Ensayos de crítica histórica y literaria/Flor pagana

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época


Flor pagana
por Enrique de Mesa.


C

uando El Liberal dió á conocer el nombre de D. Enrique de Mesa otorgando el premio en público certamen á su crónica «Y murió en silencio», inserta en el volumen que me propongo analizar, conocían ya al joven autor no pocos literatos y muchos aficionados á las letras. Espíritu culto y de extraordinaria delicadeza, manifestaba hacía ya algunos años noble y discreto interés por todo cuanto se relaciona con las generosas lides de la inteligencia y obscuramente ejercitaba la pluma con esa tenacidad vigorosa que es patrimonio exclusivo de los temperamentos sanos y de las

bien educadas voluntades.

Era el Sr. Mesa casi un niño y yo muy joven todavía, cuando ambos pertenecíamos á una pequeña Sociedad literaria que celebraba concursos semanales y de la cual formaban parte entre otros aprovechados mozos, el castizo poeta Manuel de Sandoval, hoy Catedrático de Literatura en el Instituto de Córdoba, el malogrado Federico Canalejas, versificador fácil y de humor al par regocijado y melancólico.

El Sr. Mesa tanteaba allí sus fuerzas con una modestia tan desprovista de afectación, que se granjeó desde luego la simpatía y el aprecio de todos sus compañeros. Sentía él dentro de sí una voz que le decía: «Tú vales»; pero, desconfiando de las propias aptitudes, convertía el presente en futuro y se aprestaba á facilitar el cumplimiento del vaticinio leyendo con avidez y entusiasmo libros clásicos y castizos, no con el propósito de sujetar el vuelo de la fantasía á ninguna rigurosa disciplina, sino con el ánimo de transformar en algo propio cuanto hallare de eterno é inmutable en sus lecturas, para modelar después la masa de conocimientos adquiridos en el molde original de su singular temperamento.

A poco que el lector se fije en las cultas páginas de Flor pagana, encontrará en ellas reflejado el proceso de la formación de la personalidad literaria de nuestro autor y quedará subyugado por el encanto de ese antípoda del énfasis que se llama la sencillez. El conocimiento de la Sagrada Escritura queda patente así en el erótico arrebato que da nombre al libro como en la narración que le sigue denominada «Cristo solo». En aquel trozo en prosa, de lírica poesía consagra el Sr. Mesa apasionado culto á la belleza femenina y se nos presenta pagano en cuanto al espíritu por la delectación con que se circunscribe á encomiar las bellezas de la forma y en cuanto al estilo, cristiano por la ingenua concisión de los versículos, que emplea á modo de eco helenizado de algún Cantar de la Biblia. Parecida técnica se advierte en «Cristo solo», si bien el tono evangélico se sugiere allí más por imitación que por evocación, como si la índole del asunto hubiese impuesto tiránicamente la forma.

La primera sección del libro en que me ocupo se llama «Serranas» y en ella se pinta con sabia sobriedad la tristeza de las abandonadas ciudades de Castilla, la vida lánguida y monótona que sus moradores arrastran, la pálida resignación de las doncellas nacidas en los solares ruinosos, los ecos inapelables de las campanas que doblan en las torres de Jas catedrales góticas, los vagos sollozos de los crepúsculos carmíneos, la pesadumbre infinita de las taladas llanuras. Al conjuro de la voz de los zagales brotan de los peñascos de la sierra romances centenarios, rizan espíritus maléficos el cristal misterioso de las charcas, asoman entre jarales las pupilas sangrientas de los lobos, apréndese la no escrita mitología del silencio de las cúspides, y de los rasgos de la pluma del autor surgen los gritos de asombro de los campesinos al sentir cerca los latidos del progreso, el rumor de las esquilas de los rebaños subrayando como la vaga melopeya de una plegaria el respirar hipertrófico de los automóviles, la cálida sensación de las caricias de la chimenea del cortijo, el rum rum de los gatos adormecidos por el hervir hospitalario de las ollas, y los atropellados latigazos con que parece anunciar el aguacero la llegada de la noche.

