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En la paz de los campos/Segunda parte/II

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época

II

Un día estaba Antonieta mirando á su hijo. Hacía algún tiempo que se sumía con frecuencia en profundas reflexiones de las cuales era él el objeto.

Jacobo echó de ver aquel examen y se aproximó sonriente.

—Y bien, mamá, ¿qué hay en mí de nuevo?

La madre movió la cabeza y sonrió á su vez...

—Nada desde ayer ni desde hace meses. ¡Pero hay tanto nuevo en mí, respecto de ti, hace años!

Jacobo acercó una silla y se sentó á su lado.

—Otra vez tus frases enigmáticas... Nunca quieres responder á mis preguntas; lo harás hoy?... ¡ Ea! ya te estás negando... Y, sin embargo, tengo derecho á saber. Es verdad que hay una gran diferencia entre la madre que eras y la que eres hoy. Cuando era yo niño, no me gustaba mucho la atmósfera de tu cuarto. Pero entonces estabas mala y ahora estás curada. No veo en todo eso nada que no sea físico...

Antonieta puso en el brazo robusto de su hijo su mano fina, larga, blanca y surcada de venas de un azul pálido.

—Oye; todo lo que dices está bien y estoy contenta de oirte. Disculpas mi pasado, tan triste para mí y tan triste para los demás... Pero tú no sabes, no puedes saber...

Se calló, como si de nuevo hubiera caído en el misterio. Jacobo hizo un gesto de desaliento que quería decir: —Puesto que no hay medio de hacerte hablar...

La hora era tranquila; una mañana de otoño muy dulce; una ligera bruma empenachaba los árboles del bosque y algunos tonos de precoz rojizo cantaban aquí y allá en el espesor de los verdes obscuros. De la tierra húmeda de la llanura subía un aliento tibio. El viento era suave; nada había excesivo, ni brisa, ni lluvia, ni frío; daba gusto vivir.

La de Valroy, después de un largo silencio de recogimiento, siguió diciendo con su voz siempre lenta: —Acaso hiciera mejor diciéndotelo todo, porque debes guardarme rencor...

Jacobo protestó con una exclamación:

—¡Oh!

—156El joven se había hecho más sensible y mejor en el curso de sus viajes, durante los cuales había podido echar de menos su casa y juzgar así su verdadero precio.

—Sí, debes de guardarme rencor, porque he sido una mala madre... así como una mala esposa ; pero en esto había dos razones.

Se volvió á callar con la cara doliente y un poco contraída.

—¡ Bah!—dijo Jacobo levantándose ;—quédese esto aquí. Se ve que este asunto te es penoso y te fatiga; bastante hemos hablado hoy; más adelante, si quieres, trataremos este asunto.

La madre le retuvo: —No, quédate... Es preciso. Hace mucho tiempo que vacilo, pero es verdad que tienes derecho de saber..porque ahora eres un hombre. Cuando naciste, tu vida estuvo á punto de costarme la mía; tu nacimiento me ha dejado enferma por el resto de mis días. Pero acaso una madre cuenta sus sufrimientos?... Si no hubiera habido más que esto, hubieras sido el niño más querido de Francia. Lejos de eso te he separado...

¿Por qué?

Jacobo la miró y repitió como un eco: —¿Por qué?

—Ahora puedo decirtelo, puesto que los sucesos desmienten todas las estúpidas imaginaciones de mi juventud preocupada; porque la dicha entra ahora aquí á raudales, como el sol, por todas las puertas y por todas las ventanas. Porque serás amado—ya lo eres—y vivirás largos días rodeado de ternura y en la prosperidad. Esto es lo que te espera; lo demás es locura...

Antonieta se exaltaba demasiado; en el momento en que arrojaba el pasado al olvido con un movimiento voluntario, volvía á caer un poco en su antigua fiebre de los malos días.

' —Gracias, madre mía—dijo el joven;—esas son hermosas profecías...

Antonieta se estremeció al oir esta palabra.

—Profecías... Justamente hace todavía diez años hacía otras. Entonces te consideraba como un ser destinado de antemano á los destinos trágicos, un objeto de horror para los tuyos; y por eso te tenía miedo, por eso te alejaba... Comprendes?

Le atrajo hacia ella y le contempló de cerca repitiendo: — Comprendes?

—No muy bien, lo confieso—respondió el joven dejándose atraer;—¿por qué estaba así destinado á las Furias?

Antonieta se volvió á recostar en su butaca.

—No sabes, pues, la historia de tu familia?

—Sí, los Valroy, en 1415...

—Deja eso. Los Reteuil...

—Perfectamente; los Reteuil, en 1623..

Jacobo bromeaba y ella le interrumpió: —Eres insoportable. Esos están muy lejos... Más cerca, más cerca...

Bajó la voz y dijo muy bajito: —Mi padre, por ejemplo...

—Tu padre—dijo Jacobo sin la menor aprensión,era un original que se aburrió de vivir. Hizo mal, pues no tenía, al menos según se dice, ningún disgusto serio.

¡Ah! murmuró la Condesa ;—¡y su padre, tu abuelo ?

Jacobo no vaciló para responder á esta pregunta más que para la primera.

—Su padre valía más. Un valiente soldado que conspira por su Emperador, que ve que todo se viene abajo y que se mata ó se hace matar... Eso es glorioso. Te avergüenzas de ello?

—Se mató...

—Hizo bien; en aquel tiempo la vida no tenía importancia.

—Entonces no ves nada?

—Nada, lo confieso; nada que pueda indicar que el descendiente de este hombre está fatalmente designado á la mala suerte.

—No crees en la herencia, en el atavismo, según se dice?

