Eutifrón
ARGUMENTO.
La naturaleza de la santidad, ó usando el lenguaje de Platon, lo santo, ocupa el fondo del diálogo; y un supuesto encuentro del adivino Eutifron con Sócrates es lo que da orígen á la cuestion. Eutifron pretende realizar un acto santo, reclamado por la justicia, pidiendo, con ocasion de la muerte de un esclavo, una condena contra su padre. Al que piensa que obra santamente, tiene cualquiera derecho á exigir de él, que diga en qué consiste la santidad. Esto es lo que hace Sócrates, que representa en este caso la conciencia moral y la razon. ¿La santidad consiste, por ejemplo, en tomar por modelos á Saturno y á Júpiter, los más grandes de los dioses, que, segun las leyendas, se erigieron uno y otro en jueces de su propio padre? Pero un ejemplo no puede ocupar el lugar de una definicion; porque designar una accion santa no es precisar el carácter esencial y universal de la santidad. Es imprescindible que Eutifron generalice su pensamiento y dé la siguiente definicion: La santidad es lo que agrada á los dioses, y la impiedad es lo que les desagrada. —Pero los dioses no están acordes entre sí, como que están divididos. Lo que agrada á los unos puede desagradar á los otros, y en este concepto el mismo hombre y la misma accion serán santas é impías, todo á la vez. La santidad absoluta es, por consiguiente, incompatible con la pluralidad de los dioses. Esta consecuencia ruinosa, impuesta por la lógica, sale del fondo mismo de la teología politeista. ¿Y qué argumentos pueden oponerse á esta consecuencia? ¿Será gratuita y contradictoria esta afirmacion, de que los dioses están siempre de acuerdo sobre la santidad de una accion? Admitamos por un momento la nueva definicion que de aquí se deduce. La san tidad es lo que agrada á todos los dioses, y la impiedad lo que á todos desagrada. Ahora se trata de indagar si lo que es santo es amado por los dioses porque es santo; ó si es santo porque es amado por los dioses; lo que equivale á averiguar si la santidad por su esencia y su fuerza propias tiene derecho al amor de los dioses; si se impone á su amor por ser superior á él, distinto é independiente de él; ó bien si el amor de los dioses á un objeto cualquiera es el que convierte este objeto en una cosa santa. Podrá responderse que lo santo no puede ménos de ser amado por los dioses. ¿Pero qué se sigue de aquí? Esta conclusion decisiva: de que lo santo es amado por los dioses por lo mismo que es santo, en otros términos, que es amable en sí y por sí. —Desde este acto la segunda definicion no es más sostenible que la primera; porque decir que la santidad es lo que es amado por los dioses, es admitir la sinonimia de dos términos de hecho distintos; es asociar dos ideas en el fondo muy diferentes. En efecto, lo que es santo, siendo amable en sí, amado por sí, no tiene ninguna relacion con lo que es amado, y que sólo es amable en tanto que es amado. Lo primero subsiste independientemente del amor que exige; lo segundo sólo existe por el capricho del amor. La última consecuencia de este razonamiento es, que no está en poder de los dioses constituir á su placer ni lo santo ni lo impío.
Por consiguiente, el ser amado por los dioses no es más que una de las propiedades de la santidad, pero no es su esencia. Pero entónces, ¿qué es la santidad en sí, y por qué la aman los dioses? Esto es lo que estamos ahora en el caso de averiguar. Para ello recurramos á una tercera. definicion. Lo santo es lo justo; y para dar la prueba, examinemos la naturaleza de la relacion que liga la santidad á la justicia. ¿Cuál de las dos comprende la otra? ¿Lo justo es una parte de lo santo, ó lo santo es una parte de lo justo? Si es cierto decir que las acciones santas son siempre justas, mientras que no todas las acciones justas son necesariamente santas, no puede ménos de admitirse que la justicia es más extensa por esencia que la santidad. La santidad es sólo esta parte de la justicia que se refiere á los cuidados y atenciones que el hombre debe los dioses: verdadera sirviente de los dioses, la santidad les honra con el doble ministerio de la oracion y de los sacrificios. Pero orar es pedir, y sacrificar es dar; de donde se sigue que los hombres, al parecer, ejercen con los dioses una especie de cambio, un tráfico. ¡La santidad un tráfico! Así lo exige una lógica rigorosa; y además es este un tráfico del que no resulta ninguna ventaja á los dioses, puesto que el hombre puede ganar, efecto de la divina benevolencia, y en cambio sólo puede ofrecer á los dioses un sacrificio absolutamente estéril para la divinidad. ¿Se dirá que el culto es agradable á los dioses? Sin duda. Pero como el culto no es otra cosa que la santidad, se vuelve por un círculo inevitable á la definicion ya refutada: La santidad es lo que agrada á los dioses. Este tercer esfuerzo no tiene mejor resultado que los precedentes: la discusion no adelanta, y Sócrates suplica al adivino que la lleve á su término; pero éste lo esquiva y la corta en tal estado.