En esta sección como en todas las que componen Flor pagana, se expresa tan castizamente el Sr. Mesa y muestra tal dominio del habla castellana, que es difícil sustraerse á la depresiva influencia que ejerce en el ánimo la melancolía del autor. Una duda, sin embargo, es posible que asalte á quien con espíritu sosegado leyere, acerca de la sinceridad de esa melancolía.

El Sr. Mesa no es, como digo más arriba, un temperamento afectado; el Sr. Mesa tiene el buen gusto de evitar toda ocasión de calzar el coturno para dispararnos ampulosas peroratas; el Sr. Mesa procura presentarse siempre tal como es ante los ojos del lector; pero sería curioso é interesante dilucidar si la sencillez del Sr. Mesa consiste en la sinceridad merced á la cual se nos muestra conforme es, ó en el arte por cuya virtud y sin querer nos engaña al someterse á nuestro juicio, no como él es en realidad sino como, de buena fe y sin la menor intención de fingir nada por puro artificio retórico, él se imagina que es.

Yo no sé si explico mi duda con claridad suficiente. Trataré de concretar un poco para ver si así lo consigo. El Sr. Mesa describe muy bien los poblachos castellanos, la aridez de los egidos, el trágico ceño de las cumbres, la pobreza y la ignorancia de labriegos y pastores y, no con pedantesca entonación ni por enojoso sistema dialéctico, sino de pasada, aventurando aquí y acullá una reflexión ó dibujando ligeramente una sonrisa, deduce siempre de todo lo que ve y cuenta, tristes verdades y desconsoladoras enseñanzas.

Todo el que no conozca al Sr. Mesa y lea Flor pagana, creerá que el Sr. Mesa es un hombre de talento ya entrado en años y harto vapuleado por los desengaños de la vida. No sólo en las páginas francamente desoladoras, escépticas ó pesimistas que constituyen casi todo el libro, sino hasta en las pocas en que canta himnos á la juventud ó á los placeres, aparece el Sr. Mesa como hombre cansado que llora el bien perdido, como corazón marchito que invita á gozar de la vida con la autoridad de quien ha vivido ya lo bastante para poder apreciar en todo su valor, comparándola con la esquivez de los días la edad provecta, la no igualada delicia de los verdes años.

Encuentro yo, por otra parte, el cantar á la juventud más propio que de jóvenes, de ancianos. Por lo general el joven no la canta, la goza; ocúpase sólo en prestarle el holocausto de las pasiones y espera á que llegue tiempo más sereno para ofrecerle el tributo pasivo de sus cánticos.

Los que somos amigos del Sr. Mesa y sabemos su juventud y el vigor físico de que disfruta y el gallardo continente de su persona y la lozanía que rebosan sus sentimientos é inclinaciones, no podemos por menos de encontrar algo arbitraria la amargura que destilan sus descripciones del campo y sus apuntes acerca de las costumbres rústicas y urbanas.

Reconocida, así en el tono de la conversación familiar como en el estilo que emplea para trasladar impresiones al libro, la ausencia de amaneramiento en el alma noble del Sr. Mesa, y conocida la falta de motivos que tiene para estar quejoso de la vida, sólo cabe explicar la tristeza y el desaliento que se desprenden de los relatos de nuestro autor, por la influencia no siempre beneficiosa del ambiente intelectual que hoy se respira en España.

La juventud española siente herido el amor propio nacional por los recientes desastres y compara nuestra actual postración con el creciente desarrollo de las energías sociales en otros países más venturosos; y vehemente é irreflexiva más que otras juventudes, achaca los infortunios de la patria á la desemejanza que advierte entre las manifestaciones de nuestra mentalidad y los frutos del intelectualismo extranjero, y sin pararse, en la fuga de sus ímpetus lozanos, á discernir circunstancias, no ve mejor camino para seguir los que ella cree buenos ejemplos, que obstinarse en una imitación cuyas consecuencias en el orden literario y artístico contraen el carácter de epidemia, porque nada hay tan contagioso como la tentación de pasar por original á poca costa con que brinda la copia servil de literaturas extrañas, para los espíritus de imaginación fácil, orgullo inmenso y voluntad flaca que desgraciadamente abundan en los países del Mediodía.

