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Ensayos de crítica histórica y literaria/El Cardenal Richelieu

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época


Richelieu.


M

ientras reina en España Felipe III, reina en Francia Luis XIII. En tanto que aquél descarga el peso de los negocios públicos en un favorito, Duque y Cardenal,

abdica éste de hecho el poder de la soberanía en otro privado, también Cardenal y Duque. Luis y Felipe no tienen personalidad en la Historia ni influjo en los grandes sucesos de su época. Almas de entendimiento flaco y de voluntad nula, fueran héroes con tutores heroicos é incapaces con ministros ineptos. Limitados de inteligencia y holgazanes de condición, ni anduvieran sin lazarillo ni lucharan sin ajeno impulso; habían de ser por fuerza grandes ó pequeños según que sus Mentores alcanzaran talla elevada ó estatura mezquina. La gloria de sus Reinados no depende de ellos, Reyes de derecho, sino de los soberanos de hecho que desempeñan la tutela. Felipe III y Luis XIII hubieran podido ser substituidos en la regia cronología de sus respectivos países, por el Cardenal-Duque de Lerma y por el Cardenal-Duque de Richelieu.

Ambos favoritos esclavos de la ambición y amantes del fausto y la riqueza, es el francés político consumado y el español, intrigante vulgar. Dilatados los horizontes que columbra el primero y estrechas las miras del segundo, exalta aquél á su patria á la categoría de arbitro de Europa y precipita éste á la suya en el abismo de la pobreza. Lerma sólo atiende á su medro personal y al halago de sus vanidades; Richelieu, sin desatender la prosperidad de su Casa ni la satisfacción de sus íntimos anhelos, ahuyenta la anarquía religiosa de Francia, abate la pujanza de los Primates y eclipsa por mar y tierra la estrella de los Habsburgos. He aquí las tres grandes hazañas de su vida; tales son los timbres que ensalzan su nombre y los títulos que le conquistan la admiración de la posteridad.

Nació Francisco du Plessis en la ciudad de París en 1585. Su noble familia era originaria del Poitou, en cuya comarca se hallaba situado el señorío de Richelieu inmortalizado después por el preclaro estadista. Tras ligeros ensayos marciales, abandona el joven aristócrata las armas para dedicarse á la Iglesia y á los veintidós años, en el de 1607, es consagrado Obispo de Luçón. Reunidos siete años después los Estados Generales, representa en ellos al Poitou y demuestra dotes tan singulares en la Asamblea, que cautiva la atención del Mariscal d'Ancre, á cuya propuesta la Reina María de Médicis, entonces Regente, le confía el cargo palatino de Limosnero. La superioridad de los talentos de Richelieu brilla intensamente en Palacio y la influencia de su carácter se deja sentir de tal manera, que en 1616 es ya Secretario de Estado. Algunos meses más tarde llega el Rey á la mayor edad, é indispuesto con el altanero Concini por intrigas de los Próceres, condena á muerte al impopular Ministro de la Regencia y se enemista ruidosamente con la Viuda de Enrique IV. Indignada la Reina Madre ante tan violentos procederes apréstase á la conjura, resuelta á vengar el fin sangriento de su ominoso confidente. En tan difíciles circunstancias descuellan el genio político y la astucia diplomática de Richelieu. Aunque repulsivo al Rey, por hechura de Concini, trata con él y le vence con la fuerza espiritual de su talento y con la fuerza moral de su osadía; encarécele los horrores de la guerra civil, invoca los filiales deberes y acaba por concertar las paces entre la madre y el hijo, con mengua de los apetitos de la Nobleza y con notorio provecho para su persona que es honrada, á poco de la hábil negociación, con la púrpura cardenalicia. Investido de dignidad tan alta, no tarda el nuevo Príncipe de la Iglesia en abrirse las puertas del Real Consejo por oficios de la Reina Madre y á pesar de la repugnancia del Rey á cuya alma pusilánime infundía Richelieu cierto indefinible sentimiento, mezcla extraña de miedo y consideración, de respeto y antipatía. Ya Consejero, no le es difícil imponerse al Monarca ni escalar en breve tiempo el puesto de primer ministro.