Antonieta se animaba.

—No crees que he podido, que he debido, transmitirte su sangre con la mía? Existen todas las razones para creerlo; y con su sangre van su manía y su locura de suicidio.

Jacobo se quedó como asombrado.

¡Ah! Es eso?

Reflexionó un momento y decidió en conciencia: —No, madre. En primer lugar, ¿por qué he de tener más de Reteuil que de Valroy? Y entre éstos, į por qué de los últimos y no de los primeros, que eran buenos vividores á quienes gustaba comer caliente y beber frío? No creo en nada de eso, te lo juro, y vuelvo á decirte que has estado enferma y que la enfermedad ha sido la que ha creado esos malos sueños. Sin la enfermedad, no los hubieras tenido. Te curas y desaparecen.

Es lo lógico y lo razonable.

Antonieta no insistió, muy feliz al estar aún más convencida y confirmada en sus nuevas creencias en un porvenir de felicidad; hubiera podido decir, sin embargo, que sus temores databan de mucho más lejos de lo que él creía, de su primera juventud. Pero ¿para que? Antonieta cedió.

Por otra parte, el joven acabó de entusiasmarla con otra canción triunfal: —No, madre mía; á pesar de los abuelos, no se piensa en el suicidio, y, por el contrario, se ama la vida y se agarra uno á ella, cuando se tienen, como yo, veinte años, padres muy queridos, tierras al sol, oro en los bancos, castillos, granjas, campos y bosques, un hermoso nombre, fuerza, salud y, ante todo, el amor de Arabela... Ahí la tiene usted, madre, que viene á reir con nosotros...

Como se vé, Jacobo estaba cambiado.

La encantadora apareció, radiante con todas las admiraciones recogidas en el camino; su encanto inefable y su gran belleza habían vencido la malevolencia y la maledicencia; ahora todo el mundo la festejaba y los niños y los animales iban á ella. Bella estaba rodeada de simpatía, de elogios y de cariño.

Estaba radiante.

¿Cómo no iba á ser buena, no recibiendo de todos más que homenajes y cumplimientos? ¿Era buena ?

Entraba en su casa libre y sabiendo que tenía todos los derechos y ningún deber. Ciertamente, era una gracia viviente, una emanación de la bondad celestial, ó bien una criatura diabólica, espléndidamente nefasta; y aún así, era natural que se la amase todavía.

Hay mujeres de esas, que arrebatan los corazones, vuelven las cabezas, hacen el vacío, acaparan, devoran, arruinan... y pasan. El único consuelo del hombre que las contempla es pensar que el tiempo vengará á las víctimas. Las horas del encanto son breves, pero el relámpago es también rápido, y ha lucido, brillado y abrasado.

Arabela jugaba con Jacobo; ese era su placer.

Algunas veces se callaba en medio de una frase para considerarle como un fenómeno grotesco, con despreciativa piedad; ó bien se le reía en sus barbas; y era que en aquellos momentos pensaba sencillamente con qué candor se dejaba engañar por ella aquel mocetón sanguíneo, de largos bigotes, que la hubiera matado de un papirotazo; era que se admiraba á sí misma en su doblez y se aplaudía por desempeñar tan bien su papel de perfidia.

Era preciso que embrujase á toda aquella familia hasta el punto de volverla ciega, sorda é indiferente á todo lo que no fuese miss Bella. La hija de Godofredo lo lograba maravillosamente y sin ningún esfuerzo.

La señora de Reteuil? Pobre alma de anciana, siempre enamorada de cualquier cosa, ¡no era ella la que había inventado y descubierto á los Carmesy? La buena señora seguía gloriándose de ello de la mañana á la noche.

¿El conde Juan?... Al pensar en este nombre aumentaba el regocijo de Arabela. El Conde estaba un poco turbado; la prometida del tonto de su hijo le gustaba á él más de lo regular... Sí, acaso...

Cuando la perversa, la cruel, se divertía en tratarle como suegro, las finas facciones de aquel antiguo aficionado á mujeres, que se suponía cansado de todo, se torcían á veces con una expresión de despecho que llegaba hasta el sufrimiento.

No tenía cincuenta años, estaba más envejecido que era viejo, y, en ciertos días, cuando ella le rozaba de cerca, sus ojos se ponían extraños... En todo caso le era adicto hasta la muerte... Eso, sin discusión.

La condesa Antonieta? Muñeca descompuesta, cuyos muelles habían sido arreglados por la Marquesa, quería entrañablemente á Ollencourt, y sobre todo á su futura nuera, cuya presencia, decía, le iluminaba el alma.

¿Quién, todavía? ¡Ah! Jacobo... El Vizconde estaba anulado. No era ya un hombre; no era un ser pensante y activo, sino un autómata del que ella era el resorte, un reflejo del que ella era la llama.

Durante sus largos viajes por los países extranjeros, ella le había seguido, siempre presente. Era aquella la toma de posesión más completa que se pudiera imaginar. Esta naturaleza de niño más bien brutal y, sobre todo, egoísta, había sido modificada de arriba á abajo y cambiada fundamentalmente.

Si no hubiera encontrado en su camino á Arabela, es de suponer que hubiera sido él también un noblezuelo de provincia que se hubiera comido sus bienes en París ó hubiera vivido lastimosamente en su tierra entre una botella de vino y las faldas de una criada, hasta tomar mujer para perpetuar, como era necesario, su augusta estirpe.

Por orden de una muchacha se había marchado á la conquista de los mundos y se había instruido en el camino. Era posible que los que así le expedían al cabo del mundo tuvieran malos designios, pero el resultado inmediato y práctico había sido bueno.

