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España sin rey/XIV

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XIV

Las visitas de Urríes al sanjuanista fueron breves y de pura fórmula. Al salir del aposento de la Subijana, llegábase al del vecino, y en él permanecía unos minutos, o bien, limitándose a preguntar a doña Leche «¿Cómo está el señor Baldío?», se iba sin poner interés en la respuesta... Corrían ya los primeros días de Mayo; en uno de estos, despidiose de Urríes su amigo Tapia, que partió a Barcelona, para de allí salir a cacería de incautos en la montaña de Cataluña. El objeto de tales correrías no consta en los archivos de donde se ha sacado el meollo documental de estas historias, y para conocerlo se ha de esperar a que las hablillas del vulgo (que asimismo son documento y manantial de históricas verdades) se concreten en hechos positivos. Partió el mozo viejo, en quien se confundían las dos naturalezas de carlista y demagogo, dejando un pequeño vacío en los afectos de Urríes. Este consagraba parte de su tiempo a la política, y al Congreso asistía con la puntualidad de los que allí laboran por sus intereses o apetitos, despojados de todo ideal; otra parte, la mayor quizás de sus horas, dedicaba al mujeril enredo, que era en él conveniencia tanto como diversión o deporte.

El hermano de don Juan, Marqués de Ben Alí, era también diputado; pero no había venido al Congreso más que para jurar, y en su pueblo de la provincia de Córdoba permanecía gobernando y feudalizando con los instrumentos de tortura o dominación administrativa. La connivencia entre los dos hermanos era completa, y ambos se daban maña para fortificar la torre del cacicato y hacerla inexpugnable. Con esto queda dicho que don Juan sostenía correspondencia larga y prolija; carteo constante, entreverando los amores con la politiqueja local. Levantábase el hombre a medio día, y desde que almorzaba hasta la noche tiraba de pluma con verdadero frenesí. Cartas empezadas en su casa concluía en el Congreso, y algunos días no paraba hasta la noche, viéndose privado del recreo de la conversación.

Viéraisle una tarde abandonar el escritorio y acudir al Salón, dejar el cigarro en el pedestal de la estatua de Isabel la Católica, colocada en el rincón de la derecha; ocupar su asiento junto a una de las escalerillas de la banda ministerial, y allí, solicitado su espíritu de la necesidad epistolar que en muchos casos era obligación de caballero, levantar el pupitre y escribir, aislando su atención del interés de la Cámara o compartiéndola con él. Así resultaba en sus escritos, no pocas veces, una incongruencia de ideas y un anarquismo gramatical que le obligaban a pedir indulgencia. Aquella tarde puso en garabatos esta graciosa coletilla: «Perdóname las faltas. Escribo en el Salón, en medio de un espantoso barullo, oyendo a un loco que nos habla de la Virgen María, y añade que no quiso ofenderla ni presentarla como esposa infiel... Este bruto es el Suñer que habló la semana pasada... Aquí te pongo su retrato...». Y con cuatro rayas y borrones trazaba la silueta infernal del ateo.

No le bastaba esto, y poco después añadió a la postdata otra igualmente garabatosa: «Para que te rías. Ha dicho este bárbaro que los que se han escandalizado de sus blasfemias son cuatro beatas, cuatro sacristanes y muchos hipócritas. Aplícate el cuento... También nos ha contado historias de ídolos chinos, de una diosa de buen ver que se llamaba Ton-Pao, y que con sólo mirar a una estrella tuvo un hijo, a quien pusieron el nombre de To-Hi... Te aseguro que es muy divertido oír estas cosas... Y todavía no hay quien le dé una patada a este tío... Adiós; hasta mañana... Adorándote...».

Al día siguiente, en su casa, escribió a la misma, contestando la inesperada y alarmante carta de ella. «Ciertamente -le decía-, es grave contratiempo que mi señora doña Carolina haya pronunciado el lo sé todo, que prepara el desenlace en las comedias de enredo... '¿Y ahora qué?' dices tú. Y yo contesto: 'Ahora, lo mismo...'. Tú niegas; yo no temo a tu tía, ni he de temblar, como crees, cuando me presente ante ella. Alegre y sereno le notificaré dentro de dos días, tres a lo sumo, la resolución favorable del asunto de las salinas. ¿Te parece que soltando esta bomba sin dar tiempo para hablar de otra cosa, seré mal recibido?... Y lo que te digo no es cuento. Mañana tendremos la sentencia del Consejo de Estado. Váyase lo uno por lo otro. Carolina se amansará; es mujer de talento; ha padecido escaseces; ha luchado buscando el apoyo de personas de todos los partidos; en su corazón ha entrado la indulgencia, y de allí no puede arrojarla... no puede...».