Buscan esos innovadores, que forman por desgracia legión considerable, un preservativo contra las desdichas nacionales en la admiración ciega y en la sumisión absoluta á extranjeras extravagancias, leen con avidez cuanto producen los ingenios más ó menos sólidos y equilibrados de otros países, adoptan como Buena Nueva cuanto les causa extrañeza y, como es labor más fácil glosar ó amplificar con cierta brillantez lo que otros pensaron ó sintieron, que abismarse en la contemplación del Universo visible y reflejar su hermosura á través del propio temperamnento, aceptan como artículo de fe los partidarios fanáticos de nuestra europeización completa cuanto dicen acerca de la aridez del suelo peninsular, de la agonía de las ciudades viejas y de la densa ignorancia de los españoles, cuatro ó cinco viajeros que se limitaron á recorrer por ferrocarril la llanura castellana y que, con el Baedeker por Biblia y algún gitano por cicerone, visitaron la Alhambra y presenciaron un par de bailes á la luz de los candiles en alguna cueva del Sacromonte.

Esos viajeros literatos osarán juzgar con aire de suficiencia á Felipe II porque vieron en El Escorial su estatua orante, hablarán del fanatismo y de la intolerancia de un pueblo cuyas Universidades están plagadas de libre-pensadores y execrarán los sanguinarios instintos de la muchedumbre que se agolpa á la puerta de la Plaza de Toros, como si los deportes de la gente anglosajona fuesen menos feroces ó más artísticos.

Los discípulos españoles de semejantes turistas repetirán como fonógrafos las falsedades por sus maestros propaladas ó adoptarán al menos idéntica postura de espíritu para hablar de las cosas del país natal; seguirán, en una palabra, la moda extranjera y querrán emplear la manera de Rembrandt para pintar patios sevillanos y cármenes granadinos.

Los escritores que como el Sr. Mesa, poseen sólida cultura castiza y que se han formado trabajando en la obscuridad y en el silencio, no caen decididamente en tan deplorables extravíos; huyen de reflejar los propios sentimientos por medio de un estilo antiespañol; procuran con éxito que las páginas que escriben exhalen el perfume inmarcesible de nuestros inmortales hablistas; saben, en fin, librarse de la tiranía de la moda exótica en cuanto se refiere al ropaje de la obra literaria; pero no logran, sin embargo, al aventurarse por las sendas escabrosas de su difícil arte, conservar el gallardo continente de los capitanes de los viejos tercios; y sugestionados por los usos en boga, adoptan de continuo otras actitudes psicológicas que les parecen más en armonía con las corrientes del siglo.

Estas corrientes no son fecundantes como las palabras del Evangelio, sino demoledoras como las cínicas pedanterías de Nietzsche; y no seguirlas, siendo como es su rumbo tortuoso y enigmático, pudiera denotar falta de arrestos. Síguenlas, por lo tanto, espoleados por la soberbia los que á superhombres aspiran, y picados por el amor propio, no esquivan tampoco sus caricias los que temen puerilmente pasar por enemigos del progreso.

Las emanaciones de esas corrientes engendran una atmósfera viciada que, tal vez sin quererlo, ha respirado el Sr. Mesa y que ha envuelto su clarísimo talento en las brumas de la desolación y del escepticismo. ¿Cómo de otro modo se explica, que el Sr. Mesa califique á todos los sacerdotes de fariseos, á todos los ricos de egoístas y á todos los humildes de envidiosos del bien ajeno? ¿Cómo se comprende que el Sr. Mesa no nos pinte en sus austeros cuadros de la montaña, más que crepúsculos aborrascados, embrutecidos zagales y apocadísimos labriegos? Yo no puedo creer que el Sr. Mesa haya tenido siempre la mala suerte de recorrer la Sierra en tiempo desapacible; yo no debo pensar que el señor Mesa no ha encontrado en sus excursiones venatorias más que supersticiosos gañanes; yo no quiero deplorar con él la candidez de aquella humilde gente ni compadecerla por su credulidad, aunque sí quiero aplaudir y aplaudo á mi buen amigo por la intrepidez con que se decide á desvanecer ante los ojos inocentes de los campesinos, el secular y terrorífico misterio de la charca.

