España trágica/XXI

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XXI

Condolido del mal traer de Segismundo y admirado de su ingenio, Halconero volvió en su busca al siguiente día, convidándole a un buen almuerzo en casa de Botín (Cuchilleros). El generoso amigo no se contentaba con matarle el hambre atrasada: era su propósito repararle totalmente, vestirle, devolverle a la familia y a la sociedad, para que tan lucido talento no se anegara en los remolinos de la plebe. No se mostró el perdulario muy conforme con aquel plan. En más estimaba su libertad, según dijo, que todos los bienes del mundo, y más dichoso le hacía el vulgo bajo que los demás vulgos que componen el conglomerado social. Sin hacer caso de estos coqueteos filosóficos, Vicente seguía en sus trece. Por de pronto, y mientras requerían un sastre que vistiera al desnudo, el amigo remedió a este con su ropa decorosamente, cosa bien hacedera, pues ambos tenían la misma talla y anchuras.

Pensaba Halconero solicitar la intervención del Marqués de Beramendi para reconciliar al pícaro con sus padres; pero antes de que lo intentara, le disuadió de su buen propósito el propio Segismundo con su desatinada conducta. En los primeros días de Noviembre, fue a visitarle en su vivienda de Corinto. Allí estaba el hombre afanado entre papeles y libros, que desordenadamente cubrían la mesa y parte del camastro. Sorprendió a Vicente ver a su amigo vestido con los pingajos que llevaba sobre su cuerpo el día del almuerzo en Botín, y antes que le pidiera explicaciones, Segismundo las dio terminantes con estos donosos conceptos:

«Ya, ya... Te asombras de no ver sobre mí las hermosas y casi nuevas prendas de vestir con que me obsequiaste. ¡Ay, querido Vicente! Si otra vez cubren mi esqueleto estos innobles guiñapos, débese, no a mi descuido, sino a mi acrisolada honradez. Sabrás que el parné que me diste para mi bolsillo tuve que traspasarlo al de unos feroces logreros, que me facilitaron fondos este verano con el módico rédito de una peseta por duro cada mes... Aquí donde me ves, pobre y casi desnudo, soy esclavo de mi palabra, cumplidor fiel de mis compromisos... Apenas llegó a mi bolsillo tu dinero, no pensé más que en pagar; pero como no me bastaba, ¿qué hice? pues depositar la ropa en los archivos de Peñaranday volver a ponerme la vieja, con la cual, dígolo sin intención de molestarte, me encuentro muy a mis anchas, y en la plenitud de la holgura y comodidad».

No sabía Vicente si reñir a su amigo o perdonarle, atendiendo al sinfín de desdichas que sobre él se acumulaban. Segismundo se hizo más digno de compasión, prosiguiendo así el relato de sus calamidades: «Pues no bastando lo que por tu ropa me dieron en las mazmorras de Peñíscola, me puse al trabajo, que en estaapartada orilla no deja de ser productivo. Yo me levanto muy temprano, y después de leer los Diálogos Socráticos de Platón, o las Tusculanas del amigo Marco Tulio, me pongo a trabajar. Verás en qué. Tengo un parroquiano, sacerdote muy ejemplar, pero más bruto que las bolas del Puente de Segovia, que se gana el cocido predicando en los pueblos de Parla, Fuenlabrada, Griñón y otros de esta ilustrada provincia. Es un zote incapaz de toda sintaxis y de toda literatura. Nos conocimos vagando en Gilimón; tuvo la sinceridad de confesarme sus dificultades para componer los sermones; brindeme yo a socorrerle de gramática y fraseología, y al fin convinimos en que yo le sacaría de apuros por el estipendio de diez reales cada pieza oratoria. El hombre quedó contentísimo, y yo más, pues con esa corta ganancia he podido bandearme en mis borrascas de verano y otoño».

Diciendo esto, Segismundo revolvió con nerviosa mano los papeles que en la mesa y en la cama tenía, y encontrando algo de lo que ansiaba mostrar a su amigo, le dijo: «Para que veas cómo las gasto en el arte de la sagrada oratoria, emulando a Bossuet, a Fray Luis de Granada y demás órganos del Espíritu Santo, aquí tienes los cartapacios de sermones que escribí para ese bienaventurado... Este es el que le hice para la fiesta del Rosario en Torrejón de la Calzada... Leeré yo. Hago el elogio de Santo Domingo de Guzmán, y digo... Escucha: 'Contra los infames albigenses luchó Domingo, y salió victorioso. ¿Con qué armas? Con la persuasión, con la oración, con la santa y dulce caridad; charitas gladium... Y en memoria de triunfo tan grande, instituyó el Santo Rosario, que los píos fieles practican y practicarán hasta el fin de los siglos; solvet saeclum...'. Y más adelante: 'Apareció Domingo en medio de las tinieblas de la herejía, y con encendida antorcha las disipó... Dios bendijo tu santo Instituto, Domingo...'. Le trato con esta confianza, tú por tú, porque así es costumbre en la literatura sermonaria».

