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España sin rey/XIII

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XIII

Al siguiente día, fue llamado un médico. Con los antiespasmódicos y la gradual alimentación nutritiva, se obtuvo una mejoría franca. El pobre señor a los cuatro días del acceso, parecía totalmente reparado; hablaba poco y sin desvariar; pero su debilidad no le permitía salir del aposento. Visitábale a menudo la Marquesa de Subijana, acompañándole cariñosa... Una prima noche hablaban los dos tranquilamente de cosas gratas, extrañas a la política, y de pronto el alavés, sin venir a cuento, salió por este desatinado registro: «Yo, señora, iría de buen grado a pasar una temporadita en el campo, si no me retuvieran en este maldito Madrid mi obligación y compromiso de redimir a una gentil persona que por sus cualidades y su belleza no merece la vida miserable a que está condenada... Si usted, señora mía, se viera en esa esclavitud del trato con diferentes hombres, ¿no solicitaría el auxilio de un honrado caballero redentor?».

Asustada de verle camino del despeñadero, Carolina torció la conversación hacia otro tema... En aquellos días regresó de su viaje a la Mancha don Cristóbal de Pipaón, el cual, enterado de la dolencia del amigo y de sus causas, creyó confortar el espíritu de este leyéndole una pindárica y palmípeda oda que en Daimiel había compuesto en elogio y defensa de la Unidad católica, tan combatida en aquellos días por los energúmenos parlamentarios. La composición había sido inspirada por el soez insulto de un diputado (García Ruiz) que llamó monserga a la Santísima Trinidad, y por la fervorosa protesta que contra blasfemia tan horrible formularon el cardenal Cuesta y el obispo Monescillo... Empezaba el poeta implorando el auxilio de la Musa o Numen, que en aquel caso tenía que ser el Espíritu Santo, y ya con el soplo de la Divinidad sobre su frente, rompía en apóstrofes trompeteros contra los impíos y desvergonzados, diciéndoles que venían del Báratro, que traían marcadas en la frente la garra de Astaroth y la uña de Baal; tronaba en hinchadas voces contra la infanda cohorte; luego se volvía lisonjero hacia los defensores de la fe, hablaba del pío arrebato con que proclamaron la verdad, y terminaba invocando el auxilio y pronta venida del generoso Príncipe y enviado de Dios, que había de redimir a España de la esclavitud del error...

Apenas concluyó, díjole el Bailío que lo del redimir era la parte más inspirada de la canción, por la forma y por la idea. «Lo demás -agregó-, permíteme la franqueza, paréceme harto frío y obscuro. Si una lengua infernal llamó monserga a la Santísima Trinidad, también tus versos tienen algo de monserga por lo ininteligibles y enrevesados... y no te enfades, Cristóbal, por este juicio de tu leal amigo».

Pidiole después don Wifredo noticias del giro que llevaba en la Mancha el negocio carlista, y Pipaón, lastimado aún por el poco aprecio que el Bailío hiciera de su oda, contestó que todo iba mal en el país manchego, que los carlistas aguerridos y fieles no querían echarse al campo mientras no se les diera con qué sostenerse. Soflamas y ojalaterías no valían para nada. No había dinero. Las pocas y desmandadas partidas del Campo de Calatrava no eran carlistas más que de nombre, pues alentaban y comían con dinero de Montpensier. Terminó don Cristóbal su informe con estas graves palabras: «Así me lo han asegurado, y mil pormenores he visto que lo confirman. Por esto he decidido retirarme, y acudir a París, o a donde esté el Señor, y plantear la cuestión en estos términos: O se procura metálico abundante para que nuestros hombres no tengan que tomar el de ese tío maulón, o arrollemos nuestra bandera, y envainemos la espada de nuestra fe, hasta que Dios nos depare un maná o tesoro militar... Harto saben las tres personas de la Santísima Trinidad que sin dinero no se mueve el carro de la guerra entre los hombres. Lo de que la fe lleva de aquí para allá las montañas, está dicho en un sentido espiritual».

