España trágica/XXV
XXV
Ibero llevaba con paciencia la derrota de Espartero (ocho votos no más, ocho leales), y sólo pensaba en describir a su amigo la efervescencia y algarabía de la Representación Nacional en aquellas solemnes horas. Momentos hubo en que la semejanza de las Cortes con un circo de gallos fue completa. Federales y carlistas se levantan, se sientan, soltando de sus gargantas enardecidas voces de guerra y desafío. Figueras, Múzquiz, Vinader, Blanc, Moreno Rodríguez, Abárzuza, se suceden como en galope infernal, presentando exposiciones contrarias a la candidatura de Amadeo, o leyendo listas de los diputados que en las Constituyentes del 54 votaron contra doña Isabel II. Uno pide que se lean tales artículos del reglamento; otro reclama la lectura de la Bula de Excomunión fulminada por Pío IX contra Víctor Manuel y su familia. El barullo crece, la temperatura parlamentaria llega al rojo, el Presidente rompe campanillas. En lo más recio del tumulto, se levanta Paúl, y en medio del hemiciclo, la voz ronca, los brazos por alto, la cara echando fuego, pronuncia estas atrocidades que el pudoroso Diario de las Sesiones no admite en sus columnas: En nombre de todos los españoles que tienen vergüenza y dignidad, y que no son presupuestívoros como lo sois vosotros, protesto de las farsas indignas que aquí se representan.
Por fin, cuando el Presidente, afónico ya y sudoroso, logra establecer una calma relativa, aporreando la mesa y mandando que callen, que se sienten, que respeten la majestad del lugar, empieza la votación... En el curso de esta, surgen cómicos entorpecimientos. El General Izquierdo:Pido la palabra. El Presidente: No hay palabra. El General Izquierdo: «La pido, señor Presidente, para decir tan sólo que si hasta este momento he defendido la candidatura del señor Duque de Montpensier, ahora voto al señor Duque de Aosta». (Aplausos aquí, risas allá.) Desfilan uno tras otro los diputados, formulando su voto en una papeleta donde constan el nombre del votante y el del Rey elegible. En la Mesa, los Secretarios y los que intervienen la votación forman una piña espesa. El escrutinio dura largo rato, y es presenciado con expectación, que en ningún momento es silenciosa. Nadie ocupa su asiento. Van y vienen, y un vórtice de impaciencia y ansiedad llena la Cámara. Cuentan, recuentan, se lee la lista de los ausentes, la lista de los votantes. Del cúmulo de cifras y del laberinto de nombres, emerge al fin la voz del Presidente que dice: «Queda elegido Rey el Duque de Aosta.» Eran las siete y media.
Mas con esto no se termina el acto ruidoso y memorable. Suspendida la sesión para designar los diputados que habrán de ir a Italia a presentar a don Amadeo el acta de su elección, se reanuda después de las ocho. Otra vez a votar. Los caballeros que por voluntad de la Cámara habían de ir a Italia a cumplimentar al Rey y a traerle al hispano redondel, recibieron desde aquella noche el nombre de cabestros. La guasa española ni en las ocasiones más solemnes se desmentía.
Y mientras allá en la Montaña del Príncipe Pío, cañones roncos anunciaban a Madrid y a España que teníamos Rey, el Presidente Ruiz Zorrilla pronunciaba con ronquera y cansancio un discurso apologético del hijo de Víctor Manuel. No quiso Dios que con este sermón acabase la borrascosa jornada del 16 de Noviembre, porque de nuevo se enredaron mayoría y minorías en acerbas disputas. Tronó Castelar, granizó Figueras, y el Presidente hubo de hacer frente con descomunal esfuerzo a la nueva tempestad que amenazaba. Sobre si después de la elección de Rey podía este ser discutido, resurgió la borrasca, un nuevo desate de los vientos airados, y de las voces y réplicas que parecían gritos callejeros. La ingente pelea entre Monarquía y República, coleaba todavía con vigorosas convulsiones. ¡Y lo que aún habías de colear, morena!... Por fin, como quien despierta de angustiosa pesadilla, el Presidente respiró y dijo: «Se levanta la sesión». Eran las nueve. El cañón lejano había enmudecido.
Rebañando en su memoria sacó Ibero detalles interesantes de la votación. Los conservadores, con Cánovas al frente, habían votado en blanco. Dos tan sólo, Iranzo y Otero Rosillo, dieron gallardamente su voto a don Alfonso de Borbón. No recataba el Coronel su derivación hacia el aostismo o amadeísmo, guiado por el criterio superior de su hermano político don Fernando Calpena. En realidad, era el único partido viable en las anómalas circunstancias del día. Los 191 votos decían bien claro que los hombres de orden entraban en aquel despejado camino, conducidos por don Juan Prim, ante cuya firme voluntad y agudeza cedían todos los obstáculos y dificultades.
