Fedón (Roig de Lluis tr.)
INTERLOCUTORES
- ECHECRATES.
- FEDÓN.
- SÓCRATES.
- APOLODOROS.
- CEBES.
- SIMMIAS.
- CRITÓN.
- FEDÓN.
- XANTIPA, esposa de Sócrates.
- SIRVIENTE DE LOS ONCE.
ECHECRATES.- Dime, Fedón, ¿estuviste tú mismo con Sócrates cuando en la prisión bebió la cicuta, o lo que sabes de sus últimas horas te lo refirió alguien?
FEDÓN.- Estuve yo mismo.
ECHECRATES.- ¿Qué dijo Sócrates antes de morir y cómo murió? Me agradaría saberlo, porque no hay hoy día un fliasio que esté en relación con Atenas y desde hace mucho tiempo no ha venido nadie de Atenas que nos haya podido dar más informes de este asunto sino que Sócrates murió después de beber la cicuta. Más, no hemos sabido.
FEDÓN.- ¿Entonces ignoras cómo instruyeron su proceso?
ECHECRATES.- Esto sí; alguien nos dijo, y nos extrañamos mucho, que Sócrates no murió hasta mucho tiempo después de pronunciada la sentencia. ¿A qué se debió esto, Fedón?
FEDÓN.- A una casualidad: la víspera del juicio habían coronado la popa de la embarcación que los atenienses envían todos los años a Delos.
ECHECRATES.- ¿Qué barco es ése?
FEDÓN.- Si hay que dar crédito a los atenienses es el mismo en el que Teseo embarcó con los siete mancebos y las siete doncellas que llevó a Creta y que salvó al salvarse a sí mismo. Se cuenta que los atenienses hicieron un voto a Apolo si sus hijos se libraban del peligro de mandar todos los años una teoría a Delos y lo cumplen siempre desde aquella fecha. En cuanto empieza la teoría, ordena una ley que se purifique la ciudad y se prohíbe dar muerte a ningún condenado mientras el barco no haya llegado a Delos y regresado a Atenas, y algunas veces tarda mucho tiempo en el viaje cuando lo cogen vientos contrarios. La teoría empieza cuando el sacerdote de Apolo corona la popa de la embarcación y, como te digo, esto ocurrió precisamente la víspera del juicio de Sócrates. Por esto permaneció tanto tiempo en la prisión entre su condena y su muerte.
ECHECRATES.- ¿Y qué hizo el día de su muerte? ¿Qué dijo? ¿Quién de sus amigos le acompañaron aquel día? ¿Prohibieron los jueces que fueran a visitarle y murió sin que le asistieran sus amigos?
FEDÓN.- Nada de eso; le acompañaron sus amigos, y por cierto muchos.
ECHECRATES.- Cuéntame todo detalladamente si no tienes algo importante que te lo impida.
FEDÓN.- Precisamente estoy completamente libre y procuraré complacerte. No hay para mí placer mayor que recordar a Sócrates, bien sea hablando de él u oyendo hablar de él a otros.
ECHECRATES.- Puedes estar persuadido que la misma es la disposición de los que te escuchan. Empieza y procura no olvidarte de nada.
FEDÓN.- Mis impresiones de aquel día me parecieron verdaderamente extrañas, porque lejos de sentirme lleno de compasión por la muerte de un amigo, le encontraba digno de envidia al ver su tranquilidad y escuchar sus discursos; la intrepidez que demostraba ante la muerte me persuadía de que no dejaba esta vida sin la ayuda de alguna divinidad que le llevaría a otra para ponerle en posesión de la mayor dicha que los hombres puedan disfrutar. Estos pensamientos sofocaban en mí la compasión que debería haber sentido ante un espectáculo tan triste y me impidieron también encontrar en nuestras conversaciones acerca de la filosofía, que fue el asunto de ellas aquel día, aquel placer que experimentaba de ordinario. La idea de que un hombre como Sócrates iba a morir me producía una mezcla extraña de pena y placer, lo mismo que a todos los allí presentes. Lo mismo nos habrías visto sonreír unas veces como prorrumpir en llanto, sobre todo, uno: Apolodoros, cuyo humor conoces.
ECHECRATES.- ¿Cómo no habría de conocerle?
FEDÓN.- En él mejor que en los demás se veía esta diversidad de sentimientos. Yo estaba tan descompuesto como los otros.
ECHECRATES.- ¿Quiénes eran ésos?
FEDÓN.- Atenienses: estaban Apolodoros, como ya te he dicho. Critóbulo y su padre Critón, Hermógenes, Epígeno, Esquino y Antístenes; también estaban Ctesippo de Peanea, Menexenes y todavía algunos más del país; creo que Platón estaba enfermo.
ECHECRATES.- ¿Había extranjeros?
FEDÓN.- Sí: Simmias de Tebas, Cebos y Fedondes, y de Megara, Euclides y Terpsión.
ECHECRATES.- ¿Estaban también Aristipo y Cleombroto?
FEDÓN.- No: se dijo que estaba en Egina.
ECHECRATES.- ¿Quién más había?
FEDÓN.- Creo haber nombrado a casi todos los que estaban.
ECHECRATES.- Entonces cuéntame lo que hablasteis.
FEDÓN.- Procuraré referírtelo sin omitir nada, porque desde el día de su sentencia no transcurrió uno sólo sin ir a ver a Sócrates. Con este objeto nos reuníamos todas las mañanas en la plaza pública donde fue juzgado, muy cerca de su prisión, y allí esperábamos a que la abrieran, lo que nunca fue muy temprano. Apenas la abrían acudíamos a su lado donde ordinariamente pasábamos toda la jornada. Aquel día nos reunimos más temprano que de costumbre porque al separarnos de él la víspera por la noche, supimos que el barco había vuelto de Delos y convinimos que nos encontraríamos al día siguiente en el mismo sitio, lo más de madrugada que pudiéramos. Apenas llegamos salió a nuestro encuentro el calabocero que tenía la costumbre de hacernos entrar en la prisión, para rogarnos que esperásemos un poco y que no entráramos antes de que fuera a buscarnos, porque, dijo, los Once estaban haciendo quitar los hierros a Sócrates en este momento y anunciándole que ha de morir hoy. Momentos después fue a buscarnos y nos abrió la puerta del calabozo. Al entrar vimos a Sócrates, al que ya habían despojado de los hierros, y a Xantipa, a quien conoces, sentada cerca de él teniendo en brazos a uno de sus hijos. Apenas nos vio, prorrumpió en lamentos y a gritar, como suelen las mujeres en ocasiones semejantes. Sócrates -exclamó-: ¿De manera que tus amigos vienen a hablar contigo por última vez? Pero él volviose a mirar a Critón, y dijo: Que la lleven a su casa.
Inmediatamente entraron los esclavos de Critón y a la fuerza se llevaron a Xantipa que lanzaba desgarradores gritos y se golpeaba furiosamente el rostro. Al mismo tiempo se sentó Sócrates sobre su lecho, y doblando la pierna de la que acababan de quitarle la cadena y frotándosela con la mano nos dijo: Qué cosa tan extraña es lo que los hombres denominan placer, y que maravillosamente se acuerda con el dolor, aunque se crea lo contrario, porque aunque no puedan encontrarse juntos cuando se experimenta uno de los dos casi siempre hay que esperar al otro, como si estuviesen ligados inseparablemente. Creo que si Esopo se hubiera detenido a pensar en esta idea, quizá hubiera hecho con ella una fábula. Habría dicho que Dios intentó poner de acuerdo a estos dos enemigos, y que, no lográndolo, se contentó con encadenarlos a una misma cadena, de manera que desde entonces, cuando uno de ellos se presenta, lo sigue el otro de muy cerca. Es lo que yo mismo estoy experimentando ahora, porque al dolor que los hierros me producían en esta pierna parece sucederle ahora una sensación de placer.
¡Por Júpiter!, le interrumpió Cebes; me has hecho recordar que algunos, y entre ellos en último término Eveno, me han preguntado con motivo de las fábulas de Esopo, que has puesto en verso, y de tu himno a Apolo, ¿cómo se te ha ocurrido componer uno en tu vida? Si tienes ganas de que conteste a Eveno, cuando me haga la misma pregunta, que estoy seguro me hará, ¿qué quieres que le diga?
No tienes más que decirle la cosa tal como es, respondió Sócrates; que no ha sido por cierto para ser su rival de poesía, porque sabía lo difícil que es hacer versos, sino únicamente buscando la explicación de ciertos sueños para obedecerlos, si por casualidad era la poesía aquel arte bello en el que me ordenaban me ejercitara. Porque toda mi vida he tenido un mismo sueño, que unas veces en una forma y otras en otra me recomendaba siempre lo mismo: Sócrates, ejercítate en las bellas artes. Hasta ahora había tenido esta orden por una simple advertencia, como la que por costumbre se hace a los que corren en la liza, en la creencia de que este sueño me ordenaba solamente que continuara viviendo como había vivido prosiguiendo el estudio de la filosofía, que constituía toda mi ocupación y que es la primera de las artes. Pero después de mi sentencia, como la fiesta de Apolo aplazó su ejecución, pensé que aquel sueño me ordenaba ejercitarme en las bellas artes como los otros hombres, y que antes de partir de este mundo estaría más seguro de haber cumplido con mi deber componiendo versos para obedecer al sueño. Empecé por este himno al dios cuya fiesta se celebraba, pero en seguida reflexioné que para ser verdaderamente poeta no basta hacer discursos en verso, sino que es preciso inventar ficciones, y no ocurriéndoseme ninguna recurrí a las fábulas de Esopo y versifiqué las primeras que me acudieron a la memoria. Ya sabes, pues, mi querido Cebes, lo que tienes que contestar a Eveno; dile también de mi parte que se conduzca bien y que si es sabio me siga, porque todo hace prever que hoy partiré, puesto que los atenienses lo ordenan.
¿Qué consejo, Sócrates, es el que das a Eveno?, exclamó Simmias. Le veo muy a menudo y por lo que sé de él estoy seguro de que no te seguirá por su gusto.
¿Cómo?, replicó Sócrates, ¿acaso no es filósofo Eveno?
Creo que lo es, respondió Simmias.
Entonces querrá seguirme, dijo Sócrates, lo mismo que todo hombre que dignamente haga profesión de serlo. Sé muy bien que no se matará, porque se dice que eso no está permitido. Y al decirlo, levantó las piernas de la cama, puso los pies en el suelo y sentado de esta manera continuó hablando el resto del día.
Cebes le preguntó: ¿Cómo puedes poner de acuerdo, Sócrates, que no es lícito suicidarse y que el filósofo, sin embargo, deba querer seguir a cualquiera que se muera?
¿Será posible, Cebes, replicó Sócrates, que ni tú ni Simmias no hayáis oído hablar nunca de esto a vuestro amigo Filolao?
Nunca se ha explicado con mucha claridad, Sócrates, respondió Cebes.
De mí puedo aseguraros, añadió Sócrates, que no sé más que lo que he oído decir y no os ocultaré nada de lo que he podido saber. No creo que exista ocupación que convenga más a un hombre que muy pronto va a partir de este mundo, que la de examinar bien y procurar conocer a fondo qué es precisamente este viaje y descubrir la opinión que de él tenemos. ¿Qué cosa mejor podríamos hacer mientras esperamos la puesta del sol?
¿En qué puede fundarse uno, Sócrates, dijo Cebes, para asegurarnos que el suicidio no es lícito? A Filolao, cuando estaba con nosotros, y a otros varios, les oí decir que estaba mal hecho. Pero ni él ni nadie nos han dicho nunca nada claro acerca de esta cuestión.
Ármate de valor, dijo Sócrates, porque quizá vas a saber más hoy, pero te sorprenderás al ver que el vivir es para todos los hombres una necesidad invariable, una necesidad absoluta, aun para aquellos para los que la muerte sería mejor que la vida; verás también como algo asombroso, que no está permitido, se procuren el bien por sí mismos aquellos para los que la muerte es preferible a la vida y que estén obligados a esperar a otro libertador.
Y Cebes, sonriendo, contestó a la manera de su país: Dios lo sabe.
Esta opinión puede parecer irrazonable, continuó diciendo Sócrates, pero quizá no deja de tener razón. El discurso que se nos dirige en los misterios de que los hombres estamos en este mundo como los centinelas en un puesto que nunca podemos abandonar sin permiso, es quizá demasiado difícil y rebasa nuestra comprensión. Pero nada me parece mejor que esto: Los dioses tienen necesidad de los hombres y éstos pertenecen a los dioses. ¿No te parece que es verdad, Cebes?
Muy verdad, respondió Cebes.
Tú mismo, siguió diciendo Sócrates, ¿no te enfadarías muchísimo si uno de tus esclavos se matara sin orden tuya y no le castigarías con todo rigor si pudieras?
Sí; sin duda.
Por la misma razón, dijo Sócrates, es muy justo sostener que uno no se puede suicidar y que es preciso esperar que Dios nos envíe una orden formal de abandonar la vida, como la que hoy me manda.
