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En la paz de los campos/Primera parte/II

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

II

Una vez, por poco se hace traición Berta. El país estaba diezmado por una epidemia de fiebre tifoidea y en todas las aldeas fueron atacados los niños. Hubo numerosas muertes y reinaba la consternación en las cabañas como en los castillos.

Uno de los primeros atacados fué José Garnache y el mal se declaró en seguida con gran violencia. El niño estuvo en peligro y el pabellón del guarda de caza se envolvió en un silencio de terror. Regino no se movió más del lecho del enfermo, así como Sofía, y los dos, reteniendo el aliento, espiaban su delirio y no apartaban la vista de él un momento.

La madre, mientras tanto, corría por los campos. Para ella la epidemia, al atacar á José, no había producido más que un resultado: hacerle temer que el otro, en el castillo, fuese atacado á su vez.

Este miedo no la dejaba vivir. Todas las mañanas, después de haber echado una mirada distraída al enfermo, unas veces caído y otras agitado, tomaba la puerta y subía á Valroy.

No respiraba ni descansaba hasta que encontraba algún criado y le oía repetir que no había nada de nuevo y que todo iba bien. Si no encontraba á nadie, esperaba escondida en la espesura, pues no se atrevía á dejarse ver sabiendo que á todos les extrañaba que abandonase á su hijo enfermo.

¡Ah! Su hijo...

Esperaba que Jacobo apareciese en el terrado como todos los días á eso de las nueve, ó solamente oirle reir, cantar, silbar á los perros en sus habituales manifestaciones de vida activa y exuberante.

En el pabellón, Regino y Sofía movían la cabeza y no comprendían. Ciertamente, Berta tenía siempre razón; pero en este caso les parecía, sin embargo, que no obraba bien.

Algunas veces el niño, con su cara de cera, abría unos ojos agrandados por la fiebre y los volvía á derecha é izquierda, como buscando algo á su alrededor.

Garnache, con el corazón partido, creía comprender.

—Tu madre, hijo mío? va á venit... está ahí, al lado, muy cerquita...

Y su ruda voz se esforzaba por ser amable á fin de convencer y tranquilizar. Buena falta hacía que los hombres hiciesen el oficio de mujeres, y guardasen los niños en casa, puesto que las mujeres se iban ahora á correr por los campos, como los hombres, y no volvían.

Sofía no era de éstas. La pobre mujer temblaba considerando la marcha y los progresos del mal, y hubiera dado los ojos y el corazón porque el niño se levantase curado. Tenía por él el cariño irracional de las naturalezas brutales. Era el hijo de su hermana y no le hubiera querido más si hubiera sido suyo; acaso menos, pues hubiera sido menos bonito y menos listo. Así lo pensaba ella y así lo decía.

Su ternura de bestia adicta se agarraba á aquel cuerpecito ardiente, que parecía volver á la tierra, y quería defenderle contra el mundo entero. Si el niño hubiera muerto, de seguro hubiera aullado Sofía, con el cadáver en los brazos, como una salvaje ó como una loca.

Pero, así defendido, aun faltando su madre, el pequeño debía vivir.

Berta continuaba sus expediciones y hasta las multiplicaba. Nada podía calmar su inquietud y todo la aumentaba. La situación empeoraba en la comarca ; donde antes había cinco casos, ahora había diez, y de los diez morían siete.

Berta estaba dominada por esa idea fija de día y de noche, al lado de José y hasta en los peores momentos; el viento de la desgracia empujaba la puerta del castillo. Jacobo estaba atacado. ¿Qué iba á hacer ella?

Impulsada por estas ideas, se levantaba bruscamente, presa de crisis nerviosas frenéticas, y no recobraba un poco de calma hasta que, en los alrededores de Valroy, las idas y venidas tranquilas de los habitantes del castillo indicaban la seguridad.

Un día, en una de esas visitas impulsivas, cuando subía la cuesta del castillo, alarmada ya por no ver á Jacobo y buscándole con los ojos, se encontró cara á cara con el conde Juan.

Hacía años que el Conde no la hablaba y hasta la evitaba, como á un incesante recuerdo de un pasado sin gloria que, acaso, le humillaba. El Conde la recibió duramente.

—¿Qué hace usted aquí? Su sitio de usted está al lado de su hijo, que se encuentra muy mal, según me EN LA PAZ. — 4 — 50han dicho... Y usted corriendo por los caminos... Vuélvase á su casa... Además, quién sabe si trae usted el contagio en las faldas...

Berta le escuchaba sin comprenderle, saltando de un pie á otro para buscar la ligera silueta de Jacobo entre los árboles. El Conde se impacientó.

—¿Ha entendido usted? Váyase de aquí.

La mujer juntó las manos y murmuró: —¡ Jacobo!

Su actitud fué tan suplicante y tan dolorosa la expresión de su cara, que el Conde, aunque no se explicaba tales extremos, respondió con más dulzura: —Jacobo se ha despertado con la cabeza un poco pesada... y todavía está durmiendo... Pero no es nada; puede usted estar tranquila.

Después, mirándola fijamente á los ojos, pronunció esta frase, que no tenía sentido preciso para él, pero que le advirtió á ella que debía ser prudente: —¿Sabe usted que es una extraña nodriza y una mala madre?

Berta balbució una vaga respuesta. Quería á los dos niños... al suyo más, por supuesto, pero al otro inmediatamente después... La mujer sudaba al decir tales blasfemias.

En cuanto estuvo sola entre la espesura, levantó los brazos al cielo y gritó llorando: — Jacobo! Jacobo!

i Las palabras del Conde le habían desgarrado el corazón.

¡Ah! el imbécil... ¡Que no era nada! ¡Nada, la cabeza pesada y el sueño invencible!... Así era precisamente cómo empezaba el mal... Berta lo sabía bien, puesto que había visto á José...

¿Qué iba á ser de ella si Jacobo caía enfermo? No podría verle, ni velarle, ni sufrir con él, ni morir al _ 51 mismo tiempo si el horrible destino exigía que él muriese.

¡Y era su madre, sin embargo!

En pie en el bosque, en medio de la alegría de la mañana, Berta confesaba su crimen y reivindicaba sus derechos. A su alrededor se deslizaba el sol á través de los árboles y se extendía en manchas claras; de cada hoja pendía aún una gota de rocío y el ruidoso pueblo de los cantores alados se desgañitaba en las cimas y celebraba la vida en transportes de éxtasis.

Y, de repente, tuvo Berta una rápida visión. Se vió á sí misma en aquel lugar llevando de la mano á un niño vestido de aldeano. Era aquel á quien llamaban Jacobo siendo José. Berta no le había entregado á un extraño y le había conservado á su lado. Toda la antigua historia no era más que un mal sueño. Era madre, poseía á su hijo y éste la amaba... Después, todo se borró y se encontró sola.Con la cabeza baja, tomó entonces el camino del pabellón del guarda, dejando detrás de ella su corazón, contra toda apariencia, y marchando á pesar suyo hacia su hogar, cuya llama se enfriaba en sus manos.

Aquel fué el primer día en que José Garnache pareció recobrar algún gusto por la existencia. El niño conoció á su gente y los sonrió á todos, pero Berta no manifestó ningún contento. Estaba distraída, lejana, con el cuerpo allí y el alma en otra parte. Garnache notó una vez más aquella indiferencia y su sencilla mente se contristó. El guarda resolvió querer doble á su hijo, ayudado por Sofía, que no deseaba otra cosa.

Durante el día, Berta no hizo más que inspeccionar y vigilar los dos caminos que se cruzaban delante del pabellón. De pronto sus ojos se pusieron fijos y angustiados, mientras sus facciones se anegaban en una intensa palidez. Había visto entre el polvo un coche del castillo, tirado por el mejor caballo, que huía furiosamente como impulsado por un viento de catástrofe.

Iba en el coche Juan de Valroy solo, y arreaba á aquel caballo, al que tenía que contener de ordinario.

¿Adónde iba Juan á aquella hora?... A la ciudad?...

¿Para qué?... A buscar un médico. Jacobo estaba atacado; era indudable. Berta se puso como loca.

Durante hora y media permaneció junto á la ventana, tiesa, con las manos inertes á lo largo del cuerpo y la mirada fija en el camino. Llovía, y no lo notaba.

Nadie supo jamás lo que Berta pensó y vió en aquellos minutos, pero fueron seguramente la primera estación dolorosa de su futuro calvario. Más adelante debía conocer otras más trágicas todavía; pero, ya espantada, creyó sentir una mano vengadora que pesaba sobre ella é inclinó la espalda al castigo. Nadie puede rehacerse el alma á su gusto. Berta seguía siendo campesina y supersticiosa.

A la hora y media reapareció el coche de vuelta á Valroy. Juan no volvía solo; Berta no se había engañado, pues vió á su lado al médico.

Ahora bien, si en aquellos momentos Berta estaba loca, Juan no se encontraba mucho mejor, y temblaba, lívido y sin valor. La Condesa había salido un momento de su sopor para gemir y maldecir al destino, pero, después, se hizo dos inyecciones de morfina en vez de una, y se sumió de nuevo en sus ensueños.

