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España trágica/XXII

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XXII

Oída esta barbaridad, se levantó Vicente enojado y nervioso, diciendo: «Basta, Segismundo; hasta aquí llegaron las paradojas, las bromas o epigramas picarescos. Vámonos de aquí».

Dio algunos pasos, pisando cascos de loza y vidrio, cortezas de naranja y cáscaras de piñones, mezcladas con el polvo y con escoria de fraguas. Tras él fue el amigo parafraseando sus últimas palabras: «Oye, Vicente; aguarda. ¿No somos literarios? ¿No tienes tú, como yo, atiborrado el cerebro de bellezas históricas y poemáticas? ¿No somos estéticos o amantes de lo bello? ¿Pues quién más hermoso que Julio César, envolviéndose en la toga, cuando cae traspasado por la espada de Bruto?... Yo, bien lo sabes, soy incapaz de matar un mosquito, y al decir que Prim morirá, no hago más que reproducir el latido trágico de esta epopeya que viene, que avanza... Sus pisadas hacen temblar la tierra... Prim es el tirano; Prim quiere traernos esta pamplina del Rey constitucional, que reina y no gobierna; del Rey pantalla, tras el cual seguirá él gobernando y haciendo su voluntad... Esta traída de un italiano es como petardo puesto en el corazón del pueblo, que no conoce de Italia más que a los infelices saboyanos que vienen acá con arpas y organillos... Fíjate... toda la gente brava de estos barrios está que trina; no hablan más que de traición, de venta de España, y cada techo alberga un ciudadano que si no tiene trabuco, lo compra...

-Eres tú más literario que yo -dijo Vicente, que sin saber por dónde iba, se metió en las Américas-, y tienes la cabeza llena de lugares o temas estéticos, que no podemos aplicar a la vida real.

-Yo fui libresco; pero hace tiempo que me volví humanesco; he pulsado la vida, y mis libros son el pueblo. ¿Quieres instruirte en mi biblioteca? Pues vente a menudo acá, no de día, sino de noche, que nocturno es el culto de la Demagogia. No verás aquí masones con embeleco sacerdotal, sino hombres bien bragados con trabuco... Estamos en el Rastro: si quieres adquirir trabuco, carabina o pistolones, yo te llevaré a donde te sirvan lo bueno... Para el estudio ven de noche, como te digo. Iremos al templo de Tachuela, que ya conoces; subiremos luego hasta el santuario de Antón Martín, donde hay cada misa cantada que tiembla el misterio».

Replicó Vicente que no gustaba de tales templos. Hablando del pueblo, dijo que reconocía su poder anímico, pero que las multitudes, movidas por la pasión o por la idea pasional, no podían dar de sí nada bueno si no eran regidas por un maestro, por un pastor inteligente... «Esto nos lo dice el sentido común... y la literatura.

-Aquí tenemos gente arisca y resuelta -dijo el pícaro-; corazones que aman la Patria y quieren servirla... pero como cabeza no tenemos más que la de don José, a quien los más siguen y obedecen».

Comprendiendo Vicente que aquel don José, rabadán del rebaño patrioteril, era Paúl y Angulo, refirió a su amigo cómo le había conocido en el tren, y le calificó de tarambana y valentón de boquilla.

«Yo tengo a Paúl por hombre de talento y de corazón -dijo Segismundo-. El odio que ha tomado a Prim, no sé por qué, lo ha convertido en grito de guerra. Discurre bien cuando tiene la cabeza fresca; pero si se excede un poco en los chatos que suele tomar, ya le tienes perdido... Yo he visto en él rasgos de bondad admirables; le he visto también pasar de la dulzura de carácter a la grosería más soez. Por una palabra inocente se dispara, y al que le contradice le provoca y le desafía... Es gran tirador: yo recomiendo a sus amigos que no le hagan caso cuando le vean alumbrado por seis o siete copas, porque si van con él al terreno los despacha para el otro mundo en un decir Jesús.

-Rebaja un poco de la ferocidad de don José -dijo Halconero-. Esos valientes, conchatos o sin ellos, se acaban cuando les sale un hombre de dignidad que les arrea un par de bofetadas.

-Puede que tengas razón -indicó Segismundo-; pero hasta ahora, que yo sepa, ninguno le ha parado los pies al jerezano. En cambio, le he visto muchas noches en Antón Martín completamente sereno, diciendo la misa demagógica con gran sentido, y afinando bien la puntería... A mí me quiere... tiene debilidad por mí... Se ha empeñado en llevarme a su periódico El Combate, que se imprime en la Plaza de los Mostenses: allí tiene la redacción, con un trabuco detrás de cada puerta... Pero no me doy a partido... Aunque don José me ofrece un sueldo, no acabo de convencerme. Temo que ofrezca y no pague... y yo con mis sermones me defiendo y gano cuartos; que mi parroquiano el cura don Trinidad es tan mal gramático como buen pagador».