Me parece esto verosímil, dijo Cebes, pero lo que dijiste al mismo tiempo, de que el filósofo desea voluntariamente la muerte, me parece extraño, si es cierto que los dioses necesitan de los hombres, como acabas de decir, y que los hombres son una pertenencia de los dioses. Lo que me parece completamente desprovisto de razón es que los filósofos no estén disgustados de salir de la tutela de los dioses y de dejar una vida en la que los mejores gobernantes del mundo quieren tener buen cuidado de ellos. ¿Se figuran acaso que abandonados a sí mismos serán capaces de gobernarse mejor? Comprendo que a un loco se le pueda ocurrir que sea preciso huir de un amo, cuéstele lo que le cueste, y no comprenda que siempre se debe estar unido a lo que es bueno y no perderlo nunca de vista. Por esto huirá sin motivo. Pero un hombre prudente y sabio desearía siempre estar bajo la dependencia de lo que es mejor para él. De lo que infiero, Sócrates, todo lo contrario de lo que decías y pienso que los sabios se afligen por tener que morir y que los locos se alegran.
A Sócrates pareció agradable la sutilidad de Cebes, y volviéndose de nuestro lado, nos dijo: Cebes encuentra siempre objeciones y no se entrega desde el primer momento a lo que se le dice.
Yo también encuentro que Cebes tiene alguna razón, dijo Simmias. ¿Qué pretenden, en efecto, los sabios, que huyen de dueños mucho mejores que ellos privándose voluntariamente de su apoyo? A ti se refieren las palabras de Cebes, que te reprocha el que te separes tan gustoso de nosotros y que abandones a los dioses, que según tu propia confesión son tan buenos dueños.
Tenéis razón, contestó Sócrates, y veo que queréis obligarme a defenderme como me defendí ante la justicia.
Tú lo has dicho.
Preciso es, pues, satisfaceros, dijo Sócrates, y procurar que esta apología sea más afortunada cerca de vosotros que la primera lo fue cerca de mis jueces. En efecto, Simmias y tú, Cebes, si yo no creyera encontrar en la otra vida dioses tan buenos y tan sabios y hombres mejores que los de aquí abajo, sería muy injusto si no me afligiera tener que morir. Pero sabed que espero reunirme a hombres justos. Quizá pueda lisonjearme de ello al atreverme a aseguraros todo lo que puede asegurarse en cosas de esta naturaleza, que espero encontrar dioses, dueños muy buenos. He aquí el porqué de que no me aflige tanto la perspectiva de la muerte, confiando en que después de esta vida existe todavía algo para los hombres, y que, según la antigua máxima, los buenos serán allí mejor tratados que los malvados.
Y con estos pensamientos en el alma, dijo Simmias, ¿querías abandonarnos sin participárnoslos? Me parece que son un bien que no es común y si nos persuades será un hecho tu apología.
Quiero intentarlo, nos dijo, pero escuchemos antes lo que Critón quizá tenga que decirnos, porque me parece que hace ya un rato que quiere hablarnos.
No tengo que decirte, le contestó Critón, sino que el hombre que debe darte a beber el veneno no cesa de decirme que es preciso advertirte que hables lo menos posible, porque pretende que hablar demasiado hace entrar en calor al cuerpo, y que nada tan contrario como esto para los efectos del veneno, y que cuando se ha hablado mucho, hay que duplicar y hasta triplicar la dosis.
Déjale que diga lo que quiera, respondió Sócrates; y que prepare la cicuta como si tuviera que tomarla dos veces, y hasta tres, si es necesario.
Sabía que me ibas a dar esta respuesta, dijo Critón, pero sigue insistiendo.
No le hagas caso, volvió a repetirle Sócrates; pero ya es tiempo de que os explique a vosotros, que sois mis jueces, las razones que me persuaden de que un hombre que se ha consagrado toda la vida a la filosofía, tiene que morir lleno de valor y con la firme esperanza de que al partir de esta vida disfrutará de goces sin fin. Procuraré daros prueba de ello a ti, Simmias, y a ti, Cebes.
Los hombres ignoran que los verdaderos filósofos sólo laboran durante la vida para prepararse a la muerte; siendo así, sería ridículo que después de haber estado persiguiendo sin descanso este único fin comenzaran a retroceder y a tener miedo cuando la muerte se les presenta.
Simmias, al oírle, se echó a reír. ¡Por Júpiter!, exclamó; en verdad, Sócrates, me has hecho reír a pesar de la envidia que siento en este instante, porque estoy persuadido de que si hubiera aquí gentes que te escucharan, la mayor parte de ellas no dejarían de decir que hablas muy bien de los filósofos. Nuestros tebanos, principalmente, consentirían de muy buena gana en que todos los filósofos aprendiesen tan bien a morir que se murieran de verdad, y dirían que saben muy bien que eso es todo lo que merecen.
Y no dirían más que la verdad, Simmias, replicó Sócrates, excepto en un punto que saben muy bien, porque no es cierto que puedan saber por qué razón desean morir los filósofos ni por qué son dignos de ello. Pero dejemos a los tebanos y hablemos entre nosotros. ¿La muerte nos parece algo?
Sin ninguna duda, respondió Simmias.
¿No es la separación del alma y del cuerpo, dijo Sócrates, de manera que el cuerpo permanezca solo y el alma sola también? ¿No es esto lo que denominamos la muerte?
Esto mismo, dijo Simmias.
Mira, querido mío, si pensaras como yo, porque ello nos daría mucha luz para lo que buscamos. ¿Te parece propio de un filósofo buscar lo que se llama el placer, como el comer y beber?
De ninguna manera, Sócrates.
¿Y los goces del amor?
Tampoco.
Y de todos los demás goces que interesan al cuerpo, ¿crees que los busca y hace gran estima de ellos, por ejemplo, de las hermosas vestiduras, del bello calzado y de todos los demás ornamentos del cuerpo? ¿Crees que los tiene en aprecio o que los menosprecia cuando la necesidad no le obliga a servirse de ellos?
Me parece, dijo Simmias, que un verdadero filósofo no podrá más que menospreciarlos.
Entonces ¿te parece, siguió diciendo Sócrates, que todos los cuidados de un filósofo no tienen por objeto el cuerpo, y que al contrario, no trabaja más que para prescindir de éste todo lo posible a fin de no ocuparse más que de su alma?
Así es.
Así resulta de todas estas cosas de que estamos hablando, dijo Sócrates, que desde luego es evidente que lo propio del filósofo es trabajar más particularmente que los demás hombres en la separación de su alma del comercio del cuerpo.
Evidentemente, dijo Simmias.
Y, sin embargo, se figura la mayor parte de la gente que un hombre que no encuentra un placer en esta clase de cosas y no usa de ellas, ignora verdaderamente lo que es la vida y les parece que quien no goza de las voluptuosidades del cuerpo está muy cerca de la muerte.
Dices bien, Sócrates.
Pero ¿qué diremos de la adquisición de la ciencia? Cuando no se le asocia a este fin, ¿es el cuerpo o no un obstáculo? Voy a explicarme con un ejemplo. ¿Tienen la vista y el oído algún viso de certeza o tienen razón los poetas de cantarnos sin cesar que en realidad nada vemos ni oímos? Porque si estos dos sentidos no son seguros ni verdaderos, los otros lo serán todavía mucho menos, siendo mucho más débiles. ¿No opinas como yo, Simmias?
Sin duda alguna, dijo Simmias.
¿Cuándo, pues, encuentra el alma la verdad? Porque cuando la busca con el cuerpo vemos claramente que éste la engaña e induce al error.
Es cierto.
¿No te parece que por el razonamiento llega el alma principalmente a conocer la verdad?
Sí.
¿Y no razona mejor que nunca cuando no está influida por la vista ni por el oído, ni por el dolor ni por la voluptuosidad, y encerrada en sí misma prescinde del cuerpo y no tiene con él relación alguna, en tanto que es posible, y se aferra a lo que es para conocerla?
Lo has dicho perfectamente.
¿No es, entonces, sobre todo cuando el alma del filósofo desprecia al cuerpo, huye de él y trata de estar sola consigo misma?
Eso me parece.
¿Qué diremos ahora de ciertas cosas, Simmias? De la justicia, por ejemplo, ¿diremos que es algo o que es nada?
Diremos seguramente que es algo.
¿No diremos también lo mismo de lo bueno y lo bello?
Sin duda.
Pero ¿los has visto alguna vez con tus propios ojos?
Nunca.
¿Existe algún otro sentido corporal por el cual hayas podido comprender alguna de las cosas de que hablo, como la magnitud, la salud, la fuerza, en una palabra, la esencia de todas, es decir, lo que son por sí mismas? ¿Es por medio del cuerpo como se reconoce la realidad? O, ¿es cierto que aquel de nosotros que se disponga a examinar con el pensamiento y lo más atentamente que pueda lo que quiere encontrar se acercará más que los demás al objetivo y llegará a conocerlo mejor?
Seguramente.
Y con más claridad lo hará quien examine cada cosa sólo por el pensamiento sin tratar de facilitar su meditación con la vista ni a sostener su razonamiento recurriendo a otro sentido corporal; quien sirviéndose del pensamiento sin mezcla alguna trate de encontrar la esencia pura y verdadera de las cosas sin el ministerio de los ojos ni del oído, y separado, por decirlo así, de todo el cuerpo, que no hace más que perturbar el alma e impedirla encontrar la verdad en cuanto tiene con él la menor relación. ¿No es verdad, Simmias, que si alguno llega a conseguir conocer la esencia de las cosas, tiene que ser este de quien estoy hablando?
Tienes razón, Sócrates, y hablas admirablemente.
¿No se deduce necesariamente de este principio, continuó Sócrates, que los verdaderos filósofos deben pensar y decirse entre ellos: para seguir sus investigaciones, la razón sólo tiene una senda: mientras tengamos nuestro cuerpo y nuestra alma esté contaminada de esta corrupción, jamás poseeremos el objeto de nuestros deseos, es decir, la verdad? Porque el cuerpo nos opone mil obstáculos por la necesidad que nos obliga a cuidar de él, y las enfermedades que pueden presentarse turbarán también nuestras investigaciones. Además, nos llena de amores, de deseos, de temores, de mil ilusiones y de toda clase de estupideces, de manera que no hay nada tan cierto como el dicho vulgar de que el cuerpo jamas conduce a la sabiduría. Porque ¿quién es el que provoca las guerras, las sediciones y los combates? El cuerpo con todas sus pasiones. En efecto, todas las guerras no tienen más origen que el afán de amasar riquezas, y nos vemos forzados a amasarlas por el cuerpo, para satisfacer sus caprichos y atender como esclavos a sus necesidades. He aquí la causa de que no nos sobre tiempo para pensar en la filosofía; y el mayor de nuestros males todavía es cuando nos deja algún ocio y nos ponemos a meditar, interviene de repente en nuestros trabajos, nos perturba y nos impide discernir la verdad. Queda, pues, demostrado que si queremos saber verdaderamente alguna cosa es preciso prescindir del cuerpo y que sea el alma sola la que examine los objetos que quiera conocer. Sólo entonces gozaremos de la sabiduría de la que nos decimos enamorados, es decir, después de nuestra muerte y nunca jamás durante esta vida. La misma razón lo dice, porque si es imposible que conozcamos algo puramente mientras que estamos con el cuerpo, es preciso una de dos cosas: o que nunca se conozca la verdad o que se la conozca después de la muerte, porque entonces el alma se pertenecerá a ella misma libre de esta carga, mientras que antes no. Entretanto pertenezcamos a esta vida no nos aproximaremos a la verdad más que cuando nos alejemos del cuerpo y renunciemos a todo comercio con él, como no sea el que la necesidad nos imponga y mientras no le consintamos que nos llene de su corrupción natural y, en cambio, nos conservemos puros de todas sus contaminaciones hasta que Dios mismo venga a redimirnos. Por este medio, libres y rescatados de la locura del cuerpo, hablaremos, como es verosímil, con hombres que disfrutarán de la misma libertad y conoceremos por nosotros mismos la esencia pura de las cosas y quizá sea ésta la verdad; pero al que no sea puro no le será nunca dado alcanzar la pureza. Aquí tienes, mi caro Simmias, lo que parece deben pensar los verdaderos filósofos y el lenguaje que deben emplear entre ellos. ¿No lo crees como yo?
Así lo creo, Sócrates.
Si es así, mi querido Simmias, todo hombre que llegue adonde voy a ir ahora, tiene gran motivo para esperar que allá, mejor que en ninguna parte, poseerá lo que con tantas fatigas buscamos en esta vida; de manera que el viaje que me ordenan me llena de una dulce esperanza y el mismo efecto producirá en todo el que esté persuadido de que su alma está preparada, es decir, purificada para conocer la verdad. Por consiguiente, purificar el alma, ¿no es como decíamos hace muy poco separarla del cuerpo y acostumbrarla a encerrarse y a reconcentrarse en sí misma renunciando en todo lo posible a dicho comercio, viviendo bien sea en esta vida o en la otra sola y desprendida del cuerpo, como de una cadena?
Es verdad, Sócrates.
¿Y no es esta liberación, ésta separación del alma y del cuerpo lo que se llama la muerte?
Ciertamente.
¿Y no son los verdaderos filósofos los únicos que trabajan verdaderamente a este fin? ¿Esta separación y esta liberación no constituyen toda su ocupación?