Solamente la señora de Reteuil, á la que llamaron á toda prisa, mostró alguna presencia de ánimo y algún buen sentido. La viuda tomó la dirección de aquella casa demente, y, bajo su acción, se regularizó la nueva vida.

Sí, Jacobo, á su vez, estaba en un mal trance, y era además un terrible enfermo, impaciente, voluntarioso, que rechazaba cuidados y medicinas y se negaba á toda persuasión. Su padre mismo fracasaba en sus tentativas al chocar con una obstinación feroz y una furiosa rebeldía.

Pero, al tercer día, toda aquella fuerza cayó y el niño no fué más que un cuerpo inerte que se manejaba sin resistencia, lo que fué todavía más lamentable, pues el silencio y la inmovilidad de aquella carne, tan agitada y ruidosa el día anterior, parecían un adelanto del resultado definitivo y un principio del fin que se temía.

Las noticias se propagaban fuera hora por hora.

Berta cayó desde el primer día en la desesperación.

La noche fué para ella una larga pesadilla. Entre Regino y Sofía, que persistían en velar á José aun estando fuera de peligro, la madre miraba á éste sin verle, y tenía al otro en el pensamiento y ante los ojos.

Su marido y su hermana hicieron dos ó tres veces un esfuerzo para atraerla hacia ellos. Berta se estremecía, volvía unos ojos asustados y contestaba: —Qué?... ¿Qué hay?... ¿Qué tengo ?... No tengo nada.

Y volvía á caer en su marasmo. Garnache hablaba en voz baja para no despertar al pequeño, y decía: —No es éste el momento de arrancarse los cabellos...

¡Está salvado!

Y aquella extraña madre levantó la cabeza y exclamó casi gritando: —¿Quién está salvado?... ¡Ah!... ¡Este!...

Y mostró con la cabeza al que no la interesaba...

Sofía, indignada, se atrevió á decir: —Eso no está bien, hermana. Te remueves más la bilis por el hijo del castillo que por el tuyo propio.

Deja en paz á Jacobo. Si está verdaderamente enfermo, no le faltarán cuidados. Tiene diez personas á su alrededor, su padre, su madre, su abuela y todos los criados...

Berta interrumpió.

— Su madre!

Equivocándose sobre el sentido de esa exclamación, la pobre muchacha fea, cuyo corazón era tan hermoso, contestó: —Es verdad que su madre no sirve para gran cosa..pero, sin embargo, en este caso ya se despabilará... Todas las madres se despabilan por sus hijos.

Berta le echó una mirada indiferente y respondió suspirando: —¡Ay!

Regino apoyaba y ampliaba las palabras de Sofía.

—No, lo que es aquél no carecerá de nada... Tienen de qué y no miran el gasto... La fortuna es buena algunas veces... en las enfermedades, sobre todo.

José se despertó y su pálida y demacrada cara se iluminó al ver alrededor de la cama á toda su gente.

Tendió indistintamente los brazos al grupo y ya Regino y Sofía estaban en pie, poseídos de ardiente alegría...

José! hijo querido; te sientes bien, muchacho?

El niño sonrió á aquellos dos adictos, pero, detrás de ellos, estaba su madre postrada y sin verle ni ocuparse de él.

Garnache, entonces, se irritó.

—Mujer—dijo con voz sombría, ¿dónde estás?

¿Qué te sucede?... No has llorado' cuando nosotros llorábamos; ni ríes cuando hay que reir... ¿Has pasado toda tu alma con tu leche á ese niño feliz que no te necesita ?

Berta le respondió con mal modo: —Bah!... Déjame en paz!

Regino se encogió de hombros y no insistió, pero quiso menos á Berta. Sofía estaba meciendo á José en los brazos... El niño tenía una madre, después de todo.

Durante las tardes de gran fiebre, era lúgubre la escena en el cuarto de Jacobo. Aquella pieza del piso bajo formaba el ángulo del ala izquierda y tomaba luz de dos ventanas, la una al Norte y la otra al Oeste.

De ordinario era alegre. El sol poniente encendía fuegos en sus cristales irisados, y el viento saludable entraba allí danzando, barriendo los papeles y los objetos sin consistencia y dejando olores de resina tomados al pasar á los pinos del bosque. Aquella habitación resonaba de ordinario, mañana y nochе, con las risas y las canciones de su habitante, que volaba durante el día.

Ahora, el habitante yacía sin conciencia en su cama, devastado por la fiebre, y en todo el día se oía nada más que murmullos en aquella alcoba trágica donde se andaba de puntillas.

A la derecha, en una butaca, Juan con la vista en su hijo; á la izquierda, la señora de Reteuil, repentinamente convertida en mujer seria, y también con la mirada fija en el niño.

Dos ó tres veces al día, aquellos fieles vigilantes oían voces ahogadas detrás de la puerta, que se abría para dar paso á la lamentable figura de la madre, que venía impulsada hacia el enfermo por el cariño, acaso, pero seguramente por el deber. Llegaba sostenida y casi llevada por la repulsiva criada de facciones duras y ojos aviesos; llegaba, espectral, desesperante, con los ojos anegados en una expresión de extravío, y Juan, al verla, se estremecía de terror y de cólera, pues le parecía que era la muerte la que entraba á quitarle su hijo.

Y aquella madre, en pie junto á la cama del niño, privado de conocimiento, balbucía incoherencias y llamadas á Dios... á Juan le daban ganas de echarla, pero no podía. Y era para él un alivio, cuando, á los diez minutos de inútil presencia, se marchaba tratando de levantar hacia la clemencia divina sus brazos enflaquecidos, con un ademán de cuervo herido probando las alas.

Vuelta á su cuarto, con un frasquito debajo de la nariz, volvía á caer en su sopor y en su indiferencia.

Por otra parte, no razonaba y había renunciado á asociar los hechos y sus consecuencias. Aquel niño, al veía morir arrebatado por la fiebre, pocos minutos después, en un sueño brumoso, se le aparecía hombre y se pegaba un tiro en la sien delante de ellaque Así duplicaba los personajes según la ocasión y las necesidades de su tristeza, pero todo lo que imaginaba era, sin excepción, fúnebre y terrible.

Sus visitas al enfermo la sostenían en la convicción de una fatalidad encarnizada en la desgracia de su raza y le daban nuevo alimento para sus horribles ensueños. El cloral, el éter y la morfina dramatizaban y desmesuraban aún sus visiones; y de este modo ocupaba las lentas horas del día y las más lentas aún de la noche.

En otro orden de terrores más simples y más racionales, pero igualmente angustiosos, Berta sufría también torturas de agonía.

Daba vueltas sin cesar por los alrededores del castillo, acechando las idas y venidas, y algunas veces, á paso de lobo, como un criminal que trata de cometer un asesinato, se arriesgaba por la noche á llegar hasta las ventanas y si las persianas estaban abiertas trataba de distinguir en la penumbra del cuarto aquel cuerpecito echado en la cama y que llenaba para ella todo el Universo.

Berta sufría tanto en aquellos días, que aun siendo una miserable, merecía lástima. Berta lloró y se maldijo á sí misma arrepentida, humillándose ante lo que ella llamaba más y más su castigo. Caída de nuevo en todas las credulidades de la infancia, sentía pesar sobre ella la mano de Dios.

Estaba flaca y lívida, feroz y horrible; sus ojos, enrojecidos después de agotar las lágrimas, brillaban siniestramente en las cavernas de sus órbitas.

Una noche en que la fiebre había caído un instante y Jacobo estaba lúcido, aunque abatido, sin fuerzas y refugiado por entero en el apoyo de los que le rodeaban, el niño paseaba alrededor de su cuarto las miradas de asombro de un ser que ha olvidado la vida.

De repente, sus miradas se precisaron, se fijaron obstinadamente en la ventana, y en la cara descarnada del niño se pintó una indecible expresión de espanto.

Jacobo miraba aterrado y con un grito ronco en la garganta; trató de levantar el brazo para designar algo, pero el brazo volvió á caer, y el enfermo se reclinó en la almohada con la cara convulsa.

Valroy que había seguido la mirada del niño, vió á su vez detrás de los cristales de la ventana una cabeza desgreñada y furiosa, loca de pasión y de angustia, aparición de pesadilla propia para espantar á seres más seguros de sí mismos que un triste niño enfermo.

Juan estuvo fuera en tres saltos. La cólera le ahogaba.

— Miserable!

Al verle y oir este grito, Berta retrocedió como si despertase; pero, todavía estúpida, murmuraba sonidos inarticulados.

El Conde se adelantó hacia ella con los puños levantados.

—¿Quieres matarle con esos sustos?... Te ha tomado por la muerte y la verdad es que lo pareces...

Berta cayó á sus pies sacudida por los sollozos y diciendo frases incoherentes: —Vive... vive... Perdón... No podía... Está ahí, tan cerca... tan lejos... Usted comprende... No puedo...

El Conde se serenó, pero una vez más la extraordinaria ternura de aquella mujer por su hijo, le asombró y casi le alarmó.