Tal es el curso que ha llevado este diálogo, rico en su brevedad. Se ha echado en cara á Platon la forma negativa y la falta de conclusion del Eutifron. La única respuesta que debe darse á lo primero es que hay cierta singularidad en convertir en cargo contra Platon una de las necesidades de la polémica, cuyo deber es ciertamente presentar, pelear y destruir el error bajo todas sus formas, ántes de establecer la verdad. La ruina de los sistemas rivales no es el más sólido fundamento de toda filosofía dogmática? Además, demostrar la falsedad de ciertos principios no es dar una mayor claridad á los principios verdaderos? —En segundo lugar, sostener que este diálogo no concluye, es negarse voluntariamente, á mi parecer, á sacar las consecuencias de las premisas sentadas en el curso de la discusion. ¿No puede concluirse de tales premisas, por lo menos implícitamente, el haber demostrado la impotencia moral del politeismo, lo ridículo y lo peligroso de sus tradiciones fabulosas, la vanidad y esterilidad de su culto, la incapacidad radical de sus ministros para comprender y definir la santidad, el haber puesto, en fin, en plena evidencia este verdadero y sólido principio, conquista del espiritualismo naciente, de que la santidad absoluta en sí, superior á la voluntad de los hombres, lo mismo que á lo arbitrario de los dioses del paganismo, es eterna é inmutable como Dios mismo, Dios único, su principio su fin? Este es el primer esfuerzo de las doctrinas nuevas, que despues de haber arruinado la degradante influencia de las supersticiones mitológicas ciegamente aceptadas, debian despertar, en las conciencias, el sentimiento de la libertad y de la dignidad del hombre, y, en su razon, la idea verdadera de Dios y la de una religion digna de él.
EUTIFRON Ó DE LA SANTIDAD.
¿Qué novedad, Sócrates? Abandonas tus hábitos del Liceo para venir al pórtico del Rey?[1] Tú no tienes, como yo, procesos que te traigan á aquí.
Lo que me trae aquí es peor que un proceso, es lo que los atenienses llaman negocio de Estado.
¿Qué es lo que me dices? Precisamente alguno te acusa; porque jamás creeré que tú acuses á nadie.
Seguramente que nó.
¿Es otro el que te acusa?
Si.
¿Y quién es tu acusador?
Yo no le conozco bien; me parece ser un jóven, que no es conocido aún, y que creo se llama Melito, de la villa de Pithos. Si recuerdas algun Melito de Pithos de pelo laso, barba escasa y nariz aguileña, ese es mi acusador.
No le recuerdo, Sócrates. ¿Pero cuál es la acusacion que intenta contra ti?
¿Qué acusacion? Una acusacion que supone no ser un hombre ordinario; porque en los pocos años que cuenta no es poco estar instruido en materias tan importantes. Dice que sabe lo que hoy dia se trabaja para corromper la juventud, y que sabe quiénes son los corruptores. Sin duda este jóven es mozo muy entendido, que habiendo conocido mi ignorancia viene á acusarme de que corrompo sus compañeros y me arrastra ante el tribunal de la patria como madre comun. Y es preciso confesarlo; es el único que me parece conocer los fundamentos de una buena política; porque la razon quiere que un hombre de Estado comience siempre por la educacion de la juventud, para hacerla tan virtuosa cuanto pueda serlo; á la manera que un buen jardinero fija su principal cuidado en las plantas tiernas, para despues extenderlo á las demás. Sin duda Melito observa la misma conducta, y comnienza por echarnos fuera á nosotros, los que dice que corrompemos la flor de la juventud. Y despues que lo haya conseguido extenderá indudablemente sus cuidados benéficos á las demás plantas más crecidas, y de esta manera hará á su patria los más grandes y numerosos servicios; porque no podemos prometernos ménos de un hombre que comienza con tan favorables auspicios.
Cosas que por lo pronto, al escucharlas, parecen absurdas, porque dice que fabrico dioses, que introduzco otros nuevos, y que no creo en los dioses antiguos. Hé aquí de lo que me acusa.
Ya entiendo; es porque tú supones tener un demonio familiar[2] que no te abandona. Bajo este principio él te acusa de introducir en la religion opiniones nuevas, y con eso viene á desacreditarte ante este tribunal, sabiendo bien que el pueblo está siempre dispuesto á recibir esta clase de calumnias. ¿Qué me sucede á mí mismo[3], cuando en las asambleas hablo de cosas divinas y predigo lo que ha de suceder? Se burlan todos de mí como de un demente; y no es porque no se hayan visto realizadas las cosas que he predicho, sino porque tienen envidia á los que son como nosotros. ¿Y qué se hace en este caso? El mejor partido es no curarse de ello y seguir uno su camino.
Mi querido Eutifron; no es un gran negocio el verse algunas veces mofado, porque al cabo los atenienses, á mi parecer, se cuidan poco de examinar si uno es hábil, con tal que no se mezcle en la enseñanza. Pero si se mezcla, entónces montan en cólera, ya sea por envidia, como tú dices, ó por cualquiera otra razon.
Hé aquí sin duda por qué eres tú tan reservado, y por qué no comunicas voluntariamente tu ciencia á los demás; pero respecto á mí, temo no creen que el amor que tengo por todos los hombres me arrastra á enseñarles todo lo que sé; no sólo sin exigirles recompensa, sino previniéndoles y estrechándoles á que me escuchen. Que si se limitasen á mofarse de mí, como dices se mofan de tí, no sería desagradable pasar aquí algunas horas de broma y diversion; pero si toman la cosa sériamente, sólo vosotros los adivinos podreis decir lo que sucederá.
Espero que ningun mal te suceda, y que llevarás á buen término tu negocio, como yo el mio.
¿Luego tienes aquí algun negocio? ¿Y eres defensor ó acusador?
Acusador.
¿A quién persigues?
Cuando te lo diga me creerás loco.
¡Cómo! ¿Acusas á alguno que tenga alas?
El que yo persigo, en lugar de tener alas, es tan viejo, que apenas puede andar.
¿Quién es?
Mi padre.
Sí, mi padre.
¡Ah! ¿De qué le acusas?
De homicidio, Sócrates.