Esto me parece, Sócrates.
¿No sería, pues, como antes dije, sumamente ridículo que un hombre que ha estado dedicado durante toda su vida a esperar la muerte, se indigne al verla llegar? ¿No sería risible?
¿Cómo no?
Entonces es cierto, Simmias, que los verdaderos filósofos no trabajan más que para morir y que la muerte no les parezca nada terrible. Mira tú mismo; si desprecian su cuerpo y desean vivir solos con su alma, ¿no sería el mayor absurdo tener miedo cuando llegue ese instante, afligirse y no ir voluntariamente allá donde esperan obtener los bienes por los cuales han suspirado toda su vida? Porque han estado deseando adquirir la sabiduría y verse libres de este cuerpo objeto de su desprecio. ¡Qué! Muchos hombres, por haber perdido a sus amigos, sus mujeres y sus hijos, han descendido voluntariamente a los infiernos conducidos por la sola esperanza de volver a ver a los que habían perdido y vivir con ellos, y un hombre que ama de verdad la sabiduría y tiene la firme esperanza de encontrarla en los infiernos, ¿se disgustará por tener que morir y no irá gozoso a los parajes donde disfrutará de lo que ama? ¡Ah, mi querido Simmias!, es preciso creer que irá con una gran voluptuosidad si verdaderamente es un filósofo, porque estará firmemente convencido de que sólo en los infiernos encontrará la pura sabiduría que busca. Y siendo así, ¿no sería extravagante, como dije, que un hombre tal temiera a la muerte?
¡Por Júpiter!, exclamó Simmias, ¡seria una locura!
Por lo tanto, siempre que veas que un hombre se enoja y retrocede cuando se ve frente a la muerte, será una prueba cierta de que es un hombre que ama, no la sabiduría, sino a su cuerpo, y con éste los honores y las riquezas, o uno solo de ellos o ambos a la vez.
Es como dices, Sócrates.
Por esto, Simmias, lo que se ha denominado la fortaleza, ¿no es peculiar de los filósofos? Y la temperancia, de la que el gran número no conoce más que el nombre, esta virtud que consiste en no ser esclavo de sus deseos, sino en sobreponerse a ellos y a vivir con moderación, ¿no es propia más bien de aquellos que desprecian sus cuerpos y viven en la filosofía?
Necesariamente.
Si quieres examinar la fortaleza y la temperancia de los hombres, de seguro las encontrarás ridículas.
¿Por qué, Sócrates?
Tú sabes que todos los hombres creen que la muerte es uno de los mayores males.
Es verdad, dijo Simmias.
Por esto cuando uno de estos hombres, a los que se llama fuertes, sufre la muerte con algún valor, no la sufre más que por temor a un mal mayor.
Fuerza es convenir en ello.
Y, por consiguiente, los hombres no son fuertes más que por el miedo, excepto los filósofos. ¿No resulta ridículo, por lo tanto, que un hombre sea valiente por miedo?
Tienes razón, Sócrates.
¿No les ocurre lo mismo a vuestros temperamentos? No lo son más que por intemperancia, y aunque esto parezca imposible, es, sin embargo, lo que pasa con su vana moderación, porque los temperamentos no renuncian a una voluptuosidad más que por temor de verse privados de otras voluptuosidades que desean y a las cuales se han acostumbrado. Llaman tanto como quieren a la intemperancia al ser vencido por sus pasiones, pero al mismo tiempo no dominan ciertas voluptuosidades más que por estar sujetos a otras que se han adueñado de ellos y esto se parece mucho a lo que hace un momento he dicho: que son temperantes por intemperancia.
Me parece una gran verdad.
Que no te engañe esto, mi querido Simmias; no es un camino que conduce a la virtud el cambiar voluptuosidades por voluptuosidades, tristezas por tristezas, temores por temores, como los que cambian una moneda grande por piezas pequeñas. La sabiduría es la única moneda de buena ley por la cual hay que cambiar todas las otras. Con ella se compra todo y se tiene todo, fortaleza, templanza, justicia; en una palabra, la virtud no es verdadera más que unida a la sabiduría, independientemente de las voluptuosidades, tristezas, temores y todas las demás pasiones; tanto, que todas las demás virtudes sin la sabiduría y de las cuales se hace un cambio continuo, no son más que sombras de virtud, una virtud esclava del vicio, que no tiene nada verdadero ni sano. La verdadera virtud es una purificación de toda clase de pasiones. La templanza, la justicia y la misma sabiduría no son más que purificaciones y hay buen motivo para creer que quienes establecieron las purificaciones distaban muy mucho de ser unas personas despreciables, sino grandes genios que ya desde los primeros tiempos quisieron hacernos comprender bajo estos enigmas que aquel que llegara a los infiernos sin estar iniciado ni purificado será precipitado al cieno; y aquel que llegara después de haber cumplido la expiación será recibido entre los dioses, porque, como dicen los que presiden los misterios: muchos llevan el tirso, pero pocos son los poseídos del dios. Y éstos, a mi modo de ver, sólo son los que filosofaron bien. Nada he omitido para ser de su núcleo y toda mi vida he estado trabajando para conseguirlo. Si todos mis esfuerzos no han sido inútiles y lo he logrado, lo sabré dentro de un momento, si a Dios le place. He aquí, mi querido Cebes, mi apología para sincerarme ante vosotros al abandonaros, y al separarme de los dueños de este mundo no estar triste ni disgustado, en la esperanza de que allí, no menos que aquí, encontraré buenos amigos y buenos señores, que es lo que el pueblo no sabría imaginar. Pero tendría una gran satisfacción si ante vosotros lograra defenderme mejor que ante los jueces atenienses.
Cuando Sócrates terminó de hablar tomó la palabra Cebes y le dijo: Sócrates, todo cuanto acabas de decir me parece una gran verdad. Hay solamente una cosa que los hombres no acaban de creer: es lo que nos has dicho del alma, porque se imaginan que cuando ésta abandona al cuerpo cesa de existir; que el día mismo en que el hombre muere, o ella se escapa del cuerpo, se desvanece como un vapor y no existe en ninguna parte. Porque si subsistiera sola, recogida en sí misma y liberada de todos los males de que nos has hablado, habría una esperanza tan grande y tan bella, Sócrates, que todo lo que has dicho sería verdad; pero que el alma viva después de la muerte del hombre, que actúe y piense, es lo que puede ser necesite alguna explicación y pruebas sólidas.
Tienes razón, Cebes, ¿qué haremos?... ¿Quieres que examinemos en esta conversación si esto es verosímil o si no lo es?
Me darías un gran placer permitiéndome escuchar de tus labios lo que piensas en esta materia.
No creo, dijo Sócrates, que aunque alguno nos oyera, y fuera además un autor de comedias, pudiera reprocharme que no hago más que decir tonterías ni que hablo de cosas que no nos interesan de cerca. Si te parece, examinaremos la cuestión. Preguntémonos ante todo si las almas de los muertos están en los infiernos o si no están. Es una creencia muy antigua que las almas, al dejar este mundo, van a los infiernos y que de allí vuelven al mundo y a la vida después de haber pasado por la muerte. Si es así y los hombres después de la muerte retornan a la vida, se deduce, necesariamente, que durante este intervalo están las almas en los infiernos, porque no volverían al mundo si estuvieran en él, y esto será una prueba suficiente de que existen, si vemos claramente que los vivos no nacen más que de los muertos, porque si no es así necesitaríamos buscar otras pruebas.
Naturalmente, dijo Cebes.
Y Sócrates continuó: Pero para cerciorarse de esta verdad es preciso no contentarse con examinarla con relación a los hombres, sino también con relación a los animales, a las plantas y a todo lo que nace, porque así se verá que todas las cosas nacen de la misma manera, es decir, de sus contrarios, cuando los tienen. Por ejemplo: lo bello es lo contrario de lo feo, lo justo de lo injusto, y lo mismo una infinidad de cosas. Veamos, pues, si es de absoluta necesidad que las cosas que tienen su contrario no nazcan más que de este contrario, lo mismo que cuando una cosa aumenta es preciso de toda necesidad que antes fuera más pequeña para adquirir después aquel aumento.
Sin duda.
Y cuando disminuye es preciso que antes fuera mayor para poder disminuir más tarde.
Efectivamente.
Lo mismo que lo más fuerte procede de lo más débil y lo más rápido de lo más lento.
Es evidente.
Y cuando una cosa empeora, continuó Sócrates, ¿no es porque antes era mejor, y cuando se vuelve injusta porque antes era justa?
Sin duda, Sócrates.
Entonces, Cebes, creo que está suficientemente probado que las cosas proceden de sus contrarios.
Muy suficientemente, Sócrates.
Pero entre estos dos contrarios existe siempre un cierto medio, dos generaciones de éste a aquél y en seguida de aquél a éste. Entre una cosa mayor y una menor, este medio es el crecimiento y la disminución: al uno le llamamos crecer y al otro disminuir.
Así es.
Lo mismo sucede con lo que se llama mezclarse, separarse, calentarse, enfriarse, y con todo hasta lo infinito.
Y aunque ocurra a veces que carecemos de términos para expresar todos estos cambios, vemos, no obstante, por la experiencia, que es siempre de absoluta necesidad que las cosas nazcan las unas de las otras y que a través de un medio pasen de la una a la otra.
Es indudable.
¿La vida misma, dijo Sócrates, no tiene también su contrario como la vigilia tiene el sueño?
Sin duda, respondió Cebes. ¿Y cuál es ese contrario? La muerte.
¿No nacen estas dos cosas la una de la otra, si son contrarias, y entre dos contrarias no hay dos generaciones?
¿Cómo no ha de haberlas?
Yo, dijo Sócrates, te diré la combinación de las dos contrarias de que acabamos de hablar y el paso recíproco de la una, a la otra; tú me explicarás la otra combinación. Del sueño y de la vigilia te diré que del sueño nace la vigilia y de la vigilia el sueño; que la generación de la vigilia al sueño es la somnolencia y la del sueño a la vigilia el despertar. ¿No está bastante claro?
Clarísimo.
Dinos a tu vez la combinación de la vida y de la. muerte. ¿No dijiste que la muerte es lo contrario de la vida?
Sí.
¿Y que nacen la una de la otra?
Sí.
¿Quién nace, pues, de la vida?
La muerte.
¿Y quién nace de la muerte?
Fuerza es confesar que la vida.
¿Entonces, dijo Sócrates, de lo que ha muerto es de donde nace todo lo que tiene vida?
Así me parece.
Y, por consiguiente, nuestras almas están en los infiernos después de nuestra muerte.
Eso me parece.
Y de los intermedios de estos dos contrarios, ¿no es sensible uno de ellos? ¿No sabemos lo que es morir?
Ciertamente.
¿Qué haremos, pues? ¿No reconoceremos también a la muerte la virtud de producir su contrario, o diremos que en este sentido se muestra defectuosa la naturaleza? ¿No es de absoluta necesidad que la muerte tenga su contrario?
Es necesario.
¿Cuál es este contrario?
Revivir.
Revivir, si hay un retorno de la muerte a la vida, dijo Sócrates, es comprender este retorno. Esto nos hace convenir en que los vivos nacen de los muertos lo mismo que los muertos de los vivos, prueba incontestable de que las almas de los muertos existen en alguna parte de donde vuelvan a la vida.
Me parece, dijo Cebes, que no es una consecuencia necesaria de los principios que hemos acordado.
Me parece, Cebes, que no los hemos acordado sin razón; míralo tú mismo. Si todos estos contrarios no se engendraran recíprocamente, girando, por decirlo así, en el círculo, y si no hubiera una producción directa del uno al otro contrario, sin vuelta de este último al primero que lo había producido, verías que al final tendrían todas las cosas la misma figura, serían de la misma hechura y, por último, cesarían de nacer.
¿Cómo has dicho, Sócrates?
No es muy difícil de comprender lo que digo. Si no hubiera más que el sueño y no hubiese un despertar después de él y producido él, verías que todas las cosas al fin nos representarían verdaderamente la fábula de Endimión y no se diferenciarían en nada, porque les sucedería, como a Endimión, que estarían sumergidas en profundo sueño. Si todo estuviera mezclado sin que esta mezcla produjese nunca una separación, llegaría muy pronto a suceder lo que enseñaba Anaxágoras: todas las cosas estarían juntas. Por la misma razón, mi querido Cebes, si todo lo que ha tenido vida muriera y estando muerto permaneciera en el mismo estado sin revivir, ¿no llegaría necesariamente el caso de que todas las cosas tendrían un fin y que no habría ya nada que viviera? Porque si de las cosas muertas no nacen las vivientes y si éstas muriesen a su vez, ¿no sería absolutamente inevitable que todas las cosas fueran finalmente absorbidas por la muerte?
Inevitable, Sócrates, contestó Cebes, y todo lo que acabas de decir me parece irrefutable.
Me parece también, Cebes, que nada puede oponerse a estas verdades y que no nos engañamos cuando las admitirnos; porque es seguro que hay una vuelta a la vida, que los vivos nacen de los muertos, que las almas de los muertos existen y que las almas de los justos son mejores y las de los malvados peores.
