Ensayos de crítica histórica y literaria/Queralt, hombre de mundo

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Queralt, hombre de mundo.
Novela social, por Fernando de Antón del Olmet.


P

or lo mismo que soy amigo y compañero del autor de la novela cuyo título sirve de epígrafe á estos renglones, me creo obligado á decir sin valerme de eufemismo alguno, cuanto acerca de ella pienso. Decir lo que yo creo que es la verdad me parece la mayor prueba de estimación hacia el Sr. Antón del Olmet y el menos sospechoso tributo á su clarísimo talento. Completamente profano en el sacerdocio de la crítica literaria, no me hubiera pasado por la imaginación la idea de aventurar juicios sobre la obra del Sr. Antón del Olmet, si él no hubiese tenido en varias ocasiones la

espontánea atención de ocuparse en la prensa, de algunos de mis humildes ensayos poéticos. Con noble franqueza expuso el Sr. Antón del Olmet, desde las columnas de El Día, sus impresiones acerca de Joyeles bizantinos y de Paisajes, y desea ahora mi buen amigo y compañero que haga yo públicas las mías sobre Queralt, hombre de mundo. Gustosísimo me apresuro á complacerle y creería que no le complazco si correspondiese con laudatorios tópicos á su sinceridad para con los frutos de mi desmedrado ingenio.

He de confesar ante todo que el calificativo de novela social escrito en la portada, me alarmó un tanto y no predispuso mi ánimo muy en favor de la flamante obra. Implica este título cierta tendencia terapéutica que no se concilia, á mi ver, con la sagrada libertad del Arte y parece indicar que la novela del Sr. Antón es una obra de combate, no en el sentido indirecto con que influye en el pensamiento y en las costumbres de la sociedad el espíritu independiente del artista, sino al modo concreto con que el cirujano ejercita el bisturí en la llaga del enfermo ó halaga el político de profesión, en alas de retórica pedestre, la concupiscencia de los caciques.

Deseché, sin embargo, las alarmas suscitadas por este pequeño detalle y empecé á recorrer las páginas del libro con la esperanza de no hallar en ellas nada que justificase la clasificación, acaso impensada, del Sr. Anón; pero á medida que avanzaba en la lectura, me iba poco á poco convenciendo de la consciente pertinacia con que el autor se afanaba por bastardear esa salvaje independencia que es esencial condición en toda obra verdaderamente artística.

Dos notas simpáticas veía también destacarse al mismo tiempo en todos los capítulos de la novela: la valentía con que el señor Antón arremete contra los vicios que él cree descubrir en la aristocracia española, y el vehemente patriotismo que, como numen airado, le dicta á cada instante enfáticas protestas.

El Sr. Antón del Olmet fustiga sin piedad el prurito de inmolar la sana tradición española en aras de modas de gusto dudoso siempre, y aun á veces de origen plebeyo; el Sr. Antón del Olmet se lamenta con razón del abandono de nuestros deportes por los menos gallardos de Ultramancha; se indigna al ver el menosprecio con que miran nuestros aristócratas la obra inmortal del glorioso Valera y el malsano deleite que les proporcionan las intolerables producciones de Zola; deplora la afectación desdeñosa que los superelegantes fingen ante los sabrosos platos de la cocina nacional y la intrepidez que demuestran al ingerir, con menoscabo de la salud, las químicas bazofias preparadas por los cocineros franceses; revuélvese, en fin, tonante contra la general manía de desacreditar á la patria á los ojos de los extranjeros, publicando y exagerando dolencias sociales y políticos errores que en todos los países civilizados se ocultan y atenúan con esmero.

En todo eso tiene el Sr. Antón del Olmet razón sobradísima y semejantes peroratas merecerán la simpatía de todos los buenos españoles; pero esas ideas tan sanas y tan levantadas no pueden, á mi juicio, constituir por sí solas el asunto de una novela. Todas esas ideas son buenas para deslizarías como de pasada, para sugerirlas con mesura en ciertos episodios, para diluirlas con tal arte en el diálogo, que pueda el lector deducirlas del desarrollo de la acción novelesca; pero son una nota discordante cuando se exponen en largos paréntesis, se desenvuelven en prolijas digresiones y se repiten con porfía de enamorado en todos los momentos y lugares.