—Sí, vive—dijo,—le tengo bien y no le soltaré...

Pero tú (la tuteaba sin darse cuenta de ello) ¿por qué sufres tanto por él?... José te preocupa menos... Cualquiera diría...

Humillada á sus plantas, Berta levantó la cabeza.

Su astucia de campesina y su audacia de mujer le dictaron la respuesta. Sencillamente y con la voz anegada en tristeza, replicó: —Es su hijo de usted...

La vanidad de los hombres es tan grande y tan generosa, que el Conde aceptó el argumento sin observación. Estaba convencido. Y con voz más dulce, añadió, levantando á aquella pobre mujer: —Vamos, Berta, hay que mirar delante de nosotros y no detrás... Vete... y no nos des más semejantes sorpresas. A Jacobo le salvaremos, no tengas cuidado.

Dentro de quince días comerá su sopa. ¡ Ea! vete...

La rechazaba, pero sin cólera y conmovido en el fondo de su corazón por aquella pasión persistente. La comedia había sido superiormente representada.

Vuelta á la espesura, bajo los negros árboles del camino, Berta tuvo una risa salvaje. ¡El imbécil!...

Amar á alguien que no fuera Jacobo? Sí, para eso tenía el tiempo. En fin, Jacobo estaba mejor, que era lo principal... Sí, le salvarían.

Tranquilizada así por Juan y por sí misma, continuó burlándose: —¡Qué bien le he dicho: «¡ es su hijo de usted!» Yo hubiera podido representar en el teatro; esta escena me la hubieran aplaudido.

Pero un momento después volvía á caer en sus angustias... El pequeño estaba mejor... Pero hay altos y bajos... ¡Y ese idiota que dice que le tiene bien !... Solamente una madre tiene bien á su hijo y ese niño no tiene madre... á su lado.

Jacobo, por fin, fué saliendo poco á poco de su mal y recobró gusto por la vida... Una mañana estaban sus perros puestos de patas en la ventana lanzando aullidos para llamar á su amo, y él les respondió con su silbido de los buenos días y mandó que les dejasen entrar. Fué aquella una hermosa fiesta. El niño salió de la cama adelgazado, crecido y con ojos profundos, en los que había más cosas.

La primera vez que Berta fué á acercarse á él, tuvo que dominar sus nervios para no desfallecer. Se arrojó á él como una fiera, le levantó del suelo y le cubrió de besos con locos sollozos.

Jacobo se defendió, descontento, se limpió los carrillos con su pañuelo bordado y manifestó su mal humor.

—Que seas mi nodriza no es una razón para ahogarme... Esas son maneras de campesino y no me gustan nada. En lo sucesivo, un poco más de ceremonia ¿eh?

Aquel fué su agradecimiento por cuarenta días y cuarenta noches de angustia, de ansiedad sin nombre, de espanto sin límites. A Berta se le oprimió el corazón, pero excusó al niño. ¡Qué sabía aquel pequeño !

Desempeñaba su papel de vizconde, y muy bien, por fortuna.

Acabó por convencerse de que semejantes modos no debían causarle más que contento. Pero se quedó pálida del miedo que había pasado. Después de la sacudida, conservó una especie de estupor. Aquél fué el fin de su belleza.

También fué el de su voluntad precisa. Hasta aquel momento había querido dirigir la vida, pero ahora, se abandonó á la corriente y se dejó arrastrar hacia no se sabe qué riberas. Algunas veces dudaba. Había hecho bien ó mal, desde el punto de vista de su propio interés introduciendo fraudulentamente á su hijo en la casa de los ricos y condenando á la miseria y á la humildad al último descendiente de una raza privilegiada?

Hasta el presente no había obtenido más que lágrimas de este cambio criminal; el porvenir sería probablemente peor todavía. Jacobo de Valroy se separaría de ella un poco más todos los días; ya le molestaba mañana la rechazaría con un ademán definitivo...

A esta idea le flaqueaba el corazón. Sí, en otro tiempo, de lejos, había previsto un poco todo esto, pero de un modo tan confuso, que la impresión fué blanda...

¡Ay! la realidad era más dura.

Pero, refugiándose de nuevo en el heroísmo, aceptó este porvenir: su hijo no la conocería, pero sería un noble dichoso, sembrando el oro, amado por las mujeres, envidiado por los jóvenes y admirado por todos.

Ella?... ¿Qué importaba?... Reventaría en su rincón, una vez su misión cumplida; y esa misión no habría carecido de grandeza trágica.

Mirándose en un espejo, echó de ver la fuga de su juventud y de su belleza y les dijo un adiós melancólico, pero no las sintió hasta la verdadera tristeza. En adelante eran inútiles.

Había querido seguir siendo bella para Jacobo, pensando, no sin razón, que los niños, como los perros, hacen por instinto mala acogida á los pobres de aspecto rústico.

Pero comprendía que era ya inútil tratar de agradarle; estaba harto de ella, y, linda ó fea, la separaba de él.

Berta, pues, renunció.

En tres meses, de muchacha de aspecto elegante, cayó de repente en el envilecimiento de las hembras campesinas. Peinada á puñados, vestida con un saco y los pies en unos zuecos, envejeció diez años en unas semanas. ¡Bah! Bien estaba de aquel modo...

Fenómeno extraño: los que la querían verdaderamente, la quisieron más así. Regino, el primero; en aquella mujer descuidada y apenas limpia, no encontraba ya la gran señora que en otro tiempo le asustaba, y suspiraba de satisfacción al verse libre de modales y de frases ante aquella mujer de su casa, en vez de la remilgada de antaño. Sus relaciones fueron más estrechas y más tiernas... ¡Que se discuta el amor después de esto!...

Sofía, á su vez, reconocía en la nueva Berta á su hermana, á su raza y á su sangre. La otra era una princesa á la que no se podía tocar. Esta, enhorabuena, era de la familia: «pingo y compañía...» José fué menos tímido ante ella y la respetó menos.

Berta abdicó en todos conceptos, y, huraña, se enterró en su casa ó vivió en el bosque huyendo de los hombres. Acechaba á Jacobo á lo lejos y se llenaba de él los ojos, pues no se atrevía á acercarse por miedo de los sofiones. Después se volvía á la espesura, andando á grandes y sordas zancadas por los musgos y las hojas secas.

En el pabellón del guarda se mostraba todavía taciturna y un poco distraída, pero más accesible y amable. Llegó á vivir casi como una persona cualquiera, lo que era ya mucho.

Mientras tanto, Jacobo y José, escapados los dos á la muerte con quince días de intervalo, habían vuelto á empezar á vivir. Y ocurrió que una mañana se encontraron en la carretera, que es de todo el mundo y no es de nadie, terreno neutro en el que los dos se sentían en su casa.

Se miraron con interés, porque habían sufrido los dos el mismo mal y esta comunidad suprimía por un momento las distancias sociales que, Jacobo, á pesar de sus diez años, deseaba de ordinario ver observar. Pero, por el momento, el drama pasado los hizo iguales.

Jacobo dió la mano á José, y éste, de ordinario salvaje y vergonzoso, aceptó aquella cortesía. Y se pusieron á hablar: —Hola.

—Hola.

—No estás gordo.

—Tampoco tú.

—He estado enfermo.

—Yo también.

—No tanto como yo.

—Acaso más.

Jacobo se puso encarnado; aquellas pretensiones y aquella gana de sobrepujarle, le parecieron impertinentes. Se contuvo, sin embargo, y con voz tranquila todavía, pero superiormente irónica, interrogó á aquel aldeanito con el solo fin de confundirle.

—Oye, José, no sabes lo que dices... Escucha bien.

¿Has tenido, como yo, cincuenta grados de temperatura?

Bueno es decir que el muchacho no miraba á una decena nás ó menos.

—Sesenta dijo José imperturbable.

Por este lado quedaba Valroy debajo de Garnache.

Jacobo se encogió de hombros y dijo en tono despreciativo: —Qué disparate... No es posible tener sesenta grados...

El hijo del guarda, que no era tonto, respondió á su vez: —Tampoco cincuenta.

Los dos, en su sopor, habían oído á los médicos hablar junto á su cama.

El Vizconde dió un golpe en el suelo con el pie como si le faltase al respeto. Pero, fiando en su educación y en su instrucción, cosas aprendidas, y en su imaginación natural, en la que creía con profunda fe, replicó: —¿Y sueños? ¿Has tenido sueños?

—Sí, horribles pesadillas... Aquello era espantoso.

—Has visto ogros, brujas horribles, dragones vomitando fuego, serpientes de cien metros y leones de tres cabezas?

Si Jacobo era sincero en el recuerdo y en la exposición de sus delirios de fiebre, probaba sencillamente haber estado preocupado por la memoria inconsciente de sus libros de estampas y de los cuentos de las criadas. Sin sospecharlo, estaba haciendo literatura. José, educado en el silencio de los bosques y sin cuentos, no podía tener sueños semejantes y se explicó sencillamente: —No, no he visto nada de eso, ni sé lo que es; pero he visto el bosque ardiendo, el bosque entero; los animales huían y yo con ellos, y fuí atropellado y pisoteado por una manada de ciervos y de jabalíes. Y, aunque ya no los hay por aquí, también he visto lobos saltar en medio de las llamas aullando furiosamente.