Lo que dices, Sócrates, le interrumpió Cebes, es, además, una deducción necesaria de un otro principio que con frecuencia te he oído establecer: que nuestra ciencia no es más que reminiscencia. Si este principio es exacto, es absolutamente indispensable que hayamos aprendido en otro tiempo las cosas de que nos acordamos en éste, lo que es imposible si nuestra alma no existe antes de venir bajo esta forma humana. Es una nueva prueba de la inmortalidad de nuestra alma.
Pero, Cebes, dijo Simmias interrumpiéndole, ¿qué demostración se tiene de este principio? Recuérdamela, porque ahora no me acuerdo de ella.
Hay una demostración muy bella, contestó Cebes: que todos los hombres, si se los interroga bien, encuentran todo por ellos mismos, lo que no harían jamás si no tuvieran en sí las luces de la recta razón.
Si alguno los pone de pronto junto a figuras de geometría y otras cosas de esta naturaleza, ve manifiestamente que así es.
Si no quieres rendirte a esta experiencia, Simmias, dijo Sócrates, mira si por este camino no entrarás en nuestro sentir: ¿te cuesta trabajo creer que aprender es solamente recordar?
No mucho, respondió Simmias, pero quisiera me recordaran lo que estábamos hablando; de lo que Cebes ya me ha dicho casi me acuerdo y comienzo a creerlo, pero esto no impedirá que escuche con gusto las pruebas que quieras darme.
Helas aquí, repuso Sócrates: empezamos por convenir todos que para acordarse es preciso haber sabido antes la cosa que se recuerda.
Naturalmente.
¿Convenimos también en que cuando la ciencia viene de cierta manera es una reminiscencia? Cuando digo de cierta manera es, por ejemplo, cuando un hombre al ver u oír alguna cosa o percibiéndola por otro cualquiera de sus sentidos no solamente conoce esta cosa que ha llamado su atención, sino al mismo tiempo piensa en otra que no depende de la misma manera que conocer, sino de otra, ¿no decimos con razón que este hombre ha vuelto a acordarse de la cosa que ha acudido a su espíritu?
¿Cómo dices?, preguntó Simmias.
Digo, por ejemplo, que el conocimiento de un hombre es uno y otro el conocimiento de una lira.
Efectivamente.
¡Pues bien!, siguió diciendo Sócrates, ¿no sabes lo que le sucede a los amantes cuando ven una lira, un vestido o algo de lo que sus amores tienen la costumbre de servirse? Pues reconociendo esta lira acude en seguida a su pensamiento la imagen de aquel a quien pertenece. He aquí lo que es la reminiscencia, como viendo a Simmias se recuerda a Cebes. Podría citarse un millón más de ejemplos. Aquí tienes lo que es la reminiscencia, sobre todo cuando vuelven a recordarse cosas olvidadas por remotas o por haberlas perdido de vista.
Es muy cierto, dijo Simmias.
¿Viendo en pintura un caballo o una lira, continuó Sócrates, no puede uno acordarse de un hombre? ¿Y viendo el retrato de Simmias no cabe recordar a Cebes?
¿Quién duda de ello?
Y con mayor razón al ver el retrato de Simmias se recordará a Simmias mismo.
Sin dificultad.
¿No se ve según esto que la reminiscencia se produce tanto por cosas parecidas como por cosas diferentes? Así sucede, en efecto.
Pero cuando el parecido hace recordar alguna cosa, ¿no sucede necesariamente que el espíritu percibe repentinamente si falta algo al retrato para que sea perfecto el parecido con el original que se acuerda o si no le falta algo?
Otra cosa sería imposible, dijo Simmias.
Pues escucha a ver si opinarás como yo. ¿No llamamos igualdad a alguna cosa? No hablo de la igualdad que se encuentra entre un árbol y otro árbol, entre una piedra y otra piedra y entre otras varias cosas parecidas. Hablo de una igualdad muy diferente de todo esto. ¿Decimos que es algo o que es nada?
Decimos ciertamente que es algo. Sí, ¡por Júpiter!
Pero ¿conocemos esta igualdad?
Sin duda.
¿De dónde hemos sacado esta ciencia, este conocimiento? ¿Nos hemos formado idea de esta igualdad por las cosas de que acabamos de hablar, es decir, viendo árboles iguales y piedras iguales a otras varias cosas de esta naturaleza, de esta igualdad que no es ni los árboles ni las piedras, sino otra cosa completamente distinta? Porque, ¿no te parece distinta? Fíjate bien en esto: las piedras y los árboles, que con frecuencia son los mismos, ¿no nos parecen comparándolos iguales unas veces y diferentes otras?
Seguramente.
Las cosas iguales parecen desiguales algunas veces, pero la igualdad en sí, ¿te parece desigualdad?
Nunca, Sócrates.
La igualdad y lo que es igual, ¿no son, pues, la misma cosa?
Ciertamente que no.
Sin embargo, de estas cosas iguales, que son diferentes de la igualdad, es de donde han sacado la idea de la igualdad.
Es verdad, Sócrates, dijo Simmias.
¿Y que esta igualdad sea parecida o diferente de los objetos que te han dado la idea de ella?
Ciertamente.
Por lo demás, no importa cuando viendo una cosa te imagines otra, que ésta sea parecida o no a la primera para que eso sea necesariamente una reminiscencia.
Sin dificultad.
Pero, dijo Sócrates, ¿qué diremos de esto? Cuando vemos árboles que son iguales u otras cosas iguales, ¿las encontramos iguales como la igualdad misma de las que tenemos idea o es preciso que sean iguales como esta igualdad?
Es muy preciso.
Convenimos, pues, en que cuando alguno, viendo una cosa, piensa que esa cosa, como la que en este instante veo delante de mí, puede ser igual a otra, pero que le falta mucho para ello y que no puede ser como ella y le es inferior, ¿es absolutamente necesario que aquel que tiene ese pensamiento haya visto y conocido antes aquella cosa a la que ésta se parece, aunque asegure que sólo se le parece imperfectamente?
Es de imprescindible necesidad.
¿No nos ocurre también lo mismo con las cosas iguales cuando queremos compararlas con la igualdad?
Ciertamente, Sócrates.
Es, pues, absolutamente necesario que hayamos visto esta igualdad aun antes del tiempo en que viendo por la primera vez cosas iguales pensamos en que todas ellas tienden a ser iguales, como la igualdad misma, pero que no pueden lograrlo.
Es cierto.
Pero convengamos también en lo que hemos deducido de este pensamiento y que es imposible proceda de otra parte que no sea uno de nuestros sentidos, por haber visto o tocado, o, en fin, por haber ejercitado otro cualquiera de nuestros sentidos, porque lo mismo digo de todos.
Es la misma cosa, Sócrates, de que antes hablábamos. Es preciso, pues, que sea de nuestros sentidos mismos de donde derivemos este pensamiento, que todas las cosas iguales, que son el objeto de nuestros sentidos, tiendan a esta igualdad y que, sin embargo, queden por debajo de ella. ¿No es así?
Sin duda alguna, Sócrates.
Entonces, Simmias, ha sido preciso que antes de que hayamos comenzado a ver, oír y hacer uso de nuestros sentidos, hubiésemos tenido conocimiento de esta igualdad inteligible para comparar con ella, como hacemos, las cosas sensibles iguales y para que todas tiendan a ser parecidas a esta igualdad y que le son inferiores.
Es una consecuencia necesaria de cuanto se ha dicho, Sócrates.
Pero ¿no es verdad que antes de nuestro nacimiento hemos visto, hemos oído y hecho uso de todos nuestros otros sentidos?
Muy cierto.
¿Entonces es preciso que antes de ese tiempo hayamos tenido conocimiento de la igualdad?
Sin duda.
¿Y por consecuencia es preciso que lo hayamos tenido antes de haber nacido?
Así me parece.
Si lo hemos tenido antes de nuestro nacimiento, sabemos, pues, antes de nacer, y por lo pronto después de nuestro nacimiento hemos conocido no sólo lo que es igual, lo que es grande y lo que es más pequeño, sino todas las demás cosas de esta naturaleza; porque lo que decimos aquí se refiere lo mismo a la igualdad que a la belleza misma, a la bondad, a la justicia y a la santidad; en una palabra, a todas las demás cosas de la existencia y de las que hablamos en nuestras preguntas y en nuestras contestaciones. De manera que es absolutamente necesario que hayamos tenido conocimiento de ellas antes de nacer.
Es cierto.
Y si después de haber tenido estos conocimientos no llegáramos a olvidarlos nunca, no solamente naceríamos con ellos, sino además los conservaríamos toda nuestra vida; porque saber no es más que conservar la ciencia que se ha adquirido y no perderla, y olvidar, ¿no es perder la ciencia que antes se tenía?
Sin duda, Sócrates.
Y si después de haber tenido estos conocimientos antes de nacer y de haberlos perdido después de haber nacido, volvemos a poseer esa ciencia anterior gracias al ministerio de nuestros sentidos, que es lo que llamamos aprender, ¿no será eso recuperar la ciencia que tuvimos y no podremos con razón llamarlo recordar?
Tienes mucha razón, Sócrates.
VERSO XXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXXx
Porque hemos convenido en que es muy posible que el que haya sentido una cosa, es decir, que la ha visto, oído o percibido por cualquiera de sus sentidos, piense a propósito de ella en otra que ha olvidado y con la cual la percibida tiene alguna relación aunque no se le parezca. De manera que, de estas dos cosas, una es absolutamente necesaria: o que las conservemos toda nuestra vida o que los que, según nosotros, aprenden, no hagan más que recordarlas y que la ciencia no sea más que una reminiscencia. Es necesariamente preciso, Sócrates.
¿Qué escogerías, pues, Simmias? ¿Nacemos con conocimiento o volvemos a acordarnos de lo que sabíamos y habíamos olvidado?
En verdad te digo, Sócrates, que no se qué escoger.
Y de esto otro, ¿qué pensarás y qué escogerás? Un hombre que sabe una cosa, ¿puede darse cuenta de lo que sabe o no?
Puede darse cuenta, sin duda.
¿Y te parece que todos los hombres pueden dar razón de las cosas de que hemos estado hablando?
Bien lo quisiera, respondió Simmias, pero temo que mañana no encontremos ya un hombre que sea capaz de dar razón de ellas.
¿Entonces no te parece que todos los hombres tienen esta ciencia?
Ciertamente que no.
¿Entonces no hacen más que volver a acordarse de las cosas que supieron otra vez?
Así tiene que ser.
Pero ¿en qué tiempo adquirieron nuestras almas esta ciencia? Porque no ha sido después de que nacimos.
Seguramente no.
¿Entonces antes?
Sin duda.
Y, por consiguiente, Simmias, nuestras almas existían antes de este tiempo, antes de que apareciesen bajo esta forma humana; y mientras carecían de cuerpo sabían.
A menos, Sócrates, que no digamos que hemos adquirido todos estos conocimientos al nacer, porque es el único tiempo que nos queda.
Me parece bien, mi querido Simmias; pero ¿en qué tiempo los perdimos? Porque hemos convenido en que hoy no los tenemos ya. ¿Los perdimos al mismo tiempo que los adquirimos? ¿O puedes señalar otro tiempo?
No, Sócrates, y no me he dado cuenta de que no decía nada.
Hay, pues, que tener por constante, Simmias, que si todas estas cosas que a todas horas tenemos en la boca, quiero decir lo bello, lo justo y todas las esencias de este género, existen verdaderamente, si referimos todas las percepciones de nuestros sentidos a estas nociones primitivas, como a su tipo, que empezamos por encontrar en nosotros mismos, es necesariamente preciso, digo, que como todas estas cosas existen, nuestra alma haya existido también antes de que naciéramos: y si todas estas cosas no existen, todos nuestros discursos son inútiles. ¿No es esto así? Y ¿no es también una necesidad igual, si estas cosas existen, que nuestras almas existan también antes de nuestro nacimiento, y que, si estas cosas no son, tampoco sean nuestras almas?
Esta necesidad me parece igualmente segura, Sócrates; y de todo este discurso resulta que nuestra alma existe antes de que nazcamos, lo mismo que las esencias de que acabas de hablar; porque yo al menos no encuentro nada tan evidente como la existencia de todas estas cosas, lo bueno, lo bello y lo justo, y tú, además, me lo has demostrado suficientemente.
¿Y Cebes?, preguntó Sócrates; porque es preciso que también él esté persuadido.
Pienso, dijo Simmias, que también encuentra las pruebas muy suficientes, a pesar de ser de todos los hombres el más rebelde a las pruebas. Sin embargo, le tengo por convencido de que nuestra alma existe antes de nuestro nacimiento, pero que subsista después de nuestra muerte, es lo que a mí mismo no me parece suficientemente probado. Porque esta opinión del pueblo, de la que Cebes te habló hace un momento, perdura todavía con toda su fuerza: es, como recordarás, que después de la muerte del hombre el alma se disipa y cesa de ser. ¿Qué puede impedir, en efecto, que el alma nazca, que exista en alguna parte, que sea antes de venir a animar al cuerpo y que después que haya salido de este cuerpo acabe con él y cese de ser?