Inclinóme á creer que el Sr. Mesa ha sentido muchas veces también al explorar la Sierra que la diáfana sonrisa del cielo azul iluminaba su frente, que los precisos contornos de las enhiestas curvas le invitaban á levantar el espíritu á la altura; que el blancor impoluto de la nieve enviaba á su corazón ráfagas de pureza; que el vago rumor de las aguas que brotan de las peñas improvisaba al Criador himnos de alabanza; que el balido de los corderos arrullaba delicadamente sus nobles emociones; que los romances pastoriles le sugerían suave y honda admiración hacia la ingenua poesía popular; que el candido alborozo de las zagalas inundaba su alma de brisas tónicas de alegría.

Pero el Sr. Mesa ha preferido adoptar el diapasón grave, ha juzgado quizás que su personalidad adolescente de artista adquiría el talante severo de la edad provecta al acoger benévolo las solicitudes de la musa del desengaño; y temeroso de que un apego exagerado á lo que fué ó bien una fe dulce y sosegada en lo que será pudiese suscitar dudas acerca de la madurez de su talento, ha optado por acogerse á la sombra melancólica del pesimismo amargo. La cuarta sección del libro del Sr. Mesa, titulada «De la vida» revela idéntico estado de ánimo, si bien algunas veces, como, por ejemplo, en la crónica que El Liberal premiara, la nota negra está dada con tal tino y sobriedad, que logra conmover profundamente al lector.

La misma cualidad resplandece en «La musa ignorada», precioso episodio en que el viajero evoca el recuerdo de la obscura mujer que desde el rincón de una capital de provincia ha sido la constante inspiradora de sus desahogos de poeta.

«Las tristezas del domingo», «El ogro», «Almas desnudas», «La muerte es la paz», «Por la mentira» y «Las dueñas chicas», son también pasajes saturados de desencanto, de escepticismo demoledor, de risa irónica.

Ni aun en «A rey muerto...», en donde el deseo y la esperanza voluptuosa de reemplazar al hijo perdido atenúan el dolor con que la muerte desgarró el corazón de los padres, se consuela el ánimo apenado del lector. El dejo amargo que se advierte en el lenguaje del señor Mesa para describir el despertar de la carne en los atribulados jóvenes esposos hace pensar, no en que todo el follaje se renueva en Primavera, sino en que el alma humana es tan inconstante para el dolor como para la alegría.

En «Mujeres» censura el Sr. Mesa, á propósito de las conferencias del Círculo de San Luis, el prurito de los conferenciantes de evocar ante el auditorio figuras, no de damas apasionadas y tiernas, sino de arrogantes y denodadas matronas. Aprovecha nuestro autor esta circunstancia para entonar á la juventud un himno algo epicúreo que también se resiente á mi ver de cierto decadentismo. El señor Mesa encuentra propio de la juventud el goce de los placeres carnales, y en esto no se equivoca; pero tal vez olvida que en épocas de decadencia como esta por la que actualmente atraviesa nuestra patria, todo estímulo á gozar de los placeres de la carne es de un efecto enervante, porque encuentra abonado terreno para adquirir viciosa lozanía en espíritus más propensos á improvisar bacanales que á entonar sursumcordas.

El ejemplo de las mujeres de alma vigorosa, capaces de concebir ideas y de albergar sentimientos levantados, puede ser, por el contrario, enérgico estimulante de las facultades volitivas, hoy profundamente desmedradas por el mal encauzado desarrollo de las facultades pensantes. No debemos, pues, condenar sino ensalzar con entusiasmo todo cuanto tienda á administrar tónicos en vez de narcóticos al anémico organismo social.

