España trágica/XXIV
XXIV
Ramón Cala, muy sereno, dijo a Vicente: «Esto pasa una noche sí y otra también. No salga de aquí si tiene miedo». Ofendió al joven que Cala le supusiera medroso, y sacando su revólver salió a ver la batalla, o a tomar parte en ella si era menester. Los hombres que antes vio, y otros que parecían vendedores del Mercado estaban en la calle, y enredados con la gente de la Porra, llovían garrotazos y mojicones. Parecería batalla de chicos si los disparos de revólver que de una y otra parte se hacían no encendieran y agravaran la pelea. En retirada iban los porros, unos hacia la calle de las Beatas, otros escabulléndose por entre los cajones de la plaza. En la parte baja de esta, hacia la calle de Isabel la Católica, se avivó la lucha, con tiroteo de escopeta y gran carga de palos. Desde la travesía del Conservatorio tronaron los trabucos, y la patulea, viendo cortado aquel agujero de escape, tiró en busca de otro por la calle del Rosal. Nuevos trabucazos, desde la calleja de San Cipriano, asustaron más a los fugitivos, que ya no corrían, volaban. Bueno es decir que si algún trabucaire cargaba su arma con postas y clavos, los más de ellos tiraban con pólvora sola. Paúl dejó el retaco, y apaleó a cuantos cogía por delante entre el Mercado y la redacción, pues los porros más aturdidos emprendieron la fuga por el escalerón de la travesía de la Parada.
En suma, la hueste de Ducazcal había llevado una nueva paliza, que seguramente no sería la última. Alguno de los vencedores aseguró haber visto al jefe de la Porra en la entrada de la calle del Álamo alentando a los suyos. Formaban el Estado Mayor de Felipe algunos policías. «Vaya un paso que llevan -decía Paúl runflante de gozo, rodeado de sus amigos y matones-. Vayan a contarle a Sagasta, a Martos y Prim el recorrido que han llevado». Ebrio de victoria, mas no satisfecho con embriaguez puramente abstracta, Paúl se puso a dar gritos: «Tachuela, Ramón, Pepe, que traigan jerez, coñac, cazalla, chinchón, ¡caray! y los doce judíos Apóstoles. Si no lo traen pronto, beberemos la Reina de las Tintas». Llegaban a la redacción o castillo, a recabar sus miajas de gloria, los vecinos que habían intervenido a favor de don José. Corrieron órdenes para traer bebida, y en estas alegrías estaban cuando un carnicero entró diciendo que entre los cajones de la Plaza había visto un cadáver... Un segundo mozo rectificó: no era difunto mismamente, sino herido vivo que a gatas se arrastraba, queriendo salir... Debía de ser de la Porra.
Fue allá Ramón Cala con Balbona y otros, y a poco volvió diciendo: «Es el joven ese que vino poco antes de la trifulca».
-¡El Halconerín, caray! -exclamó Paúl sorprendido y lastimado-. Iba yo a preguntarte si le habías visto... ¡A ver! traerle pronto, y si hay remedio para él, se hará lo que se pueda. ¡Caray! ¡Pobre chico, en la que se metió! Como valiente, lo es. ¡Y parecía tan para poco! Pues si es perro, me muerde».
No tardaron en traer al herido entre dos de aquellos improvisados héroes, y cuidadosamente le pusieron en el suelo, mientras se buscaba colchón o cualquier blandura en que acomodarle. El rostro tenía lívido; la sangre corría por el costado derecho, invadiendo el pantalón, así como la mano del mismo lado, aunque en ella no tenía señales de herida; su mirar era de dolor resignado; su habla intercadente y trabajosa.
El fiero Paúl prorrumpió en exclamaciones compasivas que pronto se hicieron jactanciosas. «¡A ver! ¿qué hacéis ahí?... No se os ocurre nada. Hay que prestar auxilio a este caballero sin pérdida de momento. Si no estuviera yo aquí, nada resolveríais... ¡Eh!... pronto, una camilla y llevarle a la Casa de Socorro».
En tanto Ramón Cala desabrochó a Vicente, y pudo apreciar heridas en el costado derecho... algo también en el brazo. En un quejido pidió Halconero que le llevasen a su casa. Paúl siguió vociferando con atroces fanfarronadas de hombre de iniciativa. «Gracias que estoy yo aquí, joven; que si llego a faltar yo, ¡caray! se queda usted hasta el día del Juicio en los cajones de la Plaza».