Dices muy bien, Simmias, añadió Cebes; me parece que Sócrates no ha probado más que la mitad de lo que necesitaba probar; porque ha demostrado muy bien que nuestra alma existía antes de nuestro nacimiento, pero para acabar su demostración ha debido probar también que nuestra alma existe después de nuestra muerte no menos de lo que existía antes de esta vida.
Pero ya os he demostrado, Simmias y Cebes, replicó Sócrates, y convendréis en ello si unís esta última prueba a la que ya tenéis de que los vivos nacen de los muertos; porque si es verdad que nuestra alma existe antes de nuestro nacimiento y si es preciso de toda necesidad que para venir a la vida salga, por decirlo así, del seno de la muerte, ¿cómo no habría de existir la misma necesidad de su existencia después de la muerte puesto que tiene que retornar a la vida? Así está demostrado lo que pedís. Sin embargo, me parece que estáis deseando los dos profundizar más en esta cuestión y que teméis, como los niños, que cuando el alma salga del cuerpo pueda ser arrebatada por el viento, sobre todo cuando se muere en un día huracanado.
Cebes se echó a reír: Supón, Sócrates, que lo temamos, o más bien que no somos nosotros los que tememos, pero que bien pudiera ser que hubiera entre nosotros un niño que lo temiera; procuremos enseñarle a no tener miedo de la muerte como de un vano fantasma.
Para esto, replicó Sócrates, hay que recurrir diariamente a los conjuros hasta verle curado.
Pero ¿dónde encontramos un buen conjurador puesto que vas a dejarnos?
Grecia es grande, Cebes, respondió Sócrates, y en ella se encuentra un gran número de gente hábil. Además, hay otros países, que habrá que recorrer preguntando en todos para encontrar a este conjurador, sin ahorrar penalidades ni gastos, porque no hay nada mejor en que podáis emplear vuestra fortuna. Preciso es también que le busquéis entre vosotros mismos, porque bien pudiera suceder que no encontréis persona más apta que vosotros mismos para hacer estos exorcismos.
Haremos lo que dices, Sócrates, pero si no te desagrada reanudaremos el discurso que dejamos.
Me será muy grato, Cebes, y, ¿por qué no?
Tienes razón, Sócrates, dijo Cebes.
Lo primero que tenemos que preguntarnos a nosotros mismos, siguió diciendo Sócrates, es a qué naturaleza de cosas pertenece el disolverse, por qué clase de cosas debemos temer que se verifique este accidente y a qué cosas no le sucede. Después habrá que examinar a cuál de estas naturalezas pertenece nuestra alma y, por último, temer o esperar para ella.
Es verdad.
¿No te parece que son las cosas compuestas o que son de naturaleza de serlo, a las que corresponde desasociarse en los elementos que han hecho su composición, y que si hay seres que no estén compuestos sean estos los solos a quienes no puede alcanzar este accidente?
Me parece muy cierto, dijo Cebes.
¿No parece que las cosas que son siempre las mismas y de la misma manera no deben ser compuestas?
Y que las que cambian constantemente y nunca son las mismas, ¿no os parece que han de ser compuestas?
Opino como tú, Sócrates.
Ocupémonos sin pérdida de tiempo de las cosas de que ha poco hablábamos y con cuya verdadera existencia hemos estado siempre conformes en nuestras preguntas y respuestas. ¿Estas cosas son siempre las mismas o cambian alguna vez? ¿Admiten o experimentan algún cambio por pequeño que sea, la igualdad, la belleza, la bondad y toda existencia esencial, o cada una de ellas por ser pura y simple permanece así, siempre la misma en sí, sin sufrir nunca la menor alteración ni el menor cambio?
Es absolutamente necesario que permanezcan siempre las mismas, sin cambiar nunca, dijo Cebes.
Y todas estas otras cosas, siguió diciendo Sócrates, hombres, caballos, vestidos, muebles y tantas otras de la misma naturaleza, ¿permanecen siempre las mismas o son enteramente opuestas a las primeras en el sentido de que jamás permanecen en el mismo estado ni con relación a ellas mismas ni tampoco con relación a las otras?
Nunca permanecen las mismas, respondió Cebes.
Entonces son cosas que puedes ver, tocar y percibir por cualquier sentido; en cambio las primeras, las que siempre son las mismas, no pueden ser -percibidas más que por el pensamiento, porque son inmateriales y nunca se las ve.
Es cierto, Sócrates, dijo Cebes.
¿Quieres, pues, prosiguió Sócrates, que admitamos dos clases de cosas?
Con mucho gusto, dijo Cebes.
¿Una visible y la otra inmaterial? ¿Ésta siempre la misma y aquélla cambiando continuamente?
Lo quiero también.
Veamos, pues; ¿no estamos compuestos de un cuerpo y un alma? ¿O hay además algo en nosotros?
No; no hay nada más.
¿A cuál de estas dos especies es nuestro cuerpo más afín y más parecido?
No habrá nadie que no convenga en que a la especie visible.
Y nuestra alma, mi querido Cebes, ¿es visible o invisible?
Los hombres por lo menos no la ven.
Pero cuando hablamos de las cosas visibles o invisibles, ¿hablamos refiriéndonos sólo a los hombres sin tener en cuenta ninguna otra naturaleza?
Refiriéndonos a la naturaleza humana.
¿Qué diremos, pues, del alma? ¿Puede ser vista o no?
No puede.
¿Entonces es inmaterial?
Sí.
Si es así, nuestra alma se asemejará más que el cuerpo a lo invisible, y éste a lo visible.
Necesariamente.
¿No dijimos antes que cuando el alma se sirve del cuerpo para considerar cualquier objeto, sea por la vista, por el oído o por cualquier otro sentido, puesto que la única función del cuerpo es considerar los objetos por medio de los sentidos, se siente atraída por el cuerpo hacia cosas que nunca son las mismas, y que se extravía, se turba, vacila y tiene vértigos como si se hubiera embriagado por ponerse en relación con ellas?
Sí.
En cambio, cuando examina las cosas por sí misma sin recurrir al cuerpo, tiende hacia lo que es puro, eterno, inmortal e inmutable, y como es de esta misma naturaleza, se une a ello, si es para sí misma y puede. Entonces cesan sus extravíos y sigue siendo siempre la misma, porque se ha unido a lo que jamás varía y de cuya naturaleza participa; este estado del alma es al que se llama sabiduría.
Perfectamente, dijo Sócrates, y es una gran verdad.
¿A cuál de las dos especies de seres te parece que el alma, se asemejará más después de lo dicho antes y ahora?
Me parece, Sócrates, que todos y hasta el más estúpido tendrá que decir después de escuchada tu explicación, que el alma se parecerá y será más afín a lo que siempre es lo mismo que a lo que continuamente cambia.
¿Y el cuerpo?
Se parece más a lo que cambia.
Emprendamos otro camino. Cuando el alma y el cuerpo están juntos, la naturaleza ordena al uno obedecer y ser esclavo y al otro que impere y mande. ¿Cuál, pues, de estos dos es el que te parece asemejarse a lo que es divino y quién a lo que es mortal? ¿No opinas que sólo lo que es divino está capacitado para mandar y que lo que es mortal es apropiado para obedecer y ser esclavo?
Naturalmente.
Entonces, ¿a qué se parece nuestra alma?
Es evidente, Sócrates, que nuestra alma se parece a lo que es divino y nuestro cuerpo a lo que es mortal.
Mira, pues, querido Cebes, si de todo lo que acabamos de decir no se deduce necesariamente que nuestra alma se asemeja mucho a lo que es divino, inmortal, inteligible, simple e indisoluble, siempre igual y siempre parecido a sí mismo, y que nuestro cuerpo se parece a lo humano, mortal, sensible, compuesto, disoluble, siempre cambiante y jamás semejante a sí mismo. ¿Hay alguna razón que podamos alegar para destruir estas consecuencias y hacer ver que no es así?
Ninguna indudablemente.
Siendo así, ¿no conviene al cuerpo disolverse muy pronto y al alma permanecer siempre indisoluble o en un estado indiferente?
Es otra verdad la que dices.
Ves, pues, que después de morir el hombre, su parte visible, el cuerpo, que permanece expuesto ante nuestros ojos y que llamamos el cadáver, no sufre, sin embargo, al principio ninguno de estos accidentes y hasta permanece intacto durante algún tiempo y se conserva bastante, si el muerto era hermoso y estaba en la flor de la edad; los cuerpos que se embalsaman, como en Egipto, duran casi enteros un número increíble de años. En los mismos que se corrompen hay siempre partes como los huesos, los nervios y algunas otras de la misma naturaleza, que puede decirse son inmortales. ¿No es cierto?
Ciertísimo.
Y el alma, este ser invisible que va a otro medio semejante a ella, excelente, puro, invisible, es decir, a los infiernos, cerca de un dios emporio de bondad y sabiduría, un paraje al que espero irá mi alma dentro de un momento, si a Dios le place, ¿un alma tal y de esta naturaleza no haría más que abandonar el cuerpo y se desvanecería reduciéndose a la nada como cree la mayoría de los hombres? Para esto falta mucho, mi amigo Simmias y mi amado Cebes; he aquí más bien lo que ocurre: si el alma se retira, pura, sin conservar nada del cuerpo, como la que durante la vida no ha tenido con él comercio alguno voluntario y al contrario huyó siempre de él recogiéndose en sí misma, meditando siempre, es decir, filosofando bien y aprendiendo efectivamente a morir, ¿no es esto una preparación para la muerte?
Sí.
Si el alma se retira en este estado, va hacia un ser semejante a ella, divino, inmortal, lleno de sabiduría, cerca del cual, libre de sus errores, de su ignorancia, de sus temores, de sus amores tiránicos y de todos los demás males anexos a la naturaleza humana goza de la felicidad; y, como se dice de los iniciados, pasa verdaderamente con los dioses toda la eternidad. ¿No es esto lo que debemos decir, Cebes?
¡Sí, por Júpiter!, le contestó.
Pero si se retira del cuerpo mancillada, impura, como la que siempre ha estado mezclada con él ocupada en servirlo, poseída de su amor, embriagada de él hasta el punto de creer que lo único real es lo corporal, lo que se puede ver, tocar, comer y beber, o lo que sirve a los placeres del amor, mientras que hábilmente huía de todo lo que es oscuro, invisible, e inteligible, de lo cual sólo la filosofía tiene el sentido, ¿piensas tú que un alma en este estado puede salir pura y libre del cuerpo?
No puede ser.
Sí: no puede ser, porque sale cubierta de las máculas corporales que el comercio continuo y la unión más estrecha que ha tenido con el cuerpo, por no haber estado más que con él y no haberse ocupado más que de él, se le han hecho como naturales.
Así tiene que ser.
Estas máculas, mi querido Cebes, son una pesada envolvente terrestre y visible, y el alma cargada de este peso es arrastrada todavía por él hacia este mundo visible, por el temor que a ella le inspira el mundo invisible, o sea, el infierno, y va errante, como se dice, a los lugares de sepulturas, vagando alrededor de las tumbas, donde se han visto fantasmas tenebrosos, como son los espectros de estas almas, que no han salido del cuerpo purificadas del todo, sino conservando algo de esta materia visible que todavía las hace visibles.
Es muy verosímil, Sócrates.
Sí, sin duda, Cebes, y verosímil también que no son las almas de los buenos, sino las de los malos las que están obligadas a errar por esos lugares adonde las lleva la pena de su primera vida, que ha sido mala, y donde continuarán errantes hasta que por el amor que han tenido por esa masa corporal, que las sigue perennemente, penetren de nuevo en un cuerpo y vuelvan probablemente a las mismas costumbres que fueron la ocupación de su primera vida.
¿Qué quieres decir, Sócrates?
Digo, por ejemplo, amado Cebes, que los que han hecho del vientre su dios y que sólo han amado la intemperancia sin pudor y sin comedimiento, entrarán verosímilmente en el cuerpo de asnos o de otros animales semejantes. ¿No opinas como yo?
Ciertamente.
Y las almas de los que sólo han amado la justicia, la tiranía y la rapiña animaran cuerpos de lobos, de gavilanes y de halcones. ¿Pueden ir a otra parte las almas como ésas?
Sin duda que no.
Y otras habrán también que se asociarán a cuerpos análogos a sus gustos.
Evidentemente.
¿Cómo podría ser de otra manera? Y los más felices, aquellos cuyas almas van al lugar más agradable, ¿no son los que siempre han practicado las virtudes sociales y civiles que se llaman templanza y justicia, a las cuales se han formado por el hábito y la práctica solamente, sin la ayuda de la filosofía y de la reflexión?
¿Cómo pueden ser los más dichosos?
Porque es verosímil que sus almas entraron en los cuerpos de animales pacíficos y amables, como las abejas y las hormigas, o que volverán a cuerpos humanos para hacer hombres de bien.
Es probable.
Pero acercarse a la naturaleza de los dioses es lo que nunca estará permitido a los que no filosofaron toda su vida y cuyas almas no han salido del cuerpo con toda su pureza; esto sólo se reserva para el verdadero filósofo. Aquí tenéis, mi querido Cebes y mi amado Simmias, el motivo por el cual los verdaderos filósofos renuncian a todos los deseos del cuerpo, se dominan y no se entregan a sus pasiones; y no temen la pobreza ni la ruina de su casa como el pueblo que se afana por las riquezas, ni la ignominia ni el oprobio como los que aman los honores y las dignidades.
