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Exclamaciones o meditaciones del alma a su Dios/Capítulo XVI

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1. ¡Oh verdadero Dios y Señor mío! Gran consuelo es para el alma que le fatiga la soledad de estar ausente de Vos, ver que estáis en todos cabos. Mas cuando la reciedumbre del amor y los grandes ímpetus de esta pena crece, ¿qué aprovecha, Dios mío?, que se turba el entendimiento y se esconde la razón para conocer esta verdad, de manera que no puede entender ni conocer. Sólo se conoce estar apartada de Vos, y ningún remedio admite; porque el corazón que mucho ama no admite consejo ni consuelo, sino del mismo que le llagó; porque de ahí espera que ha de ser remediada su pena. Cuando Vos queréis, Señor, presto sanáis la herida que habéis dado; antes no hay que esperar salud ni gozo, sino el que se saca de padecer tan bien empleado.


2. ¡Oh verdadero Amador, con cuánta piedad, con cuánta suavidad, con cuánto deleite, con cuánto regalo y con qué grandísimas muestras de amor curáis estas llagas, que con las saetas del mismo amor habéis hecho! ¡Oh Dios mío y descanso de todas las penas, qué desatinada estoy! ¿Cómo podía haber medios humanos que curasen los que ha enfermado el fuego divino? ¿Quién ha de saber hasta dónde llega esta herida, ni de qué procedió, ni cómo se puede aplacar tan penoso y deleitoso tormento? Sin razón sería tan precioso mal poder aplacarse por cosa tan baja como es los medios que pueden tomar los mortales. Con cuánta razón dice la Esposa en los «Cantares»: Mi amado a mí, y yo a mi Amado y mi Amado a mí porque semejante amor no es posible comenzarse de cosa tan baja como el mío.


3. Pues si es bajo, Esposo mío, ¿cómo no para en cosa criada hasta llegar a su Criador? ¡Oh mi Dios!, ¿por qué yo a mi Amado? Vos, mi verdadero Amador, comenzáis esta guerra de amor, que no parece otra cosa un desasosiego y desamparo de todas las potencias y sentidos, que salen por las plazas y por los barrios conjurando a las hijas de Jerusalén que le digan de su Dios. Pues, Señor comenzada esta batalla, ¿a quién han de ir a combatir, sino a quien se ha hecho señor de esta fortaleza adonde moraban, que es lo más superior del alma y echádolas fuera a ellas para que tornen a conquistar a su conquistador? Y ya, cansadas de haberse visto sin El, presto se dan por vencidas y se emplean perdiendo todas sus fuerzas y pelean mejor; y, en dándose por vencidas, vencen a su vencedor.


4. ¡Oh ánima mía, qué batalla tan admirable has tenido en esta pena, y cuán al pie de la letra pasa así! Pues mi Amado a mí, y yo a mi Amado: ¿quién será el que se meta a despartir y a matar dos fuegos tan encendidos? Será trabajar en balde, porque ya se ha tornado en uno.