El Sr. Antón del Olmet es un andante caballero apasionado de otros días en que la aristocracia desempeñaba papel preponderante. Su imaginación, en esto más francesa que española, se prenda de los títulos, prerrogativas y preeminencias que á sus personajes discierne, y con verdadera fruición se complace en enumerar títulos y honores como si en aquel momento se deslumhrasen los ojos del novelista al contemplar las llaves, bandas y penacho que cuelga á los mismos héroes, por él sin misericordia escarnecidos. El Sr. Antón del Olmet se burla de la ampulosidad con que los franceses ofrecen el similor como si fuera oro de ley, y cubren con somerísimo baño de exquisitez la más baja pacotilla; y alucinado por el patriotismo no advierte cuan poco se diferencia del estilo paradójico que él flagela, el énfasis que pone al servicio de su indignación pesimista.

El Sr. Antón del Olmet, que posee vasta cultura clásica y conoce y siente la hermosura de las letras castellanas del áureo siglo, ya por él glosadas é imitadas en elegantes versos, se aparta en su nueva obra de la sencillez inefable que caracteriza á nuestros inmortales prosistas, ora remonten el vuelo á las regiones de la Teología, ya encomien las proezas de las grandes figuras de nuestra Historia ó narren en tono de desengaño, exento de apocada tristeza, las malaventuras de arruinados hidalgos ó de socarrones sopistas.

Para acentuar el contraste entre las ostentosas costumbres parisienses y la llaneza de los hábitos de los magnates españoles de antaño, emplea el Sr. Antón un lenguaje algo afectado, en el cual se sacrifican á cada paso á la rimbombante entonación los preceptos de la sintaxis. El amor desaforado á un ritmo caprichoso, que tiende; tal vez á despecho del autor, á imitar el de la Mauricio Maeterlinck, hace á veces obscuro el relato y obliga al lector á detenerse á descifrar como si fuera un jeroglífico, la locución más corriente. Quizás el Sr. Antón del Olmet pretenda justificar el abuso de las licencias sintácticas que enmarañan su estilo, por medio del ejemplo de los autores latinos. Si así fuere por ventura, bueno será que no olvide el señor Antón del Olmet que, gracias al sistema de declinación por desinencias que da á cada palabra un valor absoluto é independiente del lugar que en la oración ocupa, adquiere la lengua madre una flexibilidad y libertad de movimientos que no dañan á la claridad del concepto, mientras que la intervención ineludible de las proposiciones en la lengua castellana para determinar el caso de cada sustantivo, establece tal solidaridad entre los vocablos, que no es posible sacarlos de determinados lugares sin atentar abiertamente á la claridad del habla.

Sentiría mucho que el Sr. Antón del Olmet interpretase como indicio de escasa estimación de su indiscutible talento la sincerísima síntesis de las impresiones que despertó en mi espíritu la lectura de su novela; pero no quedaría tranquila mi conciencia literaria si con el disfraz de juicio crítico, dedicase al ya antiguo amigo y compañero una sarta de lisonjeros lugares comunes.

El argumento de la novela es no más el pretexto de que se vale el autor para desahogar su espíritu de la cólera que le inspira la corrupción de costumbres de la aristocracia española; y acerca de la eficacia con que ese argumento contribuye á fortalecer la ética del Sr. Antón del Olmet, hay no poco que argüir.

Aquel Conde de Queralt que mira con aversión el medio social en que le ha colocado su nacimiento, que se escandaliza de la liviandad de las duquesas y diplomáticas, que execra la infamante tolerancia de los maridos y que se resiste á prestar homenaje á aventureras que ostentan como único título al respeto social, su cinismo y su fortuna; aquel Conde de Queralt que siente la nostalgia de su honrado solar mallorquín y llora como Rodrigo Caro ante las Ruinas de Itálica, sobre los escombros del viejo honor castellano, no siente otro estímulo para tomar parte en las sañudas batallas de la vida que el ansia pecaminosa de apoderarse del corazón de Mará, pura hasta entonces, perpetrando por lo menos el adulterio de las almas, tan opuesto á los principios del honor como la mancilla del tálamo.

El paladín de la tradición nacional se nos aparece en el siniestro cuadro compuesto por el Sr. Antón del Olmet, como uno de tantos canallas ociosos y acaso más menguado que otros muchos, desde el punto y hora en que alardea todavía de profesar creencias religiosas y morales que son ya letra muerta para los demás personajes que intervienen, desempeñando el papel de Tenorios, en la acción de la novela.

No he de acabar este boceto de crítica sin declarar honradamente que considero de exactitud muy dudosa la pintura del medio en que esta acción se desarrolla. Acaso el Sr. Antón del Olmet, saturado de indignación nobilísima y presa de muy lícita amargura, padece una tensión de nervios que le impide dar con justeza los toques del cuadro, y arrastrado por el vigor momentáneo que á su pincel comunica el estado de descontento de su espíritu, acentúa los ángulos de los contornos y pone en las sombras las negruras de aquellos mártires de Ribera que, lejos de evocar la sublime resignación de los Santos, reflejan la rencorosa é impotente rabia de torturados Lazzaroni.