Decían esto parados en la esquina de las Amazonas, donde acordaron separarse, el pícaro para ir a su comedero, la taberna de Tachuela; el otro en dirección de su casa. «Sí, chico -dijo Halconero-: no vayas al Combate, quédate por acá, en la dulce vida libre, escribiendo sermones... y yo te encargo uno dedicado a Santa Catalina, pues para esa fecha se ha fijado mi boda... aplazada ya dos veces. Y en pago de ese sermón toma cinco duros».

Cogió Segismundo la moneda de oro, y ademán hizo de besarla guasonamente. «Dios te lo pague y te lo aumente, amigo del alma; y queCatalina... con esta confianza trato yo a todos los santos del Cielo... que Catalina te traiga en su día una buena boda, y asegure tu felicidad con masculina sucesión... Adiós, adiós».

Siguió Vicente por la cabecera del Rastro, sumergido en vagas meditaciones. El pueblo español padecía de una honda enfermedad del juicio: loco estaba el Patriotismo, loca perdida la Libertad, y el año venía con una sarta de locuras trágicas engarzadas una en otra, como cuentas de rosario. Perdido de la cabeza estaba Segismundo, rematados Paúl y los brutos que le seguían.

Pero aún tenía que ver otro ejemplo vivo del desbarajuste mental de la sociedad, y ello fue al pasar por la calle de los Estudios. Absorto quedó ante un caballero y una señora que hacia él venían de bracete. La mujer era Donata; en el galán reconoció al clérigo que había tenido por compañero en el ferrocarril desde Burgos a Madrid... Al apartarse para dejarles la acera, se fijó en el sujeto. No podía dudar; era el mismo: alto, guapo, con traje obscuro de paisano, la cara sin afeitar, no por desaseo, sino por determinación de dejarse la barba. Pasaron... El caballero sacerdote saludó a Vicente con expresivo sombrerazo, y la graciosa beata volvió su rostro hacia la pared, para ocultar el pavo que hasta la raíz del pelo le subía...

Detúvose Halconero para verles de espaldas, y advirtió que se entretenían ante las tiendas que en la tal calle exhiben el tráfico de baúles y maletas, y examinaban el género con atención que delataba tendencias emigratorias. «Estos pájaros -pensó Vicente- rompen por todo, y para vivir a sus anchas quieren cambiar de aires...». Lo primero que hizo el joven al llegar a casa fue contar a su madre lo que acababa de ver, y Lucila, soltando la risa, le dijo: «Yo también les he visto esta mañana en una tienda de Santa Cruz. Me quedé pasmada, y él me reconoció, saludándome con una reverencia... Ella se probaba un abrigo, un sobretodo para viaje. No sé si al fin compraron, porque yo me marché... Dirás tú que ella y él son un par de sinvergüenzas. Yo me callo... no, callar no... yo te digo que si predicáis y pedís libertad, esta no ha de consistir tan sólo en dorar las cadenas. Y otra cosa te digo: «La libertad menos mala es la que no tiene tratos con la hipocresía».

Almorzaron; llegó a la sobremesa Enrique Bravo, y suscitada conversación sobre el mismo asunto, el amigo dio más informes de la pareja sacrílega, pues al clérigo conocía, y dos días antes habló con él largamente. Llamábase don Andrés de Romeral; era hombre de mérito, pues en su espíritu se juntaban la doctrina severa y la dulce amenidad. Descolló en estudios teológicos, fue brillante alumno del Sacro Monte; después ganó en lucido certamen la Penitenciaría de Burgos. A estas evidentes galas del cacumen añadía Romeral su destreza en tañer la guitarra, su gracia para contar chascarrillos, su don de gentes y el despejo que en el comercio social mostraba. Amores tuvo con Donata, en tiempos no remotos que el narrador no podía precisar; sólo sabía que la ecuménica le guardaba fidelidad relativa en el sagrario de su corazón.

