España trágica/XX

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XX

Halconero se puso en pie y cubrió la luz mustia que alumbraba el departamento. En tono familiar, desvanecido ya o disimulado su enojo, dijo: «Caballeros, llegó la hora del silencio. Las señoras quieren descansar». Refunfuñó Paúl, estirando su gorra hasta taparse los ojos; los demás callaron, y Sebo se atusó los espesos bigotes, tomando un aire ceremonioso ante la majestad del sueño.

Cambió Halconero de sitio con su madre, para que esta tuviese mayor lugar de descanso. Fabiana Jaime quedó entre Vicente y el clérigo, que era joven, bien parecido y de lucida estatura. Aunque este personaje viene a empalmar en la presente historia como un bulto durmiente, justo es que el narrador le consagre alguna referencia, diciendo que al tomar el tren en Burgos traía en el cuerpo cinco horas de coche desde Salas de los Infantes, y que la noche anterior no había dormido, por causas que se ignoran... Se consigna el hecho para que nadie extrañe que al caer en las blanduras del vagón quedara dormido como un tronco.

Nada digno de mención ocurrió hasta la hora de Ávila, donde daban a los viajeros diez minutos para desayunarse. Del coche descrito sólo Paúl salió, y al volver carraspeando y renegando del frío, de Ávila y de Santa Teresa, despedía un tufo aguardentoso que tumbaba... Siguieron... amaneció... En Villalba ya venían todos despiertos, con caras descoloridas y tristes del madrugón y del mal dormir; las señoras, arreglándose un poquito para la llegada; los caballeros, requiriendo los bultos y rehaciendo los líos de mantas...

Apenas penetraron en el vagón las primeras luces del día, el truculento Paúl tomó pie de unas palabras de Sebo, tocantes a la lentitud del tren y al mal servicio, para perorar en esta forma: «Aunque ese caballerito se incomode... y yo lo siento, porque le estimo, le considero... no puedo menos de afirmar que nuestro zarandeado país no saldrá de su miseria y de su ignorancia mientras no acabemos con la taifa de gateras que se han hecho pastores del rebaño español... Los que me oyen que sean empleados, rásquense... Ya sé que pico... y pico, porque digo las verdades.

-No sentimos picor, señor Paúl -dijo Halconero-, porque usted, con su violencia extremada, quita fuerza a sus diatribas. Hable usted de otro modo, y...».

Paúl interrumpió con esta cortante afirmación: «La vergüenza política no puede tener otro lenguaje que el mío. Yo sostengo todo lo que digo.

-Yo también... Y si no quiere usted llamar a esto vergüenza política, llámelo vergüenza privada, personal».

Estas palabras y el reír descompuesto de Paúl agriaron de nuevo la conversación. Todos, menos el cura, que impasible y atento permanecía, dijeron algo para calmar los ánimos, y Lucila, encarándose con el andaluz, le soltó estas puntadas: «Caballero, deje usted en paz a los que vamos tranquilamente en este cajón del ferrocarril, sin otra idea que llegar vivos y sanos a nuestras casas, y póngase a predicar a los palos del telégrafo... Vea cómo van pasando uno tras otro... quiero decir, nosotros pasamos, y ellos nos miran quietos y calladitos... Pero si usted les dedica sus parletas, ellos las transmitirán por los alambres a todos los confines del mundo, y eso va usted ganando».

Ante la bella señora se inclinó Paúl con respeto, y acató su donaire, pues era hombre de principios. «Yo, señora, hablaré con los palos del telégrafo si su hijo de usted me promete contar a las nubes lo que me ha dicho a mí. Cada uno es como es, y yo estoy en el mundo para decir verdades como puños, hasta que me oigan... y me oirán, créalo usted. Tengo la voz muy gruesa, y unos pulmones grandísimos, y un corazón que descompondría la romana si quisieran pesármelo por arrobas.

-Lo que usted tiene -dijo Sebo envalentonándose, fiado en la erizada insolencia de sus bigotes-, es mucho tupé, pero muchísimo tupé.

-Pues usted, caballero -replicó Paúl-, lo tiene mayor que el de Sagasta; sólo que lo lleva en el labio superior, para infundir más miedo.

-Yo no provoco a nadie... soy hombre de paz -dijo Portillo recogiendo velas y mordiéndose el mostacho como si quisiera comérselo-. Mi tupé consiste en cumplir con mi deber, sin meterme en dibujos... Soy jefe de Sección en el Gobierno civil...