No sería propio de ellos, dijo Cebes.
No lo sería, continuó Sócrates; por esto todos los que se preocupan de su alma y que no viven para el cuerpo, rompen con todas las costumbres y no siguen el mismo camino que los otros que no saben adónde van; mas persuadidos de que es preciso no hacer nada que sea contrario a la filosofía, a la liberación y a la purificación que ella procura, se abandonan a su guía yendo adonde los lleva.
¿Cómo, Sócrates?
Voy a explicároslo. Los filósofos que ven su alma unida verdaderamente y pegada a su cuerpo y forzada a considerar los objetos como a través de una prisión oscura y no por ella misma, comprenden bien que la fuerza de este lazo temporal consiste en las pasiones, que hacen que el alma encadenada a sí misma apriete más la cadena; reconocen que la filosofía, adueñándose de su alma, la consuela dulcemente y trabaja para libertarla haciéndola ver que los ojos están llenos de ilusiones como los oídos y los demás sentidos de su cuerpo, advirtiéndola de que sólo haga uso de ellos cuando la necesidad la obligue, y aconsejándola encerrarse y reconcentrarse en sí misma y a no creer más testimonio que el suyo propio, cuando haya examinado en su interior lo que es la esencia de cada cosa y se haya persuadido bien de que todo lo que examina por cualquier intermediario, cambiando con éste, no tiene nada verdadero. Pero lo que ella examina con los sentidos es lo sensible y visible y lo que ve por sí misma lo visible e inteligible. El alma del verdadero filósofo, persuadida de que no puede oponerse a su libertad, renuncia en todo lo que puede a las voluptuosidades, a los deseos, a las tristezas y a los temores, porque sabe que después de los grandes placeres, grandes temores y extremadas tristezas o deseos se experimentan no sólo los males sensibles que todo el mundo conoce, como las enfermedades o la pérdida de los bienes, sino también él mayor y último de los males, tanto mayor porque no se deja sentir.
¿Qué mal es ése, Sócrates?
El que el alma obligada a regocijarse o afligirse por cualquier causa se persuade de que lo que origina ese placer o esa tristeza es muy real, aunque no lo sea. Tal es el efecto de todas las cosas visibles, ¿no es cierto?
Cierto es.
¿No es en esta clase de afectos, sobre todo, donde el alma está más particularmente unida al cuerpo?
¿Por qué?
Porque cada voluptuosidad y cada tristeza están armadas, por decirlo así, de un clavo con el que fijan el alma al cuerpo y la hacen tan material, que llega a pensar que no hay más objetos reales que los que el cuerpo le dice. Por tener las mismas opiniones que el cuerpo, está por fuerza obligada a tener los mismos hábitos y costumbres, lo que la impide llegar pura a los infiernos; pero saliendo de esta vida, manchada todavía con las máculas del cuerpo del que acaba de separarse, entra muy pronto en otro cuerpo, donde arraiga como si la hubieran sembrado, y esto es lo que hace que esté privada de toda relación con la esencia pura, simple y divina.
Es exacto, dijo Cebes.
Por estas razones trabajan los verdaderos filósofos para adquirir la fortaleza y la templanza y no por las otras razones que el pueblo se imagina. ¿Pensaras tú acaso como ése?
De ninguna manera.
Esto es lo que convendrá siempre al alma de un verdadero filósofo, porque así no creerá nunca que la filosofía deba desligarla para que una vez desligada se abandone a las voluptuosidades y a las tristezas y vuelve a encadenarse, lo que sería volver a empezar de nuevo, como la tela de Penélope. Al contrario, reprimiendo todas las pasiones en una tranquilidad perfecta y teniendo siempre la razón por guía, sin separarse nunca de ella, contempla incesantemente lo que es verdadero, divino e inmutable y está por encima de la opinión. Y alimentada por esta verdad pura, está persuadida de que debe vivir siempre de la misma manera mientras está unida al cuerpo, y que después de la muerte, devuelta a lo que es de la misma naturaleza que ella, estará libre de todos los males que afligen a la naturaleza humana. Con estos principios, mis amados Simmias y Cebes, y después de una vida semejante, ¿podrá temer el alma que en el momento en que se separe del cuerpo se la lleven los vientos y la disipen y que completamente destruida no exista en alguna parte?
Calló Sócrates y se produjo un largo silencio. Sócrates parecía ocupado con lo que acababa de decir; nosotros también lo estábamos, y Cebes y Simmias hablaban en voz baja. Observolo Sócrates y les preguntó: ¿De qué habláis? ¿Os parece que les falta algo a mis pruebas? Porque me figuro que dan lugar a muchas dudas y objeciones, si se quiere tomar la pena de examinarlas detalladamente. Si habláis de otra cosa, no tengo nada que decir, pero por poca que sea la duda que alberguéis acerca de lo que he dicho, no tengáis el menor reparo en decirme con toda franqueza si os parece que falta algo a mi demostración; asociadme a vuestras pesquisas, si creéis que con ayuda mía saldréis más fácilmente de dudas.
Te voy a decir la verdad, respondió Simmias; hace ya mucho tiempo que Cebes y yo tenemos dudas y uno y otro nos instigamos mutuamente a confiártelas por las ganas que tenemos de que nos saques de ellas. Pero los dos hemos temido serte inoportunos y hacerte preguntas desagradables dada la situación en que te encuentras.
¡Ah mi caro Simmias!, replicó Sócrates sonriendo dulcemente. Qué gran trabajo me costaría persuadir a los otros hombres de que no considero una desgracia la situación en que me encuentro, puesto que no sabría persuadiros a vosotros mismos, que me creéis más difícil de tratar que nunca he sido. Me juzgáis, pues, muy inferior a los cisnes en lo que se refiere a los presentimientos y a la adivinación, porque cuando sienten que van a morir cantan mejor que nunca cantaron, alegres porque van a encontrar al dios a quien sirven. Pero los hombres, por el temor que les inspira la muerte, calumnian a los cisnes, diciendo que lloran su muerte y cantan de tristeza. Y no reflexionan que no hay pájaro que cante cuando tiene hambre o frío o sufre por cualquier otra causa, ni siquiera el ruiseñor, la golondrina ni la abubilla, de los que se dice que su canto no es más que un efecto del dolor. Pero estos pájaros no cantan de tristeza, y creo que menos aún los cisnes, que perteneciendo a Apolo son adivinos; y como prevén los bienes de que se disfruta en la otra vida, cantan y se regocijan más que nunca ese día. Y yo pienso que sirvo a Apolo tan bien como ellos y que como ellos estoy consagrado a este dios, que no recibo menos que ellos de nuestro común maestro el arte de la adivinación y que no estoy más disgustado que ellos de partir de esta vida. Por esto mismo no os privéis de hablar tanto cuanto os placerá ni preguntarme todo el tiempo que tengan a bien permitir los Once.
Muy bien, Sócrates, respondió Simmias; voy a decirte mis dudas y Cebes te expondrá en seguida las suyas.
Opino, como tú, que de estas materias es imposible o al menos muy difícil saber toda la verdad en esta vida, y estoy persuadido de que no examinar muy atentamente lo que se dice y cansarme antes de haber hecho todos los esfuerzos, es un acto propio sólo de un hombre débil y cobarde. Porque de dos cosas una es precisa: o aprender de otros lo que es o encontrarlo uno mismo. Si una y otra de estas vías son imposibles, se escogerá entre todos los razonamientos humanos el mejor y más consistente, abandonándose a él como a una navecilla para cruzar así a través de las tempestades de esta vida, a menos que se pueda encontrar para este viaje una embarcación más solida, alguna razón inquebrantable, que nos ponga fuera de peligro. Por esto no me avergonzaré de hacerte preguntas, ya que me lo permites y no me expondré a tenerme un día que echar en cara no haberte dicho lo que ahora estoy pensando. Cuando examino con Cebes lo que has dicho, te confieso, Sócrates, que tus pruebas no me parecen suficientes.
Puede que tengas razón, mi querido Simmias; pero ¿en qué te parecen insuficientes?
En que podría decirse lo mismo de la armonía de una lira, de la lira misma y de sus cuerdas: que la armonía de la lira es algo invisible, inmaterial, bello y divino; que la lira y sus cuerdas son cuerpos, materia, cuerpos compuestos, terrestres y de naturaleza mortal. Y si hiciera pedazos la lira o rompiera sus cuerdas, ¿no habría quizá alguien que con razonamientos parecidos a los tuyos pudiera sostener que es preciso que esta armonía subsista y no perezca? Porque es imposible que una vez rotas sus cuerdas pueda subsistir la lira, y que las cuerdas, que son cosas mortales, subsistan después de la rotura de la lira, y que la armonía, que es de la misma naturaleza que el ser inmortal y divino, perezca antes que lo que es mortal y terrestre; pero es absolutamente necesario, diríase, que la armonía exista en alguna parte y que el cuerpo de la lira y las cuerdas se corrompan y perezcan enteramente antes de que aquélla sufra la menor lesión. Y tú mismo, Sócrates, te habrás dado cuenta seguramente de que pensamos que el alma es algo parecido a lo que te voy a decir: nuestro cuerpo está compuesto y mantenido en equilibrio por el calor, el frío, lo seco y lo húmedo, y nuestra alma no es más que la armonía que resulta de la justa mezcla de estas cualidades cuando están combinadas y muy de acuerdo. Si nuestra alma no es más que una especie de armonía, es evidente que cuando nuestro cuerpo está demasiado agobiado o en tensión por las enfermedades o por otros males, es necesario que nuestra alma, por divina que sea, perezca como las otras armonías que consisten en los sonidos o que son el efecto de los instrumentos, mientras que los restos de cada cuerpo duran todavía bastante tiempo antes de que los quemen o se corrompan. Esto es, Sócrates, lo que podríamos responder a estas razones, si alguno pretendiera que nuestra alma, no siendo más que una mezcla de las cualidades del cuerpo, perece la primera en lo que llamamos la muerte.
Sócrates nos miró sucesivamente, como solía hacer con frecuencia, y sonriendo contestó: Simmias tiene razón; si alguno de vosotros tiene más facilidad que yo para responder a sus objeciones, ¿por qué no lo hace?, porque me parece que ha atacado bien las dificultades del asunto. Pero antes de contestarle quisiera oír lo que Cebes tiene que objetarme, a fin de que mientras habla tengamos tiempo de pensar en lo que debemos decir. Y después de que hayamos, escuchado a los dos, cederemos si sus razones son buenas y si no; sostendremos nuestro principio con todas nuestras fuerzas. Dinos, Cebes, ¿qué te impide rendirte a lo que he establecido?
Voy a decirlo, respondió Cebes. Es que me parece que la cuestión está en el mismo punto que antes y que origina nuestras anteriores objeciones. Encuentro admirablemente demostrada la existencia de nuestra alma antes de que venga a animar el cuerpo, si mi confesión no te ofende, pero que siga subsistiendo después de nuestra muerte es lo que no está igualmente probado. Sin embargo, no me rindo en manera alguna a la objeción de Simmias, que pretende que nuestra alma no es ni más fuerte ni más duradera que nuestro cuerpo, porque me parece infinitamente superior a todo lo corpóreo. ¿Por qué, pues, me dirás, dudas todavía? Puesto que ves que después de morir el hombre lo que hay más débil en él subsiste todavía, ¿no te parece de absoluta necesidad que lo que es duradero dure todavía más tiempo? Escucha, te lo ruego, a ver si contestaré bien a esta objeción, porque para que se me comprenda tengo necesidad de recurrir, como Simmias, a una comparación. A mi modo de ver, todo cuanto se ha dicho es como si después de la muerte de un anciano tejedor se dijera: este hombre no se ha muerto, porque existe en alguna otra parte, y la prueba de ello es que aquí tenéis el vestido que llevaba y que él mismo se confeccionó; todavía está entero y no ha perecido; y si alguno rehusara rendirse a esta prueba, le preguntaría quién es más durable, si el hombre o el vestido que lleva y del que se sirve. Sería preciso que me respondieran que el hombre, y con esto se pretendería haberle demostrado que, puesto que lo que el hombre tiene menos durable no ha perecido, con mucha mayor razón el hombre mismo subsiste todavía. Pero la cosa no es así, creo, mi querido Simmias, y escucha, te ruego, lo que contesto a esto. No hay nadie que al oír hacer esta objeción no diga que es un absurdo. Porque este tejedor, después de haber usado muchos trajes que se hizo, ha muerto entre ellos, pero antes que el último, lo que no autoriza a decir que el hombre sea una cosa más débil y menos duradera que el traje. Esta comparación conviene lo mismo al alma que al cuerpo, y cualquiera que se los aplique dirá sabiamente, a mi modo de ver, que el alma es un ser muy duradero y el cuerpo un ser más débil y de menor duración. Y añadirá que cada alma usa varios cuerpos, sobre todo si vive un gran número de años; porque si el cuerpo se deshace y se disuelve mientras el hombre vive todavía y el alma renueva incesantemente su perecedera envolvente, es necesario que cuando muera lleve su última envolvente y que ésta sea la única antes de la cual ella muera; y una vez muerta el alma, manifiesta muy pronto el cuerpo la debilidad de su naturaleza, porque se corrompe y perece rápidamente. Por esto, no se puede conceder todavía tanta fe a tu demostración, para que tengamos esta confianza en que nuestra alma subsista todavía después de nuestra muerte, porque si alguno dijera aún más de lo que tú dices y se le concediera, no sólo que nuestra alma existe en el tiempo que precede a nuestro nacimiento, sino que nada impide que después de nuestra muerte existan las almas de algunos y renazcan varias veces para morir de nuevo, siendo el alma bastante potente para usar sucesivamente varios cuerpos, lo mismo que el hombre usa varios vestidos; si, concediéndole esto, digo, no se niega sin embargo que se desgasta a fuerza de todos estos reiterados nacimientos y que, finalmente, tiene que terminar por perecer verdaderamente en alguna de estas muertes; y si se añadiera que nadie puede discernir cuál de estas muertes es la que herirá al alma, porque a los hombres les es imposible presentir, entonces todo hombre que no teme a la muerte y tenga confianza es un insensato, a menos que no esté en condiciones de demostrar que el alma es enteramente inmortal e imperecedera. De otra manera, es absolutamente necesario que el que va a morir tema por su alma y tiemble ante la idea de que perezca en esta próxima separación del cuerpo.