El maquiavelismo sensualista de las damas que el Sr. Antón del Olmet nos describe, la complejidad de apetitos depravados y de sentimientos perversos que en el corazón de sus heroínas acumula, y el despiadado tesón que ellas ponen en atormentar á cuantos hombres las cortejan, son de todo punto exagerados.

El Sr. Antón del Olmet juzga en general, sin apoyarse en más datos que los que algún particularísimo caso le procura, y en un momento de mal humor y tal vez sin otro numen que alguna fallida esperanza, recarga los colores del cuadro y da desmedidas proporciones á granos de arena que se le antojaron montañas.

El Sr. Antón del Olmet, en suma, ve como una prueba abrumadora de depravación de sentimientos y de gustos, lo que es sólo natural consecuencia de la frivolidad ambiente, y nos pinta como abominables Mesalinas á mujeres superficiales é inconscientes, sin duda no merecedoras de alabanza, pero quizás tampoco peores que las tapadas y las dueñas quintañonas que inmortalizaron las comedias de Tirso de Molina.

Encuentro, por otra parte, contrario á los fines éticos que el Sr. Antón persigue en su novela, acudir para curar las supuestas dolencias de la aristocracia á los mismos recursos que ella emplea para justificar su preferencia por los usos extranjeros. El Sr. Antón del Olmet, que fulmina anatemas contra los que públicamente hablan en tono despectivo de este país y se complacen en exagerar el atraso de la industria y la ordinariez contumaz de las costumbres españolas, no halla mejor procedimiento para combatir tan deplorables extravíos que el de exagerar los defectos de las altas clases, incurriendo, más todavía que las personas por él fustigadas, en la agravante de la publicidad, porque ¿á quién se le oculta que la imprenta multiplica y graba con más indelebles caracteres que las conversaciones de los casinos y que las chismografías de los salones, tanto las censuras como las chanzas?

Tampoco advierte el Sr. Antón del Olmet que sus severas sentencias contra la aristocracia española caen ineludiblemente también sobre esos cursis á quienes él se digna proteger y mostrar cierta secreta simpatía. En una sociedad como la española, democrática por excelencia, en donde la disciplina social, tan vigorosa en Alemania y en Suecia, se encuentra progresivamente relajada con una relajación que reviste por desgracia el aspecto de enfermedad crónica, no es posible demarcar las fronteras de las clases sociales de modo tan preciso que puedan estas fronteras servir de cordón sanitario capaz de impedir el contagio de las costumbres licenciosas.

El engreimiento innato de todo español, causa principal de nuestro atraso á partir del siglo XVIII, impulsa á todos esos cursis, siempre con humos de hidalgos, á sentar plaza de elegantes, á imitar las costumbres y á adoptar el tono y la postura importados de París por los aristócratas adinerados; pero esa imitación no se limita á la indumentaria, al modo de saluar y al prurito de destrozar la lengua materna, sino que lleva también á las costumbres la lenidad rayana en desvergüenza que juzga el Sr. Antón del Olmet privativa de la más selecta aristocracia. Lo que sucede es que el Sr. Antón no se fija más que en lo que piensan, sienten y hacen los individuos colocados en las cimas de la holganza y sólo le preocupan, desalientan ó indignan los pensamientos, sentimientos y actos de esos seres privilegiados; pero si el Sr. Antón pudiera, como el Diablo Cojuelo, levantar los techos de todas las casas de la Corte y sorprender los secretos de cada una de esas viviendas, esté seguro el señor Antón de que los cursis le darían idénticos motivos de escándalo que los elegantes le dieron.

Vería seguramente el Sr. Antón en la clase media la misma ligereza en las mujeres y en los hombres el mismo desapoderado deseo de disfrutar de los placeres mundanos; vería esposas adúlteras y condescendientes mandos y hasta prosélitos de las ignominias de la Pentápolis, no en menor número que el de aristócratas mancillados por tan vitandos apetitos que mi excelente compañero pone á la pública vergüenza en ciertos pasajes por demás atrevidos de su pesimista novela.

Cualquier filósofo de menor cuantía ve la pandad absoluta que en punto á moralidad existe entre todas las clases sociales españolas y las de todos los países de la tierra, porque ni la virtud ni el vicio fueron jamás patrimonio exclusivo ni privilegio ó servidumbre afectos especialmente á casta alguna de la especie humana.

Si el envilecimiento de los proceres fuese tan general y tan cierto como el Sr. Antón quiere que sea entre nosotros, cualquier extranjero que hojeare su libro podría deducir lógicamente de las negras páginas del señor Antón un vergonzoso estado moral de toda la nacionalidad española; y apoyándose en las falsas premisas por el Sr. Antón sentadas, vendría á formular una conclusión no menos falsa y altamente perjudicial á ese patriotismo austero de que nuestro autor alardea.