El que se marchó era un niño nervioso, voluntarioso y rebelde, y el que volvió era un hombre reflexivo y ponderado.

En un solo punto no había variado; el único equipaje que se llevó y trajo á su vuelta en el corazón fué el amor inmutable á Arabela.

El Marqués podía dormir tranquilo; sus planes estaban bien guardados... Nadie hubiera pensado en Valroy en dudar de un Carmesy.

Aunque las apariencias hubieran sido menos dichosas, el deslumbramiento causado por la gran heroína EN LA PAZ.—11 hubiera impedido distinguir bien á los comparsas. Pero esos comparsas, particularmente, eran irreprochables.

—Jacobo—dijo Arabela; no le llamaba ya Djeck, pues había renunciado hacía mucho tiempo á sus entonaciones exóticas.—Jacobo, hoy es la peregrinación á Santa Margarita... Vamos?

El joven se entusiasmó. Solamente ella podía tener esos lindos pensamientos y esas atenciones delicadas.

Era una capilla abandonada en el bosque y muy antigua, á la que iban una vez al año los mozos y las mozas en procesión; los que allí se prometían estaban siempre unidos, y, por consiguiente, eran dichosos.

Aquella costumbre antigua seguía existiendo; pero los fieles iban siendo cada vez menos numerosos.

—¡Que si vamos! ¿Adónde no iría yo con usted?

Arabela sonrió y le interrumpió con un ademán...

—Sí, sí, ya sé.

Y añadió después: —¿Cómo, á caballo ó en coche ?

—En coche es más cómodo; el lacayo nos guardará allí más fácilmente un caballo que tres.

—Como usted quiera...

La joven era todo dulzura y todo amenidad; Antonieta los admiraba y los animaba.

—Id, hijos míos, id; no tengáis reparo.

Pero ellos no la oían y estaban ya en las cuadras.

En diez minutos estuvo pronto el coche.

—Guía usted, Bella?

—No, usted.

La joven renunciaba ya á usurpar las funciones masculinas y no era más que mujer, pero deliciosamente.

Tomaron por la avenida y salieron al camino y al bosque. Las ruedas marchaban sin ruido por los musgos, hundiéndose un poco. Un cuervo graznó en un árbol; un conejo cruzó por un claro.

—Se está bien—dijo Jacobo, respirando á plenos pulmones.

Era la confesión de una dicha perfecta. El Vizconde dejaba las riendas flojas y el caballo al paso, para ir lentamente, como si hubiera dependido de la suya la rapidez del tiempo.

Bella, burlona, estuvo conforme como siempre.

—Sí, no está mal... Hay personas que son más de compadecer que nosotros.

El Vizconde se volvió hacia ella. Su ancho cuerpo parecía enorme al lado de aquel fino talle; su fuerza le inspiraba cierta necesidad de protección.

—Querida Bella—murmuró,—¿qué dice usted? Nosotros somos los privilegiados, los dichosos de la vida...

Algunas veces esta idea me da miedo y me pregunto por qué he nacido, qué he hecho yo para nacer en medio de fortuna, de distinción y de elegancia...

¡Si Berta hubiera podido oirle !

—Con qué derecho lo tengo todo, y sobre todo su amor de usted, no habiendo hecho nada para merecer esa dicha y cuando, tantos otros, que valen más que yo, no recogen en su camino más que miseria, humillaciones, eternos sufrimientos y eternos rencores?

Bella se puso alegre.

—Eso, querido, es filosofía ó algo que se le parece.

Si me trae usted al bosque para tratar los grandes problemas, confieso que estoy mal preparada. Deme usted tiempo para reflexionar si quiere que le conteste.

Jacobo se encogió de hombros, tocó al caballo con la punta del látigo y el coche salió al trote. Medio risueño y medio ofendido, replicó: —Siempre la misma...

—Le desagrado á usted?

—¡Oh! no.

Salieron de la arboleda para entrar en la llanura.

El camino atravesaba tres kilómetros de campos antes de volver á entrar en el bosque; á los dos lados la tierra gris estaba erizada de duros barbechos; acabado su trabajo de la estación, la tierra estaba reposando.

Al ruido del coche se levantaban pesadamente bandadas de cornejas, y, algunas veces, una perdiz iba á refugiarse á cincuenta pasos más allá, después de haber saltado de un surco.

De repente, á lo lejos del camino, se interpuso una masa, primero confusa, y después más distinta ; un grupo de jinetes venía en sentido contrario.

A pesar de su imperturbable serenidad acostumbrada, miss Bella palideció ligeramente bajo su velo: había reconocido á los que llegaban.

Era la cuadrilla de los jóvenes granjeros, Piscop y Grivoize, Gervasio, Anselmo, Timoteo, Antonín é Hilario, que á cien pasos ya se burlaban, la mirada de reojo, todos iguales con su expresión de enfado y sus anchas mandíbulas salientes en una mueca bestial.

Lentamente y como obrando en virtud de un derecho inconcuso, Gervasio Piscop se puso á la cabeza del pelotón. Los otros cuatro alinearon detrás de él los caballos en filas cerradas. Y en este orden miraron venir. El Vizconde, erguido en su asiento, olió al enemigo. Sin saber por qué, aquellos mozos crecidos, que seguían chicos en su carácter, le atacaban los nervios; su saludo hipócrita, iniciado de mala gana, le ponía rabioso. Tenía la certeza de que aquella familia odiaba á la suya y á él muy particularmente, y los despreciaba por completo. Para él seguían siendo unos paletos á pesar de su disfraz de caballeros campesi— 165nos, y olían á estiércol y á cuadra. Si tenían tierras y dinero, mejor para ellos... Era verdad que sus caballos eran más hermosos y, acaso, mejor cuidados que los del castellano; ¿qué tenía de particular puesto que los cuidaban ellos mismos? Eran palafreneros en el alma, y bueno era que sirviesen para algo.