Cuando hubimos escuchado estas objeciones, nos enfadamos mucho, como en seguida lo confesamos, de que después de haber estado tan bien persuadidos por los razonamientos anteriores, vinieran éstos a perturbarnos con sus dificultades y a sembrar en nosotros la desconfianza, no sólo de todo lo que se había dicho, sino además de todo lo que en el porvenir pudiéramos decir, puesto que creeríamos siempre que no seríamos buenos jueces en estas materias o que estas serían por sí mismas poco susceptibles de ser conocidas.
ECHECRATES.- Por los dioses, Fedón, os lo perdono, porque al oírte me digo yo mismo: ¿qué creeremos en adelante puesto que los razonamientos de Sócrates, que me parecían tan capaces de persuadir, resultan dudosos? La objeción de Simmias, en efecto, de que nuestra alma no es más que una armonía, me sorprende maravillosamente y siempre me sorprendió, porque me ha hecho recordar que ya hace tiempo había tenido yo el mismo pensamiento.
Así, pues, tengo que volver a empezar y necesitaré nuevas pruebas para estar convencido de que nuestra alma no muere con el cuerpo. Dime, pues, ¡por Júpiter!, de qué manera continuó Sócrates la controversia, si pareció tan enfadado como nosotros o si sostuvo su aflicción con dulzura; en fin, si os satisfizo por completo o no. Cuéntame todo, con todo detalle, te lo ruego, y sin olvidar nada.
FEDÓN.- Te aseguro, Echecrates, que si toda mi vida había admirado a Sócrates, en aquel momento le admiré más que nunca, porque tuvo muy prontas sus respuestas, lo que en realidad no es sorprendente en un hombre como él; pero lo que me pareció primero más digno de admiración fue el ver con qué dulzura, con qué bondad y con qué aire de aprobación escuchó las objeciones de aquellos jóvenes y, en seguida, con qué sagacidad observó la impresión que nos causaron, y como si fuéramos vencidos que huyeran, nos llamó, nos hizo volver la cabeza y nos condujo de nuevo a la discusión.
ECHECRATES.- ¿Cómo?
FEDÓN.- Vas a oírlo: yo estaba sentado a su derecha, en un taburete, cerca de su lecho, y él, sentado más alto que yo; pasándome la mano por la cabeza y jugando como tenía costumbre con mis cabellos que me caían sobre los hombros, me dijo: Fedón, ¿no es mañana cuando harás que te corten tu hermosa cabellera?
Así me parece, Sócrates.
No será, si me crees.
¿Cómo?
Hoy es cuando yo me debo cortar el cabello y tú el tuyo si es cierto que nuestro razonamiento ha muerto y que no podemos resucitarlo; si yo estuviera en tu lugar y hubiese sido vencido, juraría como los de Argos no dejar que volviera a crecerme el cabello hasta haber logrado a mi vez alcanzar la victoria sobre las razones de Simmias y de Cebes.
Pero yo repuse: Has olvidado el proverbio de que el mismo Hércules no basta contra dos.
¿Por qué no me llamas a ti, dijo, como tu Ioalos, ahora que todavía es de día?
Te llamo, le respondí, pero no como Hércules llama a su Ioalos, sino como Ioalos llama a su Hércules.
No importa, repuso; es igual.
Pero tengamos cuidado ante todo de no incurrir en un gran defecto.
¿Cuál?, le pregunté.
De ser misólogos, me dijo, lo mismo que hay misántropos; porque la desgracia mayor es el odiar a la razón, y esta misología nace del mismo manantial que la misantropía. ¿De dónde procede la misantropía? De que después de haberse fiado de un hombre sin ningún examen y de creerle sincero, honorable y fiel, acabamos por descubrir que es falso y perverso; después de varias experiencias parecidas, viendo que uno ha sido engañado por los que creía eran sus mejores y más íntimos amigos, harto de verse tanto tiempo sometido a tal error, llega a odiar a todos los hombres persuadido de que no hay ni uno que sea sincero. ¿No has observado que la misantropía se forma gradualmente?
Sí, le respondí.
¿No es una vergüenza, continuó diciendo, que un hombre semejante, sin el arte de conocer a los hombres, se atreva a frecuentar su trato? Porque si tuviera la menor experiencia habría visto las cosas humanas tal como son y reconocido que es escaso el número de los buenos y los malos y muy numerosos en cambio los que están entre estos dos extremos.
¿Cómo has dicho, Sócrates?
Digo, Fedón, que hay hombres de ésos, como los hay muy altos o muy pequeños. ¿No encuentras que no hay nada tan extraño como un hombre muy alto o uno muy pequeño, y lo mismo digo de los perros y de todas las demás cosas, como de lo que es rápido y de lo que es lento, de lo que es hermoso y de lo que es feo, de lo que es blanco y de lo que es negro? ¿No observas que en todas estas cosas los dos extremos son raros y lo medio es lo más ordinario y común?
Lo observo muy bien, Sócrates.
¿Y que si se propusiera la concesión de un premio a la perversidad habría muy pocos que pudieran aspirar a él?
Es verosímil.
Seguramente, repuso; mas no es de otra manera como los razonamientos se asemejan a los hombres; pero me he dejado arrastrar por seguirte. El único parecido que existe es que cuando se admite como verdadero un razonamiento sin saber el arte de razonar, sucede más tarde que parece falso, séalo o no, y muy diferente de él mismo. Y cuando se ha adquirido la costumbre de disputar siempre por y contra, se cree uno finalmente muy hábil y se imagina ser el único que ha comprendido que ni en las cosas ni en los razonamientos hay nada verdadero ni seguro, que todo es continuo flujo y reflujo, como el Euripo, y que nada permanece un solo instante en el mismo estado.
Es verdad.
¿No sería, pues, una verdadera desgracia, Fedón, que cuando hay un razonamiento verdadero, sólido y susceptible de ser comprendido, por haber oído a aquellos otros razonamientos, en que todo parece falso unas veces y verdadero otras, en vez de acusarse a sí mismos de esas dudas o de achacarlas a su falta de arte, se echara la culpa a la razón misma y que se pasara uno la vida odiando y calumniando a la razón, privándose así de la verdad y de la ciencia?
¡Por Júpiter!, exclamé, sí que sería deplorable.
Tengamos entonces cuidado de que no nos suceda esta desgracia y nos dejemos influir por la idea de que nada sano existe en el razonar. Persuadámonos más bien en que es en nosotros mismos donde no hay nada sano todavía y dirijamos animosamente todos nuestros esfuerzos a la consecución de la salud perdida. Vosotros, que todavía tenéis tiempo que vivir, estáis obligados a ello y yo también, porque voy a morir y temo que al tratar hoy de esta materia, lejos de obrar como verdadero filósofo, me he conducido como un terco disputador, como hacen los ignorantes, que cuando disputan no se ocupan para nada de enseñar la verdad o de aprender, porque su único objeto es ganarse la opinión de todos los que nos escuchan. La única diferencia que existe entre ellos y yo es que yo no busco solamente persuadir de lo que diré a los que están aquí presentes, por más que si esto sucediera me encantaría; pero mi objetivo principal es convencerme a mí mismo. Así es, mi querido amigo, cómo razono, y verás que este razonamiento me interesa muchísimo. Si lo que digo parece bien, se hace bien en creerlo, y si después de la muerte no existe nada, habré tenido la pequeña ventaja de no haberos molestado con mis lamentaciones durante el tiempo que me queda de estar entre vosotros. Pero no estaré mucho tiempo en esta ignorancia que consideraría un mal; felizmente va a disiparse. Fortificado por estos pensamientos, mis queridos Cebes y Simmias, voy a continuar la discusión y si me creéis os rendiréis más a la autoridad de la verdad que a la de Sócrates. Si encontráis que lo que os diré es verdad, admitidlo, y si no, combatidlo con todas vuestras energías, teniendo cuidado de que yo mismo no esté engañado y que os engañe con la mejor voluntad y que no me separe de vosotros como la abeja que deja su aguijón clavado en la herida. Empecemos, pues, pero fijaos ante todo, os lo ruego, en si me acuerdo bien de vuestras objeciones. Me parece que Simmias teme que el alma, aunque más excelente y divina que el hombre, no perezca antes que él como ha dicho de la armonía; y Cebes, si no me equivoco, ha estado conforme en que el alma es más duradera que el cuerpo, pero que no se puede asegurar si, después de haber usado varios cuerpos, no perece antes de separarse del último, y si esto no es una verdadera muerte del alma, porque el cuerpo no cesa un solo instante de perecer. ¿No son éstos los dos puntos que tenemos que examinar, Cebes y Simmias?
Los dos dijeron que sí.
¿Desecháis todo lo que antes os dije, continuó, o admitís parte de ello?
Dijeron que no desechan todo.
Pero, añadió, ¿qué pensáis de lo que os dije que aprender no es más que volver a acordarse? ¿Y que, por consiguiente, es una necesidad que nuestra alma haya existido en alguna parte antes de haber estado ligada al cuerpo?
Yo, dijo Cebes, he reconocido desde el primer instante la evidencia y no sé que haya principio que me parezca más verdadero.
Opino lo mismo, dijo Simmias, y me sorprendería mucho si alguna vez cambiara de manera de pensar.
Pues será necesario que cambies, mi caro tebano, replicó Sócrates, si persistes en la creencia de que la armonía es algo compuesto y que nuestra alma no es más que una armonía que resulta del acuerdo de las cualidades del cuerpo; porque probablemente no te creerías a ti mismo si dijeses que la armonía existe antes de las cosas que deben componerla. ¿Lo dirías?
De seguro que no, respondió Simmias.
Pero ¿no ves que es lo que dices, continuó Sócrates, cuando sostienes que el alma existe antes de venir a habitar en el cuerpo y que, por lo tanto, está compuesta de cosas que no existen todavía? Porque el alma no es como la armonía a la cual la comparas, pero es evidente que la lira, las cuerdas y los sonidos discordantes existen antes que la armonía, que resulta de todas estas cosas y perece con ellas. Esta última parte de tu discurso ¿está de acuerdo con la primera?
De ninguna manera, dijo Simmias.
Sin embargo, repuso Sócrates, si un discurso ha de estar acorde alguna vez, es éste, en que se trata de la armonía.
Tienes razón, dijo Simmias.
Y éste, sin embargo, no lo está, dijo Sócrates. Mira, pues, cuál de las dos opiniones prefieres: que la ciencia es una reminiscencia o el alma una armonía.
Opto por la primera, dijo Simmias, porque admití la segunda sin demostración, por su verosímil apariencia que es suficiente al vulgar. Pero ahora estoy convencido de que todos los discursos que no se apoyan más que en las verosimilitudes están hinchados de vanidad, y que si no se tiene mucho cuidado extravían y engañan lo mismo en geometría que en cualquiera otra ciencia. Pero la doctrina de que la ciencia no es más que una reminiscencia se funda sobre una prueba sólida, y es que, como hemos dicho, nuestra alma, antes de venir a animar el cuerpo, existe como la esencia misma, es decir, como realmente es. He aquí por qué, convencido de que debo rendirme a esta prueba, no deba escucharme a mí mismo y ni tampoco escuchar a quienes quieran decirme que el alma es una armonía.
Y ahora, Simmias, ¿te parece que es propio de la armonía o de cualquier otra composición ser diferente de las mismas cosas de que está compuesta?
De ninguna manera.
¿Ni de hacer ni sufrir nada que no hagan las cosas que la componen?
Simmias manifestó su conformidad.
Entonces, ¿no es propio de la armonía el preceder a las cosas que la componen, pero sí seguirlas?
También convino en ello.
Entonces, ¿será preciso que la armonía tenga sonidos, movimientos u otras cosas contrarias a las cosas de que se compone?
Es seguro.
Pero qué, ¿toda armonía no está en el acorde?
No entiendo bien, dijo Simmias.