Puso su mano en la sien del herido, y las jactancias tomaron un tono paternal. «Vamos, amigo, eso no es nada. Se ve que es usted nuevo en estas jaranas, y que no ha tomado gusto al plomo ni al hierro... Ánimo... que usted no es gallina, ni mucho menos. Bien ha mostrado esta noche, al venir a buscar a Paúl y Angulo, que tiene un alma como una torre... ¡Digo! venir con una cuestión grave de honor, dando la cara, como la ha dado usted, empezando por decir: ni padrinos, ni reglas ni peinetas... Eso lo hacen pocos. Y ahora que le veo caído, repito que no me acuerdo de haber dicho lo que dice usted que oyó de mi boca. O estaba usted soñando, o yo... ¡A ver! basta de matemáticas. Traéis o no esa camilla? Tendrá que ir Paúl y Angulo a buscarla. Los demonios me lleven si hay aquí quien valga para un fregado como para un barrido... Vamos, gracias a Dios, ya pareció la camilla. ¿Habéis ido a Pekín por ella, gandules? Llevad al señor con cuidado. Vete tú, Ramón... Joven, eso es poca cosa. Iré a visitarle... Con que, ¿viene o no viene el Espíritu Santo?».
Entraban botellas a punto que salía la camilla... Vicente fue transportado a la Casa de Socorro, sita en la calle de los Dos Amigos, donde un médico y sus auxiliares diligentes le despojaron de la ropa y examinaron las heridas, que eran tres, en el costado derecho. Los proyectiles fácilmente se reconocían como de trabuco: dos de ellos pasaron de través, sin otro efecto que desgarrar los tejidos, de que resultó la hemorragia venosa; otro debió de alojarse en la cara externa de las falsas costillas. «¿Pero cuándo acabáis de alborotar a Madrid con estas batallas callejeras? -dijo el médico a Ramón Cala-. Ya es intolerable. Mientras discutíais a bofetadas y garrotazos, menos mal. Pero desde que habéis dado en hablar con la boca de las escopetas y retacos, sois un peligro serio.
-Nosotros no atacamos -dijo Cala-. Si nos buscan, hemos de defendernos.
-Pero emplead en la defensa vergajos, trallas o varas de medir, ¡jinojo! -prosiguió el médico bondadoso y humanitario-. Ya le he dicho a don José que si emplean el trabuco con un fin terrorífico, lo carguen con sal o perdigón menudo. Pero esos bárbaros cargan con clavos, postas y hierros de metralla, y hasta con ochavos morunos partidos en dos pedazos... A este joven, si no me equivoco, le han metido en el cuerpo un ochavo partido, con bordes desgarrados... Gracias que el proyectil, según parece, no ha penetrado en la región torácica ... Será preciso extraerle el ochavo... que habría estado mejor echado en el cepillo de las ánimas».
En el bíceps reconocieron otra herida, felizmente transversal. El proyectil que la produjo había salido, desgarrando a su paso el tejido y algunas venas. El afectuoso médico y sus ayudantes se esmeraron en la cura de Halconero, el cual, una vez lavadas las heridas y taponadas con hilas y bálsamo católico, quedó en relativo bienestar, recobrado de su laxitud. Diéronle caldo, y como este le repugnaba, mandó Cala traer café con leche, que el herido tomó con verdaderas ansias de vivir. En esto llegó Enrique Bravo, que desde las nueve de la noche, sospechando el mal paso de su amigo, salió a buscarle, y al fin, inquiriendo aquí y allá, dio con él en la Casa de Socorro. No se había llevado mal susto, pues en la calle de Silva, unos chicos de la Porra le dijeron que de la zaragata de los Mostenses resultaron dos muertos, y que uno de ellos parecía ser Vicentito Halconero.
Respiró Enrique al ver vivo al amigo, y al saber por el médico que las heridas no eran de muerte. El cariño que a Vicente tenía inspirole resoluciones acertadas: «¡A casa, a casa! Estáte aquí una hora más, acostadito y fumándote tu cigarro... Voy a buscar un coche. Antes iré a prevenir a tu madre, que está en ascuas. Quiero tranquilizarla con la verdad, antes que un indiscreto, un malintencionado le lleven algún cuento absurdo...».