El coche pasó por delante de los jinetes, los cuales, con el mismo movimiento automático, se acercaron el látigo de caza, aquel látigo que no les abandonaba, al ala del sombrero, mirando única y fijamente á la señorita de Carmesy, para indicar que era á ella sola á la que saludaban y que sólo á ella se dignaban conocer.

Jacobo comprendió; sus ojos echaron chispas, su cara se inflamó, y el joven, restañando el látigo, dijo en las barbas de aquellos brutos una sola palabra: —¡ Paletos!

Entonces les tocó á ellos ruborizarse; sus caballos piafaron asustados por el látigo del Vizconde, y el ruido cubrió la respuesta que debieron de darle.

—Compadre—dijo Anselmo á su hermano,—tu dulce amiga corre por los campos con tu señor... Decididamente no tendrás más que sus restos.

—Cállate dijo Gervasio,—no es éste el momento de hacerme cosquillas...

Pero Hilario no quiso dejar tan pronto su broma, y siguió diciendo: —Bah! Sabes adónde van? A Santa Margarita á poner un cirio cándidamente... Ya ves que Dios está con ellos.

Gervasio envió una bofetada á su primito; pero éste, listo como un mono, esquivó el golpe echándose rápidamente sobre el cuello del caballo, y siguió riéndose á carcajadas mientras ponía tierra por medio.

—Sí, es verdad—afirmó Antonín, es el camino de Santa Margarita.

Pero Timoteo, que veía palidecer á su primo, pensó que la broma había durado bastante y dijo en tono de conciliación: —¿Qué prueba eso? Nada. Aunque fueran á la capilla y pusieran tres cirios, ya nos ha dicho Godofredo que su hija tenía que representar la comedia. No es cosa de quererla mal porque la representa á lo vivo.

Todo eso lo hace por vuestro interés; hay que engañar á la gente sin dejarla abrir los ojos. Nos los comeremos, y nuestra mejor aliada es la pequeña Carmesy... Sin ella, se vería mejor en el castillo...

Y mostró los tejados de Valroy entre una masa de árboles.

—Gracias, Timoteo—dijo Gervasio.—Tú eres razonable y dices la verdad. Déjalo; que ya vendrá mi día...

Se animó y añadió con los dientes apretados: —Los paletos tendrán su desquite... Señor Vizconde, nos veremos.

Soltó entonces las riendas, dió un espolazo y salió al trote largo; los demás le siguieron.

El diálogo entre Arabela y Jacobo se resintió también del incidente y se hizo más vivo que de ordinario. El joven, por excepción, emitió algunas opiniones personales y contradictorias. Primero, dijo: —Es intolerable... Esos harapientos, que hace quince años corrían descalzos detrás de nuestros coches para mendigar un centavo, nos desafían ahora y hasta nos insultan, pues hay miradas que son ultrajes...

Todo esto acabará mal... Si hubiera estado solo...

Bella le interrumpió: —Acaso no esté usted en lo cierto, Jacobo. No tienen derecho todos los hombres á pasar por el camino, á edificar una casa, á vivir en ella y á tratar de mejorar su porvenir ?

—Es posible dijo el joven sordamente;—pero éstos no han hecho nada; sus padres han trabajado y siguen humildes, pero la simiente crece insolente, lo invade todo como la mala hierba, y habrá que segarla.

Bella se encogió de hombros.

—Esos tiempos se acabaron, señor de Valroy; esa gente vale tanto como usted.

—Es usted la que dice eso?

—Yo misma. Son lo que eran, sin duda, sus padres de usted hace trescientos años.

—Y los de usted hace mil.

—Ya es más lejos, después de todo... No se puede saber...

—El tiempo importa poco en este asunto, y con tanto remontar se dicen tonterías. Lo que hay que considerar es la hora presente. Doy á usted las gracias por sus apreciaciones.

Bella sostuvo su opinión, obstinada, á pesar de la amargura de las palabras de Jacobo y á pesar de verle irritado, acaso por primera vez; la sostuvo en toda conciencia y en toda libertad de pensamiento, pues en este instante preparaba el porvenir; estaba excusando sus actos futuros ante aquel que, más adelante, se creería con derecho á juzgarla y á condenarla.

—Vamos á ver, Jacobo, ¿qué diferencia notable encuentra usted, excepto una que se puede subsanar, que es la educación ?... Son unos jóvenes sanos, robustos, un poco huraños, pero le aseguro á usted que nada feos; usted no los ha mirado bien.

—Muchas gracias... Todo lo contrario.

—Se lo aseguro á usted... Han ido á la escuela y han aprendido lo que han podido. Son groseros, es cierto; pero concédales usted cinco años de permanencia en París, en Londres, en Berlín ó en Viena, deles usted un amigo, una mujer si usted quiere, que hable bien, que sepa un poco, que les vigile y les advierta cuando sea necesario, y al cabo de esos cinco años serán perfectos caballeros que volverán aquí, y usted será el primero en acogerlos.

— Yo? No, por cierto... Además, esa proposición cae por sí misma, puesto que esos cinco brutos no aprenderán en cinco años ni cinco palabras, y seguirán siendo cinco asnos como hasta aquí. A esa especie hay que tratarla con látigo.