Reconocía don Ángel Cordero las dotes políticas del jefe; pero echaba de menos en él la potencia administrativa y el golpe de vista económico. «Créame usted, amigo Ibero -dijo a su amigo cogiendo de la mesa un librejo de pocas hojas-. El señor de Prim no será nunca económico ni administrativo. Vea usted lo que dice este papel, obra de un notabilísimo escritor a quien llaman don Roque Barcia. (Lee.) «Ese General (Prim) tiene de sueldo diez mil reales mensuales, y gasta mil duros todos los días... Ese General gasta su sueldo en el postre ordinario de su mesa... Ese General recibió dinero de los moderados, de los unionistas, de los progresistas, de los demócratas; lo recibiría mañana de los republicanos si estos no le conocieran... Ese General, plebeyo insaciable, plebeyo ingrato, venderá a don Amadeo como vendió a su augusta comadre doña Isabel II... Si España diese a Prim un palacio de piedra, lo querría de plata; si fuese de plata, lo querría de oro; si fuese de oro, habría de ser de diamantes...». No leo más; basta. Pues con un hombre así no voy yo a ninguna parte, don Santiago de mi alma. Digo con este don Roque: «Señor Duque de Aosta, venid confesado».
Como se ve, el candoroso don Ángel, al volver mohíno y desalentado del campo administrativo de Orleans, se prendaba de las doctrinas hiperbólicas y del bíblico estilo de Roque Barcia. España estaba loca, y la propia Economía política se iba del seguro, como decía Vicente Halconero. Este mejoraba rápidamente, y desentumecía su cerebro con el amigo Enrique remembrando los hechos pasados. Entre otras cosas, contó Vicente que en la noche de marras había salido de la redacción de El Combatesin saber si tomaría partido por los de Paúl o por los de la Porra. Unos y otro éranle profundamente antipáticos. En cuanto se vio en el terreno de la lucha, sintiose inclinado a dar su apoyo a los que viera más débiles. Su único fin era que no se le tuviese por cobarde. Dos disparos hizo con su revólver desde los cajones de la Plaza. Con ellos alentó a unos paulistas, que tenían traza de panaderos y se batían a garrotazo limpio. Después supo que eran operarios de una tahona cercana... A los pocos minutos, se vio envuelto en un grupo de porros, los cuales le estrecharon tanto que no podía moverse. Un disparo les dispersó. Cuando intentaba reconocer de dónde había venido el tiro, ¡pum! le descerrajaron casi a quemarropa el trabucazo que le dejó tendido. En el tirador creyó reconocer al ojalatero Gabiola.
«Estás equivocado -dijo Bravito-. Gabiola no llevaba esa noche trabuco, sino escopeta, y cargada con sal para meter ruido sin matar. Me consta esto de un modo indubitable.
-¿Sería Langarica? El demonio lo sabrá... Cuando me llevaron herido a la redacción, vi caras conocidas, ojos que me miraban con lástima. Los nombres relacionados con aquellas caras huían de mi memoria. Quizás eran de esos nombres que uno no sabe nunca, porque nada nos interesan las personas que los llevan.
-El que de seguro estaba era Montesinos.
-¿Uno pequeño, flacucho, vivaracho?
-No: Montesinos es figura procerosa. El chiquitín que dices, debía de ser ese que llaman Matacristos. Y estaría también otro tipo inconfundible, Torralba. De fijo lo viste allí. Es un madrileño neto y barbián, más conocido que la ruda.
-Buena figura: barba y pelo castaños, ojos garzos...
-El mismo. Pero más que las señas particulares de talle y rostro, le caracteriza el que tiene una mujer llamada Pepita, buena, inteligente y simpática, tan enamorada de su marido y tan celosa, que va con él a todas partes, incluso a los sitios y ocasiones de mayor peligro: barricadas, motines, trifulcas... Allí donde esté Torralba peleando por la libertad o contra las quintas, no puede faltar Pepita, exponiéndose al fuego por vigilar bien de cerca al marido, tan valiente como pinturero.
-Pues te diré: si de haber visto al hombre no tengo idea clara, sí recuerdo que cuando en la camilla me llevaban a la Casa de Socorro, fue junto a mí una mujer acompañándome con sus lamentaciones:¡pobrecito... qué dolor!... De cuanto en aquella noche me pasó, de las diferentes impresiones que entraron en mí por los ojos y los oídos, algunas han quedado en mi cerebro con tal intensidad, que no las olvidaré nunca. La voz de Paúl, jactanciosa, sin ningún acento de odio contra mí; la figura de Pepita plañidera, y el sonido del trabucazo que me tumbó, son sensaciones inolvidables. Durante muchas noches de insomnio y fiebre oía el terrible disparo... Era... no puedo explicártelo... algo como cien campanas que a la vez dieran el golpe, del cual quedaba en el aire una vibración nunca extinguida...».