A estas razones, trazadas con tendida escritura y desordenado estilo, añadió el andaluz las ternezas de amor, planes de próximas secretas entrevistas, y otras menudencias espirituales entreveradas con conceptos eróticos. Terminada su epístola, que iba llena de borrones y tachaduras, la cerró y envió a su destino por una recadista que para estos tráficos tenía... Almorzó de prisa y corriendo, y en los escritorios del Congreso reanudó su tarea de Sísifo. Y no había medio de aplazarla, pues en deuda de carta estaba con la mujer a quien debía mayor respeto... deuda de tres días, que gravitaba en la conciencia del galán, anunciándole serias complicaciones. Apenas empezó, tuvo que pasar al Salón. Puesto el cigarro con cierta reverencia en el pedestal de la Católica Isabel para que esta lo custodiase, subió a su escaño, levantó el pupitre, y aprovechando el rato destinado a preguntas e interpelaciones, fue despachando el delicado introito hasta entrar en materia... Leed, amigos, estos fragmentos especiosos.

«Me duele mucho que creas esos disparates, y que no tengas bastante serenidad para ver en ellos una fábula grosera. O la inventó la envidia, o es obra inconsciente de algún cazador de mosquitos. Yo sospecho que a ti y a los tuyos ha llevado estos cuentos el señor Baldío, en quien debemos ver más simplicidad que malicia. Es un pobre mentecato que no conoce el mundo; el hombre me gasta una moral estrecha, cortada por la regla de San Benito, y con ella convierte los actos inocentes en crímenes merecedores del Diluvio Universal... Te advierto que el Baldío está loco rematado, a consecuencia del naufragio de su virtud entre una turca y una africana. Corramos un velo...».

Y más adelante escribía: «No te niego que conozco a esa Céfora, sobrina de una Marquesa de Subijana que acá vino no sé cuándo. La tía es persona distinguida y tronada. De tonta no tiene un pelo, ni de inocente tampoco. Se rodea de sombras para darse lustre novelesco; se titula ex-camarista de la Reina doña Francisca; cuenta historias muy viejas, con pormenores que nadie puede rectificarle... Pleitea por las salinas de Añana, que dice son suyas... En cuanto a Céfora, buena falta le hace la salazón, porque hembra más desaborida y sin gracia no ha nacido de madre. Es rubia desteñida, de ojos azules que nada expresan. No sabe hablar más que de los milagros que hicieron estas o las otras Vírgenes; figura en Santo Tomás como una de las beatas más empedernidas; viste como una percha de colgar ropa, y tira al monjío como la cabra al monte... Quedan con esta leal explicación disipados tus recelos; y no digo celos, porque lo que esta palabra significa es vela demasiado grande para llevada a un entierro tan chico... Amor de mi vida, no volverás tus ojos a ninguna parte sin encontrar mi lealtad y el sagrario de mis promesas...». Al llegar aquí, el andaluz dejó la pluma. Cuando se escribe entre mucha gente, más interrumpe el silencio que el ruido. Englobada su atención en la atención de la Cámara, bajó don Juan el pupitre, y con propósito de terminar después su carta, ojos y oídos puso en la persona del orador, que hablaba detrás del banco azul.

«Este Echegaray -dijo una voz junto a Urríes- me parece más científico que político, y más poeta que científico. Tiene el don singular de vestir sus ideas con imágenes tomadas de la astronomía y de la geología, y sobre estas figuras físicas sabe poner las humanas». Esto lo decía Moreno Nieto. El andaluz, lego en tales materias, como en todo lo que no fuera el arte de amar, aplicó de lleno su sensibilidad al orador, un hombre de algo más de treinta años, flaco, espiritual, barbudo y con anteojos, de dicción fácil y razonar persuasivo. Le agradó sobremanera esta idea con tanta galanura expresada: «La ciencia ama la religión, sólo que la ama a su manera; no se encierra en ella, no se ahoga en ella; es como el águila que ama las montañas, que pasa de unas a otras, que se posa un momento en la más elevada, pero que después tiende su vuelo, sube a las nubes, se pierde en el espacio, y las montañas allí se quedan, inmóviles, gigantescas, colosales». La imagen empleada por el matemático poeta para exponer la idea democrática, el doble proceso cósmico desde la nebulosa hasta el planeta, y desde la unidad al individuo, impresionó al frívolo caballero, individualista impenitente en cuestiones de moral y de amor.

