Ir al contenido

En la sangre/Capítulo XLIII

De Wikisource, la biblioteca libre.

Capítulo XLIII

Como va el animal desbocado que corre a estrellarse contra un muro, va y se estrella, así y no obstante sus solemnes juramentos, acudió Genaro a su mujer en demanda de nuevas sumas de dinero:

-¿Pero dime, que no tienes ni pizca, ni un poquito de vergüenza tú, ni una gota de sangre en las venas... y te atreves, después de lo que has hecho, a venir a verme todavía y a pedirme?...

-¿Qué sucede , qué pasa, hija, di, a asunto de qué me sales a mí con eso?

-¿De qué? ¡De todo, de tus embrollas, de tus enredos y ruines trapisondas, de tu última hazaña sobre todo, de la conducta pérfida que conmigo has observado, de la iniquidad que has cometido arrancándome lo que, como un estafador vulgar, como un bribón me has arrancado!

-¿Qué sabes, te han dicho? Y bien, sí, es cierto, he faltado, me he conducido muy mal, lo confieso, te he engañado... pero también ponte en mi caso tú.. . ¿qué querías que hiciera, qué habrías hecho tú misma en mi lugar?

-¿A mí me lo preguntas?

-Cargado, acribillado de deudas, perseguido a muerte por mis acreedores, con tres letras protestadas ese día, amenazado de verme hundido en la opinión como insolvente, señalado acaso con el dedo como quebrado fraudulento y sabiendo que nada de otro modo habría obtenido de ti, que nada me habrías dado tú, tú que habías sido mi ángel tutelar, sin embargo, mi única providencia hasta entonces...

¡Ah perdóname, soy antes que un culpable un pobre hombre desgraciado, más que tu enojo y tu despecho, merezco tu compasión, perdóname!...

-Se acabaron ya esos tiempos... he aprendido, me has enseñado por mi mal a conocerte y sé quien eres. No esperes llegar a persuadirme con embustes y nuevos artificios, ni que me deje yo ablandar ahora como antes, por esos aires de hipócrita que afectas, ¡farsante, cínico!

Estaba que trinaba su mujer... era claro, era evidente, nada iba a conseguir, ni medio de ella iba a sacar tocándole esa cuerda.

-¡Máxima! -exclamó Genaro entonces cambiando de tono bruscamente, brillando el fuego de la ira en su mirada, acusándose en los pliegues de su labio-, no me insultes, no me ofendas sin derecho ni razón... estoy resuelto a mostrarme contigo bueno y tolerante, a no salir de la calma y la templanza que me he impuesto; acabo de soportar de ti palabras duras que persona alguna en el mundo otra que tú, osara impunemente dirigirme...

¡Pero cuida de lo que haces, reflexiona, mira de no poner a prueba mi paciencia, que podría tal vez costarte caro!

-¿Con ésas me vienes, con amenazas ahora? Pierdes, te lo prevengo, lastimosamente tu tiempo -repuso ella provocante-, inventa algo mejor -y clavando en su marido la mirada, una mirada de encarnada y profunda hostilidad- ¿qué más, dime, qué desgracia mayor puede llegar a sucederme a mí que la ignominia de tener un marido como tú?

-¡El remordimiento de haber sido la causa de mi muerte!... -a la vez que echaba mano a la cintura y con trágico ademán empuñaba un pequeño revólver de bolsillo, como fuera de sí, vociferó Genaro.

-¿Matarte tú?... no eres capaz... ¡los cobardes no se matan!

Con la expresión de quien se siente vacilar y no acierta en la duda a resolverse, permaneció inmóvil él, de pie, un instante.

¿Qué diría, qué haría, qué le quedaba que hacer o que decir, por dónde era mejor que reventase?... y sin articular palabra al fin, atropelladamente salió.

Había alcanzado a pisar el umbral de la puerta de calle; detúvose de pronto. ¿Llevaba puesto su sombrero? Sí, lo tenía. Dirigió hacia adentro la vista y esperó, trató de oír.

Nada, un completo silencio en la casa; ningún ruido se percibía, ninguna voz, nadie lo llamaba.