De homicidio, ¡por Hércules! Hé aquí una acusacion que está fuera del alcance del pueblo, que no comprenderá jamás que pueda ser justa, en términos que un hombre ordinario tendria mucha dificultad en sostenerla. Un hecho semejante estaba reservado para un hombre que ha llegado á la cima de la sabiduría.
Sí, ¡por Hércules! á la cima de la sabiduría.
¡Es alguno de tus parientes á quien tu padre ha dado muerte? Indudablemente debe ser así, porque por un extraño no habias de acusar á tu padre.
¡Qué absurdo, Sócrates, creer que en esta materia haya diferencia entre un pariente y un extraño! Lo que es preciso tener presente es si el que ha dado la muerte lo ha hecho justa ó injustamente. Si es justamente, es preciso dejarle en paz; pero si es injustamente, tú estás obligado á perseguirle, cualquiera que sea la amistad ó parentesco que haya entre vosotros. Sería hacerte cómplice de su crímen si mantuvieras relaciones con él y no pidieras su castigo, que es el único que puede absolver á ambos. Mas voy á ponerte al corriente del hecho que motiva la acusacion. El muerto era uno de nuestros colonos que llevaba una de nuestras heredades cuando habitábamos en Naxos.
Un dia, que habia bebido con exceso, se remontó y encarnizó tan furiosamente contra uno de nuestros esclavos, que le mató. Mi padre ató de piés y manos al colono, le sumió en una profunda hoya y en el acto envió aquí á consultar á uno de los Exégetas para saber lo que debia hacer, sin curarse más del prisionero y abandonándole como un asesino, cuya vida era de poca importancia; así fué que murió; porque el hambre, el frio y el peso de las cadenas le mataron ántes que el hombre, que mi padre envió, volviese. Con este motivo, y vista mi actitud, toda la familia se subleva contra mí, porque mediando un asesino acuso á mi padre de un homicidio, que ellos pretenden que no ha cometido, y áun dado caso de que le hubiera cometido, sostienen que yo no deberia perseguirle, puesto que el muerto era un malvado y un asesino, y que por otra parte es una accion impía que un hijo persiga á su padre criminalmente. ¡Tan ciegos están sobre el conocimiento de las cosas divinas, y tan incapaces para discernir lo que es impío de lo que es santo!
Pero ¡por Júpiter! ¿crees, Eutifron, tú que conoces tan exactamente las cosas divinas, y que distingues con precision lo que es santo y lo que es impío, que habiendo pasado las cosas de la manera que dices, puedas perseguir á tu padre, sin temor de cometer una impiedad?
Me estimaria bien poco, y Eutifron no tendria ventaja sobre los demás hombres, si no conociese todas estas cosas perfectamente.
¡Oh maravilloso Eutifron! Estoy convencido de que el mejor partido que yo puedo tomar es hacerme tu discípulo y hacer saber á Melito, ántes del juicio de mi proceso, que hasta aquí he mirado como una de las mayores ventajas saber bien las cosas divinas; pero que hoy dia, viendo que me acusa de haber caido en el error introduciendo temerariamente opiniones nuevas sobre la divinidad, me he pasado á tu escuela. Así, pues, le diré: Melito, si con fiesas que Eutifron es hábil en estas materias, y que sus opiniones son buenas, te declaro que tengo los mismos sentimientos que él; por consiguiente cesa de perseguirme; y si, por lo contrario, crees que Eutifron no es ortodoxo, emplaza al maestro ántes de tomarla con el discípulo, puesto que él es el que pierde á los dos ancianos, su padre y yo; á mí por enseñarme una religion falsa, y á su padre por perseguirle, fundado en los principios de esta misma religion. Pero si se desentiende de mi peticion y continúa en perseguirme, ó dejándome se dirige á tí, tú no dejarás de comparecer y decir lo mismo que yo le hubiera significado.
¡Por Júpiter! Sócrates, si su imprudencia llega al punto de atacarme, bien pronto encontraré su flaco, y correrá más peligro que yo delante de los jueces.
Ya lo sé, y hé aquí por qué deseaba tanto ser tu discípulo, seguro que no hay nadie tan atrevido para mirarte cara á cara; ni el mismo Melito; ese hombre que penetra hasta tal punto el fondo de mi corazon que me acusa de impiedad.
Ahora, en nombre de los dioses, dime lo que hace poco me asegurabas saber tan bien: qué es lo santo y lo impío; sobre el homicidio, por ejemplo, y sobre todos los demás objetos que pueden presentarse. ¿La santidad no es siempre semejante á sí misma en toda clase de acciones? Y la impiedad, que es su contraria, ¿no es igualmente siempre la misma, de suerte que la misma idea, el mismo carácter de impiedad, se encuentra siempre en lo que es impío?
Seguramente, Sócrates.
Llamo santo, por ejemplo, lo que hago yo hoy dia de perseguir en justicia todo hombre que comete muertes, sacrilegios y otras injusticias semejantes, ya sea padre, madre, hermano ó cualquiera otro; y llamo impío no perseguirles. Sígueme, Sócrates; te lo suplico, porque quiero darte pruebas bien positivas de que mi definicion es buena, y que es una accion santa, como se lo he dicho á muchas personas, no tener ningun género de miramientos con el impío, cualquiera que él sea. Todo el mundo sabe que Júpiter es el mejor y el más justo de los dioses, y todos convienen en que encadenó á su mismo padre porque devoraba sus hijos contra razon y justicia; y Saturno no trató con ménos rigor å su padre por otra falta. Sin embargo, se sublevan contra mí porque persigo á mi padre por una injusticia atroz, y se incurre en una manifiesta contradiccion, juzgando de tan distinto modo la accion de los dioses y la mia.
