido con un asesino la noche antes. Sin embargo, no era ya oportuno retirarse, y se dejó conducir por ella hacia la alcoba.
Mientras se desnudaba, ella le esperó bajo las sábanas, con visible cansancio y disgusto, que en vano quería ocultar violenta su sonrisa.
-¡Vaya, tú tienes más ganas de dormir que de otra cosa!
-¡No, hombre!...; pero... me ha dejado tan mal el vino! Tengo el estómago revuelto y me duele la cabeza..., ¡qué más da!
Sonreía. Esperaba, pasivamente, y huíale de los besos la boca.
Eduardo la abrazó con un leve y soso abrazo, con el consabido abrazo idiota de un minuto, y volvió a quedarse en el lecho lejos de ella, lleno de fastidio y repugnancia. Le picaba siempre el cuerpo en estas camas, por donde iba desfilando todo el que quería..., hasta asesinos, si traían unas monedas que tal vez acabasen de robar. Pesábale haberle dicho al Rey que se estarían hasta el ser de día... ¿Qué iba a hacer aquí?
Fumó. Ofreció un cigarro, y ella ni fumaba ni tenía conversación.
-¡Duérmete, si quieres! -le dijo con una compasión liberadora de sí mismo y tintada de desprecio.
-¡No!... ¡Déjalo! ¿Por qué?
El tedio pesaba entre los dos, pero a Enriqueta manteníanla en esfuerzo de vigilia deberes de su oficio.
Pasó un rato, y él la miraba. Ella, fija en el techo, tenía la cara un poco descompuesta, a manchas pálidas y rojas -bien por la sífilis, realmente, o porque sufriese y la obligasen a hacer gestos de penosa deglución sus ardores de estómago.
-Lo cierto -dijo Eduardo- es que yo no sé por qué os metéis en esto, la mayor parte. Parecía natural que fuese por afición..., porque os gustase..., por lujuria..., ¡y no es así! Generalmente, todo lo contrario. ¡Yo apostaría a que no has estado mejor que conmigo con nadie nunca! Tú nunca has tenido por nadie interés, ¿verdad?
-¡Cómo interés!
-¡Que no has estado apasionada, enamorada!
-¡Oh!
Fue la exclamación tan honda, tan triste, que a Eduardo le chocó. Pero inútilmente esperó revelaciones. Después de todo, le importaban tres cominos. Mentiras, de las que se decían en estos casos. Hubo otro enojoso silencio, y preguntó:
-¿Cuántos años tienes?
-Dieciocho.
Primera mentira. Tendría lo menos veintiséis.
Era igual. La cosa estaba en ir pasando el rato.
-¡Muy joven, caramba! Entonces..., ¿qué tiempo hace que andas en la vida?
-Cinco meses.
-¿Nada más que cinco meses?
-Nada más.
-¿Qué eras antes, costurera?
-Bordadora.
-Pues mira, la verdad, Enriqueta, eres fina. Eso hay que concedértelo. Por el tipo y por la educación, pareces una señorita.
Agradeció ella este homenaje, y replicó:
-¡Bah..., lo fui..., quizá lo fui antes de... ser lo que soy!
Esto le desagradó a Eduardo.
-¿Pues no acabas de decirme que fuiste bordadora?
-Bien, sí. Antes, antes. Esta noche, en el baile... ¡quién sabe si yo me acordaba de otros a que yo fui con respetos muy distintos!
-¿Tienes familia?
-Sí.
-¿Aquí en Madrid?
-No.
-¿Dónde?
-Muy lejos.
-¿Qué es tu madre?
-Nada.
-¿Nada? ¿No trabaja?
-Trabaja mi padre.
-¿Qué es?
-Empleado.
-Muy bien, o militar ¡Como siempre!
-¿Qué como siempre?
-Nada. Que casi todas vosotras sois «o hijas de militares o de empleados». Ahora que... «huérfanas». Viviendo el padre no se explica que os metáis en esta vida. Si no te gusta, ¿por qué lo has hecho tú?
-¡Ah!..., porque... porque...
-¿Por qué? ¡Dilo! ¡Cuéntame!
-Por mi novio.
-Que te deshonró.
-Sí.
-Tú le querías, le adorabas.
-Sí.
-Y te escapaste con él... y te abandonó... ¡Claro como siempre!
-Pero ¿por qué como siempre?
-Porque sí, mujer. ¡Porque decís todas lo mismo! ¡Porque parece que os enseñan la lección!