Cabe observar aquí por cuán diversos caminos escalan la posición ambicionada el hombre de genio y el adocenado palaciego. Lerma llega á la cumbre del poder halagando el gusto de Felipe III y fomentando servilmente sus vicios y aficiones. Richelieu conquista el más eminente puesto de su país sin aplaudir los caprichos de Luis XIII y á despecho de la voluntad del Soberano. Lerma, ya ensalzado y poderoso, acaba por perder el cariño y la privanza reales que á fuerza de humillaciones consiguiera. Richelieu, en las cimas del Estado, si no inspira amor conquista admiración; si no gana simpatías alcanza gloria inmarcesible. Lerma prepara la rota de Rocroy, Richelieu la paz de Westfalia. Con Lerma empieza el ocaso del astro de Habsburgo, con Richelieu el orto de la estrella de Borbón.

Pero volvamos los ojos á las empresas del Cardenal. Ya es Primer Ministro, ya contempla con mirada de águila el encrespado mar de las codicias de Europa. Ve á Francia azotada por las contiendas de Religión y se propone exterminar la semilla de la discordia; agóbiale la insolencia aristocrática y jura abatirla; humilla su orgullo el poderío de los Austrias y contra él concita la hueste poderosa de sus vastos pensamientos. La política maquiavélica de Catalina de Médicis había prestado tantas alas al fanatismo hugonote, que ni la matanza de la noche de San Bartolomé ni la abjuración del Rey Enrique, aplacaron á los sectarios de la Herejía, alentados por el tolerante espíritu del famoso Edicto de Nantes. Con su gran vista política Richelieu advierte desde luego la necesidad perentoria de robustecer el alma nacional, asaz decaída en los días de su exaltación, por las estériles sacudidas del cisma religioso; concentra todas sus energías para aniquilar á los Herejes; arrincónalos en La Rochela, apodérase del último baluarte de la heterodoxia militante y arranca á los prosélitos del Protestantismo sus privilegios más caros.

No viene fuera de propósito aventurar aquí algunas reflexiones acerca de la conducta seguida por el Ministro francés en la resolución del problema religioso, porque esta conducta legitima, en cierto modo, aquella intransigente y rigurosa que ha valido á Felipe II tan apasionadas invectivas. El Monarca español comprende la grandeza del pensamiento de sus bisabuelos los Reyes Católicos y, haciéndolo suyo, lo lleva hasta sus últimas consecuencias. Cree que la unidad de la fe es la base de la unidad del territorio, que la unidad del territorio es el fundamento de la unidad política y que la unidad política es el secreto de la fuerza de su patria; y, consecuente con esta creencia, acosa por doquiera á la Herejía, extermínala hasta en los rincones más oscuros de sus Reinos y arremete pujante contra ella en los campos de batalla.

Pocos años después viene Richelieu á confirmar tan execrada conducta y no consigue el engrandecimiento de Francia sino después de haber arrojado á la Reforma más allá de las fronteras. El celo religioso de Richelieu no es seguramente igual al celo religioso del hijo de Carlos V. Este obedece ante todo á los supremos dictados de la conciencia y aquél á las ineludibles conveniencias de la política; pero, aunque diversos los móviles que inspiran el proceder de ambos gobernantes, no cabe duda de que éste es muy parecido. El Monarca español y el Ministro francés coinciden en reconocer la eficacia de la unidad del Dogma.

Logrado el primer fin de su vastísimo plan, no juzga el Cardenal, sin embargo, asegurada en absoluto la tranquilidad interior, en tanto que la levantisca Aristocracia no sienta todo el peso del poderoso brazo del Favorito y no abata el indómito y natural orgullo ante la fuerza irresistible de su tenacidad incansable y de su carácter de hierro.

No es fácil empresa el salir airoso de tan atrevido designio, porque son fuertes los adversarios con quienes ha de medirse Richelieu.