El Sr. Mesa compadece en otro precioso artículo al Rey Felipe IV, porque después de haber llorado en vida la rota de Rocroy, la pérdida de Portugal y del Rosellón, la muerte del Príncipe Baltasar Carlos, el comienzo inatajable, en fin, de la decadencia española, no recibe ni el más pequeño homenaje de ultratumba. Los historiadores le llaman holgazán, inepto ó libertino y no quieren ó no saben ver la noble delicadeza de su corazón de artista, la elegancia exquisita de su figura pálida, la paternal ternura con que supo sentir los infortunios de la Patria. Los pintores, según el Sr. Mesa, no se dignan tampoco, en el Museo del Prado, reproducir las aristocráticas facciones del pobre Monarca; vuelven la espalda al lienzo en que aparece cabalgando á majestuoso galope y al que en edad adolescente le retrata cubierto por adamascada armadura; y si se fijan en el cuadro en donde luce Felipe su apostura de cazador, no es para trasladar la efigie regia sino para copiar los contornos magistrales del podenco que acostó á las plantas augustas el pincel de D. Diego Velázquez. Ve también el Sr. Mesa un tropel de artistas extranjeros de ambos sexos invadir la sala del inmortal maestro sevillano y repetir con mayor ó menor fidelidad, los cuerpos deformes de los enanos y las cínicas sonrisas de los bufones que alegraban la Corte del Buen Retiro; se extraña del olvido injusto á que se ve condenado el Rey Poeta y se indigna de la preferencia que muestran por los hombres de placer los asiduos admiradores del autor de las Meninas. Yo comparto con el Sr. Mesa la indignación pero no la extrañeza. La deformidad de los enanos y el gesto depravado de los bufones no pueden por menos de ser atractivos para los modernos aspirantes á artista. Todo el que se consagra al estudio del arte de la Pintura suele no desdeñar la somera iniciación en el arte literaria, cosa explicable si se tienen en cuenta las afinidades que existen entre ambas divinas artes. La lectura de las obras literarias más en auge ha de ejercer lógicamente un influjo mediato, pero no despreciable, en el gusto de los pintores, y ha de despertar en ellos anhelos de sugerir, por medio del color y de la línea, sensaciones y sentimientos que fueron sugeridos á sus almas por medio de la palabra escrita.

No sólo el naturalismo de Zola, que se deleita en descubrir, analizar y poetizar lo monstruoso, y lo anómalo, sino también posteriores tendencias literarias, manifiestan desembozada propensión á escudriñar idiosincrasias singularísimas y á inquirir lo anormal, tanto en los campos de la Psicología como en los mejor deslindados de la ciencia fisiológica. Las apuntadas orientaciones encuentran eco en los cerebros aún no definitivamente disciplinados de los jóvenes pintores y los lleva al estudio de lo informe ó peregrino, como si semejantes modelos pudieran ser verbo del temperamento de un gran artista ó del genio de una ilustre raza.

En el artículo titulado «La palabra divina» fustiga el Sr. Mesa, con rigor injustificado, en mi concepto, la Retórica que engalana el discurso pronunciado por el señor Arzobispo de Compostela en el acto de recibir la ofrenda que S. M. el Rey dedica al Santo Apóstol. El Sr. Mesa encuentra pasados de moda los juicios emitidos por Su Eminencia en aquella ocasión solemne. El señor Arzobispo de Santiago habla en mi sentir entonces como cumple á un Príncipe de la Iglesia y sustenta doctrinas que, por su carácter eterno é inmutable como la verdad del dogma de que el venerable Prelado se considera depositario, no pueden revestirse de atenuaciones ó tímidos eufemismos tan tornátiles como los caprichos de la moda.

No hallo yo, por otra parte, el antagonismo que encuentra el Sr. Mesa entre la pobreza que nuestra Santa Religión predica y la pompa indumentaria desplegada por el Cardenal Herrera en las ceremonias del culto. La sencillez de la vida episcopal es perfectamente compatible con el lujo de las funciones de Iglesia y si nadie podrá señalarme un episodio del Evangelio en que el Divino Maestro condene la magnificencia del ritual, yo puedo en cambio citar aquel pasaje en que Jesús responde á la censura que merece á Judas Iscariote la piedad con que vierte ungüento precioso en los pies del Salvador María de Magdala, aplaudiendo el derroche de la hermosa penitente y pronosticando que tan generoso acto se conmemoraría donde quiera que el Evangelio se predicase.

No me avengo tampoco á considerar como síntoma de atraso la conservación en España de las Ordenes Militares. La razón de su subsistencia no es otra que el respeto á tradiciones gloriosas; é Inglaterra, país que de continuo nos presentan como modelo de libertad y poderío los regeneradores al uso, guarda todavía escrupulosamente para el acto de la coronación de los Reyes más frivolas etiquetas, que suelen ser causa de verdaderos pugilatos entre lores y arzobispos.