¿Lo dejaría salir así su mujer, sería capaz, habiéndole dicho él que iba a suicidarse nada menos, tan a fondo lo tendría calado que le había conocido el juego y ni duda siquiera conservaba de que fuese una grotesca farsa la suya... o tanto lo aborrecía, era tal y tan profunda su aversión, que llegaba acaso hasta alegrarse, hasta felicitarse en el fondo de que cargara el diablo con él?

Maquinalmente cruzó Genaro la calle, por la vereda opuesta avanzó con lentitud en dirección al Norte.

Y miraba, volvía a cada paso la cabeza esperando alcanzar a distinguir, a la incierta luz de gas, la silueta de Máxima en la puerta, ver que asomaba la sirvienta, salía corriendo en su busca, chistaba, lo alcanzaba y lo llamaba azorada en nombre de la señora.

Fiasco, había dado fiasco, un fiasco completo... ni más ni menos que como a un perro lo miraba... y era un hombre, sin embargo, el que acababa de anunciar su resolución de matarse y a su propia mujer era a quien se lo había dicho, y de su propia casa, del seno mismo de su hogar, que esa prueba de helado desafecto le llegaba...

Solo, solo, lo había estado, lo estaría toda su vida, siempre, era fatal... Indiferencia, cuando no alejamiento, repulsión, era lo que había encontrado él, lo que había cosechado a lo largo de su camino...

-Solo, solo -repetíase Genaro tristemente, dominado, a pesar suyo, por una extraña y afligente impresión de desamparo, como sintiendo que zozobrara su ser en las tinieblas de un vacío inconmensurable.

No, era injusto, la vieja, la pobre vieja, ella sí únicamente...

Y años enteros hacía que ni palabra le escribía a la madre, y muchas veces ni el trabajo de leer sus cartas se tomaba... Siempre la misma historia, también, la misma música, el sempiterno estribillo... que no quería morirse sin verlo, que fuese a Europa él, que ella enferma, paralítica, tullida como estaba de pies y manos, ni pensar podía en moverse.

¡Eh! su madre, prorrumpió Genaro, con desesperado gesto de rabia y desaliento, dejándose caer sobre uno de los bancos de la Plaza del Parque, los codos en las rodillas, la frente entre las manos; su madre y su hijo y él y su mujer y todos y todo... ¡empezaba a tener hasta por encima del alma ya, a estar harto!

¿Qué halago, qué aliciente la existencia le ofrecía, qué vínculos a la tierra lo ligaban?

¿El deber? ... ¿Y el deber, qué era, qué lo constituía, quién lo fijaba, qué autoridad lo demarcaba ... por qué no había de consistir eso, lo que llamaban deber, en agarrar cada cual por donde más le cuadrara y mejor le conviniese?

¿La ambición lo haría vivir, el anhelo de ser o de hacer algo? Todo su afán, su solo sueño había sido el dinero, lo había tenido y para perderlo y perderse él era para lo que le había servido...

¿Acaso la voz del corazón, la fuerza, la vehemencia del sentimiento, amor, cariño por los suyos, por alguien en el mundo? No sabía lo que era querer él, a nadie quería, jamás había querido... ni a su hijo, ni a su madre... ¡hallábase a punto de creer que ni a él mismo!

Y si tal había nacido, si así lo habían fabricado y echado al mundo sus padres, ¿era él el responsable, tenía él la culpa por ventura? No, como no la tenían las víboras de que fuese venenoso su colmillo.

Pero ¿qué misión en la vida era la suya, cuál su rol, qué hacía, para qué demonios servía entonces?

¡Oh! para nada, pero nada bueno, ni útil, ni digno, ni justo de seguro.

Podía cuanto antes llevárselo la trampa, un mandria, un trompeta menos...

Y de él tan sólo, de él únicamente dependía; bien sencilla era la cosa.

Allí, por ejemplo, en aquel instante mismo, solo, de noche, en una plaza... Sentía el bulto, el peso del revólver sobre su muslo; dentro del bolsillo del pantalón... cuestión de un minuto, de un segundo, de meter la mano, llevarse el arma a la sien y apretar el gatillo bruscamente, como quien pega cerrando los ojos un tirón.