A los pocos minutos de salir Bravo, entró en la Casa de Socorro Paúl con su amigo Guisasola. Venía el director de El Combate con los espíritus alborozados por su triunfo y por el sinnúmero de copas con que acababa de celebrarlo. No traía la cabeza fresca; pero los vapores cálidos que la ponían fuera de la normalidad, eran de carácter festivo con tendencias a la mansedumbre humanitaria. «¿Con que vamos bien? -dijo sentándose junto al lecho-. ¡Como que ello no es nada! Con pocos días de quietud en casita, podrá usted volver a las andadas. No hay vida como esta para llegar a viejo. A mí las trifulcas y el andar a tiros me rejuvenecen. Por cierto que esta noche, apenas me reparé del estómago, me volvió la memoria que había perdido... De pronto, como si en mí entrara una luz, me acordé de lo que pasó anoche en la calle de la Palma... Y en efecto, joven: me dejé decir alguna o algunas palabras incorrectas, o si se quiere impertinentes y desatinadas... Pero créame usted, caballero: no fuí yo quien dijo lo que a usted puso fuera de sí... Como me llamo José Paúl, que en aquel momento habló por mi boca una fantasma de Madrid a quien llaman Domiciana, que el día antes vino a contarme que le habían quitado una oveja... Y contándomelo con boca y babas de serpiente, habló de usted, y me echó a la cara las injurias a su señora madre... Aquí está Guisasola, testigo de que la despedí con cuatro frescas de las que yo gasto, y un empujón que la llevó de golpe hasta la escalera... Salió de estampía; pero sus palabras venenosas se me quedaron dentro, se me quedó ella misma metida en mi cuerpo. Fue, digo yo, como cuando está un hombre endemoniado... Por mi salud, que endemoniado estuve hasta la noche siguiente... Recuerdo ahora que cuando le vi a usted en la calle de la Palma, sentí como una fuerte basca... y... ¡brrum! eché por mi boca al demonio... o sus palabras, que ello viene a ser lo mismo».
Oyó Vicente esta declaración picaresca y jerezana con el interés que inspira un trozo de literatura anacreóntica... Algo quiso decir; pero el médico le cerró el pico, instando a los demás a que hablaran lo menos posible con el herido. Paúl hizo corrillo aparte con Guisasola, Cala y el médico para desfogar a media voz su locuacidad. Inspirado por su exaltada imaginación, decía, comentando el suceso de aquella noche: «¿Qué quieren que yo haga? ¿Que me deje asesinar por la patulea de Ducazcal? Tengo que defenderme. Contra el Mito, que así llaman a la PorraSagasta y Prim, trabucazo y adivina quién te dio. Ya verán quien es Paúl y Angulo. ¿No es una gorrinada que el capitán del Mito tenga un destino en la Conservaduría del Real Patrimonio?... Pues el muy gandul vive en las dependencias de Palacio, y anda por Madrid en un magnífico coche de los de la Casa Real... ¿Cabe mayor insulto a la sociedad, ni mayor cinismo en un Gobierno? Todos los días va el mitorro a tomar la orden al Ministerio de la Guerra. 'Mi General, ¿a quién silbamos o apedreamos esta noche?'. Y su General, que en vergüenza está a la altura de una alpargata, le dice: 'Felipe, quítame de en medio a Paúl, y te nombraré azafato de mi Rey Macarroni I'... Luego dicen que si yo, que si tal... Es que me sublevan, me dan asco los traidores... Yo inicié la revolución de Septiembre, yo traje la Libertad, y Prim la vende... ¿No es un miserable, no es un bandido?... ¿Estoy o no cargado de razón cuando digo: hemos de matar a ese hombre?».
Ya eran las dos de la madrugada cuando Halconero fue conducido a su casa sin más compañía que la de Enrique Bravo. La consternación que tenía en vilo a toda la familia, quedó reducida a una mediana zozobra cuando vieron al herido, que entraba por su pie, risueño y con relativa agilidad. Todos, la madre, el padrastro, los hermanitos, le rodearon, le besuquearon y le hicieron mil carantoñas. No tardó Lucila en despachar a chicos y grandes, y se quedó sola con Vicente, a quien acostó, disponiéndose a permanecer a su lado toda la noche. Ni él le dijo una palabra de la gresca en que le sobrevino aquel percance, ni ella le molestó con interrogaciones que le habrían causado inquietud y desvelo. Guardó la señora para mejor ocasión su curiosidad, y puso toda su alma en aplicar al hijo los tiernos cuidados que habían de ser, según ella, la medicina más eficaz.
Vencido de la debilidad y del horrible desgaste nervioso, cayó Halconero en un sopor hondo, con fiebre no muy alta y delirio a media voz, incoherente. De la herida no tenía la madre más informes que los traídos por Bravo, esto es, que no era de peligro, y que según el médico municipal, una operación sencillísima y quince días de asistencia cuidadosa bastarían para que el caballero se restituyese a su normal salud. Pensando en esto y sin quitar los ojos de su amado hijo, la celtíbera contaba los minutos, las horas, esperando la llegada de Augusto Miquis, a quien había mandado recado con Bravito.
En la familia de Calpena, la noticia del hecho levantó mayor sobresalto y ruido, por haber llegado repentinamente y sin preparación. Demetria y Gracia, avanzado ya el día, hubieron de emplear sin fin de circunloquios y artificios de lenguaje para dar a Pilarita conocimiento del triste caso. Cayó la doncella con un descomunal síncope, y fue menester meterla en la cama, llamar a Moreno Rubio, y probar en ella todo el arsenal de antiespasmódicos que ha inventado la ciencia para conjurar las tempestades del ánimo en el sexo femenino.
