En la sangre/Capítulo XXXV
Capítulo XXXV
Pasarían en el campo la luna de miel, lejos, en una de las propiedades del padre de Máxima, fronteriza, al Sud.
Poco después de celebrado el matrimonio, pretextando razones de salud, iría a reunírseles la señora. Quería encontrarse junto a su hija, que no estuviese sola, avanzada como se hallaba en su embarazo; acompañarla, atenderla, prodigarle en el angustioso instante del parto, sus cuidados solícitos de madre.
Y llegó así el mes de noviembre, habitando bajo el mismo techo los tres; viviendo no obstante como extraños entre sí.
Máxima siempre en casa, con la madre, ocupada en alistar, en preparar de antemano la ropita necesaria al chiquilín, atareada en su labor, noche y día dominada por la idea única de su hijo.
¿Su marido?
Poco, nada casi lo veía; al almorzar, al comer a veces, si era que no pasaba ausente aun esas horas Genaro, que no había, desde temprano, salido al campo a caballo o en carruaje.
Mejor, sí, mil veces mejor, mil veces preferible vivir así, uno del otro alejados. Era el sosiego, la calma, la paz por lo menos, ya que no la dicha a que ella, como las otras, habría tenido derecho de aspirar sobre la tierra.
Su hijito, en él, en eso desconocido aún y misterioso, querido, adorado, sin embargo, que llevaba, sentía palpitar en sus entrañas, concentrábase su ser, su anhelo, su aspiración se cifraba; se daría a él en cuerpo y alma, toda entera se le consagraría, suyos, de la tierna criatura serían todo su afán y sus desvelos...
Y el inquieto y caprichoso vuelo de la fantasía, como descontando con la mente el provenir, veíalo nacido ya, contemplábalo crecer, hacerse un hombre al lado suyo, al amparo de su custodia maternal, un hombre bueno, generoso, noble, lindo, más lindo, más bueno, más noble y generoso que los otros, sí, todas las humanas perfecciones, llegarían a encontrarse en la cabeza de su hijo reunidas; y en el caudal de su amor de madre, inmenso, inagotable, hallaría ella como una justa compensación del cielo a su infortunio de mujer, como un consuelo, como un bálsamo supremo que derramara sobre su dolorosa existencia la misericordia infinita del Señor.
Otro era entretanto el motivo, el constante objeto de las preocupaciones, de los pensamientos que traían absorta la mente del marido. Como dueño ya, mirábase Genaro en la estancia.
¿No debían morirse los viejos un día u otro, no era hija única su mujer? Eso, eso y lo demás, campos, haciendas, casas en la ciudad, la enorme, la pingüe fortuna de su suegro sería suya con el tiempo, podía decir que lo era desde luego.
¡Oh, pero a la hora que llegara a entrar en posesión, el día que manejase él los títeres, otros gallos cantarían, le había de sacar el quilo al negocio, lo había de hacer sudar!...
Era deplorable el estado de abandono en que todo se encontraba, una desidia, un derroche escandaloso, no había orden, ni administración, ni un demonio, a la de Dios que es grande andaba todo, porque parían las vacas era que producía, pero si daba uno, podría dar diez, sólo con medio hacer entrar las cosas en vereda...
Distraídas las fuerzas vivas de su naturaleza por las hondas agitaciones del último período de su vida, como sofocado un instante en él por la violencia misma de los acontecimientos que transformaron la faz de su existencia, sus instintos de nuevo ahora se revelaban, las innatas tendencias de su ser, vuelta a su espíritu la calma, más netamente cada día, a cada instante llegaban a acusarse.
¿No era una picardía, por ejemplo, un abuso que no merecía perdón de Dios, de día, que estuviese la carne a disposición de todo el mundo, colgada allí bajo el ombú, que cada chusmón de esos, agregados que habían elegido domicilio en la cocina porque sí y que vivían a costillas del patrón, fuera y agarrara y cortajeara y churrasqueara a su antojo, como si se tratara de bienes difuntos?
Bajo llave debían tenerla, pasarles a los peones la ración, dos veces por día y gracias; nada de asado; puchero con coles y zapallo, con bastante, con mucho zapallo, que el zapallo no costaba.
¿Galleta, fariña, yerba a los puesteros?
¡Azotes, veneno les había de dar él!... un par de capones cuando mucho, cuando más y que compraran sal y las salaran, que sembraran... haraganes, zánganos... se lo pasaban todo el día panza arriba, tirados a la bartola. Ahí tenían tierra, tierra de balde, que agachasen el lomo y la rompiesen, que sudasen si querían...
Una perrera era la estancia; ¡qué sabía él... diez, veinte, treinta de esos bichos había... bocas inútiles, gastadero de carne, magnífico para sacudirles en el mate!...
Otra cosa que se le había metido entre ceja y ceja a él, la lanita de las descarrriadas que quedaba desparramada por el suelo, en el corral y que se desperdiciaba toda, ¿por qué no había de poder aprovecharse, qué les costaba juntarla y lavarla? Se trataba de libras, de arrobas al cabo del año.
Lo mismo las garras, cortaban por donde caía y dejaban en las patas un jeme de cuero, de cuero que se vendía al peso; parecía nada, pero buena plata era la que se iba a la larga, sí, como quien no quería la cosa...
¡Y eso de agarrar y tirar las achuras en la carneada, el hígado, los bofes, el corazón, el mondongo... eso y quinientas otras cosas y todo últimamente, fiebre le daba, lo enfermaba estar presenciando impasible semejante despilfarro!...