Los vientos de libertad trastornaron a don Andrés; se sentía varón, y de añadidura guapo, y dotado de espirituales atractivos. Viviendo y pensando, fue a dar en la tecla de hacerse protestante, que era un pastoreo compatible con los melindres de la carne. Hombre de recia voluntad, no se anduvo en chiquitas para su apostasía. Rompió con la Iglesia como quien se despoja de un calzado molesto, y de la noche a la mañana, pisando hablillas y dándosele un ardite de la disciplina, hizo su evolución. «Porque esto, querido Vicente -añadió Bravo-, no es más que la evolución natural de las conciencias, conforme a los grandes principios de Septiembre. Romeral, según me ha dicho, se irá uno de estos días a Gibraltar con su coima. Allí se casarán, y luego... América es grande... Las paletadas de la hélice de los vapores, pim, pam, cantan: «¡Libertad, libertad!».

Horas después, cuando acompañaba Enrique al amigo hasta la casa de su novia, hablaron de otra evolución no menos extraña que la del cura Romeral, sólo que era en sentido contrario. A los oídos de Vicente había llegado el rumor de que Bravito evolucionaba resueltamente hacia la Monarquía. Interrogó el amigo al amigo, y este, con gallarda valentía y sinceridad, confesó de plano. Se había visto constreñido a la defección por los aprietos de la vida, que ahogaban las ideas. «Las ideas no dan de comer, ni con ellas se paga la pensión de una madre loca recluida en un manicomio, ni se atiende a un padre paralítico, y a tres hermanos pequeños que necesitan educación... amén de otras mil urgencias que le agobian a uno... y atrasadas trampas que crecen como la espuma». Esclareció su informe declarando que al cambio de casaca le había llevado su amigo el Gobernador don Juan Moreno Benítez, íntimo de Prim, y uno de los hombres más simpáticos y más caballeros de la situación... Según dijo Vicente, corrían voces de que el corredor o intermediario entre Bravito y Moreno Benítez había sido Ducazcal. Negolo el interfecto, agregando que aunque era amigo de Felipe, ni este medió en el asunto, ni el paso atrás significaba ingreso en la temida y execrable Porra. Terminó Enrique su confesión, manifestando, como descargo de conciencia, que la traída de don Amadeo al trono de España, era una solución conciliadora, que satisfacía por el pronto los anhelos democráticos del país. «Contentémonos con lo posible, y no vivamos en la expectación de ideales utópicos. El don Amadeo, según dicen, es un Príncipe liberal, y con él tendremos un monarquismo templado, que casi casi será una República coronada, a estilo de la Monarquía inglesa».

Esto decía Bravo, entrando ya en la calle del Barquillo, cuando vieron los amigos que hacia ellos venían las ecuménicas, ya reducidas a dos por la voltereta de la ojerosa y sentimental Donata. Con súbito presagio, al recibir de frente el flechazo siniestro de la mirada de Domiciana, dijo Halconero: «Alguna desgracia nos anuncian las dos Parcas que quedan».

Pasaron moviendo con sus negras faldas una ola de aire, no tan frío como el acero de sus miradas. Bravo dijo: «La corneja mayor, la infernal Domiciana está que echa lumbres por la fuga de su compañera... Cree que tú y Segismundo habéis tenido alguna parte en la captación de Donata y en su traspaso al cura Romeral... Ha intentado echarle la zarpa y volverla a su esclavitud... Sabe que Romeral anda en amistades con Paúl y Angulo, y no se ha recatado de hocicar con este... Me consta que Paúl la mandó a paseo. Lo sé por Montesinos y Gabiola, amigos íntimos del jerezano». Replicó Vicente que si odiosa era para él laecuménica, no lo era menos, por otro estilo, el desaforado, el vesánico Paúl.

Por sucesivos encadenamientos lógicos hablaron de política, y convinieron en que la elección de Rey en las Cortes sería un capital acontecimiento, y un nuevo triunfo que Prim apuntaría entre los mejores de su vida heroica. Y por otra lógica derivación del diálogo se trató de la boda. Dijo Halconero con alegría franca que ya no habría más aplazamientos. Mostrose Bravo delicadamente envidioso de tanta ventura. En esta sociedad formada de mogollón y a puñetazos, unos lo tenían todo, otros nada. La desamortización no había hecho más que cambiar los términos de la desigualdad. Aumentaba el número de ricos, y en las clases inferiores aparecía un nuevo grupo miserable, que era el proletariado de levita y botas de charol. Para esta infeliz caterva social, no había otro refugio que la burocracia. Las oficinas eran conventos modernizados en que hallaban techo y sopa los segundones de esta edad funesta... A la burocracia o pan-funcionarismo había que atenerse.