Las buenas noticias que durante todo el día administraron a Pilarita, no fueron parte a sosegarla. Rota la disciplina de sus nervios, pedía que su hermana Juanita no se separase un momento de su lado, y abrazándose a ella le contaba al oído sus imaginarias penas. Por la noche, después de disfrutar algún descanso, despertaba, tapándose los oídos, y sobresaltada y temerosa decía: «Mamá, ¿no oyes el rugido del león? Si no lo oyes, estás sorda como una tapia. Yo lo oigo dormida y despierta... ¿Pero te ríes, mamá? Es el león del Retiro. Ya sabes que está muy enfadado... A nuestra casa llegan los rugidos... Juana me ha dicho que ella también los oye... ya ves... no soy yo sola...».
Al siguiente día reaccionó la señorita, y funcionaba ya su entendimiento hacia la normalidad. Ya no decía que don Juan Prim había mandado matar a Vicente, ni que don Amadeo y su señora, la de la Cisterna, al posesionarse del trono habían hecho ministro a Paúl y Angulo y al Carbonerín... Todo volvió al estado de realidad, y se vio clara la desgracia sin tenerla por irremediable. Diariamente iban a visitar al herido don Fernando Calpena y el Coronel don Santiago, que volvían a la otra casa con noticias lisonjeras. Recobró la novia la paz de su alma por virtud de una cartita que le escribió su prometido con firme pulso, en la cual tuvo buen cuidado de poner cuantas esperanzas, ternezas y alegrías le sugirieron su amor y su literatura. Pero ¡ay! ni la literatura ni el amor podían impedir que la boda se retrasara un siglo más... dígase un mes.
A los cinco días del percance, un hábil operador extrajo del cuerpo de Vicente dos postas y un fragmento de ochavo moruno, y desde la salida de estas piezas entró la mejoría franca, y poco después la convalecencia, que si no fue corta, no llevó consigo ninguna complicación. A fines de Noviembre, cuando permitieron al herido el tónico moral de recibir la visita de su novia, se dio franca entrada a los amigos que quisieran entretenerle con pláticas no muy largas ni de temas excitantes. Don Santiago Ibero quiso referirle con pormenores curiosos, por él presenciados, la famosa sesión del 16 de Noviembre; pero Lucila le suplicó que dejase para otro día la votación de Rey, asunto complejo y peliagudo que podría perjudicar a Vicente si su cabeza, todavía muy débil, se obstinaba en discurrir sobre él.
Obediente a la señora, Ibero se metió en el despacho del candoroso don Ángel, el cual, siempre que encontraba una víctima, no la soltaba sin espetarle sus especiales puntos de vista sobre la elección de Rey. «Si miramos a la calidad más que a la cantidad, mi querido Ibero, valen más los veintisiete votos por Montpensier que los ciento noventa y uno que se ha cargado don Amadeo... ¡Valiente cuadrilla le ha salido al italiano!... ¿Quiénes son y que significan ese Albareda, ese Juanito Valera, ese Navarro y ese duque de Tetuán? Yo puedo asegurarle a usted que fueron nuestros hasta hace poco... Y del pollo antequerano, ¿qué me dice usted?... Para mí que Ayala es el corruptor de toda esta familia, con el dinero que han traído de Cuba don Manuel Calvo y demás negreros para hacer propaganda en favor de la esclavitud... ¿Ha visto usted cómo la Bolsa ha saludado la elección con un alza considerable? Vea usted la mano de Manzanedo, de Herrera, de Vinent. El dinero cubano nos perderá... Y hay que reconocer que los federales han sabido cumplir... Sus sesenta votos indican que hay en España hombres que no se venden. Los carlistas serán esto y lo otro; pero no se les puede negar la decencia. Viendo estas cosas -añadió sacando un número de El Combate-, casi estoy por dar la razón a este loquinario de Paúl, que dice (se cala los lentes y lee): 'El 16 de Noviembre de 1870 será para la España revolucionaria de Septiembre la marca de una vida afrentosa, que en vano intentará borrar de su frente la sangre del tirano'. Pues fíjese ahora en la salutación cariñosa que dirige a las Cortes y al nuevo Rey: 'El edificio está coronado; lo remata un mamarracho, obra de la desesperación de algunos hambrientos'. ¿Qué tal, Ibero amigo?... ¿Medita usted?... Nosotros los montpensieristas nos lavamos las manos, y a su tiempo se verá si laSoberanía Nacional se lava, no las manos, sino el rostro, con la sangre del tirano».