La Reina Madre, su antigua y decidida protectora, mírale con malos ojos por el influjo que cerca del Rey disfruta, y le acusa de negra ingratitud; pero el Cardenal, perseverante en su conducta y decidido á realizar sus intentos, vigila con discreción exquisita y contesta á los reproches con el cumplimiento de los deberes.

La Reina Ana de Austria, esposa de Luis XIII, profesa al Valido odio invencible por causas semejantes; mas Richelieu no se altera enfrente de tan alta enemiga y sigue sereno su camino, alternando en sus procederes la mesura con la energía y el halago con la amenaza.

Gastón de Orleáns, el conde de Soissóns, Montmorency, De Thou, los Marillac, el Duque de Bouillón y otros poderosos Optimates se conjuran contra la tiranía del privado; y éste averigua las intenciones, desbarata los planes y se mofa de la candidez de sus adversarios, recluyelos en el calabozo que para él aparejaran y los decapita en el mismo patíbulo que á su eminente persona habían levantado. Marillac el Guardasellos es condenado al ostracismo; su hermano el Mariscal, á la última pena; Bassompierre encerrado en la Bastilla. Tal fué el desenlace de aquella conspiración famosa, que la multitud con gracia espontánea, apellidó «jornada de los candidos».

Cuando vuelve á encenderse la guerra civil, el Cardenal extrema las medidas de rigor y decide imponerse derramando sin compasión sangre aristocrática. Confina á Bruselas á María de Médicis; somete á Gastón de Orleáns, vence en la batalla de Castelnaudary al Condestable que perece ajusticiado; derrota en la Marfée al Conde de Soissons que sucumbe en la refriega; condena á muerte á Cinq-Mars por conspirar en pro de los intereses españoles, resentido con el Ministro porque ponía obstáculos á su boda con María de Gonzaga; é inmola al joven De Thou por no haber denunciado la conjura. De esta suerte logra Richelieu que su nombre se respete y que su autoridad se acate en el interior del país, sin descuidar por eso su magna política extranjera, en la cual no se sabe qué admirar más, si la sagacidad en los tratos ó la presteza en las decisiones, si la amplitud de las miras ó la energía de los actos, si la astucia diplomática ó la pujanza guerrera, si la acomodaticia flexibilidad ó la incansable perseverancia, si el ingenio, rico en recursos, ó la entereza, rica en ataques; si el brillo del entendimiento ó la firmeza de la voluntad.

Conocedor profundo del dificil arte de gobernar, no contiende Richelieu frente á frente con su rival poderoso hasta sentirse con el vigor nécesario; mas no desperdicia ocasión de frustrar los planes de la casa de Austria ni de concitar en contra del Gobierno español las ofensas y rencores de los propios vasallos de Felipe IV. Combate astutamente á Olivares en la guerra del Ducado de Mantua; fomenta en los Países Bajos el odio al yugo español y, no contento con tan cautelosas embestidas, pasa el Pirineo y busca en la Península un foco de discordia capaz de debilitar la unidad de la Monarquía Ibérica y de malversar los bélicos empréstitos levantados por el Conde-Duque. Siempre fué de condición díscola el pueblo catalán. Ya por los tiempos de Don Juán II de Aragón, so color de defender primero y de vengar más tarde al Príncipe Carlos de Viana, mostró hábitos de independencia é insurgentes propensiones; ya entonces nombrando á su arbitrio soberanos españoles ó extranjeros encendió la hoguera de las contiendas civiles que, por la situación geográfica del territorio y por la condición de los Pretendientes, revistió gravísimos caracteres; ya en la mercantil Barcelona el puñal de un asesino había amenazado el pecho del más grande de nuestros Reyes, el de Don Fernando el Católico; ya con tenaz insolencia habíanse negado varias veces las Cortes del Principado á reconocer herederos y á tomar juramento á monarcas. Pueblo educado en el comercio y en la industria, en la navegación y en el cultivo de las artes, habíase acostumbrado el catalán á respirar el ambiente de la libertad, cuya imagen le ofrecía la misma naturaleza en la azul inmensidad del mar que bate los cimientos de Barcelona y en el raudo bogar de las naves que tremolaban las cuatro sangrientas barras por toda la redondez del planeta. Comarca que vivía la vida exuberante del progreso, siempre despierta á todas las grandes emociones y jamás indolente para defender sus franquicias y la dignidad de su historia, sólo una chispa bastara para inflamar su indignación, sólo una gota para desbordar el cáliz de los agravios que con paciencia apuraba.