Otra vez Jacobo se quedó contrariado... La descripción del aldeano sobrepujaba á la suya en movimiento y en horror preciso... El Vizconde le interrumpió: —Has visto, detrás de los visillos de tu ventana, á la muerte acechándote para cogerte?... Pues yo sí. Me han dicho que era Berta, tu madre, que me estaba mirando, pero son mentiras. ¡ Era la muerte!

José se confesó vencido.

—No—dijo gravemente,—no he visto á la muerte.

Y añadió con tristeza: —Ni tampoco á mi madre; no estaba casi nunca á mi lado...

Jacobo no notó la cándida amargura de esta última frase y, acaso, no la oyó siquiera, pues los sentimientos de aquella gente no le interesaban gran cosa; y dijo triunfante: —Ya ves cómo he estado más malo que tú.

Acaso parezca singular este extraño mérito y este extraordinario caso de honra, que consistía para él en sufrir más y mejor que otro; pero los cerebros infantiles tienen esas rarezas. José, más plácido, no insistió, y se separaron.

—Buenas tardes.

—Adiós.

Aquella enfermedad marcó el fin de su primera infancia en cada uno de ellos; los dos salieron de la cama crecidos de cuerpo y más comprensivos de alma, según su temperamento y su medio; en lo sucesivo, aquellos dos cerebros iban á modelarse según el ambiente: José, en el silencio de los bosques, se orientó hacia la sencillez; y Jacobo, en un castillo, loco, entre una madre frenética y un padre exasperado, hacía la extravagante fantasía.

Al rayar la aurora de un día de verano, Regino mostró la linde del bosque á su hijo, ya fuerte, y le dijo: —Tienes pan y vino para el día; no vuelvas hasta esta noche. Mira y escucha. Duerme, si quieres, echado en el suelo, lo que es también un buen modo de aprender.

Y el niño se fué con el saco al hombro y el palo en la mano, libre y solo por un mar de verdor, entre las hojarascas y los musgos, bajo la caricia del viento que pasaba con gran murmullo entre los grandes árboles, haciendo un ruido de tren en marcha.

José escuchó, sorprendió y recogió; la flora y la fauna le hablaron al oído y revelaron su historia á aquel niño sin malicia. Trató de medir con los brazos encinas y hayas monstruosas, contemporáneas de los hijos de Meroveo; hubieran sido precisos treinta brazos como los suyos para abarcar sus troncos.

Observó el juego de los conejillos llenos de inocencia, que no se espantaban al verle, sus colas blancas detrás y sus saltos atrevidos en la menta que los embriagaba; vió los pesados machos de perdiz volar á su paso con grandes aletadas. Admiró á la hembra del faisán que instruye á sus polluelos en la ciencia de vivir, advirtiéndoles el peligro por un rápido gorjeo y reuniéndolos por un breve grito bajo el refugio de sus plumas, si alguna ave de rapiña se cierne en la altura, sin estar en las nubes.

Se extasió al ver pasar los cervatos que huyen al menor ruido con las cabezas hacia atrás, á esconderse en las espesuras, y lamentó no saber su lenguaje para atestiguarles sus buenos sentimientos.

Aquello le hizo pensar en las horribles persecuciones en que se complacen unos cuantos brutos, hombres ó mujeres, disfrazados para ello y soplando, para más carnaval, en cobres babosos; y aunque adoraba EN LA PAZ.—5 á los perros, los vituperó en su corazón por prestar su concurso á las brutalidades criminales de hombres ociosos y mujeres estúpidas. Pero no era culpa de los perros, después de todo.

Como buen hijo de un buen guarda, observó en la orilla de los lagos las huellas recientes del jabalí que acababa de beber; la mirada que echó en aquel momento á los juncos de la orilla y á las espesuras de alrededor, fué un poco asustada. No tenía más que doce años y tanta soledad, por primera vez, hubiera turbado á un espíritu menos joven.

Rechazó como una vergüenza aquel conato de miedo y siguió más adelante hacia los pinos de inmensos troncos delgados y rojizos que rayaban, como cañones de órgano, profundos fondos morados. Hizo levantarse bajo sus pasos la multitud de seres, insectos, pájaros, reptiles y minúsculos cuadrúpedos que se albergan debajo de tierra.

Contemplaba con el mismo amor las libélulas azuladas que danzan á flor de agua, los lagartos cobrizos de reflejos irisados, los ruiseñores de las arboledas, las rojas ardillas y los obscuros topos.

Todo lo que se movía, susurraba y vivía, estaba cerca de su corazón; admiraba la vida en todas sus manifestaciones y hubiera querido la eternidad para los seres. La idea de la muerte ensombrecía ante sus ojos los más augustos paisajes; la conocía por haberla tenido cerca y había quedado vibrante y enterado.

Se preguntó dónde se ocultan los animales para morir, pues era muy raro el encontrar un cuerpo frío por los campos. Aquel problema le preocupó por algún tiempo, pero como no podía resolverle, lo dejó á un lado.

En la galbana del mediodía hizo alto al pie de una de sus amigas, las encinas sin edad, se comió el pan, bebió vino en la misma botella y saboreó sobre todo su libertad.

Después se echó en el suelo, queriendo dormir un rato en lo más cálido del día. Y entonces comprendió las palabras de su padre. Con el oído en tierra percibió el ruido, ignorado por el hombre en pie, de los millares de animalillos que trabajan debajo de los espesos musgos y de las hojas caídas en antiguos otoños.

Era aquello todavía un cántico, un himno de reconocimiento á la vida. Las hormigas se llevaban pesos cuatro veces más grandes que ellas y una actividad incesante se manifestaba debajo de una hoja podrida, donde debía haber alguna cosa.

Si José hubiera tenido más edad é instrucción, hubiera reflexionado sobre la vanidad de nuestras empresas, tan locas como aquéllas, pero no sabía nada; el atavismo era para él letra muerta y limitó su esfuerzo á celebrar la potencia infinita del espléndido Universo.

La caída del crepúsculo completó su éxtasis con una especie de terror sagrado; el paso de la sombra á través del inmenso ejército de los árboles le alarmaba por sus sorpresas. Un rincón por aquí se obscurecía de repente, mientras que más allá persistía una vaga claridad.

Un poco escalofriado, salió á la carretera y saludó su rectitud amiga y tranquilizadora á través del misterio y del obscuro silencio de los bosques.

Después salió la luna, benévola y un poco suave.

Entonces se divirtió en ver danzar su sombra alrededor de él.

Cuando volvió al pabellón estaba impregnado de tomillo y de menta; y llevaba en el cabello todos los pimentados olores de la tierra libre y todos los agrestes aromas de las espesuras y de los campos.

— 68—Y bien—le preguntó Garnache;—¿qué te ha dicho la selva?

Y el niño, orgulloso por su incursión en lo desconocido de los seres y por su iniciación en los ritos naturales, contestó con sonrisa encantada: —Me ha dicho que la ame, y así lo hago.

De este modo se encaminaba hacia la virtud por vías saludables aquel niño que llevaba realmente en las venas la sangre tumultuosa de los Valroy y de los Reteuil. Y el otro, el sustituido, el supuesto, el ladrón inconsciente, tomando prestada un alma á los que le rodeaban, iba, por el contrario, al encuentro de los desastres y de las divagaciones.

En los dos casos la herencia era mentirosa y los cerebros se formaban únicamente bajo la presión cotidiana y por el contacto habitual.

Jacobo se hizo un muchacho artificial. Admirado por los demás y por sí mismo, compuso su gesto, vigiló su voz y no se permitió ya ni un movimiento espontáneo. Y un inmenso orgullo acabó de desnaturalizarle.

Estando su padre siempre ausente y su madre sumida en lo más profundo de su tétrica apatía, fué Jacobo el dueño del castillo; todo se inclinó ante él y los criados adularon sus caprichos como único medio de conservar sus plazas.

Como era preciso, á pesar de todo, que aprendiese alguna cosa, siguió sin gloria los cursos de un colegio de la ciudad próxima.

Llegaba por la mañana guiando él mismo una ligera charrette inglesa y se volvía lo mismo por la tarde; aquello era elegante y de este modo esa vida le convenía.

Pero hizo más progresos en el arte de domar un caballo difícil que en las conjugaciones latinas ó en las declinaciones griegas. Fué un mal estudiante y para suplir su falta de atención y su poca aptitud, que él confesaba sin reparo, su padre le tomó un preceptor particular. Pasaron sucesivamente siete por el castillo y todos se retiraron, alegando la imposibilidad de semejante empeño.

El joven era rebelde á toda dirección.

—Un verdadero Valroy—decía el conde Juan, siempre contento y sin querer apearse de su burro.

—Un verdadero Reteuil—decía la condesa Antonieta, con las manos juntas por el miedo del día de mañana.

—Un verdadero libertino—se rectificaba en la antecámara.