Se aburría Eduardo, y su desdén vio él que contaminó más «a la embustera desdichada» que nada sabía hablar si no le preguntaban, tal que un catecismo. Era antipática, en verdad, la estúpida monotonía con que en conversaciones semejantes querían estas mujeres darse tono de «señoritas desgraciadas por sus novios». Sin embargo, no había otro interrogatorio, no había otro «coloquio de amor» con unas profesionales del amor que no tenían remota noción de él siquiera, y la siguió preguntando:
-¿De dónde eres? ¿Andaluza?
-No, no soy andaluza. ¿Tú sí eres andaluz?
-Tampoco. Soy extremeño.
-¿De qué provincia?
-De Badajoz.
Eduardo notó que Enriqueta, estremecida, le miraba fijamente, casi horrorizada.
-Pero... ¿de Badajoz mismo?
-De Badajoz, no; de la provincia... ¿Qué te pasa? ¿Te inquieta que yo sea extremeño...? -y mirándola intrigadísimo ahora por aquella emoción enorme, añadió: ¡Sí, tú eres..., tu acento es también de extremeña!... ¡Tú eres extremeña!...
La vio cerrar los ojos y girar el rostro levemente, como en fuga. «No sólo era extremeña, sino que además sentía que él lo hubiese descubierto. ¿Qué había aquí?...» La contempló más fijo y no supo qué vagos rasgos de esta mujer de veintisiete o veintiocho años le trajeron firme a la memoria la dulce y borrosa imagen de alguna niña que él había visto alguna vez. Ahondó tenaz en sus recuerdos. Ya en el baile, acaso, habíale determinado por ella no sabía qué enlace, no sabía qué informe simpatía de evocación. Y la evocación completábase súbita, ahora, aquí, bajo la voluntad que le quería: la imagen dulce, angélica, era la de Antonia Gamboa, que él conoció como novia de Esteban cuando los dos tomaron el grado. Indudablemente, esta mujer, que aun pudiendo ser aquélla, abandonada por Esteban meses antes, no podía por la edad..., tendría que ser al menos prima, pariente muy cercana. Se irguió, pues, sobre el codo, y preguntó en seco:
-¿Conoces tú en Badajoz a la Gamboa? ¿Conoces a una Antoñita Gamboa que se marchó de Badajoz y que debe estar aquí?
Bajo la pregunta horrible, la palidez de ella se resolvió en una convulsa explosión de llanto. Cruzándose ambos codos a los ojos, habíase vuelto a la almohada. Eduardo sintió piedad en su curiosidad infinita, de horror también un poco, de espanto.
-¡Eres... tú! ¡Antonia..., usted!
¡Era ella! Lloraba, sin poder ni protestar.
Lloraba, sollozaba. Se le rompía la vida en la vergüenza y en la congoja de su pecho.
Durante un rato, él respetó este dolor inmenso que había causado. Era noble, y por ella y por el pobre amigo que tanto la adoró sentíalo vivamente.
Luego la acarició con respeto, llamándola de usted de un modo involuntario; y ella, que en estos momentos tristes acababa de oírle que «conocía a Esteban», que era íntimo de Esteban, que era, en fin, Eduardo Mesoneros Romanos, de quien ella había oído hablar a Esteban muchas veces..., le preguntó por Esteban.
Eduardo dio noticias: «hallábase Esteban en Sevilla con Sergio López. Escribíanse a menudo, y debía quererla mucho, él, por lo mismo que aun callándole su pena, y con el ansia quizá de poder alguna vez de ella saber algo, mostraban sus cartas una especie de loca voluntad de aturdimiento entre vino y entre juergas...»
Antonia, que ya bajo las sábanas había huido sus piernas de todo contacto con Eduardo, pidió al oírle:
-¡Júrame..., júreme usted, por Dios, por lo que más quiera, que no le dirá nunca que me ha visto!
-¡Se lo juro! -cedió solemne Eduardo a aquella intimación que pareció que ella le arrancaba con toda su alma en los ojos.
Y los ojos, entonces, los grandes ojos negros, tristes, se cerraron, y la infortunada volvió a caer al almohadón, llorando. No tenía pañuelo, y recogíase el llanto con un pico de la sábana.
Eduardo sintió que profanaba «un alma de mujer», «un alma que no había estado en la cama hasta ahora con aquel pobre cuerpo envilecido», y quiso, noble también, quitar de junto a Antonia la vileza de su cuerpo. Se deslizó al suelo, y, rápido, se vistió, mientras seguía su llanto ella. Aún la veía con la sábana en los ojos cuando él se sentó a la cabecera en la butaca y le tendió la mano de amistad.
Lo agradeció la infeliz, y en una confusión de vergüenzas y ternuras quiso asimismo levantarse. Miró en torno alcanzó una chambra y se la puso. Mas dijérase que en seguida la contuvo el rubor de volver a ser vista en desnudeces por Eduardo al tener que ir por los vestidos, y prefirió quedarse en el lecho. Volvió a desfallecer en las almohadas, y a través de las lágrimas recogíale por fin la mirada de un modo fraternal.