De estas y otras cosas atañederas al suceso de la infausta noche hablaron los amigos, llevando graciosamente el asunto al vago humorismo, en que se desvanecían las trágicas emociones. Y lo más peregrino en los comentarios de aquella página histórica, fue la sinceridad con que declaró Vicente la transformación de sus sentimientos con respecto a Paúl. Ya este le inspiraba menos odio que lástima; le tenía por un loco irresponsable, peligrosísimo...
«Es un iluminado, un poseído, un epiléptico, a quien no se debe permitir que ande suelto por el mundo -afirmó Bravo-. Lo mismo podría decirse de los bárbaros que le siguen. Casi todos ellos son en la vida privada hombres de bien; viven de su trabajo, y algunos tienen una holgura ganada honradamente. El fanatismo que don José ha metido en sus almas podrá llevarles a los mayores desafueros. Pero no hallarás entre ellos ninguno que vaya al crimen por interés. No son asesinos asalariados, sino matones espontáneos, espirituales, movidos por una exaltación morbosa y mecánica».
Sobre el jerezano hizo Halconero observaciones muy atinadas. En él veía la representación personal de la fiebre o locura que en aquel año fatídico padecía la sociedad española... Completará la figura el hecho que a continuación se refiere.
Una noche de las últimas de Noviembre, los mitológicos asaltaron el teatrito de Calderón, donde había de estrenarse un sainete cómico-burlesco, tituladoMacarronini I. Tomadas y ocupadas por la cuadrilla todas las butacas, desde la fila 4.ª a la 24, apenas se levantó el telón empezó el disparo de patatas y de verduras arrojadizas sobre los pobres comediantes; y como estos protestaran con ira, los alborotadores invadieron el escenario, y allí no quedó decoración entera, ni mueble sano, ni actor sin desgarrones en la ropa y cardenales en el rostro. Huyó el público despavorido, se desmayaron muchas señoras, y algún niño salió magullado. A los agentes del Orden no se les vio el pelo, y el acto vandálico se consumó con discreto alejamiento de la autoridad. Y menos mal que no hubo muertos, como en el salvaje atropello del Casino carlista de la Corredera.
De este y otros desmanes quedó en el público un rastro de indignación, de acres disputas. Paúl en su Combate y Ducazcal en La Iberia, se pusieron de vuelta y media, achacándose uno a otro la culpa del escándalo. Felipe se jactó de haber maltratado al jerezano en plena calle. Lo más suave que Paúl dijo a su enemigo fue este puñado de flores: «Al jefe de la partida de asesinos, protegidos por el Gobierno que a España deshonra, a Felipe Ducazcal, tiene dicho el Director de El Combate: -Que le reconoce como vil y cobarde agente del ignominioso Gobierno de Prim y Prats. -Que mintió como un villano al asegurar que le había maltratado, quitándole el revólver. -Y, por último, que sin embargo de su despreciable condición, dispuesto estaba a batirse con él cuando quiera y como quiera».
Inevitable fue salir al campo del honor; empezaron las visitas de caballeros, el discutir y fijar las condiciones del lance. Este se concertó al fin a muerte. Padrinos de Paúl fueron Santamaría y La Rosa; los de Ducazcal, Doñamayor y Menéndez Escolar, teniente de Cantabria. El 10 de Diciembre, muy de mañana, habían de encontrarse los dos valentones con sus testigos detrás de las tapias del cementerio de San Isidro. Si un duelo es siempre cosa de cuidado, para Ducazcal fue aquel atrozmente inoportuno, porque se hallaba el hombre en la luna de miel: días antes se había casado con una hermosa pescadera de la calle Mayor.
Tempranito salió Felipe de su casa, próxima a la llamada de Pajes, detrás de la Armería, y en coche de la Casa Real, tirado por magnífico tronco de mulas, se fue con sus padrinos al Tiro de Leonardo, en la Castellana, donde estuvo más de una hora ejercitándose en el tiro de pistola. Con admirable destreza puso doce blancos. Los padrinos le felicitaron, asegurándole un triunfo si en el terreno apuntaba y afinaba tan bien como en la Castellana. Después del feliz ensayo, partieron a la carrera para San Isidro; llevaban las mismas pistolas que en Marzo de aquel año sirvieron para el duelo en que Montpensier mató al Infante don Enrique.