En esto, la puerta se abrió con estridente ruido, y en su hueco apareció una bestia feroz con trazas de mujer, desgreñada, bigotuda, alta de barriga, baja de pechos y estos colgantes como pellejos puestos a escurrir, los ojos bizcos, la trompa encarnada, la boca torcida y los pies en chanclas astrosas, vestida de sucio y armada de una escoba; bruja, en fin, truculenta, la cual echó de sus fauces estos desaforados gritos: «A ver, don Chirimundo, si me deja libre el cubil para tan siquiera un barrido. ¿Qué hace ahí nadando en papelorios, escribano de los demonios?... Salga, que van tres días sin arreglarle el cuarto...». Y esgrimiendo la escoba sobre las cabezas de los dos amigos, exclamó: «¡A ver si va a poder ser!

-Anda, Vicente -dijo Segismundo levantándose-; vámonos, que esta loba viene hoy de malas... ¡Ah, Señángela, si fuera yo hombre de trabuco en vez de ser hombre de pluma, ya la había puesto a usted patas arriba!... Hala, Vicente, a la calle, para que mi harpía me limpie el chiquero». Y como aún tardaran en salir, porque Segismundo se detuvo a recoger papeles, la loba volvió a blandir la escoba, rugiendo con mayor coraje: «¡A ver si va a poder ser!

-Ahí te quedas, morcón infernal -dijo-. Por burla te llamanSeñángela... Ya nos vamos; no pegues...».

Y como en el angosto pasillo, y bajando por la escalera desvencijada, continuara Segismundo denostando con bromas agrias a la mujerona, salió esta y descargó un escobazo en el barandal de la escalera, repitiendo su aullido: «¡A ver si va a poder ser!

-Ahí donde la ves -dijo Segismundo a su amigo cuando cogían la calle-, es buena y me quiere... Su fealdad puerca sirve para espantar a mis enemigos. Hace días, cuando vinieron a sofocarme los forajidos mensuales, a peseta por duro, la Señángela salió con su escoba, y uno fue rodando por las escaleras, y al otro le puso un ojo como un tomate. Estos bárbaros contrastes no hallarás fuera de los barrios pobres, donde labra hoy sus madrigueras el genio brutalmente paradójico de la raza. Pasearemos un poco, y para evitar el encuentro de pelmazos y preguntones, vámonos hacia los terraplenes que dominan el Gasómetro, lugar solitario, donde podremos filosofar a nuestras anchas...».

Aunque en aquella dirección no faltaron amigotes de Segismundo que les detenían y molestaban, Cheparunda y el Mosca, no les fue difícil sacudírselos, y hallaron al fin un grato aislamiento. Dijo Vicente que mientras no saliesen maestros o apóstoles que aleccionaran a la muchedumbre, y en ella infiltraran el sentido práctico, el vecindario del Sur sería un peligro para la paz pública. A esto replicó Segismundo que él, estudiando día y noche el sentir hondo y el vago pensar del pueblo, había sacado esta enseñanza: Como en las grandes crisis políticas de nada sirven las ideas si no vienen vaciadas en pasiones ardientes, la plebe del Sur cumplía muy bien su misión de poner al fuego las ideas para que hirvieran, y con su hervor fuesen cauterio del cuerpo social. La semilla lanzada por filósofos y pensadores no germina sino cuando cae en los cerebros y en las almas de los que más directamente soportan el mal humano, de los mal comidos y semidesnudos, de los que soportan todas las cargas y no gozan de ningún beneficio.

«Es cierto -dijo Vicente-; mas para que de las revoluciones salga vida eficaz, es preciso que se casen y procreen la fuerza pensante y la mecánica o impulsiva. De otro modo, todo es barullo estéril.

-Convenido... pero yo te digo que las fuerzas mecánicas están ya fecundadas por la idea, ¡bendita vesícula!... Y el nuevo ser vendrá. Tú lo has de ver, Vicente... Y ahora gocemos de este delicioso sitio. Sentémonos en este sillar, que nuestra imaginación, ya que no nuestras nalgas, convertirá en diván blandísimo; respiremos este polvo, y contemplemos las pintorescas basuras que por todas partes esmaltan el suelo y los edificios. Esparce tu vista a un lado y otro, y abarcarás un soberbio escenario, digno de sublimes dramas históricos. A la izquierda verás el caserío de las Peñuelas, que si humilde en la realidad, en nuestra retina se vuelve grandioso; a la derecha se destaca la hinchada cúpula de San Francisco, llamado el Grande, porque es algo menos que chico. Bajo aquellas bóvedas y techos pasaron a mejor vida multitud de reverendos frailes en el zafarrancho que tuvimos el año 34... Vuelve los ojos a esta otra parte y verás la Fábrica de Tabacos, que alberga la comunidad de cigarreras, alegría del pueblo y espanto de la autoridad. Si miras a lo lejos, verás el lindo telón de la Sierra y las enramadas que bordan las orillas del Manzanares, risueño y pobre.