Agobiado el Conde-Duque por los múltiples conflictos que preparara la imprevisión de los primeros Reyes de la Casa de Austria, no consagró en tiempo oportuno la atención debida á las quejas de Cataluña. No es esta ocasión de dilucidar si el levantamiento de esta floreciente provincia tuvo por origen una conspiración preparada de acuerdo con Francia ó, si puramente local en su comienzo, solicitó después el amparo de Luis XIII por exigencias de la lucha ó por el fatal imperio de adversas circunstancias. Sea esto como fuere, lo que realza la figura de Richelieu en este episodio de su fecunda vida es la prudencia con que emprendió la aventura y la fertilidad de los recursos que puso en juego para rendir las energías del pueblo castellano.

Al propio tiempo y mal avenidos con la coyunda española, urdían los portugueses la conjuración de Evora y alzaban por Rey al Duque de Braganza, alentados por el sagacísimo Cardenal francés, en quien hallaron siempre los lusitanos un apoyo moral bastante fuerte para no hacerles desistir del recobro de la independencia.

Seguía entretanto en Alemania la guerra, que después apellidó la Historia, de los Treinta Años, y mientras fué vario el suceso, no creyó prudente el Cardenal Romano que regía los destinos de la católica Francia, prestar amparo oficial á los heterodoxos enemigos de la Casa de Habsburgo. Pero apenas la gran victoria de Nordlinga dió ventajas innegables al bando hispano-alemán, declaróse Richelieu abierto partidario de los Protestantes y desnudó la espada para abatir la pujanza, incontrastable hasta entonces, de aquellos soldados españoles que bajo el mando del Infante Cardenal tuvieron en jaque y desbarataron en el cerro de Albuch á los discípulos del «Rey de Nieve».

Así como Sully, calvinista convencido, aconseja al Gran Enrique, su Rey y Señor, que abjure las creencias protestantes y que conquiste París con una Misa, Richelieu, católico aunque no tan fervoroso como Felipe II, no vacila en ayudar al Protestantismo en Alemania ni en imitar, auxiliado por los ejércitos del Rey Cristianísimo, el ejemplo de las huestes heréticas de Gustavo Adolfo. Sublime es la Reforma religiosa, en concepto de varios historiadores, y beneficiosísimos sus resultados para el progreso y para la prosperidad de los pueblos; pero político tan sagaz y poco escrupuloso como Richelieu no la quiere dentro de casa, y sírvese de ella en cambio como de manzana de discordia y como de elemento adecuado para debilitar el brío de sus rivales. Enemigo de Austria, toma parte activa en las religiosas revueltas que la enflaquecen; entusiasta de la unidad política y administrativa, consíguela en Francia á despecho de Hugonotes y de turbulentos magnates. Antagonista de España, procura destruirla aquende el Pirineo en Lusitania y Cataluña dando esperanzas á los insurgentes y en las dunas neerlandesas protegiendo la revolución religiosa en mengua de nuestros intereses dinásticos. Cardenal Romano y Ministro de un Rey católico, acata al Papa y respeta la Ortodoxia cuando uno y otra pueden coadyuvar al logro de sus complejos planes y, sin ver un estorbo en el Capelo ni un obstáculo en el fervor religioso de su Amo, negocia cuando le conviene con los protestantes y con ellos comparte impasible el botín ganado á los defensores del Pontífice y á los adalides del Catolicismo. Antes que Cardenal es Primer Ministro; antes que católico, diplomático; antes que caballero, político; antes que nada, hombre de genio; pero no por tener gran genio deja de tener mucho de hombre.