¿No es esto mismo, Eutifron, lo que motiva hoy mi acusacion ante el tribunal, porque cuando se me habla de estas leyendas de los dioses las recibo con dificultad? Y estoy persuadido que este será el crimen que se me impute. Si tú que eres tan hábil en materia de religion, estás de acuerdo en este punto con el pueblo, y si crees en tales leyendas, es de necesidad que nosotros lo creamos igualmente; nosotros que confesamos ingénuamente no tener ningun conocimiento de estas materias. Esta es la razon para pedirte, en nombre del dios que preside á la amistad, que no me engañes, y que me digas: ¿Crees que todas estas cosas se hayan realmente verificado?
¿Crees con formalidad que entre los dioses hay guerras, odios, combates y todas las demás pasiones tan sorprendentes que los poetas y pintores nos representan en sus poesías y en sus cuadros, de que se hace ostentacion por todas partes en nuestros templos, y con que se abigarra ese velo misterioso que se lleva cada cinco años en procesion á la ciudadela del Acrópolis durante las Panateneas[4]? Eutifron, debemos nosotros recibir todas estas cosas como verdades?
No sólo éstas, Sócrates, sino muchas otras, como te dije ántes, que te explicaré si quieres, y que te sorprenderán bajo mi palabra.
No me sorprenderán; pero tú me las explicarás en otra ocasion que estemos más despacio. Ahora procura explicarme más claramente lo que te he preguntado; porque aún no has satisfecho plenamente á mi pregunta, ni me has enseñado lo que es santidad. Sólo me has dicho, que lo santo es lo que tú haces, acusando á tu padre de homicidio.
Te he dicho la verdad.
Quizá. ¿Pero no hay otras muchas cosas que tú llamas santas?
Sin duda.
Acuérdate, te lo suplico, que lo que he pedido no es que me enseñes una ó dos cosas santas entre un gran número de otras que lo son igualmente; sino que me dés una idea clara y distinta de la naturaleza de la santidad, y lo que hace que todas las cosas santas sean santas; porque tú mismo me has dicho que un solo y mismo carácter hace que las cosas santas sean santas; así como un solo y mismo carácter hace que la impiedad sea siempre impiedad. ¿No te acuerdas?
Sí, me acuerdo.
Enséñame, pues, cuál es ese carácter, á fin de que teniéndolo siempre à la vista, y sirviéndome de él como un modelo, esté en posesion de asegurar sobre todo lo que tú ú otros hagan, que lo que es ajustado á dicho modelo es santo, y que lo que no lo es, es impío.
Si es eso lo que quieres, Sócrates, estoy pronto á satisfacerte.
Seguramente es lo que quiero.
Digo, pues, que lo santo es lo que es agradable á los Dioses, é impío lo que les es desagradable.
Muy bien, Eutifron. Me has contestado con precision á lo que te habia preguntado; mas en cuanto á saber si es una verdad lo que dices, hasta ahora no lo comprendo así; pero indudablemente me convencerás de que lo es.
Te satisfaré.
Vamos, examinemos bien lo que decimos. Una cosa santa, un hombre santo, es una cosa, es un hombre que es agradable á los dioses; una cosa impía, un hombre impío, es un hombre, es una cosa que les es desagradable, y de este modo lo santo y lo impío son directamente opuestos; no es así?
Sin contradiccion.
¿Te parece estar esto bien definido?
Lo creo.
¿Pero no estamos tambien acordes en que los dioses tienen entre sí enemistades y odios, y que muchas veces están discordes y divididos?
Sí; sin duda.
Examinemos, pues, aquí en qué puede consistir esta diferencia de pareceres que produce entre ellos estas enemistades, estos odios. Si tú y yo disputáramos sobre dos números para saber cuál es el mayor, ¿esta diferencia nos haria enemigos y nos arrastraria á ejercer violencias? O mas bien, poniéndonos á contar, nos pondriamos en el momento de acuerdo?
Es claro.
Y si disputáramos sobre la diferente magnitud de los cuerpos, ¿no nos pondriamos á medir, y no se daria en el acto por terminada nuestra disputa?
En el acto.
Y si disputáramos sobre la pesantez, ¿no se terminaria bien pronto nuestra disputa por medio de una balanza?
¿Pues qué es lo que podria hacernos enemigos irrecon- ciliables, si llegáramos á disputar sin tener una regla fija á que pudiéramos recurrir? Quizá no se presenta á tu espíritu ninguna de estas cosas, y voy á proponerte algu- nas. Reflexiona un poco y mira si por casualidad estas cosas son lo justo y lo injusto, lo honesto y lo inhonesto, el bien y el mal. Porque ¿no son éstas las que por falta de una regla suficiente para ponernos de acuerdo en nues tras diferencias, nos arrojan á deplorables enemistades? Y cuando digo nosotros, entiendo todos los hombres.
Hé aquí, en efecto, la causa de nuestros disenti- mientos.
Y si es cierto que los dioses tienen diferencias entre si sobre cualquiera cosa, ¿no es preciso que recaigan necesa- riamente sobre alguna de las mismas que dejo expre- sadas?
Eso es de toda necesidad.
Por consiguiente, segun tú, excelente Eutifron, los dioses están divididos sobre lo justo y lo injusto, sobre lo honesto y lo inhonesto, sobre lo bueno y lo malo; porque ellos no pueden tener otro objeto de disputa; ¿no es así?
Como lo dices.
Y las cosas que cada uno de los dioses encuentra ho- nestas, buenas y justas las ama, y aborrece las contra- rias?
Segun tú, una misma cosa parece justa á los unos é injusta á los otros, y este disentimiento es la causa de sus disputas y de sus guerras. ¿No es así?
