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Táctica

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Nota: Se respeta la ortografía original de la época
TÁCTICA


—El norte.

—El poniente...

—El sur...

Sordamente finalizaba aquel diálogo en que se discutía el horizonte.

Por momentos, subrayando las palabras, un gesto resumía el paisaje: miles de leguas, el país sublevado, los incendios. La guerra ocupando los caminos; un escenario de humaredas y galopes; tiroteos, alaridos, trompetazos. Nada de sueño.

Todo el mundo sobreentendía las dos únicas órdenes: ataque y dispersión. Una pandilla que se lanzaba de improviso, incrustándose en el enemigo. Dos minutos de hachear y revolverse entre un revoleo de lazos y de sables. Tumbos, bayonetazos... Al fin una descarga, y bajo la humareda el puñado de jinetes desmigajándose en galopes.

El que olvidaba una consigna, se rascaba la nuca un poco; y persignándose, acometía á cuerpo perdido. Si la suerte lo ayudaba, sucumbía. Si no, prisionero, lo ejecutaban.

Con frecuencia carecían de bastimentos y de vicios. Fumaban de á tres en un cigarro, pasándose sucesivamente el humo de boca á boca. Cuando todo faltaba, recorrían sus monturas, dentellaban saetas, amadrinaban sus caballos. El jefe ejemplificaba, sobrio cual ninguno, abotonando su manea ó sobando una lonja. Alguno preparaba con cenizas de quinua, llicta para sazonar la coca. Explicaba ése cábulas de juego; éste enjabonaba su camisa con frutas de pacará...

Encontraban en ocasiones algún mañoso, royendo á escondidas tal trozo de charqui que ocultó en el seno durante la marcha. El hombre cedía, afrontando con ladinos retruques las bromas. Encarnizábanse las mandíbulas sobre esa vitualla que trascendía el tufo de su pecho; y como de fijo aparecía una vihuela, aunque ensordecida por los balazos y bastante incierta porque no la templaban durante días, cantaban de alusivo postre el Cielito de los Charquis ó el Triunfo de los Cochabambinos...

Aquellas diversiones acababan mal con frecuencia. Alguna partida española daba con el vivac. Querían prisioneros para averiguar de los ganados; y si capturaban alguno, ni las promesas ni los tormentos ablandaban su mutismo, viéndose obligados á fusilarlos en silencio. Cuando era un agonizante, por ahorrar pólvora, lo ahorcaban.

La montonera respondía á su turno. A un oficial realista que gritaba desde el banquillo: "Sois salvajes!... No dais cuartel!", el gefe gaucho le respondía sencillamente: "No lo tenemos".

Dormían en cavernas y matorrales, cuando no lo hacían montados. Los eriales aumentaban. El desierto, como una corrosiva mordedura, comíase la tierra feraz, que ellos mismos agostaban á rigor de incendio. Lóbregas chamiceras tragaban en ceniza los pasos de la invasión. Los rastrojos se ensilvecían. Ni una vaca, ni un caballo cerca. Tufos de pólvora sulfuraban el aire. El desamparo ennegrecía las almas. Sentíanse feroces de soledad.

Por su parte, el caudillo gaucho, ocupado en otros preparativos de resistencia contra la invasión que desmoronaba con su progresivo empuje la vanguardia de montoneras, desatendía aquellos puntos. Faltaba la pólvora, las piedras de chispa, el dinero; mas nadie cejaba, acreciendo por el contrario en osadía y en ingenio.

El ejército español, agobiado también por aquella ofensiva tentacular, que como una telaraña remanecía por todos los intersticios, sin oponer decisiva resistencia, ceñía á la desesperada sus nudos disciplinarios. La selva aspillerada en todas direcciones por fortuitos disparos, desfondábase como una jaula insegura. Las noches ofrecían, más que un refugio, un peligro. Tropeles inopinados rodaban de pronto por el flanco de las columnas. La alarma extinguía los fuegos; y así esperaban el día, acurrucados en sus capotes, mascando el frío.

Cuanto más se metían, las montoneras multiplicaban su temeridad, si bien con ataques más silenciosos también. En los tumultos hablaban muy pocas carabinas. Una noche esa decreciente algazara cesó también. Ya no había pólvora.

