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España trágica/I

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I

«1.º de Enero.- Ha sonado la última campanada de las doce. 1870 recoge la herencia del escandaloso 69, año de acciones difusas y de oratoria sinfónica... '¿Y qué haré yo con tantos discursos? -dice este pobrecito 70, que nace sobre los mismos hielos que han sido sepultura de su padre-. ¿De qué me servirá la opulencia verbosa de estos caballeros constituyentes?... ¿Por ventura, el diluvio retórico fecundará la simiente de la República o nos traerá un nuevo retoño del árbol secular de la Monarquía?'.

»2 de Enero.- Si escribir pudiéramos la Historia futura, corriendo más aprisa que el tiempo, yo escribiría que el Rey X, si acaso lo encuentran, no querrá venir a este cráter del volcán en erupción. Se le quemarán las botas.

»3 de Enero.- Estos Carabancheles son desprendimientos del apretado cascote que llamamos Madriles. Hastiados de formar en ringleras, sin aire ni luz, algunos caseríos se han escurrido bonitamente hacia el campo. Aquí vivo, no por mi gusto, sino por el de mi madre, que como buena campesina tira siempre a las Afueras.

»6, día de los Santos Reyes.- ¡Oh, qué visión divina me trajeron los Magos de Oriente!... Pasó el tiempo en que mi buena madre dejaba en el balcón mi zapato para que Gaspar, Melchor y el negro Baltasar me pusieran en él soldados o cañoncitos, que colmaban mis inocentes ambiciones. Anoche, sin aventurar zapato ni chinela, los Reyes fueron para mí más que nunca propicios y dadivosos, porque apenas abrí hoy la ventana por donde suelo contemplar la huerta de esta casa y la de la casa medianera, separadas por vieja tapia, vi una figura, imagen, persona, que al pronto me pareció ángel, después mujer. Verla y pensar que había encontrado mi novia definitiva, el ideal de amor, fueron dos facetas de un solo momento, iluminadas por un solo relámpago... Cuando absorto clavé mis ojos en la hermosa visión, esta me miró a mí... Pasado un segundo, dos quizás, la imagen se desvaneció tras de un ciprés... Esperé un rato; no la vi más. Yo miraba al ciprés y le decía: 'ciprés amigo, apártate un poco; déjame ver si...'.

»7.- Estoy tristísimo. Temo y espero y desconfío. Mis pensamientos han volado a otro mundo, dejándome en una perplejidad ansiosa y muda. Mi madre me riñe por mi sombrío silencio. Con falsas alegrías y afectada locuacidad disfrazo yo la turbación de mi alma... Viene mi amigo Enrique Bravo, exaltado patriota, escritor agresivo, tribuno vibrante, que cultiva en su propio ardimiento y en fogosas lecturas el arte de las insurrecciones. Con palabra bravía me habla de la Convención, de Bonaparte en el Consejo de los Quinientos, de Carlos X, del ministro Polignac y de las Jornadas de Julio. Le contesto vagamente... Volvieron de muy lejos mis opiniones, y como bandada de avecillas que requieren sus nidos se posaron en el ciprés...

»12.- Con Enrique fui hoy a Madrid. Estuve en la Iberia hablando con Fernando Garrido y con Gil Sanz. Luego entramos en el Congreso; subimos a la tribuna y asistimos a la presentación del nuevo Gabinete; vi a Rivero en el banco azul, le oí un discursillo corto y duro. Su facha es de cíclope, su palabra de hierro, ceceosa; va soltando las cláusulas como si las forjara con potente martillo sobre un yunque gramatical. No me enteré bien de lo que dijo, ni de los argumentos de Figueras, que interpelaba sobre la crisis... Salí de la tribuna y bajé a la calle con mi amigo, sin darme cuenta de lo que allí pasaba. Bravo lo decía todo; yo asentía con cabezadas mecánicas y con un mirar sin fijeza. La Política y el Parlamento me resultaban de una pequeñez atomística...».

Estas y otras ocurrencias o impresiones, humoradas, hechos de índole personal o de interés público, anotaba casi diariamente en un rayado libro el joven Vicente Halconero, hijo de Lucila, bien conocido ya del lector familiar, que en anteriores páginas le vio entrar y salir, paseante de Madrid, alma candorosa y bella, voladora por los infinitos espacios en que giran los astros y las ideas, inteligencia vagabunda, ambiciosa y sedienta, nunca satisfecha, nunca saciada.