Sin duda.
Se sigue de aquí, que una misma cosa es amada y aborrecida por los dioses, y les es al mismo tiempo agradable y desagradable.
Así parece.
Y por consiguiente, lo santo y lo impío no son una misma cosa segun tú?
La consecuencia parece ser exacta.
Aún no has respondido á mi pregunta, incomparable Eutifron; porque yo no te preguntaba lo que es á la vez santo é impío, agradable y desagradable á los dioses; de manera que podrá suceder muy bien sin milagro que la accion que haces hoy persiguiendo en juicio á tu padre, agrade á Júpiter y desagrade á Cœlo y á Saturno; que sea agradable á Vulcano y desagradable á Juno; y así á todos los demas dioses que no estén conformes en una misma opinion.
Pero yo creo, Sócrates, que sobre esto no hay disputa entre los dioses, y que ninguno de ellos quiere que el que ha cometido una muerte injusta quede impune.
Tampoco hay hombre que lo pretenda. ¿Has oido jamás que se haya atrevido nadie à sostener que el que ha cometido una muerte infamemente, ó cometido cualquiera otra injusticia, pueda quedar sin castigo?
No se oye ni se ve en todas partes otra cosa en los tribunales. Dos que han cometido injusticias dicen y hacen todo cuanto pueden para evitar el castigo.
¿Pero esas gentes, Eutifron, confiesan que han cometido injustamente aquello de que se los acusa? ¿Ó bien, confesándolo, sostienen que no deben ser castigados?
No lo confiesan, Sócrates.
No dicen ni hacen todo lo que pueden, porque no se atreven á sostener ni suponer que siendo probada su injusticia, no deban de ser castigados, sino que pretenden más bien que ellos no han cometido injusticia. ¿No es así?
Es cierto.
No ponen en duda que el culpable de una injusticia deba ser castigado, y la cuestion es saber quién ha cometido la injusticia, cuándo y cómo la ha cometido.
Eso es cierto.
¿No es lo mismo lo que sucede en el cielo, es cierto, como antes has confesado, que los dioses están en discordia sobre lo justo y lo injusto? ¿No sostienen los unos que los otros son injustos? Estos últimos ¿no sostienen lo contrario? Porque entre ellos, lo mismo que entre nosotros, no hay uno que se atreva á decir que el autor de una injusticia no deba ser castigado.
Dí tambien en particular, porque las disputas de todos los dias de los dioses y de los hombres recaen sobre acciones particulares, y si los dioses disputan sobre alguna cosa, precisamente tiene que recaer sobre cosa particular, diciendo los unos que tal accion es justa, y diciendo los otros que es injusta. ¿No es así?
Seguramente.
Por consiguiente, ven acá, mi querido Eutifron, y dime, para mi instruccion particular, qué prueba cierta tienes de que los dioses todos han desaprobado la muerte de vuestro colono; el cual, de resultas de haber quitado la vida á palos á un esclavo, habia sido cargado de hierros por el dueño de éste, causándole la muerte, ántes que tu padre recibiese de Atenas la respuesta que esperaba. Hazme ver que en este suceso es una accion piadosa y justa, que un hijo acuse á su padre de homicidio, y que pida ante el tribunal su castigo; y trata de probarme, pero de una manera clara y patente, que todos los dioses aprueban la accion de este hijo. Si consigues esto, no cesaré toda mi vida de celebrar tu habilidad.
Dificultad presenta, Sócrates, si bien soy capaz de demostrártelo claramente.
Ya te entiendo; me tienes por cabeza más dura que la de tus jueces; porque respecto á ellos, les harás ver sin dificultad, que tu colono ha muerto injustamente, y que todos los dioses desaprueban la accion de tu padre.
¡Oh! No dejarán de escucharte, con tal que les dirijas bellos discursos; pero hé aquí una reflexion que me ocurre. En vista de lo que acabo de oirte, me decia á mí mismo: aun cuando Eutifron me probase que todos los dioses encuentran injusta la muerte de su colono, ¿habré adelantado en la cuestion? ¿conoceré mejor lo que es santo y lo que es impío?
La muerte del colono ha desagradado á los Dioses, segun se pretende, y yo convengo en ello; pero esto no es una definicion de lo santo y de su contrario, puesto que los dioses están divididos, y lo que es agradable á los unos es desagradable á los otros. Tambien doy por sentado que los dioses encuentren injusta la accion de tu padre, y que todos le aborrezcan; pero corrijamos un poco nuestra definicion, te lo suplico, y digamos: lo que es aborrecido por todos los dioses, es impío, y lo que es amado por todos ellos es santo, y lo que es amado por los unos y aborrecido por los otros, no es ni santo ni impío, ó es lo uno y lo otro á la vez. ¿Quieres que nos atengamos á esta definicion de lo santo y de lo impío?
¿Quién lo impide, Sócrates?
No es cosa mia, Eutifron; mira si te conviene hacer tuyo este principio, y sobre él me enseñarás mejor lo que me has prometido.
Por mí no tengo inconveniente en sentar que lo santo es lo que aman todos los dioses, é impío lo que todos ellos aborrecen.
¿Examinaremos esta definicion para ver si es verdadera, ó la recibiremos sin exámen y habremos de tener esta tolerancia con nosotros y con los demás, dando rienda suelta á nuestra imaginacion y á nuestra fantasía, en términos que baste que un hombre nos diga que una cosa existe para que se le crea, ó es preciso examinar lo que se dice?
Es preciso examinar, sin duda; pero estoy seguro, que el principio que acabamos de sentar es justo.