Absorto quedó Romarate con estas opiniones y noticias, y cuando rompió el silencio fue para decir que él había barruntado que las partidas carlistas de la Mancha y tierra de Burgos se alimentaban con dinero masónico. «Hay que ver en este Madrid el pujo de los candidatos, para comprender que ese maldito Duque lleva la mejor parte. Él es rico, y ricos son sus partidarios. Si Prim, que es el amo, por él se decide, ten por cierto que será Rey. Prim dispone de los caudales de la nación... Así estamos... Y yo te digo: Cristóbal, aconséjale al Señor que se entienda con Prim... ¿Cómo?... A mí me parece que antes se entregará por ambición que por codicia, antes por honores que por moneda sonante. ¿Por qué no le ofrecen la soberanía de un pequeño reino? ¿No habrá por ahí una isla, o algún pedacito de tierra firme...?».

-No creas, también yo había pensado en eso... Hagámosle Rey... por ejemplo, de la República de Andorra.

-O aunque sea de la República de las Batuecas... Lo aceptará, sí, a cambio de abrir el camino al Señor... Y si no aceptara, los de Montpensier se encargarán de matarle... Esto he pensado yo... que lo maten los de Montpensier. Así lo he visto en mis delirios. He soñado; por mi magín han pasado mil extravagancias que pueden resultar la pura realidad...

Callaron, meditaron. Poco después, don Cristóbal, confinado en su aposento, escribía cartas en cifra conforme a clave. Una de las epístolas iba dirigida al señor Labandero, Ministro de Hacienda de don Carlos; otra era para Homedes, que llevaba y traía mensajes entre don Ramón Cabrera y el Señor. Los conocedores de las interioridades del Destino y de las revueltas de la Historia, sabían que en cuanto recibía Cabrera los cifrados escritos de Pipaón, los hacía trizas sin leerlos y los arrojaba al cesto de los papeles rotos.

Como la noticia del malestar y chifladura del buen Romarate cundió entre los amigos, menudearon las visitas, singularmente de alaveses. Ninguna fue tan agradable para el enfermo como la de Demetria y su esposo don Fernando, que ya se disponían para regresar con sus hijos a La Guardia, o a cuarteles de primavera. El gozo de ver a personas tan entrañablemente estimadas serenó y templó de tal modo los espíritus del pobre caballero, que en el curso de la larga visita no dejó caer de sus labios las tonterías y sinrazones, fruto morboso de su destornillado caletre.

Hablaron algo de Madrid, mucho más de Vitoria; consagraron recuerdos cariñosos al venerable Matusalén don Alonso, y a todas las innúmeras personas de aquella patriarcal familia, desde las más vetustas y momificadas a las más frescas y juveniles. Ningún Trapinedo, ni Tirgo, ni Landázuri quedó sin mención afectuosa, y especialmente recargaron la cordialidad de sus buenas ausencias en los presuntos Marqueses de Gauna, don Luis y doña María, y en su lucida prole. Fácilmente pasaron de esta familia a la de Gracia y Santiago Ibero, que eran la propia familia de los visitantes. Al llegar a este punto y al tema de Fernanda y de su presupuesto matrimonio, le faltó a don Wifredo la discreción que hasta entonces había gallardamente manifestado... Sin ningún atenuante, se dejó decir que si consentían en el casamiento de su sobrina con Urríes, haríanla desgraciada para toda la vida, porque el don Juan era un calavera libertino y voluble que a diferentes mujeres entretenía y engañaba. Disparado en sus airadas revelaciones, contó el caso bien cercano y palpitante de Céfora, una joven mística y pérfida, una diablesa rubia, que en aquella misma casa tenía su escondrijo.

Oyendo esto, los señores de Calpena quedaron confusos y desconcertados. No se determinaban a creer lo dicho por Romarate, y pensaron que este, tan juicioso en toda la visita, desbarraba lastimosamente al término de ella. No obstante esta consideración de la chifladura del alavés, al retirarse no iban tranquilos. Recordaba Demetria que su hermana, en carta del mes anterior, le había encargado que se informase discretamente de la conducta de don Juan de Urríes y de la vida que llevaba en Madrid. No hizo caso: harto sabía que Gracia era excesivamente cavilosa y suspicaz... El día mismo de su partida para La Guardia hablaron del caso con don Cristóbal de Pipaón, el cual, llevándose a la sien el dedo índice, habló así:

«No hagan caso de Wifredo, que está... un poco ido... El hombre parece otro... Y por lo que toca al Urríes, no puedo decir de él nada bueno. Es montpensierista, y con esto se dice todo. Hay más: me han asegurado que ese andaluz pinturero y otros farsantes como él, valiéndose de agentes astutos o de falsos tradicionalistas, promueven y pagan el levantamiento de partidas, ora carlistas, ora republicanas, para que alboroten, escandalicen y atropellen. El intríngulis de esto bien claro se ve: que España se aburra, que España se desespere y a gritos pida la conclusión de esto que llaman Interinidad. España padece este grave mal, y es forzoso curarla, desinterinizarla: el desinterinizador que la desinterinice no puede ser otro que ese franchute avariento y ruin, a quien yo llamo Antonio Igualdad, amamantado como su padre y su abuelo a los pechos de la Revolución francesa...». Partieron Demetria y Fernando para La Guardia, llevando entre sus alegrías la tristeza de un enigma.

Las visitas del caballerete de la uña larga, su compañero de hospedaje, entretenían al Bailío; pero no aprovechaban a su salud, porque oyendo hablar de política, teatros, mujeres y otros mundanos asuntos, tornaba el pobre señor a sus insanas manías. García Junco se llamaba el tal, y era del lugar de La Felipa, cerca de Albacete. Habíanle mandado sus padres a estudiar Derecho, y él lo estudiaba torcido, dedicando las más de sus horas a pasear y divertirse. Fuera de aquel extravagante capricho de la uña crecida y cultivada, era un buen chico, con más frivolidad que malicia. A don Wifredo solía contarle sus aventuras en el paraíso del Teatro Real, y escenas en las casas de damas de las camelias (así lo decía buscando la distinción del lenguaje), donde apurar solía las horas de la noche.

Refirió también García Junco que por el padrinazgo del señor don Manuel León Moncasi, famoso progresista, diputado por Albacete y por Huesca, disfrutaba de un destinillo en Hacienda; pero que no iba a la oficina más que a cobrar. En cambio, su compañero y amigo íntimo el culotador de boquillas, Pepe Tinoco, natural de Concentaina, andaba todavía pereciendo tras del destino que le había ofrecido don Emigdio Santamaría, sin que llegase el momento de ver el rostro bonito de la credencial. Estudiaba Tinoco para notario. Aunque ambos eran de familia bien acomodada, pedían al Estado que subviniese a lo superfluo, teatros y placeres, pues no bastaba para esto lo que recibían de sus padres, ni lo que las madres a escondidas de estos les enviaban. Divertíase don Wifredo con la viva historia referida por los muchachos, y encarecidamente les recomendaba que fundasen o promoviesen la nueva Orden de Galanes de la Merced, o Redención de Cautivas.

Por fin, un visitante tuvo don Wifredo que le llevó gran provecho espiritual, serenando su turbado entendimiento con palabra docta y cristiana. Era don Pedro Vela y Carbajo, capellán de las Descalzas Reales, el amigo que le había recomendado la honesta casa en que el buen alavés vivía. Pues en cuanto se enteró del trastorno y de sus aparentes causas, fue allá y sin rodeos le planteó la cuestión de conciencia. «Ea, caballero Romarate, para que la cabeza rija como es debido, hay que limpiar el corazón de las porquerías que se han metido en él... ¿Qué ha sido ello? Que por no parecer gazmoño o por alternar con viciosos, se dejó usted llevar, y anduvo en malos pasos... que en esos pasos trató y conoció a una moza guapa, con patillitas... ¡vaya por Dios! Reconozco que las patillitas, una sombra suave, como pelusa de melocotón que baja por delante de la oreja... así... son cosa de mucha gracia. Pero no es para que un hombre se disloque y quiera redimir, olvidando su calidad y posición política... ¡Magdalenas a mí...!».