Andaba ya Vicente en los veinte años no cabales. Su rostro melancólico, de viril belleza delicada, casi lampiño, reproducía las facciones de Lucila y las del Apolo de Belvedere. Aunque la corrección clásica no alcanzaba al cuerpo mezquino y endeble, este no carecía de gentileza y arrogancia. Su cojera, modificada por el prurito de disimularla, había llegado a ser una imperfección casi distinguida y de buen tono, como la cojera de Byron. La adoración y el mimo de su madre realzaban con excelente ropa la persona del primogénito de Halconero; pero este desdeñaba la elegancia sartoril, y apenas Lucila se descuidaba, iba derivando hacia la sencillez, y de la sencillez hacia el desaliño.

De cuanto pudiera decirse acerca de Vicente Halconero, lo más fundamental es que provenía espiritualmente de la Revolución del 68. Estas y las ideas precursoras le engendraron a él y a otros muchos, y como los frutos y criaturas de aquella Revolución fueron algo abortivos, también Vicente llevaba en sí los caracteres de un nacido a media vida. Produjo ciertamente la Gloriosa medias voluntades, inteligencias en tres cuartos de madurez con incompleto conocimiento de las cosas, por lo que la gran procesión histórica partida de Cádiz y de Alcolea se desordenó a mitad de su camino, y cada pendón se fue por su lado. La razón de esto era que buena parte de la enjundia revolucionaria se componía de retazos de sistemas extranjeros, procedentes de saldos políticos. La fácil importación de vida emperezó en tal manera a los directores de aquel movimiento, que no extrajeron del alma nacional más que los viejos módulos de sus ambiciones y envidias, olvidándose de buscar en ella la esencia democrática, y el secreto del nuevo organismo con que debían armar las piezas desconcertadas de la Nación.

Casi todo el dinero que la hermosa Lucila destinaba al bolsillo particular de su primogénito, disipábalo este en un tabuquito de la Carrera de San Jerónimo, la humilde librería que las manos de Monnier transmitieron a las de Durán, y de estas había de pasar después a las de Fernando Fe, constituyendo en tan mezquino y obscuro local una especie de aduana por donde recibíamos la importación de cultura europea. Difícil es precisar la innumerabilidad y catálogo de libros que con la divisa de Didot, Charpentier, Plon, Hachette, Levy y otros afamados mercaderes de material literario han entrado por allí en más de medio siglo, y el cúmulo de ideas que enfardadas en masas de papel pasaron de los grandes cerebros del siglo a la fácil asimilación de nuestros ávidos entendimientos.

Parroquiano constante de Durán fue Vicente Halconero, que completaba el gusto de adquirir libros con el honor de encontrar en la menguada ermita o cuchitril aduanero a Castelar o a Cánovas del Castillo, arrimados al estante bajo de la izquierda conforme entrábamos; a Campoamor, a Echegaray, a Gabriel Rodríguez, a don Francisco Canalejas, o bien a Pi y Margall, Giner de los Ríos, Alcántara, Calderón y otros muchos que estaban en los medios o en los principios de la fama. Muchos iban por la Literatura, otros por la Filosofía o la Economía política... Halconero no hablaba con las personas eminentes que allí veía, por sentirse muy inferior a ellas en edad y saber: contentábase con el golpe de vista y oído, y con el roce; hablaba sólo con Durán, la mitad superior de un hombre pegado a una mesilla escritorio, en la cual, a la luz de un mechero de gas, despachaba el género cultural extranjero en grandes y pequeñas dosis.

Antes del 68, ya el hijo de Lucila dejaba pesetejas y duros en la covacha de Durán. Pero el gran derroche vino después de la sacudida del 29 de Septiembre. Como compuerta que se abre soltando el libre curso de las aguas embalsadas, la Revolución dio entrada a una impetuosa corriente de literatura extranjera. Obras que en Francia eran viejas, vinieron acá como novedad fascinadora. La censura y las prohibiciones habían alejado de nuestros paladares el vino nuevo de Europa, y de pronto la libertad nos lo sirvió añejo, fortalecido por el largo reposo en botellas o cubas.

Las primeras borracheras las tomó el neófito con Víctor Hugo, que en verso y prosa le entusiasmaba y enloquecía. Vino luego Lamartine con sus dramáticosGirondinos; siguieron Thiers con El Consulado y el Imperio, y Michelet con sus admirables Historias. En su fiebre de asimilación empalmaba la Filosofía con la Literatura, y tan pronto se asomaba con ardiente anhelo a la selva encantada de Balzac, La comedia humana, como se metía en el inmenso laberinto de Laurent, Historia de la Humanidad. Por complacer a su padrastro don Ángel Cordero, apechugó con Bastiat y otros pontífices de la Economía política, y para quitar el amargor de estas áridas lecturas, se entretuvo con la socarronería burguesa del Jerónimo Paturot.