Eso es lo que vamos á ver muy pronto: sígueme. ¿Lo santo es amado por los dioses porque es santo, ó es santo porque es amado por ellos?
No entiendo bien lo que quieres decir, Sócrates.
Voy á explicarme. ¿No decimos, que una cosa es llevada y que una cosa lleva? ¿Que una cosa es vista y que una cosa ve? ¿Que una cosa es empujada y que una cosa empuja? ¿Comprendes tú que todas estas cosas son diferentes y en qué difieren?
Me parece que lo comprendo.
La cosa amada ¿no es diferente de la cosa que ama?
Vaya una pregunta.
Dime igualmente; ¿la cosa llevada es llevada porque se la lleva, ó por alguna otra razon?
Porque se la lleva, sin duda.
¿Y la cosa empujada es empujada porque se la empuja, y la cosa vista es vista porque se la ve?
Luego no es cierto que se ve una cosa porque es vista, sino por lo contrario; ella es vista porque se la ve. No es cierto que se empuja una cosa porque ella es empujada, sino que ella es empujada porque se la empuja. No es cierto que se lleva una cosa porque es llevada, sino que ella es llevada porque se la lleva. ¿No es esto muy claro? Ya entiendes lo que quiere decir, que se hace una cosa porque ella es hecha, que un sér, que padece, no padece porque es paciente, sino que es paciente porque padece. ¿No es así?
¿Quién lo duda?
Ser amado, no es un hecho ó una especie de paciente?
Seguramente.
Sucede con lo que es amado lo mismo que con todas las demas cosas; no se ama porque es amado, sino todo lo contrario; es amado porque se le ama.
Esto es más claro que la luz.
¿Qué diremos de lo santo, mi querido Eutifron? ¿No es amado por todos los dioses, como lo has sentado?
Seguramente.
¿Y es amado porque es santo, ó por alguna otra razon?
Precisamente porque es santo.
Así me parece.
Pero lo santo, no es amable á los dioses porque los dioses lo aman?
¿Quién puede negarlo?
Lo que es amado por los dioses no es lo mismo que lo que es santo, ni lo que es santo es lo mismo que lo que es amado por los dioses, como tú dices, sino que son cosas muy diferentes.
¿Cómo es eso, Sócrates?
No cabe duda, puesto que nosotros estamos de acuerdo, que lo santo es amado porque es santo, y que no es santo porque es amado. ¿No estamos conformes en esto?
Lo confieso.
¿No estamos tambien de acuerdo, en que lo que es amable á los dioses, no lo es porque ellos lo amen, y que no es cierto decir que ellos lo aman porque es amable?
Eso es cierto.
Pero, mi querido Eutifron, si lo que es amado por los dioses y lo que es santo fuesen una misma cosa, como lo santo no es amado sino porque es santo, se seguiria que los dioses amarian lo que ellos aman porque es amable. Por otra parte, como lo que es amable á los dioses no es amable sino porque ellos lo aman, seria cierto decir igualmente que lo santo no es santo sino porque es amado por ellos. Ve aquí que los dos términos amable á los dioses y santo son muy diferentes; el uno no es amado sino porque los Dioses lo aman, y el otro es amado por que merece serlo por sí mismo. Así, mi querido Eutifron, habiendo querido explicarme lo santo, no lo has hecho de su esencia, y te has contentado con explicarme una de sus cualidades, que es la de ser amado por los dioses. No me has dicho aún lo que es lo santo por su esencia. Si no lo llevas á mal, te conjuro á que no andes con misterios, y tomando la cuestion en su orígen, me digas con exactitud lo que es santo, ya sea ó no amado por los dioses; porque sobre esto último no puede haber disputa entre nosotros. Así, pues, dime con franqueza lo que es santo у lo que es impío.
Pero, Sócrates, no sé cómo explicarte mi pensamiento; porque todo cuanto sentamos parece girar en torno nues tro sin ninguna fijeza.
Eutifron, todos los principios que has establecido se parecen bastante a las figuras de Dédalo[5], uno de mis abuelos. Si hubiera sido yo el que los hubiera sentado, indudablemente te habrias burlado de mí y me habrias echado en cara la bella cualidad que tenian las obras de mi ascendiente, de desaparecer en el acto mismo en que se creian más reales y positivas; pero, por desgracia, eres tú el que las ha sentado, y es preciso que yo me valga de otras chanzonetas, porque tus principios se te escapan como tú mismo lo has apercibido.
Respecto á mí, Sócrates, no tengo necesidad de valerme de tales argueias; á tí sí que te cuadran perfectamente; porque no soy yo el que inspira á nuestros razonamientos esa instabilidad, que les impide cimentar en firme; tú eres el que representas al verdadero Dédalo. Si fuese yo solo, te respondo que nuestros principios serian firmes.
Yo soy más hábil en mi arte que lo era Dédalo. Este sólo sabia dar esta movilidad á sus propias obras, cuando yo, no sólo la doy á las mias, sino tambien á las ajenas; y lo más admirable es, que soy hábil á pesar mio, porque gustaria incomparablemente más que mis principios fuesen fijos é inquebrantables, que tener todos los tesoros de Tántalo con toda la habilidad de mi abuelo. Pero basta de chanzas, y puesto que tienes remordimientos, ensayaré aliviarte y abrirte un camino más corto, para conducirte al conocimiento de lo que es santo, sin detenerte en tu marcha. Mira, pues, si no es de una necesidad absoluta que todo lo que es santo sea justo.
No puede ser de otra manera.
Todo lo que es justo te parece santo, ó todo lo que es santo te parece justo? ¿Ó crees, que lo que es justo no es siempre santo, sino tan sólo que hay cosas justas que son santas y otras que no lo son?