Hacia los quince años se le ocurrió enamorarse ; el objeto de su amor tenía doce ó trece, y fué aquel un idilio entre dos comediantes dignos el uno del otro.

Había en aquella época, á medio kilómetro de Caillefontaine, una ruina medio hundida y medio en pie que se suponía haber sido en tiempos lejanos una fortaleza inexpugnable. Unos cuantos lienzos de muralla almenados á veinte toesas de altura, un cuadrilátero alargado, con ventanas góticas, bajo una bóveda calada sostenida por arcos, vestigio de una capilla; y, en fin, los cimientos de una enorme torre brutal y redonda como un inmenso pozo, era todo lo que quedaba de la antigua morada, cuya historia no era conocida siquiera por los habitantes de la comarca de que dependía.

En el país, sin saber por qué, se llamaba á esta torre la Torre de Carmesy».

No era de nadie y la gente no tenía inconveniente en arrancarle piedras; la mayor parte de las casuchas de los alrededores debían á esa circunstancia el espesor y la solidez de sus fachadas.

Ahora bien, un día, un personaje sin edad, alto y flaco, pero muy distinguido,» hizo detener su coche delante de aquellos restos de los siglos. En aquel coche, alquilado en la ciudad próxima, había al lado suyo una señora todavía linda, pero que se veía que era extranjera antes de que abriese la boca; y, delante de ellos, una jovencita esbelta, frágil, transparente, demasiado rubia, aérea, pálida, repentinamente un poco sonrosada y cuyos ojos verde mar eran sencillamente espléndidos.

Y, como se supo después, cuando estuvieron establecidos en el lugar, aquellos extranjeros ó mejor aquellos aparecidos, eran el marqués Godofredo de Carmesy—Ollencourt, su mujer, la marquesa Adelaida, una O'Brien, descendiente directa, después de ochocientos años, de los primeros reyes de Irlanda, y su hija Arabela, á la que se llamaba familiarmente miss Bella ó Bella á secas.

Apeados del coche, los tres nobles viajeros contemplaron largo tiempo en silencio la decoración dormida que se ofrecía á sus ojos. Por fin, con gran asombro del cochero, aldeano sin malicia, el Marqués habló con grandes ademanes que abrazaban el espacio y con una voz enfática entrecortada por la emoción: —Adelaida, Arabela: aquí es. Aquí es donde, hace ocho siglos, se detuvieron mis antepasados de vuelta de Antioquía, y edificaron estas murallas, ahora derrumbadas, para cobijar en seguridad su raza.

Eran entonces rudos guerreros, altos barones cubiertos de hierro, que, de la mañana á la noche tenían la espada al costado ó en la mano para pelear. A su primer nombre de Ollencourt, añadieron los árabes, para calificarlos, el sobrenombre de Carmesí, porque los veían siempre cubiertos de sangre en las batallas, » ó porque su temido estandarte era rojo obscuro con la cruz de oro.

Ese apodo glorioso quedó en la familia, y cien años después figuraba en nuestros pergaminos. Los descendientes de los fogosos capitanes de Gauthier Sans Avoir le adoptaron como un título, y bajo esa apelación reconocida y legitimada crecieron en nobleza por el favor de los reyes y llegaron á ser condes y barones hereditarios.

Allí estaba la capilla, que contenía, todavía no hace un siglo, los blancos sarcófagos de los abuelos dormidos, aunque ya el castillo, incendiado en tiempo de Luis XIII, hubiera sido abandonado.

¡Evocad el pasado en un sueño!

Esta torre, de la que no queda más que los cimientos, dominaba el país y defendía el castillo; los edificios eran vastos, escarpados los baluartes, profundos los fosos. En esta fortaleza han vivido los míos respetados y orgullosos de su valor y de su fuerza.

Todo aquí no es más que polvo; ni el recuerdo siquiera subsiste. He preguntado, ya lo sabéis; nadie conoce nada de esas glorias de otro tiempo. Yo mismo he vivido en el extranjero hasta este día, porque así lo ha requerido el destino; sólo al fin de mi vida me es permitido pisar este suelo sagrado para mí.

Pero encuentro al hacerlo un amargo goce. El recuerdo de estas glorias, de estos poderíos y de estas riquezas muertas me consuela un poco de nuestra injusta decadencia y de nuestra miseria inmerecida.

Yo no sé si es verdad que las almas de los muertos pueden volver á la tierra; si es así, estad ciertas, Adelaida y Arabela, de que en este instante nos acogen, nos rodean y nos desean la bienvenida...

De tal modo y con este énfasis, Godofredo de Carmesy siguió discurriendo largo tiempo para edificación de los suyos.

En el momento en que él estaba más lleno de orgullo celebrando una vez más sus orígenes, la marquesa Adelaida, con un fuerte acento británico, arriesgó esta corta observación dirigiéndose á su hija: —En aquellos tiempos, Bella, mis abuelos eran reyes de Irlanda.

El Marqués saludó y volviéndose hacia la niña, dijo sencillamente: —Desciendes de dos grandes casas.

Si después de esto, la joven Arabela, que sólo tenía doce años, no formaba buena opinión de sí misma, no sería por culpa de sus padres.

Los nobles personajes se hundieron en la ruina, treparon, se despeñaron, saltaron barrancos, siempre impulsados por el entusiasmo.

Dos meses después, aquella extraña familia se había fijado en el país; los últimos retoños de los barones y marqueses de Carmesy habitaban en pleno campo una casa de aldeanos restaurada para su uso y alquilada por cuarenta pesos al año. Por este precio era grande y lo parecía más por la escasez de muebles, pues aquella noble gente no era rica.

En las aldeas vecinas, donde ya su insolencia había suscitado cóleras, los campesinos se encogían de hombros.

—Barones del Pan Seco... Marqueses de la Miseria.

La verdad era que no tenían gran aspecto. El Marqués, vestido más bien como un pordiosero que como un noble, se pasaba la vida junto al río con una caña en la mano, buscando su comida después de su almuerzo, según afirmaba la benevolencia pública. La Marquesa, envuelta en estrechas batas de tela ordinaria, iba del gallinero á la jaula de los conejos ó al cuadro de coles vigilando con un ojo sus animaluchos y con el otro sus verduras. La noble heredera de un doble pasado de gloria, vestida con descuido con unas especies de sacos rectos de hilo ó de lana que llegaban á las rodillas, aunque la chica era ya grande, y con unos inmensos sombreros de paja recogidos en forma de capota, recorría los caminos ó permanecía sentada horas y horas en un montón de tierra, pálida de sueños y perdida en la contemplación de un horizonte que era siempre el mismo.

Así vestida, resultaba excéntricamente linda, desconcertante, loca, inolvidable; los muchachos la tenían miedo la respetaban. Era, además, arrogante, miraba á la gente de alto a bajo con sus ojos diabólicos y obligaba al saludo á las timideces campesinas.

Este trío, reunido al anochecer, apagaba sus fuegos á las ocho en invierno y en verano no los encendía.

Jamás salía ruido alguno de aquella extraña casa, donde todo se hacía en silencio; acaso sus habitantes no se hablaban.

Ahora bien, ese conjunto de antigüedad nobiliaria, de rareza de aspecto, de pobreza orgullosamente sufrida, al menos en apariencia, sedujo á la señora de Reteuil, siempre al acecho de sucesos nuevos para distraerse.

No hacía seis semanas que aquella gente extravagante vivía en el país, y ya la preocupaban hasta el punto de hablar de ellos continuamente. De este modo se informó en su provincia y en París, y, á fuerza de preguntar á todo el mundo, acabó por encontrar alguien que la respondiese.

No fué brillante la respuesta. Si en los tiempos fabulosos de los Carmesy habían sido puros caballeros, hacía un siglo por lo menos que su descendencia, caída en la miseria, no presentaba más que una sucesión de aventureros sin pudor, merodeadores cosmopolitas que traficaban con sus títulos, con sus armas y con sus coronas y vivían de amor, de juego, de intriga y, acaso, de espionaje; ricos un día y pobres el siguiente.

Este momento era para Godofredo un día siguiente.

Se sospechaba que se había establecido en su país de origen con la única esperanza de encontrar allí más fácilmente víctimas que deslumbrar antes de despojarlas. En el suelo de sus antepasados debía maniobrar con paso más seguro.

Se añadía que había vivido quince años en Australia empleando su genio en diversos oficios; que había encontrado allí una joven, nacida en Melbourne de padres irlandeses tan nobles como miserables, y que se había casado con ella por amor, pues era el tal capaz de todo. De esta unión había nacido una hija, Arabela, que tenía en las venas sangre de Francia, de Irlanda, de Australia y sabe Dios de dónde más; y esa fusión de razas, concentradas en aquel ser, daba por resultado la asombrosa muchacha que conocemos, alucinante y alucinada, sabiéndolo todo sin saber nada, acaso ferozmente cándida y acaso triplemente perversa según esas tres herencias. Se sabía también que en los últimos años la familia Carmesy había recorrido diversos países sin fijarse en ninguno.

