En la sangre/Capítulo XXXVI
Capítulo XXXVI
Matando caballos llegó de noche un chasque desde el pueblito. Anunciaban por carta de Buenos Aires hallarse enfermo el padre de Máxima, grave.
Ni remota posibilidad, ni qué pensar había en regresar los tres a la ciudad. Esperaba salir aquélla por momentos de cuidado; no le permitía moverse su estado.
¿Emprender viaje sola la señora? Fue su primera inspiración. Pero, cómo, por otra parte, separarse de su hija, resignarse a dejarla así, en el azaroso trance de su parto, de un primer parto especialmente, lejos de todo centro de recursos, abandonada a los cuidados del marido, de un hombre... qué entendían los hombres de estas cosas... y luego, él, Genaro... ¡Ah!, bien se hacía cargo ella de la situación de su pobre hija, bien veía el cariño que profesaba aquél a su mujer, el interés que le demostraba, cómo vivían los dos, había tenido por desgracia suya ocasión de estudiarlo, de observarlo, sabía de lo que era capaz su yerno...
Hallábase, era cierto, prevenido el médico del pueblito; acudiría, había prometido acudir al primer llamado, pero... y la distancia, las leguas de distancia que había de recorrer... ¿hallaríase en su casa, darían con él en el momento oportuno, tendría Máxima esa suerte?
Aun en el supuesto de que sucediese así, no bastaba, no, no era lo mismo; ni el médico, ni nadie, nada en el mundo, reemplazaba la presencia de la madre en tales casos... Por mucho que la fatal noticia la afectara, por más que quisiese regresar ella volando a Buenos Aires, imposible, no, no se resolvía, cómo había de ser... ¡su hija, Máxima ante todo!...
¿Qué hacer entonces? Acabó su yerno por ofrecerse. Inmediatamente partiría, iría él a la ciudad.
Si bien le era sensible, doloroso en sumo grado separarse de Máxima, en momentos semejantes, no dejaba de comprender, por otra parte, la urgencia de la situación, de explicarse la aflicción de la señora, de reconocer la necesidad de que un miembro cercano de la familia, un hijo como era él, se encontrase junto al lecho del enfermo.
Estaba pronto a marchar, lo haría tranquilo y sin temor, dejando a Máxima con la madre, sabiendo que no podía quedar mejor acompañada, mejor cuidada que por ella.
Vería al médico, además, de paso por el pueblito, le hablaría, consultaría con él, y en todo caso, lo enviaría, le pediría que permaneciese noche y día, viviendo en la estancia hasta después del parto.
Todo remoto asomo de peligro desaparecía así y costara lo que costara... en cuestiones de salud, poco importaba, nada eran los sacrificios de dinero.
Fue su ofrecimiento aceptado por la señora, quedó concertado al fin que se pusiese en viaje Genaro; quiso él hacerlo ya, inmediatamente, sin pérdida de momento, el tiempo indispensable a echar caballos y atar el coche; tal llegó a mostrarse de empeñoso, fue tanta su voluntad, el cariñoso interés de que, en obsequio a su suegro, manifestóse animado.
Era que tenía su plan él, su idea que lo llevaba, sus ocultas intenciones, lo que no decía, lo que bien se guardaba de decir.
Convenía, era prudente, desde luego, era más urgente no dejarlo solo al viejo, en manos de los parientes. ¿Quién sabe?... Alguna picardía, alguna trastada, podían hacerle hacer, algún testamento o codicilo o algo así, favoreciendo a terceros, favoreciéndose ellos mismos, y en que él, Genaro, saliese al fin con una cuarta de narices.... lucido, divertido iba a resultar.... nada era, una miseria, el quinto de que le daba el Código facultad de disponer al otro libremente!... Y tanto que lo quería su suegro... el quinto, reflexionaba, se repetía, si no hubiese sido sino el quinto, pensaba luego, pero quedaba el rabo por pelar, las embrollas, las ventas simuladas, las escrituras falsas, las quinientas cábulas, los quinientos mil enredos de que, obrando de mala fe, era posible echar mano para saquearlo a uno, para robarle lo que legítimamente era suyo.
¡Cuando pensaba en lo que le había costado a él, el tesón, la constancia, la paciencia de que se había armado, los bochornos que había sufrido, los julepes que había pasado, lo que había vivido muerto de miedo, soñando con asesinos, viéndolos en cada essquina, contándose entre los difuntos ya!...
¡No faltaba sino que fuera a dejarse soplar la dama ahora como un gran zonzo!...
La posibilidad, la sola idea lo calentaba, le hacía arder la sangre, bastaba a ponerlo fuera de sí...
Pues no que se iba a quedar en la estancia... mucho más, mandándose mudar, se veía libre de la jarana del parto, lo que no era chica ganga; del embeleso del muchacho, del barullo, de las mujeres... ¡ya se figuraba él la música que debía ser!