Impelido por intensa curiosidad, dedicose el incipiente lector a los maestros alemanes. Devoró a Goethe y Schiller; se enredó luego con Enrique Heine,Atta Troll, Reisebilder, y por esta curva germánica volvió a Francia con Teófilo Gautier, Janin, Vacquerie, que le llevaron de nuevo a la espléndida flora de Víctor Hugo. Mayores estímulos de sed ardiente le empujaron hacia Rousseau y Voltaire, de donde saltó de un brinco a las constelaciones de la antigüedad clásica, Homero, Virgilio, Esquilo, el cual, como por la mano, le condujo hacia el espléndido grupo estelario de Shakespeare, Otelo, Hamlet, Romeo y Julieta. De aquí, por derivaciones puramente caprichosas, fue a parar a Jorge Sand, Enrique Murger y al desvergonzado Paul de Kock. El espíritu del neófito se remontó de improviso, requiriendo arte y emociones de mayor vuelo. Releyó historias y poemas, y buscando al fin con la belleza la amargura que a su alma era grata, se refugió en Werther como en una silenciosa gruta llena de maravillas geológicas, y ornada con arborizaciones parietarias de peregrina hermosura.

No tardó Halconero en tomar grande afición a la literatura concebida y expuesta en forma personal: las llamadas Memorias, relato más o menos artificioso de acaecimientos verídicos, o las invenciones que para suplantar a la realidad se revisten del disfraz autobiográfico, ya diluyendo en cartas toda una historia sentimental, ya consignando en diarios apuntes las sucesivas borrascas de un corazón atormentado. En densas epístolas puso Rousseau su Nueva Heloísa, y en espasmos de amor y desesperación, diariamente trasladados al papel, contó Goethe las desdichas del enamorado de Carlota. De este arte apasionado, melancólico y amarguísimo se prendó tanto el hijo de Lucila, que sin quererlo, y por inopinadas comezones de la edad juvenil, fue inducido a imitarlo... Aquella noche (Enero del 70), después de un día de aplanante tristeza, escribió en su Diario:

«14.- Hoy la he visto por tercera vez; hoy he podido admirar su belleza, porque se detuvo algunos minutos junto a la tapia medianera jugando con los chicos del hortelano de su casa. Figura más esbelta no vi en mi vida. De su rostro no puedo decir sino que al mirarlo me sentí enloquecido. Trato de analizarlo y no puedo. No cabe análisis de lo que se ofreció a mis ojos como el cielo mismo. Su propio esplendor, llenando todo mi espíritu, me incapacita para la descripción. ¿Es morena? ¿Son negros sus ojos? O no lo sé, o lo sé demasiado. Oí absorto su voz sin entender lo que decía. El sonido blando de las eses y las eles entre vocales penetraba en mi alma como el eco de una música lejana. ¡Y pensar que esto que aquí escribo habría de parecer tonto a los que lo leyeran!... Pero nadie lo leerá». Sólo el que siente y padece sabe ver el trasluz divino de las tonterías.

«15.- En mi hermosa vecina... cada día lo veo más claro... hay misterio. Misterio es, sin duda, que una mujer bonita y joven no salga nunca de casa. Mi madre me ha dicho que ni a misa va. ¿Será que algún suceso desgraciado le ha infundido el horror de mostrarse en público? ¿Será miedo, será vergüenza, será enfermedad? Hoy he notado que anda con lentitud. Sus ojos, de intensa expresión amorosa y dramática, me han hecho pensar en las divinas mujeres que ganaron la bienaventuranza eterna con el martirio. Dios ha querido que esta santa escultura baje de los altares para que yo la adore viva».

No se trataba la familia de Vicente con la de la vecinita preciosa y pálida; pero sí con una dama que, dos números más adelante, en la misma calle vivía. Era la viuda de Oliván, mujer de historia, relegada al fin por los años a una obscuridad honorable, y a un extrañamiento que la puso a honesto resguardo de las murmuraciones. Por esta señora, con quien hizo conocimiento en la iglesia, supo Lucila que la señorita misteriosa se llamabaFernanda, y que era hija de un coronel de reemplazo. Al oír esto, sintió Vicente alegría y un cierto alivio de su confusión y pesadumbre, porque el misterio con nombre es misterio que empieza a desembozarse. Ya no era tan hermética la bella y triste aparición que decía: Me llamo Fernanda.