La de Reteuil no se desanimó por el resultado de sus averiguaciones y declaró ante su conciencia que todo aquello no era más que calumnias y bajas envidias. No dijo palabra á los suyos, y siguió ardiendo en deseos de conocer á aquellas buenas personas.

Aquellas buenas personas, recogidas en su agujero, la dejaban venir, demasiado listos para dar los primeros pasos. Los Reteuil y los Valroy formaban parte de las esperanzas» del genial Marqués. Lo mismo que Adelaida y hasta que Arabela, Godofredo notaba per» fectamente que su más próxima vecina, la castellana, los miraba sin aversión; pero seguía tieso en su dignidad, dejando madurar la breva y acechando la ocasión.

En aquella época la de Reteuil estaba muy sola en sus veleidades de cortesía respecto de los Carmesy. Su hija no se cuidaba de ellos más que de cualquiera otra cosa; el conde Juan los encontraba sospechosos y equívocos y olfateaba la industria y el merodeo; y, en cuanto á Jacobo, habiendo encontrado un día á Bella en el camino, hubo entre los doce años de la una y los quince del otro un bello asalto de impertinencia.

Iban el uno hacia el otro y sus miradas se habían encontrado de lejos; el joven, tan insolente como la muchacha y la muchacha tan obstinada como el joven, ninguno de los dos quiso bajar los ojos; y de este modo se encontraron de manos á boca, concentrando todas sus fuerzas en las pupilas y con ganas de morderse.

La chica murmuró: — Grosero!

Y él: — Saltimbanqui!

Después de aquello, las relaciones quedaron más violentas.

Pero la Reteuil tenía su idea, la cultivaba y no esperaba más que una oportunidad para ofrecer sus buenos oficios y declarar su secreta simpatía. Esa oportunidad no tardó en presentarse.

Tenía la anciana, entre otras manías, la de pasearse en coche al paso de dos jamelgos, todos los días, de cinco á siete, antes de comer, por los caminos del bosque. Hacía quince años que no había dejado de hacerlo casi ningún día.

Algunas veces convidaba amigos á este paseo, complaciéndose en tener «salón», según ella decía, al aire libre; y estas invitaciones, buscadas por la pequeña nobleza de los alrededores, eran bajamente solicitadas por la alta burguesía. Como en otros tiempos, en las carrozas del Rey, montar en el coche de la señora de Reteuil concedía á los escasos elegidos una patente de distinción.

Algunas veces también se iba sola en el gran carruaje á rodar silenciosa por las blandas rutas. Eran los días en que tenía malos los nervios, un poco de jaqueca ó cierta tristeza de alma.

Esos días no se presentaban más que dos ó tres veces al mes, pero se presentaban. Y en esta ocasión fué cuando le ocurrió una aventura que al principio la alarmó mucho, para colmarle después de abundante felicidad al realizar sus deseos.

Iba una tarde, á eso de las siete, al paso dormilón de sus dos caballos, uno blanco y otro negro, antiguos servidores envejecidos en la casa, y la de Reteuil, solitaria y melancólica, atravesaba una plazoleta bajo una bóveda obscura de hojas entrelazadas, cuando una repentina aparición la hizo estremecerse y levantarse de repente en los almohadones que acunaban su pereza.

En la orilla de un foso cantaba y brillaba en el verde una mancha roja; era la falda estrecha y corta de miss Bella.

La niña, sentada en el suelo, se tenía con las dos manos la rodilla derecha, que echaba sangre; la pequeña parecía sufrir.

La buena señora se quedó conmovida al mismo tiempo que ligeramente satisfecha por las consecuencias que eran de prever. La anciana tiró al cochero de los faldones de la levita, le mandó parar, y ordenó al lacayo que viniese á ayudarla á bajar.

Y se precipitó hacia la heredera de los reyes de Irlanda, que se estaba soplando la rodilla para calmarse el escozor de un profundo arañazo.

— Pobre hija mía! ¿Qué tiene usted?... ¡Sangre!

Es horroroso... A ver, á ver... ¿Quiere usted sales?...

¡ Dios mío!

La señorita de Carmesy separó la mano que le ponía un frasco de sales debajo de la nariz y ocultó la rodilla bajándose la falda.

Delante de extraños volvía á tomar su aspecto de altiva dignidad y tenía vergüenza del desarreglo de su persona. Sacudió la pálida cara, contuvo sus lágrimas, ensombreció sus ojos y declaró: —No es nada.

La de Reteuil no era de esta opinión.

— Cómo nada! A eso llama usted nada?... De seguro no puede usted andar... Tiene usted para ocho días de cama. Por fortuna la Providencia me ha hecho pasar por aquí... Pedro va á llevar á usted al coche y vamos á conducirla á su casa.

Bella rehusó brutalmente.

—No.

—¿Por qué no?

—Porque no la conozco á usted.

La anciana sonrió.

—Tendré que presentarme? Oiga usted, por el instante no tengo nombre; á pesar de todo su orgullo, no puede usted andar á pie los tres kilómetros que le separan todavía de su casa. Está usted obligada á aceptar mi ayuda y yo la dispenso de toda gratitud. ¿Quiere usted consentir ahora en que Pedro la lleve?

La muchacha era variable y cambiadiza y esta vez respondió: —Sí.

—Enhorabuena—exclamó la de Reteuil.—Ya es usted más razonable.

Bella fué instalada en el coche y en el momento se arrellanó como en su casa; cuando los caballos volvieron á tomar su lenta marcha, la niña soñaba con los ojos entornados y la pierna extendida en la banqueta de delante.

Un indefinido bienestar invadía lentamente su frágil persona.

Aquella pobrecilla, descendiente de nobles afortunados, volvía á encontrar la riqueza con cándida voluptuosidad y se colocaba en ella graciosamente como en su marco natural.

Ablandada por estas impresiones felices, Bella se civilizaba; la de Reteuil la observaba en silencio con el corazón rebosando ya entusiasmo y una necesidad de abnegación por aquella hada vagabunda. Con resplandeciente sonrisa que deslumbró á la anciana, la joven se dignó hablar y hacer confidencias.

—Me he caído y he rodado desde lo alto del repecho; no sé cómo me ha faltado el pie, pues he dado ese salto más de veinte veces... Me he hecho daño, y, sabe usted, para que yo diga esto es preciso que sea verdad, pues tengo la piel dura y una voluntad...

La de Reteuil la admiró. ¡Qué energía !... ¡Qué bravura!... Qué asombrosa niña!....

La anciana daba gracias al cielo por haberle proporcionado al fin el medio de entrar en relación con aquella ilustre familia y de merecer su preciosa amistad, ya que no su agradecimiento, por el interés que pensaba demostrarles en estas circunstancias y en otras después.

Bella, decididamente dulcificada y de buen humor por el sordo rodar del coche debajo de los árboles, olvidaba su herida y seguía hablando con su extraordinaria voz al mismo tiempo seca y cantante.

Le gustaban los bosques á causa de su silencio y de su soledad; pero los de Francia eran bosques de juguete... Había ella visto otros en los que cabían países enteros y donde no se podía entrar sin armas ó en gran número... Había en ellos de todo, serpientes y tigres... En los de Francia no había más que conejos....

Y se reía con desprecio.

Pero más que nada le gustaba el mar. Ante esa evocación su mirada se puso lánguida y se prolongó hacia espacios sin límites; por sus grandes ojos verdes pasaron en un momento todo el Océano Indico y sus resacas de cobre.

Había vivido en los puertos y respirado el acre olor de la brea al lado de los pesados barcos amarrados al muelle, en las negras aguas; conservaba en el oído el silbido de los vapores dirigiéndose á alta mar y la llamada estridente de las sirenas desgarrando las nieblas.

Su corta vida, en la estela de sus padres, era ya una vida de aventuras. La muchacha decía con orgullo que había dado la vuelta al mundo ó poco menos.

En aquella alma naciente, ya confusa, acaso, de origen, todas esas visiones y recuerdos recientes, hervían en locura, se imponían en éxtasis ó rebosaban en una vibrante nostalgia.

Aquella niña no podía ser normal y equilibrada; no podía tener ni espíritu de ilación ni buen sentido; era fatalmente fantástica, caprichosa y sin duda, embustera, siendo imaginativa y viniendo de lejos... ¿Qué mujer debía salir de aquella niña?

Cuando el coche atravesó las aldeas, causó sensación; las comadres en las puertas no volvían de su asombro. Arabela se irguió orgullosamente, y, doblando su rodilla herida sin hacer caso del dolor, se sentó muy tiesa con su más insolente sonrisa.

No respondió á los saludos, que sabía bien que no se dirigían á ella, miró á la gente desde lo alto de su carruaje y se divirtió mucho.

Le ocurrió la idea de que haciendo un poco la corte á su nueva amiga, obtendría, acaso, el acompañarla en sus paseos cotidianos.

Y esta perspectiva la sedujo.

Entonces, sin transición, se hizo zalamera, insinuante y flexible, resuelta á conquistar aquella posición, sin saber que la tenía conquistada hacía mucho tiempo.

La de Reteuil resultó así más estimulada en sus diversos sentimientos; su sed de intimidad se aumentó hasta más allá de toda moderación.