«¿Sabes lo que me ofrecen por mi resellamiento? -añadió Bravo casi con lágrimas en los ojos-. Pues la secretaría de un Gobierno de provincia, o un destino en Cuba, a elegir. Aunque no siento ganas de pasar el charco, quizás me convenga alejar de Madrid todo lo posible este oprobio que me han traído mis desgracias... Querido Vicente, estoy pasando amarguras de que tú, el mimado de la suerte, no puedes tener idea. Ya no entro en ningún café, ya no voy al teatro... El temor de encontrar amigos que me zahieran o me insulten, me retrae de la sociedad que siempre fue más de mi gusto...».

El bondadoso Vicente le dio ánimos y consuelo. En España tenemos un singular rocío de olvido, que desciende benéficamente del cielo sobre las inconsecuencias políticas, y las hace desaparecer sin que quede rastro de ellas... Se despidieron al fin, quedando en verse a la noche siguiente, cuando Halconero saliese de la casa de su novia. A la misma hora saldría Bravito del nido en que tenía la suya, una linda muchacha, con quien estaba casado en vigésimas nupcias por detrás de la iglesia. Si admitía el destino en Cuba, la llevaría consigo... Como la tal moraba en la calle de Regueros, se reunirían los dos amigos a lo largo de la del Barquillo, a la hora bien determinada, y se irían a parlotear a una extraviada chocolatería, donde no topasen con ser viviente de los que causaban espanto al desdichado Bravito.

Así lo hicieron: las diez y media serían cuando Halconero y Bravo iban de pájaros nocturnos por la calle de San Mateo, de la cual pasaron a la de la Palma. Pero con tal desdicha o mala intención guió sus pasos la fatalidad, que huyendo del perejil cayeron en él de cabeza. Todo les salió al revés de lo que pensaban, y donde creyeron encontrar paz, hallaron querella y bronca. Iba diciendo Bravito: «En esta calle, un poco más allá, tenemos una chocolatería que por lo tranquila es una sucursal del cielo», cuando se vieron interrumpidos en su marcha por un tropel de gente bulliciosa, que de la Costanilla de San Andrés desembocó en la calle de la Palma. Eran unos ocho, lo más diez sujetos; pero alborotaban por ochenta.

No les valió a los amigos detenerse para dejar paso libre al tumulto. Venían dos delante como batidores, embozados hasta los ojos; los demás en desorden, graznando y riendo, con alegría tabernaria. Pasaron los primeros. De los que seguían se destacó uno que, reconociendo a Bravo, le abordó con burlas y ademanes descompuestos: «¡Hola, don Gaita o don Judas!». Y otro se arrimó también desembozándose, y dejó ver un rostro inyectado de sangre y unos ojos chispos. De los pliegues de la capa salió el cañón de un trabuco, y de la boca del hombre este disparo: «Dile al traidor Sagasta que esta noche le vamos a descacharrar la Porra... dale el recado de mi parte, de parte de Paco Huertas... Ya me conoce». Y vino un tercero y dijo: «Eres Bravo el vendido... So monárquico, ¿ya no saludas a los que fueron tus amigos? Yo soy Paco Robles, y te desprecio»... «Sigan su camino -gritó Halconero-, y déjennos en paz».

Uno que a distancia iba ya, retrocedió en aquel instante, y plantándose en el grupo dejó ver su faz picada de viruelas, sanguinosa, sus gafas azules, su aire bravucón y desenvuelto, sin capa ni trabuco, con sólo un palo que esgrimía para marcar con acento irónico y brutal estas roncas palabras: «¡Caray, si son los niños de la aristocracia del pavo!... ¿A dónde vais, paví-paví? ¿Sois de la Porra? ¿Besáis el faldón sucio de Felipe Ducazcal? Tú, Halconerín, no andes en compañía de este lambión... Tú eres rico, tú harás carrera, por tener madre guapa. No hay como gastar madre hermosa para echar buen pelo... Por el marido de tu madre te llamas Halconero... pero nadie, ni ella misma, sabe de quién eres hijo».

Con terrible rugido se abalanzó Vicente hacia Paúl, y sus manos casi tocaron el pescuezo del jerezano; pero este se apartó con viveza, soltando carcajada de insolente desprecio, y rodeado de algunos de los suyos, siguió calle adelante. Quiso Halconero correr tras él... El llamado Huertas le detuvo con vigorosa mano, gruñendo así: «Aguántate, niño, y sigue tu camino»... Pero el pobre caballero, fuera de sí, trataba de desasirse de Huertas y del mismo Bravo, y no cesaba de gritar con toda su voz: «¡Canalla, cobarde, borrachín... déjame arrancarte esa lengua asquerosa!».