-¡Antonia!..., ¿qué hizo usted, por Dios, al meterse en esta vida?
-Eduardo -repuso ella con otro bochorno en la mirada, que vagó desde entonces por el aire-, me ha dicho usted que nada a Esteban le dirá. Me lo ha jurado. Le creo. No, por tanto, para que él lo sepa, sino sólo para que lo sepa usted, le diré cómo pude acabar de llegar hasta este infierno de indecencia. Cuando se lo llevaron, arrancándome la vida, yo tenía algún dinero... que me habían dado...
-Lo sé. En Cádiz. Estuve este verano en Badajoz, a los toros, y Esteban me contó todo largamente. Me dijo que le había escrito y que usted no le contestaba.
-Cierto. No quise. No debía. ¿Para qué?... Como usted me ha jurado a mí, yo le juré aquella tarde al cuñado de Esteban que no volvería «ni a escribirle». Nuestra dicha, si usted la sabe, si él de ella le habló, sabe que sería como ella fuese..., pero yo era una apestada, según todos los demás. ¡Bien!... Me quedaba, digo, algún dinero. Estaba sola, sola completamente en el mundo, y pensé en formarme una vida solitaria en la plena soledad. La suma aquella, íntegra, que me hubiera servido apenas unos cuantos meses para ir comiendo, la puse en el Monte de Piedad como depósito, previniendo enfermedades que pudieran impedirme mi trabajo. Resuelta a vivir de éste, tomé una habitación en un corredor, en un patio de vecinos de la calle de Embajadores. ¡Oh, usted no conoce esas casas... y yo tampoco había creído nunca que existieran, no siendo en el teatro! La miseria, lo revuelto, lo estrambótico. En el cuarto de junto, un zapatero de viejo que le pegaba a su mujer y los chiquillos; en el otro, una peinadora que llevaba hombres de la calle. Porque no trataba a nadie, y porque conservaba un humilde abrigo y el velo, llamábanme «la señorita». No me importaba. En aquella babel de ruido y de basura, yo procuraba la limpieza y el orden de mi cuarto. Bordaba, desde las seis de la mañana hasta que se me acababa la luz. Ganaba una peseta, cinco reales; con esto si no quería ir mermando aquellas mil doscientas pesetas que eran un depósito sagrado, una garantía contra mi horror de un hospital, tenía que costearlo todo. Seis, siete duros al mes; y uno, pongamos, para luz y para lumbre. Medio aún para jabón, para el agua, que no la había, para el hilo y las agujas de bordar..., y quedan tres. Con dos reales diarios comía... si me dejaban ganas de freír un par de huevos, o de arreglar una sopa, la fatiga y la tristeza. Dos meses pasé así. Lloraba mucho y dormía poco. Una noche tuve frío y me pareció larguísima y negra como aquella inútil vida mía de tristeza y de «honradez»... ¡Oh, qué ironía verdad!... «Honradamente» no podía ni aspirar siquiera a casarme, en mi modestia, en mi pobreza, ni con el hijo del pobre zapatero. ¿A qué, entonces, una vida tal de esclavitud? ¿Por qué respetos? ¿Por qué cosas de virtud ni de miramientos a nada?... ¿No era ya una maldita y deshonrada hasta la execración de las gentes?... Sentí de más en el dolor físico del frío y del hambre, de la oscuridad también, porque aquella noche llegué tarde al almacén y no tenía dinero..., que mi sacrificio de pobreza la honradez era risible..., era tardío y sin ventaja para mí ni para nadie... Por muchos otros días, por muchas otras noches como aquélla, tuve en mi angustia los dos únicos términos posibles de un cambio radical: el convento... o esto..., la galantería... Debo confesarte que había en el fondo de mi alma demasiados rencores a lo más santo de la tierra, a mi padre, a mi madre, a mis hermanas..., a la familia de Esteban..., a cuanto yo había oído cuando niña llamarse «justicia» y «caridad»... para no juzgar que mi refugio santo no hubiera de ser una nueva hipocresía... Aunque ya no la tuviese, Esteban me había hecho concebir una única gloria de «este mundo». O vida, o muerte. Mas para morir siempre habría un minuto. Un periódico, en el que me dieron una vez envueltas las telas del bordado, traía el retrato lleno de joyas, traía además el largo elogio, el público tributo de todas las más altas admiraciones para no recuerdo cuál cocota-bailarina de París que debutaba en un teatro. Allí acabé de ver que la indecencia se aplaude si es bonita y es dorada. Lucía aquella mujer cara de dichosa, radiante. ¿Habría tenido algún amor triste como el mío, y algún tiempo de miseria en que, como yo misma, creyera imposible el volver a ser feliz?... Me miré al espejo, y me parecía tan guapa como ella. Los hombres, ricos algunos, me lo decían incesantemente por la calle...