La joven se volvió vivamente; aquellas palabras la herían, ella sabía por qué. Murmuró, sin embargo, pérfida y dulce: —Son robustos... El mayor de los Piscop...

El vizconde de Valroy dió un salto de cólera é imprimió al mismo tiempo tal sacudida al freno del caballo, que éste dió una brusca huída, pronto reducida de un latigazo.

—Son robustos... para partir terrones ó para llevar sacos. ¿Qué es lo que ha hecho el mayor de los Piscop, puesto que los conoce usted tan bien?

Bella tomó un aire indiferente, advertida por esta última frase de que era imprudente ó, por lo menos, inútil insistir.

—Yo no sé... Se dice (yo no lo he visto), que derriba un toro de tres años por los cuernos...

Jacobo se echó á reir, pero con una risa forzada.

—¿Usted cree eso? Los únicos que lo han visto han sido unos borrachos, á no ser que lo estuviera también el toro... ¡ Disparates !... Que tengan cuidado todos ellos, porque si los encuentro un día estando solo, les paso revista y le garantizo á usted que ninguno hace un gesto.

—Puede ser—dijo la joven mirando á las nubes y con cara enigmática.

Jacobo se incomodó más aún.

—¿Cómo que puede ser? He aprendido el «box» en Londres, el palo en Nueva York, el sable en Berlín y la espada en Francia; creo que basta.

Entonces, sencillamente y por el solo placer de la impertinencia, Bella replicó sin alzar la voz y como cosa natural: —Ellos tienen su látigo.

Jacobo la miró de reojo y no supo qué responder; estaba estupefacto. Por fin balbució: —Vamos á ver, Arabela, ¿qué tiene usted hoy? ¿Es conmigo con quien está hablando?

Bella, nerviosa, le cortó la palabra; todo aquello la molestaba.

—Jacobo, bastante hemos hablado de esto; es usted el dueño del país, está convenido; maltrate usted á sus siervos, pero déjeme á mí en paz; yo soy hija de noble.

El joven se resignó, temiendo ante todo el descontento de su prometida.

—Como usted quiera...

El camino continuó en silencio. La discusión no había probado nada.

A derecha y á izquierda, por los senderos de travesía, desembocaban grupos de mozos y mozas que iban también á la peregrinación; algunas veces pasaban parejas solitarias más graves, más humanas y más enamoradas, hablándose muy bajo con gran fe en la vida, en su amor y en Santa Margarita.

Oíanse canciones y no cánticos, pues era la fiesta un poco pagana, y esas canciones jalonaban el camino repartiéndose por el bosque.

El coche rodaba de nuevo bajo la arboleda, y por una tierra húmeda, llena de profundas rodadas. Jacobo sostenía el caballo, pero á cada instante una rueda se metía en el surco y la sacudida arrojaba á los dos viajeros el uno sobre el otro. Los dos se reían, y este incidente les devolvió la tranquilidad.

Cuando llegaban á la colina en que estaba situada la capilla, se cruzaron con una pareja que volvía; los dos tenían los ojos brillantes y la cara satisfecha y avanzaban en silencio cogidos de la mano.

Saludaron al pasar y les fué devuelto el saludo.

Eran Clara y José.

Los dos hermanos de leche se habían encontrado y no habían cambiado ni una palabra.

Una vez más, la justicia clamó al cielo ante aquel contraste monstruoso. Pero el cielo es muy grande y la justicia no grita fuerte. Además, se reservaba para otra ocasión.

Acaso Jacobo no había conocido siquiera á José...

¿Qué importaba, por otra parte?

Clara dijo al ver la brillante pareja: —También ellos van como nosotros....

—¿Por qué no?—respondió José ;—pero es más por diversión que por creencia. Conozco á Jacobo, y no cree más que en sí mismo. En cuanto á la señorita, habla más á menudo con el diablo que con los ángeles.

Clara, muy cándida y un poco simple, se quedó asombrada.

—Es muy linda, sin embargo...

—No importa; si todos los malos fuesen feos sería preciso que los buenos tuviesen lindas caras... Y sería demasiado fácil el conocerlos.

Clara murmuró: —Es verdad.

Todo lo que José decía le parecía á ella el Evangelio. Le admiraba en todo y él no se enorgullecía ni aprovechaba esa superioridad para establecer su dominación. La amaba más al verla tan confiada y reconocía en sus adentros que su novia le estimaba en más de lo que valía.

José se juzgaba bastante justamente: educado en la soledad y en la majestad de los bosques, gustábanle los ensueños y el silencio, pero esos ensueños no se elevaban nunca mucho. En su carácter taciturno había un poco de pereza de alma. Su espíritu era lento en moverse y temía tener que tomar una decisión; pero una vez tomada no desistía de ella. Era obstinado como buen campesino.

Lo era, sí; lo era fundamentalmente, á despecho de la herencia y del atavismo. Aquel retoño real y auténtico de los Valroy—Reteuil, se lo debía todo al ambiente y nada á sus antepasados. Se había hecho el medio en que había vivido, y no conservaba del pasado ninguna manifestación ni ninguna influencia.

Aquel campesino andaba meciendo el cuerpo; tenía las manos anchas y callosas de los trabajadores de la tierra sus cabellos mal cortados, alteraban la armonía de una cara cuya regularidad había que adivinar; su bigote rojizo, cortado al rape del labio, carecía de elegancia; era el hijo de Garnache tanto mejor que el otro era Vizconde. Acaso es más fácil al hombre descender que subir, si se admite que existe alguna escala.

Entretanto Arabela, cuyos ojos perspicaces lo distinguían todo, dijo de pronto al vizconde de Valroy que volvió á dar un salto: —Diga usted, Jacobo, esa pareja que hemos encontrado...