Echegaray, de quien pudo decirse que poseía el secreto de la inspiración científica, alumbraba con potentes resplandores las cuestiones más distantes de la poesía. Tratando el punto harto prosaico de las relaciones entre la fe y las leyes humanas, trazaba con tonos dramáticos el cuadro de la teocracia y de su abusivo poder despótico en épocas remotas. Combatía la Unidad Católica como el más apropiado ambiente para que aquel poder tiránico pudiese atormentar a la humanidad; y al describir el quemadero del llamado irónicamente Santo Oficio, cuyos vestigios fueron desenterrados en aquellos días, puso en su acento toda la humana ira y las maldiciones más elocuentes. Por esto le gustó a Urríes, por la pasión del intento y el fuego de la palabra.

Admirable fue la reconstrucción que hizo el orador del lugar siniestro en que tostábamos a los herejes. En el corte del terreno veía como un libro cuyas negras páginas declaraban la infamia de aquel tribunal, que afrentó a la justicia divina con sus atroces crímenes. De las capas de terreno extraía residuos calcinados o a medio quemar, y con ellos daba teatral realismo a los actos inquisitoriales; a su conjuro resurgían los verdugos fieros, las piras crepitantes, el chasquido de las carnes lamidas por el fuego y la blasfema imprecación de las víctimas, que en el paroxismo del dolor pedían al Cielo que se desplomase sobre tanta iniquidad. Por este y otros inspirados pasajes, Echegaray tuvo un éxito ardoroso. Urríes aplaudió a rabiar. Moreno Nieto dijo: «Lo que hemos oído es hermoso y dramático». Y al bajar a felicitarle, completó así su pensamiento: «Muy bien, muy bien, Echegaray. Lástima que no sea usted dramaturgo».

Y no fue Urríes el último de los que colmaron de sinceras alabanzas al orador. Después, apremiado por la obligación y urgencia de escribir, recogió su cigarro del pedestal de la Reina Católica y se fue al escritorio. La carta debía salir necesariamente aquella misma tarde, aunque fuera menester mandarla a la estación. Como se hallaba bajo la impresión del discurso de Echegaray, y aún le ardían en el oído las palabras de fuego del gran plasmador de la belleza científica, el resto de la carta le salió harto imaginativo y apasionado: «Si yo tuviera el convencimiento de que tú dudabas de mi amor, pondría término a mi existencia... Créeme, Fernanda: tus dudas son para mí como una nebulosa... No, no, que de la nebulosa sale todo el Universo. Lo que quiero decir es que eres el sol, y tu amor es la atracción, la suprema ley que rige los orbes; yo, un pobre cuerpo que gira en derredor tuyo y no puede salir de su órbita sin correr a desmoronarse en el vacío...».

Muy satisfecho de este párrafo, lo releyó y en él hizo enmiendas, retocando lo de la nebulosa. En los finales de la carta, los conceptos del galán revelaban contagio de la tensión dramática que puso en su brillante arenga el insigne sabio y poeta: «Ausente de ti, mi vida es como la del condenado a destierro. Momentos hay en que la desesperación me sobrecoge, me sacude, me irrita. Y si calumniadores infames me privaran de tu amor y de tu fe, mi único consuelo sería la venganza; mi gozo único, condenar a los infames verdugos de mi felicidad a tormentos semejantes a los de la Inquisición, y que ellos y yo pereciéramos juntos en las llamas. El espectáculo de los autos de fe y mi propia extinción en la hoguera son mi idea fija cuando pienso que me niegas tu amor y me condenas al olvido... Olvido no; antes muerte, infierno...». Con apasionadas ternezas, y el anuncio de que muy pronto las obligaciones parlamentarias le permitirían volar a su lado, echó la firma... Cerrada la carta, la mandó a la estación.

Cumplido el apremiante deber epistolar, descansó el caballero, y con libre espíritu entregose a su recreo nocturno. Comió con Constantino Vallín en Lhardy; estuvo un rato en el Príncipe; el resto de la noche lo pasó en la tertulia de la Duquesa de la Torre y en el Casino. Pero no fue completo su descanso mental, porque le atormentaba la idea de una olvidada carta que debió escribir y aún estaba pendiente... ¿Quién es, quién era ella? Pues una viuda rica (veinticinco años, agradable palmito, ilustre nombre), a quien había conocido y tratado en Córdoba antes de emprender su viaje electoral... Por hoy sólo se añade que en la mañana siguiente, por mi cuenta la del 6 de Mayo, escribió don Juan con singular esmero una extensa carta... No conoce el historiador más que el sobre, que así decía: «Excelentísima señora doña Mariana de Pedroche y Vaca de Guzmán, Marquesa de Aldemuz.- Priego».