Cuando el coche se detuvo ante la especie de gran cabaña en que se albergaban los altivos descendientes de los reyes fabulosos de Irlanda, la puerta siguió cerrada; nadie se presentó.

—Hay que llamar—dijo la de Reteuil.

—No respondió Bella, es inútil; mi padre está en el río y mi madre en la huerta, detrás de la casa. Vamos allí.

Así lo hicieron. Arrastrando la pierna, pues la herida ya fría, le ocasionaba gran dolor, la niña introdujo cortésmente, según sus nuevos proyectos, á aquella buena señora que tenía coche.

Y, de repente, al volver la esquina de la tapia, la de Reteuil vió á la que iba buscando, la marquesa Adelaida de Carmesy—Ollencourt. Estaba en enaguas y cuerpo de percal blanco é inclinada con atención hacia un cuadro de verduras, dando minuciosamente caza á los caracoles.

En las disposiciones en que se encontraba la castellana, decidida de antemano á admirarlo todo, aquella actitud le pareció grandiosa, y murmuró encantada: —¡Qué sencillez !

La presentación fué rara. Levantándose con toda su estatura, la marquesa Adelaida esperaba una explicación.

Arabela la dió á su modo, que era sumario: —Mamá, esta señora me ha encontrado en el bosque, herida en la rodilla, y me ha traído en su coche.

La de Reteuil saludó y sonrió con una cara llena de promesas. Si el Marqués hubiera estado presente, se hubiera estremecido de satisfacción como cuando veía en el río, bajo el agua transparente, alguna gran tenca alrededor del anzuelo.

Adelaida se inclinó, no sin gracia.

—Gracias, señora.

En seguida, cogiendo á su hija por mitad del cuerpo, la echó en sus brazos y le levantó las faldas.

—¿ Herida en la rodilla? A ver... á ver...

Examinó la herida y dijo después de un minuto: —No es grave... con un poco de alcohol se cicatrizará en seguida.

Adelaida cantaba sus frases con un fuerte acento inglés que no dejaba de tener su encanto.

La señora de Reteuil quiso enviar su cochero al castillo á buscar árnica, vendas y todo lo necesario para una cura regular, pero la Marquesa rehusó con un ademán suave y casi tímido: —Mil gracias, señora... es inútil... un poco de alcohol y estará curada.

—Pero al menos, ¿tiene usted alcohol?—preguntó ingenuamente la castellana.

Al oir esta pregunta, Adelaida volvió á sonreir, pero esta vez con una sonrisa de muchacho burlón, mientras Bella murmuraba con convicción sacudiendo sus bellos rizos: —Lo que es eso de seguro...

Las dos mujeres y la niña entraron en la cabaña, EN LA PAZ.—6 restaurada y bautizada con el nombre de Villa Rústica.

En el umbral, la de Reteuil respiró con delicia; en aquella inclasificable morada reinaba una atmósfera particular. Olía á tabaco de Oriente, á almizcle, á pimienta y á sándalo.

Mientras la madre lavaba la herida de su hija, la visitante por accidente pudo mirar á su alrededor.

Unos cuantos muebles raros, más exóticos que antiguos, guarnecían insuficientemente las vastas paredes de una sala muy grande que servía de comedor y de salón, según la hora y las circunstancias.

También había, colgados aquí y allá, trofeos de armas indianas, tambores ó escudos tomados á las tribus negras, arcos, mazas y hachas, armas primitivas de todas las razas torpemente estancadas en la infancia de las edades; delante de las ventanas había tres rocking—chairs que habían viajado, dos grandes y uno pequeño. En medio una ancha y larga mesa de ébano macizo, groseramente trabajado, estorbaba la circulación; debía de proceder de una choza de rey negro.

Pero la señora de Reteuil no pudo continuar su examen.

La Marquesa había abierto un armario y sacado unas cuantas botellas, cuyas etiquetas estaban consultando. Se podía leer en ellas: Gin, Whisky, Schiedam, Marc de Borgoña, Calvados, Cognac y otros nombres elocuentes venerados por los borrachos.

Por fin, se decidió por la botella de aguardiente gascón; vertió un buen chorro en un platillo, desgarró un pañuelo de hilo muy usado, en tiras regulares, las empapó en el alcohol y curó la rodilla de la niña de un modo hábil y casi sabio. Aquella gente no ignoraba nada.

La de Reteuil se quedó aturdida; tantas botellas, todas empezadas, la sorprendían. Acaso eran la explicación del profundo silencio que reinaba en casa de los Carmesy después de la cena. Pero no se detuvo en tan poca cosa y, para alimentar su entusiasmo, se maravilló por ·la destreza de la Marquesa y manifestó sus sentimientos.

—¡ Bah—dijo la extranjera, en Australia y en América hemos hecho con frecuencia la guerra... Había que saber estas cosas y las sé.

Después de esto ¿cómo no extasiarse? ¿Dónde encontrar semejantes héroes y tales heroínas?

Había que confesar en conciencia que era una bendición para la provincia la presencia de personajes tan notables y tan preciosos. La anciana se congratuló una vez más del venturoso azar...

En este momento, volviendo á sus botellas, la marquesa Adelaida dijo: —¿Quiere usted beber una copita ?

La castellana protestó á pesar suyo con un gesto violento de repugnancia y de horror: —No, no... jamás...

La descendiente de los reyes de Irlanda guardó sus botellas en el armario, no sin un suspiro de pesar.

También miss Bella hizo un gesto al verlas desaparecer.

Era probable que, por las noches, la mujer y la hija acompañaban en sus libaciones al esposo y padre. A pesar de lo cual la de Reteuil se marchó encantada.

Adelaida y Arabela, que se tenía mejor con su pierna vendada, la acompañaron hasta el coche, en el que ella subió con ligereza en alas de la satisfacción.

Había invitado á todos los Carmesy á irla á ver, á usar de ella, á cazar en sus bosques, á pescar en sus estanques y á considerarla sobre todo como una amiga; y, aunque Adelaida reservó las decisiones del úni —84co amo, el Marqués, su esposa sumisa dejó entrever que eran posibles y hasta deseables las relaciones entre las dos casas.

Cuando el coche se alejó, se cruzaron todavía cordiales despedidas en el silencio del camino desierto.

Aquella misma tarde, no pudiendo guardar para ella sola tan grave noticia, la de Reteuil se fué á Valroy. Jacobo la recibió en la escalinata y aquel amable nieto la felicitó sin tardanza.

—Conque recoge usted los bohemios por los caminos, abuela ?

Esta dió un salto, pálida de indignación y replicó duramente: —Jacobo de Valroy: esa bohemia desciende, por su padre, de los Cruzados del año mil y, por su madre, de los primeros reyes de la Irlanda. No está bien que te burles de ellos.

Jacobo no cedió y dijo con guasa: —La pequeña Carmesy... no está mal.

Y añadió repitiendo una expresión que había oído: —Esa gente descenderá de donde quiera; pero lo que yo sé es que ha descendido demasiado.

¡Qué sabes tú!—respondió la anciana decididamente encolerizada.—Cuando los encuentres en mi casa, lo que sucederá, de seguro, me harás el favor de saludarlos cortésmente. Si no tendré el sentimiento de decirte delante de ellos cuatro verdades. Ya lo sabes.

Para que la de Reteuil se atreviera á hablar de este modo á su señor nieto, era preciso que creyese tener mucha razón. Jacobo comprendió que el momento era malo, se encogió de hombros y se alejó.

Pero la nueva amiga de miss Bella pudo confiar sus entusiasmos á la condesa Antonieta, á quien todo interesaba lo mismo, es decir, nada. Pintó á la niña como una aparición de leyenda; y en cuanto á la Marquesa, su madre, dijo: — Ah! Querida, si la hubieras visto en medio de sus ensaladas... Es bíblica, sí, bíblica», es la palabra.

Antonieta no protestó. Con un frasquito debajo de la nariz, no pensaba en nada, ni escuchaba siquiera.

Cuando Juan de Valroy conoció esta aventura expresó su descontento, pues creía que aquello era abrir la puerta á la explotación y trató á su suegra de vieja loca; pero esto era demasiado corriente para que Ne tuviera en cuenta.

En casa de los Carmesy también reinaba cierta emoción. El marqués Godofredo volvió de la pesca con una gran red al hombro; el día había sido bueno y había una buena fritada en perspectiva. Estaba, pues, de bastante buen humor.

Al entrar en la casa, dejó la pesca en la mesa y dijo noblemente: —Aquí está la comida.

El Marqués oyó con benevolencia el relato de aquella tarde llena de acontecimientos. El accidente ocurrido á su hija no le contristó gran cosa, pues no era hombre que se alarmaba fácilmente, pero las consecuencias que de él se deducían encendieron una corta llama en el fondo de sus ojos, de ordinario velados de misterio, Al oir que la de Reteuil había venido y se había deshecho en amabilidades, se frotó las manos y murmuró varias veces: —¡Ya pican!

Pero, mientras estuvo en ayunas, no tradujo sus verdaderas impresiones.