Al otro día, amanecieron los maturrangos junto á un río entre cumbres; y éstas se despertaron bajo apremiante vibración de dianas, pues los invasores, no encontrando coyuntura mejor para desperezarse, clarineaban sus desahogos. Además, la música desafinaba con su sonoro adrede. Pero ni el bosque ni la montaña dieron señales de vida.

Tres cuerpos, dos de dragones, uno de húsares, componían la columna, custodiando dos compañías el forrajeo de sus acémilas. Por más que interrogaban al paisaje, nada advertían; pero los acechaban, sin embargo, y aun hablaban de ellos muy cerca en un aguardo del monte.

Dos voces. Dos murmullos. Pocas palabras. Una voz objetaba, la otra insistía farfullando ternos.

Todo el día en discusión á dos pasos del enemigo!...

Escasas fuerzas...

Pocas?... Quinientos hombres! Armas?... Veintidós carabinas!

Tentaba, pues, la ocasión. Aglomerados allá los chapetones, sin rumbo en la deformada campiña. Fácil era fortificarse con rocas y troncos si ellos vencían, y después quedaba el refugio de la noche. Algunas camaretas confiscadas en un pueblo, permitían dos tiros por tercerola. Dos descargas... De sobra para apoyar el encuentro.

La tarde enternecía su levedad de rosa. Un profundo violeta aterciopelaba la serranía. Anegaciones de sombra allanaban sus pliegues. En la cumbre, el sol rompía aún sus flechas. Una admirable serenidad extasiaba el paisaje. Algunas perdices silbaban...

Por el costado de las lomas, efundíanse nieblas bajo la blancura del cielo altísimo.

Ni una nube. En torno del campamento crecía la inmovilidad. A espaldas de los dos interlocutores el crepúsculo comenzaba.

El escenario era sencillo. Un valle casi redondo, apedreado de rocas. Empañado por la tarde como una cinta de magnesio, el río. Después el vivac con sus pálidos fogones, dominado á trechos por las orejas de las mulas que rebuznaban á la querencia distante. Alrededor, murallas de bosque y piedra, fundiéndose con la esfumación crepuscular en la transparencia de tenebroso azul que aceraba el cielo. La exhalación de un trebolar sedaba el ambiente. Las púrpuras del ocaso iban trocándose en rubias linfas; decayeron hasta el pajizo, aguáronse del todo, y la tarde adquirió en su blancor una fijeza de estanque helado.

Fue en ese momento cuando las voces, tramando una sorpresa, dijéronse rumbos. El murmullo creció, pues acababa de terciar otro personaje.

—Tengo el plan.

Aquella frase cayó en la creciente sombra, como una piedra. Separáronse las ramas un poco y la luz dio sobre tres caras.

Una lampiña; la segunda con un bigote gris; la tercera con negro cerco de barbas. Grandes sombreros recortábanlas sobre las cejas.

El hombre de la barba era sumamente alto y anguloso; recio el del bigote; el lampiño como un tercio de yerba en el cual arraigaban miembros. Su semblante vacilaba en una vaguedad de esbozo; y a la par del barbado, formaba con él una h.

Aquéllos mandaban partidas, pero él una brigada; costeándose semejante honor á tanto precio, que de las diez mil ovejas de su patrimonio, no quedaba ya una sola. Cacique, acudía por centésima vez con la flor de sus súbditos que llevaban cinco años de guerra, sin haber visto en ese lapso un arma de fuego.

Llegaron en grupitos, á pie, casi juntos con los gauchos, sin un rumor. Esas marchas parecidas á deslizamientos, constituían una habilidad de la montonera.

Así, la exploración con que los godos, antes de forrajear, escudriñaron los alrededores del campamento, no reveló novedad por la mañana; mas poco después, sigilándose en las peñas, por cañadas y derrumbaderos, en deshiladas y pelotones, ingeniando cautelas, los insurgentes se habían puesto sobre la columna. Agazapados tras de una loma se mantenían, dormitando los más, otros conversando; y uno, de bruces sobre el pasto, al aire los talones y en las manos el rostro, finalizaba en cantilena la relación para coquear:


…………………………………
No coqueo por el vicio
Ni tampoco por el juicio

Sino por el beneficio...

Más allá discutían los jefes. El cacique exponía. Sus dos camaradas, á través de la fronda, interesábanse por las cumbres que bosquejaba con el dedo. Éste se detuvo, indicó en el valle una brecha, un congosto bien conocido, sin duda, pues los tres hombres, después de consultarlo, persuadiéronse gravemente.