Se detuvo, porque sonaban fuertes campanillazos fuera. Atendió un momento, a algunos que entraban en tumulto, y quiso proseguir:
-Excuso decir que desde aquel instante quedó mi última suerte juzgada. Saqué mi depósito del Monte, me compre vestidos y sombreros, me fui a una fonda... y..., oh, mis primeras salidas por ahí... buscando a...
Nuevamente se calló. Fuera sonaba una voz terrible: «¡Policía!» Los del grupo, en la puerta del pasillo, discutían descompuestamente con la rubia. Oyó Eduardo que hablaban de «herida» y del «baile» y de «ir todo el mundo detenido»...
-¡Sí, los guardias! ¡Lo del palco! -dijo Antonia con terror.
Y como abrían, Eduardo, por un instinto, se escondió en el gabinete.
-¡Hala, hija! -oyó que decía la rubia hecha una fiera-. ¡Presas, como si tuviésemos que ver en el asunto!
Un inspector y un guardia entraron irrespetuosamente.
-Si, y ésta. Era del palco también... ¡Arreando!... ¿Te llamas Concha?
-¡Enriqueta!
-Enriqueta, bueno. ¡Pues, aire! ¡Fuera de ahí y a vestirse!... ¡Hala, hala!
Traía otro a la Conchita, en camisa, y entre el ama y ella pusiéronse a lanzar protestas, que exasperaban a los guardias. Fue una horrible chillería. Las dos mujeres, llorando unas veces y rugiendo otras como furias, negaban que «hubiesen estado en el baile». Se contradecían. Era peor. Esto se aclararía en el juzgado. Ellos no sabían sino que les habían ordenado por teléfono llevarse detenidas a las tres.
-¿A las tres?... ¡Hombre, pues entonces también a estos señores!
-¿Qué señores?
-¡Dos que estaban con éstas!
Eduardo apareció. Por otra puerta, vistiéndose, el Rey de Almendralejo. El inspector lo contempló y manifestó que su única orden era contra ellas. Quisieron interceder el Rey y Eduardo, tranquilos por la exclusión, y fue inútil. Ni aquella gente había visto a la que hirieron, ni les importaba sino cumplir su obligación. ¡Las tres..., a menos que, por oponerse y desmandarse estos señores, también los detuviesen por su cuenta!
Eduardo, temeroso del escándalo, se limitó, razonable, a querer garantizar a... la Enriqueta. Ésta se vestía al otro lado de la cama. «¿Y quién le garantizaba a él?»... Fue el inspector y acabó de darle prisa a Enriqueta, mientras la rubia cogía un mantón, y la Concha, resignada, se echaba por encima un vestidillo, una blusa y un abrigo que le traía la rubia.
Partieron, escaleras abajo: delante de las mujeres, detrás los guardias, y los últimos, Eduardo y el Rey, todos alumbrados por la linterna de un sereno.
En la calle quisieron los dos jóvenes acompañarlas, y los disuadió el inspector:
-¡No adelantarán nada, señores, créanlo! ¡Van al Gobierno!
Se pararon, pues.
-¿Qué? -preguntaba el Rey.
-Nada -cedió Eduardo-; que tiene razón. No adelantaremos nada.
-Desde luego. Y expuestos a que allí los otros guardias nos conozcan y nos prendan.
Quedáronse viendo cómo se alejaban las tres mujeres, rodeadas por los guardias, por lo largo de la calle.
-¡Ah, si supieras quién es... esa Enriqueta!
-¿Quién es? -preguntó el Rey indiferente.
-¡Ya te diré..., ya te contaré!... -repuso Eduardo.
Guardó un silencio doloroso. Por vez primera se daba exacta cuenta de que estas muchachas del placer bestia y de la alegría tan triste, «destinadas al recreo inicuo de los hombres, de los estudiantes, de los hijos de familia»..., eran también hijas de familia, hijas de los hombres, hermanas de los hombres..., que por cien despeñaderos de engaños y de injusticias las hacían rodar hasta el último infortunio, para clavarlas en él con el inri de la infamia y con clavos de una ley... de orden y gobierno.
Y, todavía en nombre de las leyes de que esa ley formaba parte, gritaban los que la hicieron o los que la consentían sin su protesta: «¡Moral!»
¡Qué sarcasmo!
Antoñita Gamboa, ésta que iba entre los guardias, era aquella niña de la calle de San Juan...
(1909)