-No niego que este paisaje tenga cierto encanto -dijo Halconero-. No es bello; es majo. Los guiñapos y el sol le dan su colorido picante, y debe su majeza al desperdicio de las alegrías de Madrid, que caen todas hacia esta parte.

-Yo te aseguro, Vicente mío, que aquí me acomodo como una joya en su estuche. ¿Consistirá el encanto de estos arrabales en que a ellos vienen, como tú dices, las barreduras de las ideas y de los placeres de Madrid? Sea como quiera, yo amo esta vertiente, y la prefiero a lo de arriba, donde todo es artificio, importación y farándula... Pues reflexiona conmigo, y considera el sinnúmero de vidas españolas que alientan debajo de esos techos, debajo de los tenderetes y cobertizos que vemos desde aquí. Si pudieras examinarlas una a una, como yo, verías que particularmente y en conjunto todas esas almas abominan de los que nos traen ahora un Rey extranjero, un nuevo Botellas, aunque no sea bebedor; unIntruso, aunque venga por votos de 171 caballeros, si es que al fin tienen pecho para votarlo... Pues yo te digo que nuestra insigne plebe está cargada de razón, porque la razón no es privilegio de los leídos y escribidos, sino de los que conservan pura en sus entrañas bárbaras la fundamental idea de Patria y Libertad.

-Sobre esto no discutamos, Segismundo. Tú eres un hábil paradojista; tu ingenio escamotea las verdades.

-Yo estudio aquí la vida española en su estado elemental; yo veo lo que no ven los de arriba, engañados por su ambición, que sin quererlo ni pensarlo es la medula de su pensamiento. Esos... los hombres llamados públicos, los unos calvos y con lentes, los otros barbudos o con bigote y perilla, desconocen la vida elemental de España. El leer sin ton ni son libros o revistas extranjeras; el parlamentar como cotorras, han hecho de ellos hombres artificiales. De buena fe algunos, otros con las picardías que les sugiere su ambición de provechos personales, han llegado a suponerse poseedores de la clave política, y lo que poseen es un bastón como los que llevan los ciegos para guiarse en las tinieblas.

-Metafísico estás... Que me maten si te entiendo.

-Te lo explicaré mejor. Con la mano puesta sobre el corazón del pueblo, yo he meditado en el problema político; ya veo muy claro que la Gloriosa de Septiembre fue tan sólo el acopio de materiales para la revolución que piden a voces el alma y el cuerpo de nuestra raza. ¡Y ahora, de lo que no es más que preparativo, queremos hacer un estado permanente! ¿Has visto que todo el país se sacude y se agita con una exaltación formidable? Pues esa exaltación, esa fiebre, significan que España se siente dentro del período épico; sus convulsiones son la lucha contra los que quieren ahogar esa situación épica... Dime, ¿las revoluciones de los grandes pueblos, como Inglaterra y Francia, no son epopeyas? ¿Tú, que has leído tanta historia, no lo ves así, o es que a fuerza de leer has llegado a embotar tu entendimiento, y este acaba por ser pura curiosidad que se deleita en la superficie pintoresca de los grandes hechos humanos?».

Vicente le miraba sin chistar, y el pícaro prosiguió así:

«El pueblo español quiere constituirse en estado de epopeya, y no lo dudes, en prólogo épico estamos. Pronto aparecerá lo que faltó en las abortadas revoluciones del 54 y del 68: el elemento trágico. Si quieres ilustrarte sobre la fatal necesidad de la tragedia, lee las páginas inéditas del divino Confusio, que supo reconstruir el movimiento sedicioso del 20 al 23, rematándolo con el toque felicísimo de llevar al patíbulo a Fernando VII. Lee en historias verídicas el suplicio de otros tiranos, Carlos I de Inglaterra y Luis XVI de Francia, y verás que, para que tenga su natural desarrollo la epopeya hispana del siglo XIX, hemos de sacrificar altas vidas; que estas vidas han de ser inmoladas para dar cumplimiento al trágico designio de la fatalidad histórica... Y esta nos dice con acento de oráculo infalible: ¡Españoles, matad a Prim!».