Luego, bienquistos con todos aquellos picachos, y previendo entre sonrisas el desenlace, volvieron á desaparecer en las malezas. El diluvio de sombra ascendía por los flancos de la montaña.

Una hebra de frío cruzó el crepúsculo. La noche, poco a poco, amurallaba el descampado. Sus tinieblas eran un preparativo. Sitiaban.


De repente, hacia el flanco izquierdo de la columna, entre los matorrales ya ennegrecidos de crepúsculo, hubo un enderezamiento. Grupos de hombres se levantaron con un alarido, blandiendo garrotes. Sonó una descarga, y en el retumbo que rebotó sobre los cerros, zumbaron rociadas de honda. Encrespóse el entrevero bajo el humo y la polvareda. Arrollados al primer choque, los godos rehiciéronse pronto, uniformando su mosquetería. Pero ya varios cuerpos sembraron el campo; pues macanas y chuzos trabajaban de punta y revés, echando el resto.

Cien jinetes dirigidos por el del bigote gris, arrebataron en un repelón casi todas las mulas, internándose al bosque.

Pero ante la tropa regular, los asaltantes, al fin, cedían. Contenta de hallarlos á pie, aguijoneándola la previsión del triunfo y al par la reacción del percance, hundía como un tridente sus tres regimientos en la hueste patriota. No valoraba casi la pérdida de sus cabalgaduras, improvisando con las restantes un escuadrón, y el combate se dilataba en las primeras sombras, convirtiendo el valle en volcán.

La línea gaucha retrocedía sin deshacerse, replegándose más bien. Entonces los realistas despejaron su frente á cañón. Un trueno dominó la crepitación del tiroteo; y á poco, estrepitosas griterías festejaron el rasgón de lienzo con que la bala hendió la masa rebelde.

Ante tal peripecia que decidía el combate, ésta se detuvo. Sus veintidós carabineros, mandados por el hombre de la barba, alineáronse como protegiendo. Retumbó otro cañonazo. Fuego! gritó el hombre; ardió la pólvora, y veintidós listas de llama rayaron la oscuridad.

Entonces la montonera cedió, se quebró como una viga. El desbande trocola de muro en cuña; y sableada y ametrallada sin piedad, atropelló al boquete que el cacique proponía de objetivo. Triunfales algarabías espoleaban la fuga. A su guisa tajaban los sables, irrumpían las clarinadas en truncos alborozos. Ya llegaban al antro que se abría dentado de pedrones como una mandíbula monstruosa. Y en él se metieron, más interpolados todavía por la estrechura. El combate desenlazábase en carnicería; y para rematarlo mejor tocaron la calacuerda.

Pero no hubo tiempo. Un crujido corrió por los peñascos superiores. Enormemente, bajo la claridad de la noche estrellada, todas aquellas cumbres se movieron. Y tambaleando al empuje de brazos invisibles que apalancaban desde la oscuridad, rodaron con estruendo traquido las crestas de la serranía descoronada.

Desde arriba aulló entonces la victoria con vasto clamoreo. La mole se desmoronó en catarata al hoyo colmado de cuerpos y de noche, sofocando con su polvareda en que flotaba un nitroso olor, colaborando así al designio de aquellos sepultureros de batallones.

Abajo, entre una desesperación de agonizantes, descalabros, fracturas gigantescas, nudos de miembros, escombros. Trozos de cerros y de regimientos.

Fugitivos bultos despavorían sus carreras de espectros, y aquello complicábase aún. La caballería acababa de intervenir, encortinando de fuego la ardua salida; y el incendio rizó sobre la catástrofe su alazana crin.

A esa luz, la tumba entreveró su madeja de esparrancados miembros. Sableados por las flamas, enfurecían los rostros de los cadáveres; trocábanse en aullidos los lamentos de los moribundos, deliraban en el aire flamígero los anhélitos de esa invasión enterrada.

Un semblante asomó en la cima sobre los raigones del peñasco, olfateó voluptuosamente el desastre...

Sonó en la oscuridad una orden. Por segunda vez encabritáronse las rocas, otro derrumbamiento rapó los taludes, y el tremendo baque de las galgas fue como una decisiva convulsión. Repercutió á lo lejos. Se extinguió á la distancia...

Y sólo quedó un poco de humo lúgubre flotando en la soledad.