-Por muchos años -dijo Paúl con mueca que a Sebo le pareció infernal-. Por muchos años, no; por muy pocos, señor mío, porque no tardaremos en limpiarle a usted el comedero».

El cura sonrió, y Fabiana Jaime puso unos morros harto despectivos. Lucila requirió a su hijo para que arreglase maletas y mantas, pues ya se aproximaban a Las Rozas. Paúl, no queriendo terminar el viaje sin deshacerse de las ideas que congestionaban su mente, rompió en estas duras fanfarronadas: «Yo, que inicié la Revolución de Septiembre, trato ahora de sacarla del atasco en que la han metido estos traidores. No me paro en barras. Yo grito: 'Abajo la Monarquía llamada constitucional con sus atributos esenciales y su fausto escandaloso; abajo la Unidad católica con su clero oficial; abajo el Ejército activo con sus quintas y sus ordenanzas peores que la Inquisición; abajo el centralismo administrativo con su presupuesto absurdo y su burocracia insolente... ¡Fuera el Código civil, que sanciona las iniquidades, el despojo y el acaparamiento de la tierra y sus productos! ¡Fuera el Código penal con su garrote vil y su cadena perpetua, negación del derecho a la vida y obstáculo de la ley de perfectibilidad que dignifica a los hombres y a la sociedad!... Romperemos las tres cadenas del pueblo, que son: la Monarquía, la Iglesia privilegiada, el Código civil y penal. ¡Abajo lo existente y su antecedente! ¡Muera la historia!'.

-Caballero -dijo Lucila valerosa, creyendo interpretar el sentir de los oyentes-, eso que usted se trae sería obra de romanos para muchos hombres de buena voluntad; para usted solo es obra temeraria, que quedará en pura pamplina. Tal mudanza sólo puede hacerla Dios, y Dios no está por eso; al menos, no da señales de querer dar gusto a los revolucionarios rabiosos. Más bien tira del otro lado.

-Señora -respondió Paúl creciéndose al castigo-. Ya que habla usted de Dios, palabra que aún suena bien en boca de señoras, le diré que eso que yo llamo elGran Todo, o con más propiedad Lo desconocido, no toca pito en nada de lo que hacemos o dejamos de hacer en nuestro mundo. Sólo intervienen las fuerzas naturales, y estas, tratándose de política, ¿qué son más que el pueblo, el santo pueblo?».

Tapose el rostro Fabiana ruborizada de tales sacrilegios, y volviéndose luego al cura, que a su lado continuaba silencioso y risueño, le dijo: «Usted, Padre, contéstele...».

Y el Padre, dando al aire por primera vez en el curso del viaje su voz sonora, dejó a todos turulatos con esta rotunda declaración: «Estoy conforme con todo lo que ha dicho este caballero, con todo absolutamente». Asombro y escándalo de señores y damas. Paúl, radiante, alargó al clérigo su mano diciéndole: «Choque, choque».

Como habían pasado de Pozuelo, preparáronse todos para bajar del tren. Paúl guardó su gorra y se puso un sombrero blando de alas anchas. Su figura, sus patillas, su grueso chaquetón y su desgarro andaluz, dábanle las apariencias de un ganadero de toros.

En el andén apretujó la mano del clérigo, y este desapareció entre el gentío, llevándose sus bultos. Los señores de Portillo despidiéronse de Lucila con ofrecimiento de las respectivas casas, y el terrible demagogo cambió con Vicente palabras equívocas: «Hasta la vista, joven alfonsino. No le digo más. Soy Paúl y Angulo». Y el otro replicó: «Mi nombre es Vicente Halconero. Si me necesita... Segovia, 3». Algo más querían decirse; pero de la multitud salió don Ángel Cordero con los hermanitos de Vicente, y este se entregó a la familia, desentendiéndose del jerezano, que en el mismo instante fue cogido por los brazos de dos amigos, Ramón Cala y Pepe Guisasola.

