Entre mi tía y yo

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Esmeraldas
Cuentos mundanos (1921) de Fray Mocho
Entre mi tía y yo

ENTRE MI TÍA Y YO

Fué un secreto que siempre quedó entre yo y mi tía Candelaria, la razón que esta tenía para decir con una sonrisa de aquellas que eran de su exclusiva propiedad, cada vez que mis padres hablaban de la carrera a que me dedicarían.

—Háganlo estudiar para cura... ¡tiene condiciones!

¡Cuánto tormento, cuánto rato amargo me hizo pasar esta frase que con toda dureza me reprochaba una mala acción!

Hoy, que tanto me separa de entonces, no me es desagradable referir la triste aventura que influyó más a que yo me ordenara y que muchas veces me hizo renegar hasta de la vida, siendo generadora de aquel dicho burlesco que a mí me encendía la sangre.

No se porqué, pero el hecho es que cuando yo tenía diez años nada había que me distrajera más que mirar a mi tía Candelaria.

Tenía doble edad que yo y era una muchacha alta, gruesa, bien formada y llena toda ella de una gracia especial.

Me recuerdo que los hombres en la calle no podían mirarla sin chuparse los labios.

A mí me causaba delicia ver los pelitos rubios, encrespaditos, que tenía tras de la oreja, sus labios rojos, sus dientes blancos como su rostro y, sobre todo su pechera, su hermosa pechera en la cual me gustaba tanto recostarme, probablemente debido a los perfumes de que la saturaba y que yo aspiraba con fruición.

Confundiendo ella su placer con el cariño, buscaba siempre ocasión de acariciarme y yo no perdía medio de conquistarme sus caricias, sus caricias que me hacían venir ganas de estirarme como los gatos cuando se les rasca la barriga.

Un día a esa ardiente hora de la siesta, en que es quemante hasta la luz, se encerró conmigo en el comedor con el objeto de que no anduviera al sol mientras mis padres dormían. La inacción hizo que el sueño me venciera y recordándome de repente, encontréla recostada en el gran sillón de mi madre, con toda la ropa desprendida y durmiendo a pierna suelta.

No bien abrí los ojos no sé que espíritu maléfico acarició mi mente, pero el hecho es que se apoderó de mi la idea de ver desnuda su pechera.

Y despacio, despacito, me acerqué a ella, y por sobre su hombro quise mirar los encantos que las ropas revelaban.

No consiguiéndolo me arrodillé a su lado y con toda precaución aparté los lazos de su vestido desabrochado; luego con mayor cuidado aún, comencé a entreabrir su camisa espiando con mirada ardiente por entre las rendijas y teniendo cada vez ideas más malignas a medida que adelantaba en mis investigaciones.

Mis manos temblorosas le producían probablemente cosquilleo voluptuoso, porque noté que la tela se inflaba de repente a impulsos de una fuerza interior de que no me daba cuenta y que ella dando un gran suspiro se reclinaba hacia el lado derecho.

Su movimiento dejó de descubierto lo que tanto ansiaba ver; dos montoncitos de carne blanca, tersa y satinada, coronados con una mancha roja semejante a una hoja de rosa.

Ignoro como fué pero el hecho es que no atiné ya a guardar reservas y que le dí un beso en aquel surco blanco que separaba aquellas hinchazones que me atraían; después... después, lamenté no tener dos bocas para acercarlas a un tiempo a las hojas de rosa!

El furor de mis besos la despertaron, después de dar un gran suspiro y dejar caer sus blancos, mórbidos y torneados brazos a lo largo de su cuerpo.

Aún recuerdo la expresión de asombro con que me miró y la vergüenza que me produjo esa mirada obligándome a taparme la cara con las manos.

—Picaro... zafado... exclamó mientras reparaba el desorden introducido por mí en sus ropas... luego verás con tu padre!

Me eché a llorar desconsoladamente y ella sin piedad se levantó, abrió la puerta y me hizo salir afuera dándome un suave pellizco en el pescuezo.

Llegó la noche y la tía Candelaria no le contó a mi padre lo sucedido y pasó el otro día y tampoco lo hizo, pero jamás volvió a acariciarme ni yo a buscar sus caricias.

Sin embargo, cuando me encontraba en su presencia me hallaba violento y temía siempre una revelación de sus labios!

Esta aventura fué el secreto que siempre guardamos y la hacía decir a mi tía Candelaria cuando mis padres hablaban de darme una carrera.

—Háganlo estudiar para cura... ¡tiene condiciones!