No puedo seguirte, Sócrates.
Sin embargo, tú tienes sobre mí dos ventajas muy grandes, la juventud y la habilidad.
Pero, como te decia ántes, confias demasiado en tu sabiduría. Te suplico, que deseches esa apatía, y que te apliques un momento; porque lo que yo te digo no es difícil de entender, no es más que lo contrario de lo que canta un poeta:
¿Por qué se tiene temor de celebrar á Júpiter que ha creado todo? La vergüenza es siempre compañera del miedo.
No estoy de acuerdo con este poeta; ¿quieres saber por qué?
Sí, tú me obligas á decirlo.
No me parece del todo verdadero, que la vergüenza acompañe al miedo, porque se ven todos los dias gentes que temen las enfermedades, la pobreza y otros muchos males, y sin embargo, no se avergüenzan de tener este temor. ¿No te parece que es así?
Soy de tu dictámen.
Por lo contrario, el miedo sigue siempre á la vergüenza. ¿Hay hombre, que teniendo vergüenza de una accion fea. no tema al mismo tiempo la mala reputacion que es su resultado?
Cómo no ha de temer.
Por consiguiente no es cierto decir:
La vergüenza es siempre compañera del miedo.
Sino que es preciso decir:
El miedo es siempre compañero de la vergüenza.
Porque es falso que la vergüenza se encuentre donde quiera que esté el miedo. El miedo tiene más extension que la vergüenza. En efecto, la vergüenza es una parte del miedo, como lo impar es una parte del número. Donde quiera que hay un número, no es precision que en él se encuentre el impar, pero donde quiera que aparezca el impar hay un número. ¿Me entiendes ahora?
{{c|EUTIFRON.
Muy bien.Esto es precisamente lo que te pregunté ántes: ¿si donde quiera que se encuentre lo justo allí está lo santo, y si donde quiera que se encuentre lo santo allí está lo justo? Parece que lo santo no se encuentra siempre con lo justo, porque lo santo es una parte de lo justo. ¿Sentaremos este principio, ó eres tú de otra opinion?
A mi parecer, este principio no puede ser combatido.
Ten en cuenta lo que voy á decirte; si lo santo es una parte de lo justo, es preciso averiguar qué parte de lo justo tiene lo santo, como si me preguntases, qué parte del número es el par, y cuál es este número, y yo te respondiese que es el que se divide en dos partes iguales y no desiguales. ¿No lo crees como yo?
Sin duda.
Haz pues el ensayo de enseñarme á tu vez, qué parte de lo justo es lo santo á fin de que indique á Melito que ya no hay materia para acusarme de impiedad; á mí que tan perfectamente he aprendido de tí lo que es la piedad y la santidad sus contrarias.
Me parece á mí, Sócrates, que la piedad y la santidad son esta parte de lo justo, que corresponde al culto de los dioses, y que todo lo demás consiste en los cuidados y atenciones que los hombres se deben entre sí.
Muy bien, Eutifron; sin embargo, falta alguna pequeña cosa, porque no comprendo bien lo que tú entiendes por la palabra culto. ¿Este cuidado de los dioses es el mismo que el que se tiene por todas las demás cosas? Porque decimos todos los dias, que sólo un jinete sabe tener cuidado de un caballo; ¿no es así?
Sí, sin duda.
El cuidado de los caballos ¿compete propiamente al arte de equitacion?
Seguramente.
Todos los hombres no son á propósito para enseñar á los perros, sino los cazadores.
Sólo los cazadores.
Por consiguiente el cuidado de los perros pertenece al arte venatorio.
Sin dificultad.
Pertenece sólo á los labradores tener cuidado de los bueyes?
Sí.
La santidad y la piedad es del cuidado de los dioses. ¿No es esto lo que dices?
Ciertamente.
El cuidado que un buen cazador tiene de sus perros, el que un buen labrador tiene de sus bueyes, no hace mejores lo mismo á los unos que á los otros, y así en todos los casos análogos? ¿Puedes creer, que el cuidado en estos casos tienda á dañar lo que se cuida?
No sin duda, ¡por Júpiter!
¿Tiende pues á hacerlos mejores?
Seguramente.
La santidad, siendo el cuidado de los dioses, debe tender á sų utilidad, y tiene por objeto hacer los dioses mejores. Pero te atreverias á suponer, que cuando ejecutas una accion santa, haces mejor á alguno de los dioses?
Jamás, ¡por Júpiter!
No creo tampoco, que sea ese tu pensamiento, y esta es la razon porque te he preguntado cuál era el cuidado de los dioses, de que querias hablar, bien convencido que no era éste.
Me haces justicia, Sócrates.
Este es ya punto concluido. ¿Pero qué clase de cuidado de los dioses es la santidad?
El cuidado que los criados tienen por sus amos.
Así es.
¿Podrias decirme lo que los médicos operan por medio de su arte? ¿No restablecen la salud?
Sí.
El arte de los constructores de buques ¿para qué es bueno?
Sin duda, Sócrates, para construir buques.
¿El arte de los arquitectos no es para construir casas?
Seguramente.
Díme, ¿para qué puede servir la santidad, éste cuidado de los dioses? Es claro, tú debes saberlo; tú que pretendes conocer las cosas divinas mejor que nadie en el mundo.
Con razon lo dices, Sócrates.
¿Díme, pues, ¡por Júpiter! lo que hacen los dioses de bueno, auxiliados de nuestra piedad?
Muy buenas cosas, Sócrates.
Tambien las hacen los generales, mi querido amigo; sin embargo, hay una muy principal, que es la victoria que consiguen en los combates. ¿No es verdad?