—Qué, amiga querida?

—No sé; es una idea, pero encuentro que él se parece á usted...

El Vizconde puso mal gesto.

—Decididamente, Bella, está usted hoy de vena...

Todos los desdichados del camino son mis. iguales ó mis semejantes... Dios mío, ¿qué es lo que me va usted á servir á la vuelta?

Se callaron; estaban entrando en la capilla.

A la misma hora, en el otro lado del país, dos hombres se encontraron de manos á boca en un recodo del camino y se dieron la mano con evidente satisfacción.

— Garnache !

—¡ Grivoize!

—¿Cómo va, amigo?

—No mal; en tu casa...

—Va bien; todos andan derechos.

Entre el guarda y Grivoize el menor, existía una amistad de larga fecha. Habían nacido en el mismo día del mismo mes y del mismo año, lo que después los aproximó. Habían gastado lo menos posible los bancos de la escuela, y habían servido juntos en el mismo regimiento y hecho juntos la guerra.

De vuelta al país, habían seguido siendo compañeros, deteniéndose al pasar el uno en casa del otro y sin dejar de ofrecerse una copa, cuando se encontraban en la más próxima taberna.

Ciertamente, Grivoize el menor era treinta vecesmás rico que Regino ó, más bien, poseía mucho cuando éste no tenía nada; pero un Grivoize ó un Piscop no hablan jamás de su fortuna, y además, aquellos labradores, que trabajaban con sus brazos y eran miserables, al menos de aspecto y de modales, tenían mucha consideración á la persona casi militar de un guarda de monte, juramentado, con su placa en el pecho y su escopeta debajo del brazo.

Con esto y con los recuerdos y el compañerismo, resultaban dos hombres perfectamente iguales los que se daban la mano en la linde de Taillefontaine. Esta vez, como tantas otras, se dirigieron por un convenio tácito á la posada del pueblo.

Instalados delante de un jarro de vino en una sala desierta, hablaron primero en voz baja en gran amistad; pero al tercer vaso y al segundo jarro, el tono se levantó y creció la confianza. Grivoize, un poco chispo, contestó á preguntas cordiales con ciertas confidencias y dijo: —Entonces, tu hijo está en casa de Balvet... ¿Está bien allí? El oficio no es duro y se dice que produce.

Regino, todavía grave, movió la cabeza. Sí, el muchacho había ido por el camino que le convenía; tenía edad de elegir por sí mismo. Balvet era un buen hombre y un honrado anciano... Su hija una buena chica, y todos se entendían.

—Sí—le interrumpió el otro,—ya sé que se van á casar.

—Dentro de un año: está decidido. Harán una pareja sólida y trabajarán en buena armonía; con eso todo irá bien.

Garnache suspiró al pensar que él lo sabía bien, por la experiencia contraria.

—Sí—dijo Grivoize, que estaba enterado;—Berta..siempre con sus lunas.

—Más que nunca...

Pero, ahí está, había cometido el error de casarse con una especie de señorita, educada en el castillo y acostumbrada á los amos... Esas mujeres hacen malas compañeras para un hombre sencillo como él, y no siempre excelentes madres, sin que los hijos tengan la culpa.

—Sí, sí—repetía Grivoize.

Conocía todo eso, que corría por el país hacía veinte años. Berta había seguido demasiado adicta á los señores... Había hecho muy mal. Ahora, sin embargo, vivía separada de ellos.

—Por fuerza—dijo Garnache,—Jacobo no nos conoce ya... Juzga, sin duda, que una nodriza es una criada como otra cualquiera, y acaso tenga razón. La Condesa está mejor, según se dice; pero no ha sido nunca muy amable y ahora no lo es nada. Hay que olvidar todo eso. Hasta el conde Juan... En otro tiempo era un buen corazón, con franqueza y con las manos tendidas... pero hace quince años parece que evita el pabellón y que allí le quema el suelo... Si se cruza conmigo en el camino, nos saludamos, y nada más ni mejor. Sí, en otro tiempo cazábamos juntos, comíamos en el campo y cada cual bebía en su botella, al aire libre, sin distancia y sin orgullo. Todo aquello se acabó... Y el amo que viene será más duro todavía y más señor en sus tierras... Jacobo... Ese tiene una piedra en el pecho, y ésta es una razón para que José haya tomado otro camino. No sería cómodo ser guarda del tal Jacobo.

Grivoize el menor escuchaba en silencio, pero sonreía para sus adentros. Cuando Regino acabó de hablar, movió la cabeza y dijo, poniendo las manazas en la mesa: —Oye, amigo, no debemos arreglar el porvenir á nuestro gusto, porque nos exponemos á equivocarnos...

Todos tus condes y vizcondes flaquean por la base y nadie sabe dónde estarán mañana. Eres un amigo sólido y se te pueden decir cosas... Pues bien, todo eso no es más que farándulas y embusterías... y la cosa no se tiene en pie. Los castillos serán comidos por las granjas, soy yo quien te lo dice. Tu vizconde Jacobo, no tendrá cazas, ni bosque, ni siquiera un conejo...

Todo eso está podrido y se cae por sí solo... Amigo, se sabe lo que se sabe; pero, á fe de camarada, toma tus precauciones y, sobre todo, no hagas planes sobre Valroy, porque tanto valdría apuntar á la luna. Dentro de un año habrá por aquí novedades; si hemos trabajado toda la vida, sudado y echado sangre, no ha sido para nada. Piscop, mi hermano y yo tenemos las manos largas, tú verás. Y, ahora, queda convenido que morirás guarda en el pabellón, si se te antoja, y que podrás yo te invito—cazar otra vez con tu amo, que será tu amigo, y comer y beber al aire libre, á no ser que prefieras tu mesa, pues ese amo seré yo, compañero, yo mismo. Cuando venga el reparto se me adjudicarán los bosques de Valroy; son mi lote.