La llegada a San Isidro coincidió con la de un lujoso entierro escoltado de innumerables coches. Viendo de lejos los dos simones en que venía Paúl con sus padrinos, comprendieron la dificultad de escabullirse tras el cementerio sin llamar la atención. Vacilaron entre ir a lo suyo o agregarse a la cáfila del entierro, y estando en estas dudas, se les presentó un sargento de la Guardia Civil de a caballo con dos números, interrogándoles en forma que indicaba el propósito de impedir el duelo. Grande fue la contrariedad de Ducazcal, que agotó todo el repertorio de apóstrofes para maldecir su suerte. Le sacaba de quicio la idea de queel otro le supusiera capaz de haber dado el soplo a la policía, para librarse de un encuentro en tan graves condiciones.
Invocando a todos los demonios, dio con una estratagema que salvaría su opinión de caballero intachable. Convino con sus padrinos en echar pie a tierra para confirmar lo que habían dicho al guardia civil, esto es, que formaban parte de la comitiva del entierro. Y en tanto, el amigo Menéndez Escolar corrió a donde estaban los dos simones de Paúl, y contó a este lo que pasaba. El mejor medio para salir del atranco era que don José y sus padrinos se metieran en el coche de la Real Casa, y salieran pitando para el Arroyo Abroñigal, mientras Felipe y los suyos irían en los alquilones al Gobierno Civil para ver a Martos y exponerle el caso. No dudaban que el Gobernador interino les daría permiso para matarse como caballeros en donde lo tuvieran por conveniente.
Así se hizo, no sin que Paúl, escamón, pusiera el ceño de matachín perdonavidas. Mientras los unos iban al Abroñigal en el coche regio, los otros emprendieron la carrera hacia el Gobierno Civil, donde Ducazcal, con fieras maldiciones, pintó a su amigo Martos el desairado trance en que le ponía echando la Guardia Civil en persecución de los honrados paladines. Martos le dijo: «Váyanse, váyanse al Abroñigal; pero a prisita, y despachen lo más pronto que puedan, que yo aguardaré un poco... Calcularé el tiempo para que la Guardia Civil llegue allá cuando de los dos valientes no queden más que los rabos».
Salieron Ducazcal y los suyos con loca impaciencia, ofreciendo propina de un duro a cada simón; y ya eran más de las once, cuando se juntaron unos y otros en un barranco del Abroñigal, a la izquierda y fuera de la vista de las Ventas... Pero no había tiempo que perder, y aunque el sitio era estrecho, sin espacio bastante para partir el sol, no se entretendrían en buscarlo más cómodo, por no parecerse a Bertoldo eligiendo el árbol en que había de ser ahorcado. El día era glacial. De la nieve caída en la noche anterior, quedaban enormes cuajarones en los sitios no acariciados por el sol.
¡Al avío, al avío! Activaron los padrinos las prolijas funciones preparatorias: medir distancias, sortear los puestos y las armas, cargar, etc... Llevaba Ducazcal un majestuosocarrick nuevo de última moda, levita inglesa y chistera flamante. Paúl iba envuelto en luenga capa de paño verde, con larga esclavina y cuello alto. Sobre este campeaba un sombrero de alas anchas. Llegado el instante de recibir las pistolas, cada uno de los duelistas dejó ver su peculiar temperamento y psicología. Felipe, con gesto semejante al de un tenor de ópera en la escena de las bodas de Lucía, arrojó lejos de sí el carrick elegante y la bimba lustrosa; Paúl se quitó la pesada capa, y doblada cuidadosamente, como si apreciase la prenda pluvial más que su propio cuerpo, la dejó en un sitio despejado de nieve, y sobre ella puso el blando chapeo. Quedó la figura escueta, con zamarra, pantalón de pana y botas altas.
Tocó a Ducazcal disparar primero. También en la manera de tirar se declaraba la diferencia de temperamentos. Ambos eran valientes; pero el valor, como todo lo humano, reviste formas variadísimas. El de Felipe era enfático y decorativo; el de Paúl, reconcentrado, profundamente austero... Tiró Ducazcal con precipitación desdichada, disgustando a sus padrinos, que en la mañana de aquel día le habían visto hacer blancos con admirable precisión en elTiro de Leonardo... Por segunda vez disparó con más arrogancia que tino, con teatral guapeza. Y se le acercó su padrino Menéndez Escolar, diciéndole: «Afine usted, afine por Dios... o ese hombre le mata».
Siguieron tirando. En una de las suertes, le falló a Ducazcal la pistola; arrojola con gallardo gesto, volviendo la cabeza. En aquel momento la bala de Paúl le entró por una oreja. Felipe dio una gran voltereta y cayó como muerto. Mientras los padrinos, acudiendo a socorrerle, daban por terminado el lance, Paúl recogió y desdobló su capa tranquilamente, se la puso, se caló el sombrero, y sin más saludo que una grave reverencia, se marchó con su padrino La Rosa.