Remata esta sección de su libro el señor Mesa con los consejos A un amigo, momento, á mi ver, el más feliz entre todos los dichosos momentos en que abunda Flor pagana. Aquí el autor no sólo conserva sino que también parece que depura el estilo castizamente español que le da un puesto preferente en la juventud literaria, y las bellezas de ese estilo sobrio y varonil pueden sermejor saboreadas, gracias á la armonía perfecta que existe entre el sereno estado de alma del Sr. Mesa al prodigar sus amistosos consejos y la serena majestad de la prosa en que los vierte y que parece al lector una evocación afortunada del lenguaje noble y mesurado de D. Francisco Manuel de Meló ó de D. Diego de Saavedra Fajardo.

Inserta en la última sección de su notable libro el Sr. Mesa, dos á modo de cuentos y la cierra con un «Retrato de Don Quijote».

En el primero de los apuntados cuentos, que llama nuestro autor «Los ojos negros», parece que por excepción se decide á pintarnos la placidez de una clara tarde de Abril, el sosiego solemne de las ruinas de antiguo monasterio, la primitiva cadencia de rústicas carcajadas juveniles; pero ¡oh desengaño!, el Sr. Mesa vuelve á entristecernos con la descripción de un sueño pavoroso, y en vez de mostrarnos en el fulgor de la mirada de unos ojos negros promesas de ventura, se complace en abrirnos simas tenebrosas de traición y de perfidia.

Como anillo al dedo viene después de esta leyenda que enluta los ojos azules de la Madre del linaje humano, el caso de la devota doncella á quien el mismo Dios desconoce á las puertas del Paraíso, porque Él la crió con abundante cabellera negra como el ébano y ella viene á someterse al fallo del Juez Supremo con las crenchas rubias como el oro.

Yo soy tan partidario de los cabellos rubios, aunque lo sean por artificio, que no se me hubiera ocurrido inventar la conseja que el Sr. Mesa tan elegante y amenamente narra; pero confieso, á pesar de esta discrepancia en los gustos, que causó grata impresión en mi ánimo sombreado por las negras tonalidades que dominan en Flor pagana, el rayo de sol que proyecta este cuentecillo. El «Retrato de Don Quijote» está hecho con sobriedad y galanura, y el Sr Mesa demuestra laudable tino al esbozar con tonos vagos la figura inmortal del andante caballero, la realidad de cuyo idealismo escapa á los matices del color y á los límites precisos de la línea.

No me he propuesto en este artículo, ya largo en demasía, censurar en lo más mínimo al Sr. Mesa por la falta de alegría que he creído advertir en su hermoso libro. No han de vibrar tan sólo las cuerdas alegres en la lira del poeta, porque también las cuerdas melancólicas pueden lanzar á los aires encantadas melodías. Mi propósito se ha reducido á ir discurriendo como Dios me ha dado á entender, sobre cada una de las bellas páginas de Flor pagana, sin la más leve intención de condenar la facilidad con que á veces creo que el señor Mesa propende á seguir modas ultrapirenaicas. ¿Quién podrá considerarse limpio de este pecado en nuestros días y capaz de tirar la primera piedra? Por lo que á mi humilde persona se refiere, confieso que yo no me atrevería á tirarla, porque no se me oculta que en algunos de mis pobres ensayos poéticos he solido recurrir, impulsado por el deseo peligroso de rejuvenecer nuestra lengua por medio de cruzamientos saludables, á más de una fuente extranjera.

Hallo disculpa á mi pecado, si en esto lo hubiere, cuando considero las dificultades insuperables que ha de encontrar hoy todo el que quiera producir algo que sea verdaderamente original. La creciente propagación de la cultura atenta vigorosamente contra la virginidad de los cerebros que, saturados de ideas ajenas, han de reflejarlas necesariamente de un modo más ó menos diáfano, aun en los instantes en que imaginan que vierten en el papel las propias. El recuerdo vago y tal vez borroso, pero persistente, de lo oído y de lo leído, aunque fortalece las ciencias positivas y experimentales, mancha también la inefable blancura de la fantasía del poeta. El gran Valera lo dice de un modo magistral en su discurso póstumo sobre Don Quijote: «La ciencia adquirida trueca en reminiscencia la facultad creadora.»