En la sangre/Capítulo XXII
Capítulo XXII
-¿Es muy difícil ser admitido de socio en el Progreso?
-Según; ¿por qué me lo preguntas?
-Por nada, así no más, te hablo de eso como de otra cosa cualquiera.
-Depende del candidato, y también del modo como puede hallarse compuesta la comisión.
Los viejos, los socios fundadores, son generalmente más claros, más llenos de escrúpulos y de historias. Retrógrados, reacios por principio y por sistema, entienden que el Club de hoy, sea el mismo de antes; no les entra que han corridos veinte años desde entonces, que hicieron época ellos ya, ya que las mujeres de su tiempo son hoy mujeres casadas, mancarronas con media docena de hijos la que menos y que el Club así es un velorio.
Los jóvenes, los muchachos, no pasan de seguir siendo muchachos para ellos, mostacilla... apenas si se resignan a mirar -y no por cierto de muy buen ojo- que uno que otro tenga entrada; y ha de pertenecer al número de los elegidos ése, fuera de lo cual no hay salvación, al circulito de familias salvajes del sitio del 53, ha de ser más conocido que la ruda y limpio como patena.
Oíalo Genaro en silencio; alterado, palpitante el pecho, arrebata el rostro por el fuego de su sangre; un malestar, tan amargo desencanto lo invadía; veía remotas, perdidas ya sus esperanzas; le parecía insensata ahora, temeraria su aspiración. Que lo aceptasen a él, él imponerse, él querer hacerse gente... ¡Cómo, un instante siquiera, había podido caber semejante absurdo en su cabeza!... ¡Debía haber estado ido o loco!...
-Ahora -prosiguió, sin embargo, el otro- cuando somos nosotros los que dirigimos el pandero, la cosa varía de aspecto.
Como no nos causa mucha gracia que digamos pasar el tiempo leyendo diarios y jugando al mus, al chaquete y al billar con una punta de vejestorios, como ante todo, lo que queremos es armarla, poder pegarle, noche a noche si a mano viene, jarana, diversión, batuque, lo primero que se nos ocurre, en cuanto empuñamos las riendas del gobierno, es abrir de par en par las dos hojas de la puerta y que vaya entrando gente, la muchachada, el elemento nuevo y de acción, ¡los de hacha y tiza!...
-Pero y Vd. amigo, ¿qué hace, por qué no se anima y se presenta Vd. también?
-¡Dios me libre! -soltó Genaro con voz precipitada, bajo la impresión aún de las primeras palabras de su compañero, brotando de lo más íntimo de su alma aquella brusca exclamación.
-¿Y por qué, hombre, temes acaso que no te acepten?
-Eso no; ¿por qué no me han de aceptar? No soy ningún sarnoso yo.
-¿Y entonces?
-No es eso -continuó Genaro buscando una salida, tratando de encontrar una excusa, algún pretexto-, el gasto es lo que embroma, los cinco mil pesos, según creo, que tiene uno que largar.
-¡El gasto... el gasto... de cuándo acá tan pobrecito... todo un dandy, un mozo con coche y con tertulia en Colón!
-No, no tan calvo, no creas; tengo atenciones yo, deberes serios que llenar; la vieja gasta mucho en Europa, yo mismo aquí suelo salirme de la vaina.
-¡Bah, bah!... no embrome, compañero... Sobre todo, si necesita, hable, aquí estoy yo, aquí me tiene a sus órdenes.
-Muchas gracias, mi doctor.
-No hay de que darlas.
Un momento de silencio se siguió.
Era un exagerado, un flojo de cuenta, de haberse conmovido, de haberse asustado así.
Hablaba Carlos de su posible ingreso como de la cosa más natural del mundo, se le había brindado, se había puesto a su servicio, había querido hasta prestarle dinero para el pago de su cuota...
No era tan absurda entonces, tan descabellada su pretensión, no era tan fiero el león como lo pintaban... llegó a decirse Genaro reaccionando en sus adentros, vuelto ya de la emoción violenta que acababa de dominarlo.
Y, alentado por las facilidades que se le ofrecían, en presencia de la aparente seguridad de que se mostrara su amigo poseído, poco a poco él mismo, atreviéndose, dejándose llevar de la invencible tentación, concluyó por franquearse abiertamente con aquél.
-Para qué andar con vueltas y con tapujos -exclamó de pronto-. Si quieres que te diga la verdad, hermanito, a ti que eres mi amigo, no es la voluntad, no son las ganas las que me faltan, sino que hay algo en el fondo de lo que tú te imaginabas.
Sí, por qué ocultarlo. No dejo de tener mis desconfianzas, mis recelos... que vaya por casualidad a no caerle en gracia a alguno y a salir al fin con el rabo entre las piernas, corrido, desairado...
Eso, nada más que eso es lo que me detiene; ya ves que no peco por falta de modestia.
-Hum... -limitóse a hacer el otro como si bruscamente acabara de asaltarlo, como en una involuntaria y súbita fluctuación, como dando a comprender a pesar suyo que no se hallaba distante de compartir los temores de Genaro, pesaroso acaso por haber inspirado a éste una confianza que, después de un segundo de reflexión, él mismo no abrigaba.
Bien podía no carecer de razón el pobre diablo; porque en fin, a juzgar por el género de vida que llevaba, por el lujo relativo que gastaba, parecía no hallarse desprovisto de recursos, de fortuna, si bien el contacto, el roce universitario con los muchachos de su época le daba cierto barniz, le permitía vivir entre ellos, juntarse con cierta gente, personalmente, ¿quién era?
No, nada extraño que, metiéndose a camisa de once varas, le averiguaran la vida y resultase el pobre mal parado...
¿Y cómo sacarse él mismo el clavo de encima ahora?... Era claro, había ido Genaro a verlo con la intención de valerse de él, de pedirle que se encargara de presentarlo...
¡Maldito!... ¿Para qué habría hablado, para qué lo habría hecho consentir al individuo?... La manera, luego, la facilidad de decirle que no... Se había portado como un cadete, se la había pisado como un tilingo. Mal negocio, desagradable, fastidioso... Más que por él por el otro desgraciado.
-Pero ¿qué te parece hermano a ti, qué piensas tú de la cosa, crees que corra algún peligro? Dímelo con toda franqueza, como amigo.
-¡No, hombre... qué voy a creer yo, por dónde me voy a figurar... son historias, tonterías tuyas... bueno fuera!... No me parece que habría motivo...
Y no obstante haber llamado su atención el cambio operado en Carlos, su actitud, su reserva, su repentina frialdad, el tono ambiguo y dudoso de sus palabras:
-Quiere decir, entonces -acabó por exclamar Genaro, resuelto a jugar el todo por el todo, a no ceder, una vez comprometido su amor propio- que no tendrías inconveniente en ayudarme, en prestarme tu concurso, en ser tú quien se encargara del asunto.
-¿Yo?... Este... bueno, convenido.