Depués de comer, cuando tuvo delante de él formadas en batalla las seis botellas de elixir reconfortante, inspiradoras de esperanza y de grandes pensamientos, se puso elocuente al primer vaso.

Dirigiéndose á su hija lo mismo que á su mujer, pues comprendía que aquella niña, al crecer, se convertiría entre sus manos en un arma formidable, el objeto de una partida brillante, se explicó de este modo: —Es evidente que esa buena señora se arroja á nuestro cuello y se apodera de nosotros á la fuerza...

Dejémosla hacer... Conocéis, hijas mías, la situación tan bien como yo. Con lo poco que nos queda, dentro de un año no tendremos un céntimo. Se trata de rehacerse de aquí á entonces. En este país es posible y por eso hemos venido.

Hizo una pausa, bebió un trago y siguió diciendo con voz inflamada: —En el suelo feudal, donde mis abuelos se establecieron por fuerza, hicieron justicia y ahorcaron tanta gente, es inadmisible que yo, su único retoño, llegue á carecer de pan. El pasado salvará el porvenir; cuento con ello; pero, no lo olvidéis, sed siempre O'Brien y siempre Carmesy. Es nuestra única potencia. Todos estos noblezuelos de los alrededores, por ricos que sean, tienen pergaminos de tres al cuarto. Los Valroy son nobles de negocios, los Reteuil de toga, hasta el Imperio, cuando se unieron al corso, lo que, dicho sea de paso, no les sirvió de mucho. La señora de Reteuil es de nacimiento burgués, y se casó por su dinero con aquel último Reteuil que se mató de aburrimiento.

Todo esto no vale gran cosa en punto á antepasados.

Sin discusión, valemos más que ellos: hagámoselo comprender. No nos entreguemos sin algunos remilgos, á fin de hacernos desear. Cuando las amistades sean estrechas, yo me encargo de sacar el partido que más convenga á nuestro provecho. He dicho, hijas mías...

» Adelaida, una copita... Y tú, pequeña, toma tu gota.

Una hora después, el Marqués, completamente borracho, roncaba en su cama. La Marquesa, con los ojos brillantes, reflexionaba extendida en una de las mecedoras; y miss Bella, en pie sobre una pierna, como un ibis del Nilo, miraba por la ventana crecer lentamente las sombras sobre los árboles del bosque.

Unos días después, á las cuatro de la tarde, la de Reteuil vió llegar sola y á pie, cojeando todavía un poco, á la señorita Arabela de Carmesy—Ollencourt.

La anciana, pálida de emoción, dejó prontamente la ventana, desde donde contemplaba la extensión de su dominio, y se precipitó de sala en sala hasta la escalinata, á recibir á la noble visitante.

La encontró en el jardín en gran conversación con los perros, que le hicieron buena acogida, la llamó con los brazos abiertos y la recibió como una vasalla á su soberana. Bella aceptó gravemente los cumplimientos sin tratar de devolverlos.

Iba á dar las gracias á la de Reteuil por haberla recogido el otro día cuando estaba herida; era un deber que cumplía de buen grado, pero expresaba su gratitud con frialdad é indiferencia.

Traía la lección bien aprendida. Debía pensar continuamente en los abuelos de Francia y en los antepasados de Irlanda. Se dignó entrar en el gran salón, cuyas ventanas fueron abiertas para ella. El mueblaje era suntuoso, y había en las paredes cuadros antiguos de gran precio, pero Bella no vió nada ni pareció mirar nada. Es de gente de poco más ó menos el admirar las cosas en casa ajena.

Hundida en un gran sillón, con las manos juntas, su anciana amiga la escuchaba extasiada de tanta desenvoltura y de tanta juventud.

Preguntó por la Marquesa, y la muchacha le respondió en seguida que su madre se encontraba bien, gracias al cielo, y seguía cultivando su jardín.

Miss Bella no pareció pensar que Adelaida hubiera, acaso, podido acompañarla en su visita, ó, si lo pensó, no lo dijo. Era ya mucho honor haberse presentado en aquel lugar y en ese instante, y así lo dió á entender.

Era aquella niña tan excepcional, impudente y cándida, orgullosa y sencilla, y tan raramente compuesta de elementos diversos, que era imposible, aun para el examen más minucioso, distinguir en ella el verdadero color de su naturaleza.

Lo mismo podía ser buena que diabólicamente perversa.

La de Reteuil no buscaba tan hondo; entregada á su capricho, se complacía en su propio asombro, y saludaba á aquel género de niña desconocido de ella y que la dejaba estupefacta y maravillada.

A pesar de las leyes de la etiqueta, la joven prolongaba la sesión y no se iba; sabía que á las cinco debía venir el coche á pararse en la puerta y, á pesar de sus desdeñosas altiveces, alimentaba la secreta esperanza de ser invitada á ocupar en él un puesto. Preocupada con este cálculo, hablaba distraídamente y volvía á cada momento la cabeza hacia el jardín, espiando los ruidos hacia el lado de las cocheras y de las cuadras.

Ahora bien, de repente vió aparecer lo que menos esperaba ni había previsto: al vizconde Jacobo de Valroy en persona, que entraba en casa de su abuela como en la suya propia.

Al ver la falda roja en una butaca del salón, el joven retrocedió al pronto, pero el orgullo le impulsó á avanzar impasible.

La de Reteuil, á pesar de su edad y la de los dos personajes, se levantó de repente y se puso solemne, queriendo ser comprendida y obedecida. Una vez no hace costumbre.

La anciana presentó ceremoniosa y largamente al Vizconde la hija del Marqués, con títulos y cualidades, sin olvidar á los reyes de Irlanda.

Por una de esas salidas habituales de su caprichosa naturaleza, á Jacobo se le ocurrió encontrar á la pequeña Carmesy á su gusto y saludarla como á una princesa. Bella, halagada á pesar de todo, respondió graciosamente, y la señora de Reteuil se conmovió hasta llorar.

¡Qué lindos niños, tan dignos el uno del otro! Aquella gracia en el alba y aquella fuerza naciente se unían armónicamente. ¡Qué hermosa pareja para representar la más alta categoría social en alguna alegoría!

Esto era lo que pensaba la buena señora.

Los dos héroes estaban ya hablando con toda cortesía y habían olvidado su encuentro y las injurias cambiadas por sus ojos.

En este momento, en efecto, se aproximó el coche por debajo de los árboles, describió un semicírculo regular y se. paró delante de la escalinata. Entonces la de Reteuil se atrevió á proponer lo que en el día anterior hubiera considerado como un sueño imposible.

—Miss Arabela, ¿quiere usted venir al bosque conmigo?... Y tú, Jacobo, ¿quieres acompañarnos?

Y, para complemento de su alegría, ya grande, los dos jóvenes aceptaron sin hacerse rogar.

El coche echó á andar por la alameda, llevándose al trotecillo cochinero de sus caballejos á la de Reteuil y á Bella en la banqueta del fondo, y en la de delante á Jacobo de Valroy, que se dignaba sonreir.

Los dos enemigos estaban reconciliados.

Entonces aquella niña extraordinaria desplegó de repente los inagotables recursos de su coquetería en todas sus actitudes, en sus menores gestos y en sus menores palabras. Se complació en levantar de cascos á aquel muchacho de quince años y en conquistar aquel corazón nuevo. Le tenía bajo su mirada y no le soltaba; aquella mirada alternativamente aguda, incisiva, vaga, tan pronto tierna como seria, pero siempre llena de cosas, alucinaba é hipnotizaba á aquel pobre Vizconde, pálido y suspirante ante aquellas diversas influencias que le molestaban, á pesar de lo cual no hubiera cedido su puesto por un imperioy Sentía á veces extrañas cortedades, cuya causa era, sin duda, su verdadero origen; el medio, la educación la instrucción no le habían curado absolutamente.

Aquel día su enemiga del anterior, convertida en una hora en su más querida amiga, jugó con él, le revolvió el alma, le escamoteó la voluntad y le hizo su esclavo.

Permanecía ante ella entontecido y estúpido, sin atreverse á decir nada, mientras ella, apoyada en los almohadones del coche, contaba, con su voz cantante, excéntricas historias que, acaso, le habían sucedido.

Jacobo, milagrosamente humilde, se juzgaba muy inferior á la que había visto la extensión de los mares bajo el sol y las estrellas, y había recorrido tres continentes entre el estrépito de los trenes, siempre escoltada por algún peligro, á través de lo desconocido.

El Vizconde volvió de aquel paseo pálido, preocupado y poseído. A pesar de sus razonamientos, no conse guía dominarse. No tenía más que un fin y una esperanza el paseo del día siguiente, que miss Bella, en su generosidad y grandeza de alma, había prometido honrar con su presencia.

Se volvió á Valroy con el corazón hecho pedazos.

La pequeña Carmesy había logrado un buen desquite.

La joven comenzaba por él la conquista del país; el genial Marqués, su noble padre, tenía razón contando con ella como con su más poderosa aliada.

Cuando Berta supo que Jacobo era el caballero de miss Arabela, sin hacer más averiguaciones, consagró á esa joven todo su corazón.