Crea el Sr. Antón del Olmet que en la aristocracia española constituyen los tipos por él dibujados con cierto encono, exigua minoría, y crea que en todas las aristocracias del mundo existen pandillas de desocupados que no piensan más que en divertirse y en buscar el vigor de las extremidades á expensas de la energía del cerebro, sin que la frivolidad de tan ociosa gente, así incapaz de grandes heroísmos como de grandes infamias, impida el desarrollo y la prosperidad de los pueblos dóciles y bien gobernados.

No más exacta es la impresión de agotamiento de viriles energías que pretende sugerirnos el Sr. Antón del Olmet en algunos pasajes de su obra, en los cuales, no contento con apuntar indicios de flaquezas vergonzosas, se complace en extender la mancha con delectación parecida á aquella con que subraya las miserias del linaje humano el naturalismo de Zola.

El Sr. Antón del Olmet deduce reglas generales, no de la repetición sino de la singularidad de los casos, y tan peregrino sistema dialéctico le lleva muchas veces por extraviados caminos.

Es uno de estos caminos el que emprende al atacar á la Compañía de Jesús con motivo de una solemnidad religiosa. En la descripción de este episodio el Sr. Antón del 0lmet discurre con cierta precipitación, tanto al suponer que los Jesuítas bastardean el espíritu de la Religión Católica como al calificar de hipocresía la devoción de las damas de nuestra nobleza. Yo quisiera que el Sr. Antón me citase una sola época de la Historia en que se hayan abstenido de frecuentar los templos las pecadoras reincidentes.

El Sr. Antón del Olmet reprueba que los Jesuítas acudan para cumplir los fines de su Instituto á la munificencia de los poderosos, y esta censura me parece tan infundada como hubiera sido la dirigida á los monjes de la Edad Media porque amurallaban sus monasterios para rechazar los ataques de las huestes agarenas.

La conducta de los Jesuítas en todos los momentos de la vida de la ilustre Orden, desvirtúa con elocuencia incontrovertible las acusaciones que el Sr. Antón les dirige, de adular á los poderosos. Para corroborar mi afirmación, tarea que no encaja de lleno en este artículo, me limitaré á citar solamente uno de los muchos casos que me vienen á la memoria: la inflexibilidad con que los hijos de San Ignacio desafiaron la cólera del omnipotente Luis XV al negarse á admitirle á la Sagrada Mesa, mientran fuesen sus relaciones, más ó menos sensuales, con la marquesa de Pompadour, escándalo del pueblo y de la Corte.

Aun prescindiendo de refutar los opiniones un tanto heterodoxas emitidas de pasa da por el señor Antón en varios capítulos de su novela, hay en mi sentir un motivo poderoso que le obligaba á abstenerse de aventurar semejantes disquisiciones, so pena de incurrir en contradicción palmaria.

El Sr. Antón del Olmet siente al examinar el presente estado de la aristocracia española, la nostalgia de lo castizo. ¿Cómo entonces puede escandalizarse de la piedad de las damas que la componen ni de la generosidad con que algunas contribuyen á la fundación ó al sostenimiento de obras pías? ¿No son por ventura nuestras aristócratas, al observar proceder semejante, fieles guardadoras de la tradición patria? En pasados siglos, para los españoles gloriosos, la nobleza española dio más que ahora muestras de la prodigalidad que fustiga el Sr. Antón del Olmet, erigiendo y dotando espléndidamente hospitales, hospicios y conventos.

Acabo este ya largo artículo pidiendo perdón al Sr. Antón del Olmet si, por una susceptibilidad disculpable, viese palpitar en estas líneas una severidad excesiva para su nueva producción literaria. Los lunares que en ella he creído advertir, sin la pretensión de ser infalible, acusan más bien sobra que falta de preeminentes dotes de escritor en el ingenio que la ha creado. Modere el Sr. Antón del Olmet el torrente de su concionante elocuencia; serene su espíritu apartándose un tanto del cuadro social que trata de pintar, procure alcanzar la sencillez en la dicción que lograran nuestros egregios autores del siglo XVII por él tan conocidos; tienda á que las reflexiones copiosamente intercaladas en el texto de la novela, pueda el lector hacerlas por sí mismo, sugestionado por las peripecias de la acción y por los mariposeos del diálogo; y no dude deque llegará á componer una obra más rica en calor de vida, en la cual anatematice con mayor autoridad y energía que en la que acabo de analizar muy por cima, las malsanas influencias del extranjero.