Garnache le escuchaba aturdido, sin pensar en decir palabra. Pero cuando el otro vaciaba el cuarto vaso, le interrogó, sin embargo: —Vamos á ver, compañero yo sé bien que no te burlarías de un antiguo amigo, pero no comprendo.

¿Qué estás ahí diciendo? El conde Juan arruinado..la propiedad repartida... Valroy en venta...

—Tú lo has dicho; y después de Valroy vendrá Reteuil muy de cerca, te lo juro. En dos palabras, el conde Juan, arruinado, ha empeñado sus bienes, nosotros hemos comprado sus créditos y está en nuestras manos. Dentro de ocho meses tendrá que pagar ó las granjas, tierras y castillos serán embargados á nuestro provecho, como puedes comprender. Y, ahora, guarda todo esto para ti. Te pido el secreto por ocho meses todavía... Después reventará el petardo. Me he escurrido y te lo he dicho todo, pero no lo siento porque estoy seguro de tu silencio y de tu discreción.

Garnache le dió la mano.

—Puedes estar tranquilo; no diré palabra á nadie...

Pero todo esto es muy raro... Berta es capaz de morirse...

Grivoize, entonces, mirándole con el rabillo del ojo, gruñó: —Berta, Berta... Cuando era joven y guapa valía la pena, y se sabe... en fin, basta. Ahora que es vieja y fea, si canta, que cante... no te preocupes. Y bien, mi guarda, á tu salud.

Brindaron, y Garnache, aturdido, no encontraba las palabras, pues, además, aquel vinillo blanco era un poco traidor.

Los dos se levantaron algo chispos y se separaron en el umbral de la posada con un apretón de manos.

Grivoize volvió a decir: —Ni una palabra á nadie, sobre todo á tu mujer.

—Está jurado; duerme tranquilo. Hasta la vista, amo.

Y los dos hombres siguieron su camino volviéndose la espalda.

En el curso de su ronda, el pobre guarda, conmovido en sus más antiguas certezas, no conseguía sacudir el estupor en que le habían sumido las confidencias de Grivoize.

— Cómo! No había ya nada sólido ni estable en el mundo? Aquellos Valroy, á quienes sus padres habían seguido, de generación en generación, iban á ser arrojados de sus muros y del país como pordioseros sin asilo... ¿Dónde íbamos á parar?

Y aquel Grivoize, ¡ cómo se le iba la lengua y qué tupé tenía!...

Los pequeños se comen á los grandes, entonces, y no parece que eso les atasca... Sí, diga lo que quiera el camarada y sea el que quiera el porvenir que presenta, José había hecho bien de no querer ser guarda como su padre. Los Grivoize y hasta Piscop podían aún pasar; se conocían y podrían entenderse. Pero todos ellos tenían también hijos que no valían más que el Vizconde y con menos urbanidad acaso. La vida no hubiera sido cómoda con aquella simiente.

En fin, él mismo no estaba amenazado; tenía tiempo de ver venir los sucesos. A los cincuenta años se retiraría; tenía algún dinero ahorrado para el caso probable de que le faltara la pensión. Además, José recogería á sus padres y á Sofía, aunque, á la verdad, eran mucha gente. ¡ Bah! El no sería manco en aquella época, y sabría bien hacerse útil y ganarse el pan..i ¡Pero, cuántos sucesos para ponerlo todo patas arriba! Garnache se proponía pensar en ello el día siguiente, con la cabeza fresca, pues reconocía con vergüenza que siempre que encontraba á aquel maldito Grivoize bebía un poco más de lo razonable. Era posible que una vez disipado el vinillo blanco, se le ocurriese alguna medida para poner á salvo sus intereses.

Y se metía entre los árboles para ocultarse, pues el pobre hombre, que era sincero, comprendía que no andaba derecho por los paseos y prefería no ser visto en semejante estado.

Pero mientras se metía en lo más intrincado de la selva, no podía menos de dar vueltas en la cabeza á todas aquellas novedades, y, parándose de repente, exclamaba: — Demonio, demonio !...

Por fin, dominado por la emoción, el cansancio, el calor y el vino, se echó á la sombra y se durmió.

Al día siguiente hubo en la granja una violenta consecuencia de todos estos incidentes. Por la mañana, EN LA PAZ.—12 —178muy temprano, Arabela de Carmesy se presentó inopinadamente en los patios.

Como no era esperada, los sorprendió á todos en traje descuidado y entregados á las ocupaciones más humildes. El feroz Gervasio estaba almohazando su caballo, cuidado que no confiaba á nadie y que él desempeñaba concienzudamente. Sus hermanos, sus tíos y sus padres no estaban entregados á trabajos más nobles; los unos estaban descargando carretas de hierba; los otros, llenando cubos de agua para las cuadras y los establos.

Amos y criados, estrechamente unidos, trabajabanjuntos y del mismo modo. Las mujeres circulaban muy lentamente, pero también ocupadas y dirigidas hacia un fin y por una causa.

Arabela la divina entró con las cejas fruncidas y con la cara de los malos días. Hilario exclamó al verla¡ Firmes !»—y presentó armas con la escoba que tenía en la mano.

Le encantaba pensar que su primo Gervasio había sido sorprendido en flagrante delito de falta de nobleza.

