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En memoria del alma de Trementino Marabunta

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EN MEMORIA DEL ALMA DE TREMENTINO MARABUNTA
Por José Baroja


“Toda la vida del hombre gira alrededor de lo caliente. El hombre teme lo frío: la comida fría, la mujer fría, las ropas frías, el viento frío.”

Manuel Rojas. Hijo de ladrón


Trementino Marabunta amaba cocinar. En efecto, don Trementino, por sobre todas las actividades a las que un artista hubiera podido dedicarse, había optado, desde hace mucho, por la que más amaba: la cocina. Esto, aun cuando, durante toda su vida, hay testigos de esto, solo supo cocinar un único plato caliente; uno y nada más. Sin embargo, en su defensa, habrá que decir que cada vez que lo preparaba, cada vez que lo servía, el sabor, el olor y la textura de su obra magna transmitían al afortunado comensal sentimientos tan variados, tan íntimos, que ese único plato caliente parecía multiplicarse hacia el infinito.


En ese momento, en ese preciso momento en que las papilas gustativas entraban en franco contacto con el preciado tesoro, muchas sonrisas no se dejaban esperar. Especialmente, entre quienes eran sus principales críticos, quienes, sin siquiera saberlo, revelaban unas pupilas tan dilatadas que, sorprendentemente, parecían cubrir todo el globo ocular; además, los movimientos ansiosos de las bocas y unos corazones latiendo muy fuerte, siempre acusaban el querer un poco más. Quizás, después de comer junto a Trementino Marabunta, ese único plato caliente, creado con tanta pasión, más de alguno concluiría que un único plato de comida puede equivaler a todos los platos de comida caliente que se han servido desde el inicio de los tiempos. Sin duda, Trementino Marabunta amaba cocinar.

¿Qué cocinaba? se preguntarán con todo derecho. La respuesta en sí es compleja. La gente más superficial, más adulta, más cómoda en dicho rol, tal vez dirá, con soberbia seguridad, que el único plato de Marabunta era una simpleza: arroz con carne molida. Incluso, es posible, como vi ocurrir en más de una ocasión, esa gente despreciará lo gentilmente servido advirtiendo que cualquier persona, en esta y en cualquier realidad, sería capaz de cocinar algo tan insignificante. No obstante, también existen aquellos con más corazón, más ajenos a la obtusa rutina, esos que se parecen a los niños a los que él siempre les servía con tanto cariño. Ellos, y solo ellos, siempre lograban notar que cada plato caliente, de quien fuera nuestro querido chef, tenía un sabor diferente.

Sin duda, para la mayoría de nosotros resultaba mágico que su arroz recordara tan explícitamente los dulces que, hace algunos días, habíamos robado, con evidente talento, de algún pequeño supermercado del barrio. Otros se imaginaban que así debía ser el sabor de un filete miñón, de ésos que se ven en las películas, pero que, difícilmente, se pueden conocer en el mundo real. Los más osados se aventuraban a hablar del maná, a propósito de la historia bíblica, que alguna mañana de escuela dominical una señora de olores antiguos nos había contado. En ésta, Dios había proveído a su pueblo elegido de este manjar cuando pasaban hambre en el desierto; el hambre, algo tan reconocible entre nosotros, los privilegiados comensales de Marabunta. Creo que, en parte, lo veíamos como ese dios proveedor o, al menos, sus ojos nos lo hicieron pensar en más de una ocasión. Dios era bueno.

A diferencia de los niños a los que atendía, Trementino vivió con su padre y su madre durante toda su infancia: él, un serio profesor de Matemática; ella, una inteligente dueña de casa. Sin duda, quien lo conoció en esa época podrá afirmar que fue un niño a quien le gustaba jugar en la calle, correr y correr como esos locos que faltan en la adultez, lleno de alegría y sin absurdas preocupaciones y que, por supuesto, gozaba con pequeñeces que, en ese entonces, le resultaban enormemente maravillosas. Tal vez, sea correcto decir que todavía lo eran.

Don Trementino Marabunta no perdía oportunidad de contarnos muchos cuentos sobre la vida esperando que nosotros creyéramos que eran absoluta verdad. Recuerdo que, en una ocasión, me narró acerca de un hombre que entró a un café y que convirtió un terrón de azúcar en un pez: yo no le creí, pues ya no era tan pequeño para creer en esas cosas; no obstante, él parecía creerlo. Incluso me hubiera atrevido a decir que él era el hombre del terrón de azúcar. Como sea, sí puedo concluir que Trementino Marabunta recordaba y revivía con amor lo hermosa que había sido su infancia. Si le preguntan a quienes fueron sus más cercanos o a sus familiares, estarán de acuerdo conmigo.