Al tomar nuevamente posesión de Madrid, la primera visita de Halconero ya se comprende para quién fue; y por cierto que no halló bienandanzas en su presunta familia. El joven Demetrio, alumno en la Academia de Toledo, había pescado en el Tajo calenturas malignas, y allá se fueron Gracia y don Santiago... De mal talante estaba Pilarita, no sólo por la dolencia de su primo, sino porque con tal motivo hubo de aplazarse la boda. Para mayor desdicha, avanzado el mes de Octubre, la fiebre que el cadete padecía se agravó considerablemente. Demetria fue también a Toledo; las noticias que de allí venían no eran consoladoras. Pilarita encubría su destemplanza con la tristeza común a toda la familia.

«Me da el corazón -dijo a su novio un día, que debió de ser el de Santa Teresa (15 de Octubre)-, que no nos casaremos hasta San Eugenio. En nuestra boda comeremos las bellotas del Pardo. A mí me gustan; ¿y a ti? Pues... a propósito de bellotas: ¿estás ya enterado de que al fin encontraron Rey? Sí, hijo; el Duque de Aosta, que antes salió fallido y ahora parece que cuaja. Dicen que esta vez va de veras. ¿Conoces a Montemar? Pues ése es el que lleva las negociaciones directamente con Víctor Manuel». Replicó Vicente que sería venturoso para España traer a reinar al caballeresco y liberal Príncipe Amadeo de Saboya.

«Pues venga de una vez y acabemos con la jaqueca de los candidatos -dijo Pilar pensando en su trousseau, que era muy bonito, pero que corría el riesgo de anticuarse si no tocaban pronto a casorio-. Yo te aseguro que las marcas de los almohadones, con palomitas entre las letras, son de una novedad estupenda. Lo mismo digo del rebozo de las sábanas... ¿Pero en qué estoy yo pensando?... ¿De qué hablábamos? Perdona, hijo: ya ves cómo está mi pobre cabecita... Decíamos que el Duque de Aosta...

-Mi cabeza no anda más concertada que la tuya, vida mía, y cuando hablábamos del nuevo Rey don Amadeo, pensaba yo en las hermosas vistas de nuestra casa en Claudio Coello, con vuelta a la calle de Alcalá. Ayer estuve un rato en el balcón del chaflán contemplando el Retiro. Es una delicia. Se ve parte del estanque... Se oye el rugido del león.

-¡Jesús, qué preciosidad! ¡El rugido del león! -exclamó Pilar, con centelleo de sus lindos ojos-. ¡Oír al león! ¡Qué acierto tuviste en la elección de casa! ¿Y cuándo, Vicentillo...? Ello ha de ser algún día, y vendrá ese don Amadeo, trayendo a España una paz deliciosa... También te digo que mis dos vestidos de sociedad son elegantísimos, y que el blanco de boda me lo pondré un día de estos para que lo veas y te quedes bizco».

Con estas dulces tonterías iban pasando los tediosos días de espera... En tanto, Vicente no se había olvidado del pobre Segismundo García, y en cuanto tuvo una mañana disponible se fue al extremo de Embajadores, seguro de hallarle en la barbería de Romualdo Cantera. Aún moraba en el cuchitril que este le cediera meses antes; pero comía fuera de casa. Dio Vicente algunas vueltas por el barrio, hasta que tuvo la suerte de encontrar al propio Cantera que de las Peñuelas subía. Aquel buen hombre y bravo miliciano, alegrándose mucho de verle y de serle útil, se brindó a llevarle a donde Segismundo mataba su hambre, que era la taberna de Tachuela, en la calle de Toledo, frente a la Fuentecilla. Como vía más expedita cogieron la Ronda, y a cada paso encontraba Cantera correligionarios y amigos con quienes, por exigencia de su popularidad, tenía que echar un párrafo.

El Cojo de las Peñuelas, que por tal mote se le nombraba, ejercía cierto apostolado político en aquellos barrios. A cuantos le paraban en la calle decía una palabra patriótica, pertinente al suceso del día. «Estén tranquilos... Ese Rey italiano, ese Macarroni, no pisará las calles de Madrid». Subiendo por la de Toledo, frente al Matadero, el regatón de su pie de palo hería el suelo con fuerza, y al duro choque soltaba chispas el pedernal del empedrado de cuña. A su encuentro salían matachines y jiferos con los mandiles manchados de sangre; salían mondongueras hombrunas, vociferantes, y a todos atendía y arengaba: «No temáis. El patriotismo no se duerme... Estaría bueno que dejáramos entrar a ese Aosta o langosta. Italianos a la ópera... Españoles a la República».