Los labradores hacen igualmente muy buenas cosas, pero la principal es alimentar al hombre con los productos de la tierra.
Convengo en ello.
Díme, pues. ¿De todas las cosas bellas que los dioses hacen por el ministerio de nuestra santidad, cuál es la principal?
Ya te dije ántes, Sócrates, que es difícil explicar esto con toda exactitud. Lo que puedo decirte en general es, que agradar á los dioses con oraciones y sacrificios es lo que se llama santidad, y constituye la salud de las familias y de los pueblos; en lugar de que desagradar á los dioses es entregarse á la impiedad, que todo lo arruina y destruye, hasta los fundamentos.
En verdad, Eutifron, si hubieras querido, habrias podido decirme con ménos palabras lo que te he preguntado. Es fácil notar, que no tienes deseo de instruirme, porque antes estabas en camino, y de repente te has separado de él; una palabra más, y yo conoceré perfectamente la naturaleza de la santidad. Al presente, puesto que el que interroga debe seguir al que es interrogado, ¿no dices que la santidad es el arte de sacrificar y de orar?
Lo sostengo.
Sacrificar es dar á los dioses. Orar es pedirles.
Se sigue de este principio, que la santidad es la ciencia de dar y de pedir á los dioses.
Has comprendido perfectamente mi pensamiento.
Esto consiste en que estoy prendado de tu sabiduría, y me entrego á tí absolutamente. No temas que me desentienda ni de una sola de tus palabras. Dime, pues, ¿cuál es el arte de servir á los dioses? ¿No es, segun tu opinion, darles y pedirles?
Seguramente.
Para pedir bien, ¿no es necesario pedirles cosas que tengamos necesidad de recibir de ellos?
Nada más verdadero.
Y para dar bien, ¿no es preciso darles en cambio cosas que ellos tengan necesidad de recibir de nosotros? Porque sería burlarse dar á alguno cosas de que no tenga ninguna necesidad.
Es imposible hablar mejor.
La santidad, mi querido Eutifron, ¿es por consiguiente una especie de tráfico entre los dioses y los hombres?
Si así lo quieres, será un tráfico.
Yo no quiero que lo sea, si no lo es realmente; pero dime: ¿qué utilidad sacan los dioses de los presentes que les hacemos? Porque la utilidad que sacamos de ellos es bien clara, puesto que no somos partícipes del bien más pequeño que no lo debamos á su liberalidad. ¿Pero de qué utilidad son á los dioses nuestras ofrendas? ¿Seremos tan egoistas que sólo nosotros saquemos ventaja de este comercio, y que los dioses no saquen ninguna?
¿Piensas, Sócrates, que los dioses pueden jamás sacar ninguna utilidad de las cosas que reciben de nosotros?
¿Luego para qué sirven todas nuestras ofrendas?
Sirven para mostrarles nuestra veneracion, nuestro respeto y el deseo que tenemos de merecer su favor.
¿Luego, Eutifron, lo santo es lo que obtiene el favor de los dioses, y no lo que les es útil ni lo que es amado de ellos?
No, yo creo que por cima de todo está el ser amado por los dioses.
Lo santo, á lo que parece, es áun lo que es amado por los dioses.
Sí, por cima de todo.
Me acuerdo.
¡Ah! ¿no ves que ahora dices que lo santo es lo que es amado por los dioses? Lo que es amado por los dioses, ¿no es lo que es amable á sus ojos?
Seguramente.
De dos cosas una: 6 hemos distinguido mal, ó si hemos distinguido bien, hemos incurrido ahora en una definicion falsa.
Así parece.
Es preciso que comencemos de nuevo á indagar lo que es la santidad; porque yo no cesaré hasta que me la hayas enseñado. No me desdeñes, y aplica toda la fuerza de tu espíritu para enseñarme la verdad, Tú la sabes mejor que nadie, y no te dejaré, como otro Proteo, hasta que me hayas instruido; porque si no hubieses tenido un perfecto conocimiento de lo que es santo y de lo que es impío, indudablemente jamás habrias fulminado una acusacion criminal, ni acusado de homicidio á tu anciano padre, por un miserable colono; y léjos de cometer una impiedad, hubieras temido á los dioses y respetado á los hombres. No puedo dudar, que tú crees saber perfectamente lo que es la santidad y su contraria; dímelo, pues, mi querido Eutifron, y no me ocultes tus pensamientos.
Así lo haré para otra ocasion, Sócrates, porque en este momento tengo recision de dejarte.
¡Ah! qué es lo que haces, mi querido Eutifron, esta marcha precipitada me priva de la más grande y más dulce de mis esperanzas, porque me lisonjeaba con que despues de haber aprendido de tí lo que es la santidad y su contraria, podria salvarme fácilmente de las manos de Melito, haciéndole ver con claridad que Eutifron me habia instruido perfectamente en las cosas divinas; que la ignorancia no me arrastraria á introducir opiniones nuevas sobre la divinidad; y que mi vida seria para lo sucesivo más santa.
- ↑ Este pórtico del Rey era un lugar á la derecha del Cerámico, donde uno de los nueve Arcontes, que se llamaba el Rey, presidia durante su año, y conocia de los homicidios y de los ultrajes hechos á la religion.
- ↑ Este demonio familiar era precisamente la divinidad nueva, que los atenienses acusaban á Sócrates de querer introducir en la religion.
- ↑ Eutifron ejercia la profesion de adivino, que era hereditaria entre los griegos.
- ↑ Las Panateneas eran las fiestas de Minerva, que se celebraban cada cinco años con juegos y sacrificios.
- ↑ Dédalo era un escultor y arquitecto célebre.