El Sr. Trementino sabía cocinar infinitos platos de comida caliente, al menos —y es lo importante—, eso afirmaban los niños con los que compartía, voluntaria y gratuitamente, en aquel hogar donde chicos sin padre o madre, o bien mal llamados delincuentes, esperaban por alguna luz de cariño; incluso entre esos pasillos que encaminaban hacia fríos cuartos de recurrente soledad. Marabunta lo sabía y, por eso, las dos veces que nos visitaba durante la semana, se esforzaba en que la comida tuviera ese único elemento que no puede faltar.

Una vez, un cura visitó nuestro hogar con el objetivo, por supuesto, de probar la comida de nuestro héroe. Ciertamente, los comentarios acerca de él se habían extendido generando algo de curiosidad entre los más escépticos. La expectativa era muy alta: el eclesiástico esperaba encontrarse un plato gourmet, que valiera toda esa alharaca. Recuerdo muy bien su cara de sorpresa cuando frente a él solo halló un humilde plato de arroz con carne molida. Igualmente recuerdo cómo se fue refunfuñando sin siquiera probar un bocado. Lo que contrastó, casi de inmediato, con la cara de felicidad de mis compañeros —y la mía—, tras llevar el tenedor a la boca: ¡El mío es de pizza! ¡Acá tiene sabor a puré! ¡Qué ricas papas fritas! Parecía una locura, pero en verdad los sabores se multiplicaban, mientras los ojos de Trementino brillaban ante nosotros como los de un dios.

Me arriesgaré a decir que ese brillo surgía por su pasado. Su infancia fue hermosa y gozaba compartiendo un momento de ésta con tantos niños, a través de ese único plato de comida caliente que tan bien cocinaba. Es probable que si le pidieran recordar algún momento negativo antes de los dieciocho años solo sonriera, levantara los hombros y dijera con su serena voz: Fui feliz. ¿Cuál había sido su plato favorito en ese tiempo? Como ya lo adivinas, querido lector, el arroz con carne molida que su madre preparaba sonriente y que él esperaba encontrar cada vez que regresaba del colegio.

Ya adulto, sin embargo, le habría de llamar la atención que durante prácticamente dos meses, cuando solo tenía diez años, fue el único plato que comió. Recuerda, con amor, la imagen de su madre calentando el agua en esa antigua tetera milenaria que antes fuera de su abuela. Por eso, Trementino, mientras cocinaba, hacía memoria e imitaba el cómo su mamita picaba el ajo, echaba el arroz en una taza bien bonita para luego arrojarlo en una olla donde el aceite se hacía escuchar. En especial le gustaba repetir la parte en que, tras revolverlo, vertía dos tazas de agua caliente dentro de la olla provocando un explosivo sonido que anunciaba con cierto ímpetu el inicio de la espera: veinticinco mágicos minutos.

Siempre le había parecido bello ver cómo esa carne tan fea y barata se convertía en algo tan bonito y delicioso al mezclarse con el arroz. Ése era su recuerdo: simple y hermoso. Luego se enteraría de que, durante esos dos extraños meses, su padre padeció lo que muchas familias en Chile: tenía una deuda tan grande que le obligó a vender pertenencias, a comprometerse a pagos, a llorar incluso. Ambos ya eran su admiración entonces, pero en el momento en que supo esto, su madre y su padre le parecieron gigantes, pues frente a ellos, a él y sus dos hermanos, jamás, jamás se quejaron. En cambio, siempre hubo un maravilloso plato de comida caliente al almuerzo.

Por lo anterior, no es extraño que don Trementino Marabunta aprendiera a cocinar infinitos platos, aunque todos se parecieran y se llamaran igual. Los niños del hogar siempre fueron los mejores críticos gastronómicos para juzgar su arte, pues nunca lo hicieron con sus ojos. Ahora, Trementino se ha ido, nunca supimos nada más allá de sus sonrisas, de sus ojos brillantes, de sus ojos de niño y de la hermosa infancia que tuvo. Don Trementino Marabunta fue, sin duda, el más grande artista que conocí.

En tu memoria.