Por eso, si son relevantes sus dotes de estadista, anúblalas en muchos casos con desenfrenadas pasiones; si brilla unas veces como gran patriota, aparece otras como gran egoísta; y siempre, palpitando bajo todas sus hazañas y latiendo bajo sus miserias todas, fulgura como cometa siniestro su orgullo desmedido, su amor propio sin límites, su ambición desapoderada, su carácter rencoroso y vengativo, su inteligencia clara como el sol y su voluntad firme é inflexible como el granito que remata la cumbre de las montañas ingentes.

Nación situada en el centro de Europa y, si extensa en costas, no mucho por la parte del Mediterráneo, centro hasta entonces del tráfico mercantil, no se había cuidado gran cosa Francia de sus fuerzas navales ni se había despertado en sus hijos el deseo de emular á Portugal y á Castilla en descubrimientos y aventuras. Comprendiendo Richelieu la importancia de la potencia marítima y de la riqueza colonial, dedica solícitos afanes á la construcción de una escuadra poderosa, coloniza el Canadá y la Guayana, apodérase de media Isla de Santo Domingo, establece posesiones en el Senegal y despierta la codicia de los franceses que se lanzan al Océano ávidos de competir con ingleses y españoles. Situado entre Sully y Colbert, participa el Cardenal de las doctrinas económicas de ambos ministros; pero, ni la Fisiocracia que el primero inicia llevado de sus aficiones agrícolas, ni el Mercantilismo preconizado por la codicia del segundo, ofuscan el buen sentido de Richelieu ni acarrean al país daños de cuantía. Generoso y hasta espléndido cuando las circunstancias lo exigen, económico y frugal cuando la necesidad le obliga, ni derrocha como Lerma ni acumula sórdidamente como su sucesor Mazarino. Monumentos que acreditan la magnificencia del antiguo Obispo de Luçón son: el Jardín del Rey por él fundado; la Biblioteca Real enriquecida bajo su mando notablemente; el Palais Royal que habitara largos años y que legó á Luis XIII; la Iglesia de la Sorbona, en fin, edificada gracias á su celo y en cuyo recinto se guardan sus cenizas. El cincel de Girardón labró en perenne bloque las facciones de mosquetero del Cardenal que, bajo cúpula evocación abreviada de la de San Pedro de Roma, aparece vestido con las ropas litúrgicas é incorporado en marmóreo lecho. Una matrona, alegoría de la Religión, abraza el busto de Richelieu y otra, emblema de la Ciencia, llora á los pies del túmulo la muerte del grande hombre mientras dos ángeles sostienen á su espalda los blasones prelaciales.

Cabe á Richelieu la gloria de haber sido el fundador de la Academia Francesa y la de haber prestado generosa ayuda á los cultivadores de la lengua patria, á la sazón adolescente. La imparcialidad obliga no obstante á recordar la conducta mezquina que el purpurado Mecenas observara respecto de Pedro Corneille, cuyo talento inspirábale una envidia que le arrastró á componer, con pujos de competir con el insigne trágico, obras tan desdichadas como Mírame y La Grande Pastorale.

Parece que fué mayor el acierto de Richelieu en el cultivo del género histórico. Atribúyesele la Historia de la Madre y del Hijo, á pesar de que lleve la firma de Mezeray; El Diario del Señor Cardenal de Richelieu durante la gran tormenta de la Corte, de origen contencioso; y el Testamento político, cuya autenticidad ha suscitado empeñadas polémicas.

Fué Richelieu aficionado al fausto, orgulloso de condición, vengativo hasta la crueldad, perspicaz hasta la astucia, astuto hasta la suspicacia, enemigo de todos y amigo de nadie, firme en sus propósitos, testarudo en sus caprichos, magnánimo en la adversidad, mezquino en la fortuna, una gran cabeza y un corazón microscópico. Supo conquistar la admiración de la Historia, pero no el cariño de sus coetáneos.