Sí, pero no lo haría, estaba a mil leguas de hacerlo, se necesitaba ser un hombre para eso y él no lo era, había dicho una gran verdad su mujer, era un cobarde, un collón él.

No, no lo haría, de pensarlo nada más, de llegar a figurárselo siquiera, sentía que le temblaban miserablemente las carnes.

¿Matarse él, por bellaco y por canalla, sentenciarse él mismo a morir y escapar de ese modo a la vergüenza?... Nunca, jamás... ni de ese triste rasgo de nobleza, ni de esa última, ni de esa única prueba de valor y de entereza era capaz.

¡Pobre, miserable, cubierto el cuerpo de andrajos y de lacras, comiendo cáscaras, pudriéndose en un calabozo de la cárcel sin esperanza de salir de él, había de querer vivir todavía, viviría, seguiría prendido con dientes y uñas a la vida, como los perros a las osamentas!...

No enloquecerse el soldado, el centinela ese que se paseaba de guardia frente al portón del Parque...¡no antojársele agarrarlo a tiros, voltearlo a él de un balazo por detrás, sin que sintiese!

Semejante a algún animal enorme y monstruoso, algo a la vez como de serpiente y de ballena, escupiendo entre las sombras altos chorros de vapor, un tren cruzaba, silbaba, se arqueaba, crujía en la brusca curva de la plaza, al penetrar en la estación.

¿Qué hora era ya? Sacó Genaro su reloj: las doce y media de la noche.

¿Y tendría alma de presentarse, de volver muy suelto de cuerpo a su casa... en puntas de pie iría a meterse, corrido, abochornado, con el rabo entre las piernas, como un pichicho?...

Lo que se reiría Máxima de él, el gesto que haría, un soberano gesto de desprecio, si no de repugnancia, un gesto de asco al oírlo entrar... ¡Ahí estaba el farsante ese, el muerto, el suicidado, sano y bueno... degradado... inservible!...

¡No; era mucho, demasiado eso ya, como para que se le cayera la cara, la jeta, de vergüenza!...

¿Qué se había figurado la muy canalla, que iba a poder ponerlo como un trapo, como un suelo, así, sin más ni más? ¡Ya vería si se había de jugar con él, si era hombre él de dejarse manosear impunemente por una mocosa como ella!

Y sin darse cuenta exacta del propósito que lo guiaba, incierto de lo que haría, ignorando aún a qué iba y para qué a punto fijo, sabiendo sólo que la idea de dañar, de causar mal, la necesidad, una necesidad imperiosa y repentina de vengarse lo impulsaba, emprendiendo a pasos precipitados el camino de su casa, acababa Genaro de abandonar su asiento.

¿Qué se había creído su mujer?... la había de parar de punta, varas la había de levantar, las hechas y por hacer le había de pagar... ya vería, ya iba a saber lo que era bueno... qué se había figurado, qué se había creído, rabiosamente murmuraba, repetía entre dientes al andar.

Llegó dando de empujones a las puertas, cerrándolas a golpes, con estrépito, como cantan los cobardes para infundirse valor. Entró a la sala, pasó por la antesala, penetró hasta el aposento de su mujer despierta aún:

-¿Me firmas el pagaré, me entregas el dinero, sí o no?

-No.

-¿No?

-¡Una y mil veces no!... soy la dueña yo, me parece...

-¿La dueña, dices? de tu plata, pero no de tu culo... ¡de eso soy dueño yo!...

Y arrojándose sobre ella y arrancándola del lecho y, por el suelo, a tirones, haciéndola rodar, dejó estampados los cinco dedos de su mano en las carnes de su mujer.

-¡Miserable! -gritó Máxima corriendo desaforada, yendo a ocultar su vergüenza-, ¡miserable! -oyósela que exclamaba desde la habitación contigua- ¡miserable, miserable! -repetía más allá, brotaba palpitante esa única palabra de su labio, como sangre que fluyera de la herida mortal de su pudor.

El, entretanto:

-Andá no más, hija de mi alma... no son azotes... -gruñó-, ¡te he de matar un día de estos, si te descuidás!