En la taberna, que era la mayor y más lujosa del barrio, había poca gente. El tabernero, Joaquín Balbona, más conocido por Tachuela, con su chaleco de Bayona y sus manguitos de lanilla verde rayada de negro, campaba en el mostrador forrado de latón, y servía copas a dos paletos. Risueño y cortés, obsequió a los amigos con un par de chatos, y enterado del objeto de la visita, dejó el despacho, y guiando hacia un cuarto interior, echó dentro estas voces: «Mundo, aquí te busca un caballero». Pasó Vicente, y Romualdo quedó en el cuerpo principal del establecimiento, agregándose a un grupo de parroquianos bulliciosos.

Segismundo celebró con alegría franca la presencia de su amigo, y después de abrazarle, se dispuso a seguir comiendo. «No te convido -le dijo-, porque estas miserias no son para ti... Ya ves: dos tajaditas de bacalao y un vaso de vino son hoy mi remedio. Me vengo a comer aquí porque este buen Tachuela me sirve por poco dinero, tan poco que no me cobra nada. Ya ves... Pocos hombres he conocido tan magnánimos. A más de gran patriota, es el mejor discípulo de Marco Aurelio, y como este, no quiere acostarse sin poder decir: «hoy he hecho algo en provecho del prójimo». Con graciosa transición pasó el pícaro a diferente asunto.

«Te has sorprendido de verme otra vez con bigote. Sí, hijo: me quité la cara eclesiástica, que ya para nada me sirve. Conquisté a Donata... Aproveché unos días en que llovió sobre mí algún dinero... ya te diré cómo... La perseguí de iglesia en iglesia, hice el papel de amante desesperado... imité como un perfecto cómico los preliminares del suicidio... Al fin cayó. En una casucha escondida de la calle de Santiago el Verde, vivienda de una mujer amiga suya, especuladora en caras de Dios, cilicios, reglas de San Benito y muelas de Santa Polonia, conocí a Donata, quiero decir, que apuré sus congojas de amor... Es mujer arrebatada, y debajo de su misticismo apócrifo esconde un corazón bueno... Torcida vive en una vida irregular y estrambótica, bajo la férula de Domiciana, de quien no puedo decir si es mujer desaforada, o bruja que ha descubierto untos maravillosos para darse olor de santidad. ¡Peste del diablo!... Pues tres días tuve a Donata en mi poder, en silenciosos escondites de dos horas y media cada tarde. Al tercer día estaba dislocada por mí... no exagero... y la conciencia se le removió con el incendio de amor. Por cada ojo echaba un río de lágrimas, y abrazándome a mí con apretón tan fuerte que me trituraba los huesos, me decía: 'Yo deseo ser tuya por toda la vida que me queda. Quiero que nos unamos para siempre; pero antes debo limpiarme de mis grandes pecados para darte una esposa enteramente pura. No conozco aquí fraile ni sacerdote con autoridad para perdonarme. Segismundo mío, si tú puedes allegar algún dinero, con eso y con lo poquito que yo poseo de mis ahorros, reuniremos lo preciso para irnos a Roma y echarnos a los pies del Padre Santo, pidiéndole un perdón general para los dos... perdón que de fijo tendríamos, y con él la licencia para casarnos santamente y ser los más felices, los más meritorios siervos de Dios'.

Yo le contesté así, mutatis mutandis: 'Donata hermosa, mujer escogida, corazón sublime, yo haré cuanto quieras por lograr el bien inefable de la unión contigo. Mi anhelo es que juntos vivamos y muramos. Mas para proporcionarme esa cantidad que dices, necesitaré robarla... no podré proveerme de metálico más que por un hurto, más bien estafa picaresca y sutil. Y como eso sería, bien lo comprendes, añadir un pecado a los muchos y gordos que habremos de llevar a Roma, tú me dirás si aumentando la carga no corremos el riesgo de que se dificulte el lavado de nuestras almas...'. Quedó ella perpleja, sumida en meditaciones, y llegado el momento de la separación, me despedí hasta otro día; y ello fue la del humo, querido Vicente, porque di por terminada mi aventura, y no volví. Como yo tuve buen cuidado de no darle las señas de mi casa, se acabó todo... Yo no había pretendido más que un triunfo sin consecuencias. Llegué, vencí, y a mi camaranchón a continuar viviendo la Historia de España».