Fábulas en verso castellano/XXXIII

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Hízose moda llamar
a la Fortuna cruel
y ciega y loca de atar:
ella mandó circular
por todo el orbe un papel.
«¿Quien tuviere (en él decía)
conmigo cuestión alguna,
preséntese en Almería
tal año, tal mes, tal día.
Firmado: Yo la Fortuna.»
Voló todo pretendiente
por no llegar el segundo.
¡Cuánta cara diferente!
Hasta de Zafra hubo gente,
que es pueblo fuera del mundo.
Con terrible trapisonda
pasó el primer pelotón
al local de la sesión.
Una gran mesa redonda
casi ocupaba el salón.
Cubre la mesa un brocado;
y en el centro, donde ya
ningún brazo llegará,
se halla esparcido y mezclado
cuanto la Fortuna da.
Bastones, mitras, dogales,
moneda en bolsas distintas,
plumas, azadas, puñales,
mantos, bulas, vendas, cintas,
en suma bienes y males.
La Fortuna, que es traviesa,
cuando vio el tropel entrar,
se entretuvo en colocar
por la orilla de la mesa
muchas cañas de pescar.
Y dijo con aire ufano:
Para que el linaje humano
cese de ponerse apodos,
van a tener en la mano
desde hoy su ventura todos.
En la mesa viendo estáis
cuanto recibí del cielo:
con el brazo no llegáis;
vamos a ver qué sacáis
con hilo, caña y anzuelo.
Si algún infeliz se engaña,
y mal por bien se le enreda,
que se queje de su maña.
Señores, mano a la caña,
y a pescar lo que se pueda.
¡Allí fue ver a la par
a fogosos y tranquilos
anzuelos al aire echar!
¡Allí enredarse los hilos,
y romperlos al tirar!
Tras una dote un machucho
fatigó la caña mucho;
pero con tan mala traza,
que le salió un cucurucho
de dulces de calabaza.
Por un anillo ducal,
que una Venus de arrabal
ambicionó muy de veras,
enganchó un par de tijeras
y un hábito de sayal.
Un coplero sin donaire
por poco un laurel alcanza;
mas, burlando su esperanza,
le alzó una manta en el aire
como al pobre Sancho Panza.
Un jugador que a un bolsillo
el anzuelo encaminó,
hizo presa en el gatillo
de un cargado cachorrillo,
que al disparar le mató.
Pescaba el sordo muletas
y el volatín andadores,
y algunas niñas inquietas
pescaban en vez de flores
hilo hermoso de calcetas.
Y entre tanto un guardador
de la villa por la noche
(sereno diré mejor)
se halló con palacio y coche,
Serenísimo Señor.
Así entre ruidosos gritos,
de pena o de gusto locos,
picaron allí toditos:
los contentos fueron pocos,
los quejosos infinitos.
Vio la Fortuna la gresca,
y en ella su desagravio,
y con lástima burlesca
dijo al fin: Que Diego el sabio
nos dé una lección de pesca.
Llaman al sabio Don Diego,
y entra conducido luego
de un perrillo ladrador:
-¡Calla! (exclaman) ¡es un ciego!
¡Buen ojo de pescador!
Silban todos al pobrete;
y él sin que nada le inquiete,
oye, tienta, hace su arroje,
y en vez de una prenda, coge
con el anzuelo el tapete.
¡Bravo! Claman por aquí.
¡Viva! Chillan por allá.
¡Buena la lección está!
Don Diego entre tanto va
tirando el tapete a sí.
Con él vino, por supuesto,
cuanto en él estaba puesto
porque nadie lo pilló,
y al pie del sabio modesto
desde la mesa rodó.
Coronas de soberano,
dotes de bella mujer,
bastones, oro, placer:
todo lo tiene en su mano,
de todo puede escoger.
A un cetro tomó afición;
mas pesaba en demasía:
le dejó con un bastón,
que vio que se convertía
en látigo de sayón.
Encontró venalidad
en el sí de una belleza,
en un laurel vanidad,
cuidados en la riqueza
y odio en la celebridad.
Y en vez de gloria y poder,
tomó el limitado haber
de una honrada medianía,
que vivir le permitía
sin malgastar ni deber.
-El ciego os ha de enseñar
(dijo la Fortuna al dar
la señal para salir)
cómo podréis alcanzar,
cómo debéis elegir.


Legítima herencia son
del ilustrado varón
los bienes que el mundo encierra;
pero no hay dicha en la tierra
donde no hay moderación.