Pero Arabela no se dignó reparar en las maneras de aquel mono, y se fué derecha al hijo de Piscop, el cual, al verla venir, soltó su almohaza y contempló lastimosamente la heroica sencillez de su traje. Hubiera dado un mundo por encontrarse vestido, por arte de encantamiento, con su terno de paño y sus polainas, y látigo en mano, pues necesitaba todavía pedir el aplomo á la decoración y á los accesorios. Vestido de lienzo, volvía pronto á caer en la rusticidad.

La saludó, sin embargo, con toda su gracia, pero ella hizo un ademán enérgico con la mano, como si rehusase aquella atención, y, en el silencio atento y curioso de los otros, le interpeló en seguida:

— 179—Gervasio Piscop: cuando usted y los suyos me encuentren en un camino, les ruego que me saluden, á mí y al que me acompañe, sea quien sea, de otro modo que con la punta de los látigos, es decir, quitándose el sombrero mientras paso y hasta después que haya pasado. Tomen ustedes nota, ó, de otro modo, renuncien á sus sueños... Tendría que estar loca una mujer para confiar sus destinos á semejantes salvajes.

He dicho; no necesito respuesta. Buenos días.

Volvió la espalda y se fué como había venido. Gervasio, confuso y con la vista en el suelo, daba vueltas á la gorra entre los dedos y, estorbado por su traje de cuadra ¡ lo que son las cosas!—no encontró nada que responder.

Sus hermanos y sus primos, aunque la lección se dirigía también á ellos, se divertían con su confusión.

Pero Piscop padre y los dos Grivoize preguntaban la causa primera de aquel enfado y exigían explicaciones y detalles.

Gervasio, para colmo de contrariedad, tuvo que sufrir el regaño de su padre y la desaprobación violenta de sus tíos. Piscop gritó muy fuerte: —Tiene razón la señorita... ¡Cómo! los cinco... Sí, sí, ya comprendo: es á causa del Vizconde... Pues bien, ha sido grosero, estúpido y torpe. Os he dicho mil veces que era preciso no inspirar desconfianza á esa gente, sino dejarlos dormir en su seguridad, aunque haga falta para ello soportar sus insolencias. Y sois vosotros los que los buscáis, los desafiáis y los provocáis?

Sois unos imbéciles, y tú, Gervasio, más que ninguno, porque eres el más interesado. Si os importa mi opinión, ya la tenéis.

Los cinco mozos bajaron la cabeza. Anselmo, sin embargo, dió un codazo á su hermano mayor y le dijo: —Es la ley del embudo; á ti la parte estrecha.

Y se apartó para evitar una respuesta sin frases.

Bella estaba ya lejos y se iba apaciblemente por los campos, satisfecha en su orgullo de mujer y en su altivez de raza.

¡Extraña muchacha! con Jacobo defendía á los Piscop, y con éstos se erguía con la cabeza alta y exigía el respeto legítimo y el homenaje debido al Vizconde.

Pero su alma, su alma... de qué color era su alma?

En el mismo día y pocas horas después se trató el mismo asunto entre el conde Juan y su hijo Jacobo.

Este último contó con indignación la imprudencia de aquella gente de baja estofa, abundó en recriminaciones y pintó la escena con grandes ademanes y voces descompasadas.

Su padre, al escucharle, movió la cabeza sin convicción y murmuró en tono de duda: — Gente de baja estofa !...

El joven se calló de pronto muy asombrado.

—¿Tú también ?...

—Que yo también?...

—Sí, como Bella... Vas á defenderlos y á abogar por ellos?

El Conde, con voz grave, respondió sencillamente, mientras sus ojos claros se cubrían con un velo de tristeza: —No defiendo ni abogo, pero escucha bien: tienes el defecto de tu edad, que es juzgar demasiado de prisa. Esa gente es más digna de consideración de lo que tú piensas. Mientras tú te convertías de niño en hombre, ellos, de campesinos llegaban á burgueses; y son ricos, comprendes? Sabes, sin embargo, lo que es el dinero y no ignoras ese valor. Son ricos, poderosa y pesadamente ricos; si quieres darme gusto, déjalos tal como son, evita los choques y sigue tu camino... Tenemos en muchos puntos intereses comunes y si no estuviéramos de acuerdo, podrían venir pleitos muy desagradables.

—Entonces—dijo Jacobo contrariado,—son ellos los dueños del país...

El conde Juan vaciló un segundo y murmuró: —Puede ser... seguramente más que nosotros...

Después, viendo el estupor de su hijo, añadió muy de prisa: —Jacobo, dejemos esto; un día, cuando sea útil, hablaremos de ello seriamente. Ya no eres un niño y pronto habré de darte cuentas. De aquí á entonces, como tu madre, conténtate con tener confianza en mí y déjame hacer. A Dios gracias, nada está verdaderamente comprometido... pero no te metas con Piscop ni con Grivoize. Acuérdate de América y de los americanos y procura ser menos sangre azul de Francia...

ó de Irlanda.

El Conde se marchó dejando á Jacobo con la cabeza baja.

Aquello era nuevo. El joven miró alrededor de sí, y, de repente, por una inducción profética y una advertencia del misterio, la decoración se ensombreció á sus ojos y se desnaturalizó. Aquellos bosques, aquellos campos, aquellas llanuras que creía suyas, le aparecieron de repente con aspectos extraños, distintas, alejadas y casi hostiles. Apoderóse de él un secreto terror al pensar que un día, mañana acaso, podía ser desposeído, dejado solo y abandonado á sí mismo. Le pareció que allá, á lo lejos, por el camino, huía una mujer sin mirar hacia atrás... Y en aquella visión reconoció á Bella.