Asentía don Wifredo con cabezadas y suspiros que mostraban su arrepentimiento, y el bravo capellán continuó así: «Dejémonos de pamplinas, y vamos por el camino derecho a la enmienda de estos graves errores. Lo primero es reconocer que una calaverada poco significa, si de esa callejuela indecente se sale con propósito firme de no volver a entrar en ella... Porque lo que yo digo: ante la dignidad de un caballero y la conciencia de un buen católico, nada significan unos dientecitos blancos y unos ojuelos pícaros... Ello es muy bonito, lo confieso; pero no tiene maldita gracia bajar a los profundos infiernos por demasiado amor a esas lindezas... Considere que pronto se las comen el tiempo y la muerte... Conque a salvarse tocan, Wifredo... Aunque tiene usted vida para muchos años, y Dios se la aumente, hágase cuenta de que llega la hora de liar el petate... ¿Está conforme? Ea, como médico del alma, le ordeno a usted que se prepare, que haga examen detenido de su conciencia... Todo, todo ha de salir a la colada...».

Penetrado Romarate de la rectitud del camino de vida y reparación que el capellán le trazaba, no acertó a expresar su reconocimiento. Poco le faltó para expresarlo con lágrimas... Por no excitar demasiado la sensibilidad del enfermo, don Pedro desvió la conversación hacia la política, evitando tocar el delicado punto de candidatos al trono, porque el buen clérigo guardaba fidelidad a la destronada doña Isabel, de quien había recibido el hábito de Alcántara y un pingüe destino eclesiástico, a más de la capellanía de las Descalzas. Con tesón y coraje a su protectora defendía de las ignominias que la maliciosa ingratitud le imputaba: para él, doña Isabel no había cesado de reinar; la situación creada por la Gloriosa era una sombra pasajera, un estado ficticio; no reconocía nada de lo existente; todo lo consideraba falso, postizo, provisional, y esperaba que las aguas de la vida pública tornaran pronto a su natural cauce.

Volviendo luego, por natural querencia de las ideas, al fundamental tema de la visita, dijo el capellán a su amigo y ya penitente que pensase en someter su vida a un régimen nuevo, y que si se sentía picado y cosquilleado del estímulo amoroso, debía pensar en poner fin a una soltería que dañaba su alma. Aún no era viejo; aún podía procurarse por la vía matrimonial una compañera y un hogar tranquilo y honesto, que fueran alivio de sus comezones. Mas no buscara esta consorte en Madrid, donde hay poco bueno en materia de bello sexo, sino en Álava: allí encontraría fácilmente una señora de peso, viuda, virtuosa y con algo de hacienda, que le resolvería de una vez los problemas del espíritu y de la materia.

Propuesta la sabia solución, retirose don Pedro Vela, y quedó el Bailío muy consolado. Los consejos del capellán se clavaron en su pensamiento, y toda la tarde y prima noche dio vueltas en el magín a la saludable receta del médico espiritual. Lo del casorio embargaba singularmente su ánimo. Por entonces solía tener don Wifredo sueños extravagantes; pero aquella noche, al dormirse con la idea de buscar esposa en la clase de viudas recatadas y pudientes, su sueño fue de lo más peregrino que puede imaginarse. Soñó, pues, que se casaba con doña Leche, y cuando angustiado y oprimido disponíase a consumar boda tan desigual, se le apareció en imagen clarísima la regidora de la casa... la vio revolver en un arcón, sacar papeles y llegarse a él diciéndole: «Si dudas de mi nobleza, Wifredo mío, aquí tienes la demostración de que puedo ser tu esposa. Desciendo en línea recta de Balduino II, hijo de Balduino I, fundador de tu Orden... Lee y lo verás. Mira mi árbol genealógico, y posa tus ojos en todas sus ramas. Mi nombre es Everarda; nací en Anatolia, en aquellas calendas... ¿te acuerdas?, cuando tomasteis a Jerusalén reinando Guido de Lusiñán. La envidia y los malos quereres me han traído a la baja condición de pupilera. Para ti estaba guardado el sacarme de este encantamiento, y arrebatar mi disfraz, volviéndome a mi prístino ser y regia condición... Toma, lee... Tole et lege, y verás que aún eres tú poco para mí...». Apretando con dulzura la blanca mano de doña Leche, despertó el Bailío, y un ratito tardó en convencerse de que todo había sido humo cerebral.