Pregunto que si, según sus elementos estén más o menos acordes, la armonía no existirá más o menos.
De seguro.
¿Y puede decirse del alma que un alma sea más o menos alma que otra?
De ninguna manera.
Veamos, pues. ¡Por Júpiter! ¿No se dice que tal alma tiene inteligencia y virtud y que es buena, y que tal otra tiene demencia o perversidad, que es mala? ¿Se dice con razón?
Sí, sin ningún género de duda.
Pero los que sostienen que el alma es una armonía, ¿qué dirán que son estas cualidades del alma, este vicio y esta virtud? ¿Dirán que la una es armonía y el otro es una disonancia? ¿Que el alma, siendo armonía por su naturaleza, tiene todavía en ella otra armonía, y que esta última, siendo una disonancia, no produce ninguna armonía?
No te lo sabrán decir, respondió Simmias; pero me parece muy de suponer que los partícipes de esta opinión dirán algo parecido.
Pero hemos quedado de acuerdo, dijo Sócrates, en que un alma no es más ni menos alma que otra, es decir, que hemos admitido que no es más o menos armonía que otra. ¿No es así?
Reconozco que sí, dijo Simmias.
¿Y que no siendo más o menos armonía no está más o menos de acuerdo con sus elementos? ¿Verdad?
Sin duda.
¿Y que no estando más o menos de acuerdo con sus elementos puede haber en ella más armonía o menos armonía? ¿O es preciso que la tenga igualmente?
Igualmente.
Entonces, puesto que un alma no puede ser más o menos alma que otra, ¿no puede ser más o menos un acorde que otro?
Es verdad.
¿De esto se deduce necesariamente que un alma no podrá tener ni más armonía ni más disonancia que otra?
Convengo en ello.
Por consiguiente, ¿puede un alma tener más virtud o vicio que otra, si es verdad que el vicio es una disonancia y la virtud una armonía?
De ninguna manera.
¿O quiere más bien la razón que se diga que el vicio no se encontraría nunca en un alma si ésta fuera armonía, porque la armonía, si es perfectamente armonía, no puede admitir disonancia?
Sin dificultad.
El alma, por lo tanto, si es perfectamente alma, no podrá ser susceptible de vicio.
¿Cómo podrá serlo después de los principios en que hemos convenido?
Según estos mismos principios, ¿serán igualmente buenas las almas de todos los seres animados si todas son igualmente almas?
Me parece que sí.
¿Y te parece bien dicho esto y que sea consecuencia de la hipótesis de que el alma es armonía, si la hipótesis es cierta?
No; de ninguna manera.
Pero te pregunto si de todas las cosas que componen al hombre ¿encuentras que hay otra que mande a más del alma, sobre todo cuando ésta es buena?
No hay más que ella sola.
¿Manda ella dejando sueltas las riendas a las pasiones o resistiéndose a éstas? Por ejemplo, cuando el cuerpo tiene sed, ¿no le impide el alma beber o comer cuando tiene hambre y otras mil cosas análogas donde vemos la manera manifiesta que el alma combate las pasiones del cuerpo? ¿No es así?
Sin duda.
Pero ¿no convinimos antes que el alma, siendo una armonía, no puede nunca tener más sonido que el de los elementos que la tensan, la sueltan y la agitan, ni sufrir más modificaciones que las de los elementos que la componen, a los que necesariamente tienen que obedecer sin nunca poderles mandar?
Sí: convinimos en ello, sin duda, dijo Simmias; pero ¿cómo impedirlo?
Y Sócrates contestó: ¿No vemos ahora precisamente que el alma hace todo lo contrario? ¿Que gobierna, y dirige las cosas mismas de que se pretende está compuesta, las resiste durante casi toda su vida reprimiendo a las unas más duramente por los dolores, como la gimnástica y la medicina, tratando a las otras con más dulzura y contentándose con amenazar y reñir los deseos, la cólera, los temores, como cosas de naturaleza distinta a la suya? Es lo que Homero ha expresado tan bien en la Odisea cuando dice que Ulises, «golpeándose el pecho, reprendió con estas palabras a su corazón: soporta esto, corazón mío; cosas más duras soportaste ya». ¿Crees que Homero habría dicho esto si hubiera pensado que el alma es una armonía que debe estar regida por las pasiones del cuerpo? ¿Y no crees más bien que pensó en que el alma debe guiarlas y dominarlas y que es de naturaleza más divina que la armonía?
¡Sí, por Júpiter, lo creo!
Y, por consiguiente, mi querido Simmias, replicó Sócrates, no podemos decir nunca, con la menor apariencia de razón, que el alma es una especie de armonía, porque no estaríamos nunca de acuerdo, me parece, ni con Homero el divino poeta, ni con nosotros mismos.
Simmias convino en ello.
Me parece, añadió Sócrates, que hemos suavizado bastante bien esta armonía tebana; pero, Cebes, ¿cómo haríamos para calmar a este Cadmos. ¿De qué discurso nos serviremos?
Tú lo encontrarás, Sócrates, respondió Cebes. Éste que has empleado para combatir la armonía me ha impresionado más de lo que esperaba, porque mientras Simmias te exponía sus dudas consideraba imposible que nadie pudiera refutarlas, y desde el principio me asombré cuando vi que ni siquiera pudo resistir a tu primer ataque; después de esto, no me extrañaría nada que Cadmos corra igual suerte.
No lo ponderes demasiado, mi querido Cebes, dijo Sócrates, no vaya a suceder que la envidia eche por tierra lo que tengo que decir, que es lo que está en las manos de Dios. Y nosotros, uniéndonos más de cerca, como dice Homero, estudiemos tu argumento. Lo que buscas se reduce a este punto: tú no quieres que se demuestre que el alma es inmortal y que no puede perecer, a fin de que un filósofo que va a morir y muere valientemente, en la esperanza de que será infinitamente más feliz en los infiernos que si hubiera vivido de manera muy distinta a la que ha llevado, no tenga una confianza insensata. Porque el alma sea alguna cosa fuerte y divina y que haya existido antes de nuestro nacimiento no prueba nada, dices, de su inmortalidad. Y todo lo que se puede inferir de ello es que puede durar mucho tiempo y que estaba en alguna parte antes que nosotros, durante siglos casi infinitos; que durante ese tiempo ha podido conocer y hacer muchas cosas sin ser por esto más inmortal; que, al contrario, el primer momento de su venida al cuerpo ha sido quizá el principio de su pérdida y como una enfermedad que se prolonga en las angustias y debilidades de esta vida y que acaba por lo que llamamos la muerte. Añades que importa poco que el alma no venga más que una vez a animar el cuerpo o que venga varias y que esto en nada altera nuestros justos motivos de temor, porque, a menos que uno esté loco, tiene siempre que temer a la muerte mientras no sepa con certeza y no pueda demostrar que el alma es inmortal. He aquí, me parece, todo lo que dices, mi querido Cebes, y lo repito expresamente bien a menudo, a fin de que nada se nos escape y que todavía puedas añadir o quitar algo, si quieres.
Por ahora, respondió Cebes, no tengo nada que cambiar; es todo lo que todavía digo.
Después de haber guardado silencio durante un largo rato, volviose Sócrates hacia él y dijo: En verdad, Cebes, no me pides una cosa fácil, porque para explicarla hay que examinar a fondo la cuestión del nacimiento y de la muerte. Si quieres te diré lo que a mí mismo me ocurrió en esta materia, y si te parece bien y te puede ser útil, lo aprovecharás para apoyar tus opiniones.
Lo quiero de todo corazón, dijo Cebes.
Escúchame, pues. Durante mi juventud estaba poseído de un deseo increíble de aprender la ciencia que se llama la física; porque encontraba admirable el saber la causa de todas las cosas, de lo que las hace nacer y las hace morir y de lo que las hace ser. Y no ha habido molestia que no me haya dado para examinar primeramente si es del calor o el frío, como algunos pretenden, que nacen los seres animados después de haber sufrido una especie de corrupción; si es la sangre la que hace el pensamiento, o si es el aire o el fuego o si no es ninguna de estas cosas y solamente es el cerebro la causa de nuestros sentidos, de la vista, del oído, del olfato; si de estos sentidos resulta la memoria y de la representación nace finalmente la ciencia. Quería conocer también las causas de su corrupción; llevé mi curiosidad hasta el cielo y los abismos de la tierra para saber qué es lo que produce todos los fenómenos, y al fin me encontré tan inhábil como más no se puede ser en estas investigaciones. Voy a darte una prueba muy visible de ello, y es que este bello estudio me ha vuelto tan ciego para las cosas mismas que antes conocía evidentemente, al menos así me parecía y a otros también, que me he olvidado de todo lo que sabía acerca de varias materias, como ésta ¿por qué crece el hombre? Me imaginaba que para todo el mundo era muy claro que el hombre crece porque come y bebe, porque por los alimentos las carnes se añaden a las carnes, los huesos a los huesos y todas las otras partes a sus partes similares; lo que al principio no era más que un pequeño volumen se aumenta y crece, y de esta manera un hombre pequeño se hace grande; he aquí lo que yo pensaba. ¿No encuentras que tenía razón?
Seguramente.
Escucha la continuación. También me imaginaba saber por qué era un hombre más alto que otro, llevándole la cabeza, y un caballo de más alzada que otro; y pensaba también en cosas mucho más claras, por ejemplo, en que diez eran más que ocho porque le habían añadido dos, y que lo que medía dos pies era mayor que lo que medía uno, porque le aventajaba en la mitad.
Y ahora, ¿qué crees?, preguntó Cebes.
¡Por Júpiter!, estoy tan lejano de creer conocer las causas de algunas de estas cosas, que no creo ni siquiera saber cuando se añade uno a uno, si es este último uno el que se ha convertido en dos, o si es éste el que se ve añadido, el que se convierte en dos por la adición del uno al otro. Porque lo que me sorprende es que, mientras estaban separados, cada uno de ellos era uno y no era dos, y que después de haberse acercado se hayan convertido en dos por el mero hecho de haberlos puesto uno al lado del otro. Tampoco veo por qué cuando se divide una cosa haga esta división que cada cosa, que antes de estar dividida era una, se convierta en dos desde el momento de esa separación, por ser ésta una causa completamente contraria a la que hace que uno y uno son dos: allí uno y uno hacen dos porque se los junta o se los añade uno al otro y aquí la cosa que es una se convierte en dos porque se la divide y separa. Aún más: tampoco creo saber por qué uno es uno y por las razones físicas menos todavía cómo nace la menor cosa, perece o existe. Pero he resuelto recurrir a otro método ya que éste no me satisface nada. Oyendo leer a alguien en un libro, me dijo ser de Anaxágoras, que la inteligencia es la regla y causa de todos los seres; quedé encantado; me pareció admirable que la inteligencia fuera la causa de todo, porque pensé que si ella había dispuesto todas las cosas las habría arreglado del mejor modo. Si alguien, pues, quiere saber la causa de alguna cosa, lo que hace que nazca y perezca, debe buscar la mejor manera de que aquélla pueda ser; y me pareció que de este principio se deducía que la única cosa que el hombre debe buscar, tanto por él como por los otros, es lo mejor y más perfecto, porque en cuanto lo haya encontrado conocerá necesariamente lo que es lo peor, ya que para lo uno y lo otro no hay más que una ciencia.
Desde este punto de vista, sentía una alegría muy grande por haber encontrado maestro como Anaxágoras, que me explicaría, según mis deseos, la causa de todas las cosas, y que después de haberme dicho, por ejemplo, si la Tierra es redonda o plana, me explicaría la causa y la necesidad de que sea como es y me diría lo que es aquí lo mejor y por qué es lo mejor. Y también si creía que está en el centro del universo, y esperaba me dijera por qué es lo mejor que estuviera allí, y después de haber recibido de él todas estas aclaraciones estaba dispuesto a no buscar jamás otra clase de causa. Me proponía también interrogarle acerca de la Luna y de los demás cuerpos celestes a fin de conocer las razones de sus revoluciones, de sus movimientos y de todo lo que les sucede, y sobre todo para saber por qué es lo mejor que cada uno de ellos haga lo que hace. Porque no podía imaginar que después de haber dicho que la inteligencia había dispuesto las cosas pudiera darme otra causa de su disposición sino ésta que aquello era lo mejor. Y me lisonjeaba de que después de haber asignado esta causa en general y en particular a todo me haría conocer en qué consiste lo bueno de cada cosa en particular y lo bueno de todas en común. Por mucha que me hubiesen prometido no habría dado mis esperanzas en cambio.
Cogí, pues, estos libros con el mayor interés y empecé su lectura lo más pronto que me fue posible para saber cuanto antes lo bueno y lo malo de todas las cosas; mas no tardé mucho en perder la ilusión de tales esperanzas, porque desde que hube adelantado un poco en la lectura vi un hombre que en nada hacía intervenir la inteligencia y que no daba razón alguna del orden de las cosas, y que en cambio sustituía al intelecto por el aire, el éter, el agua y otras cosas tan absurdas.
Me hizo el efecto de un hombre que dijera: Sócrates hace por la inteligencia todo lo que hace, y que queriendo en seguida dar razón de cada cosa que hago, dijera que hoy, por ejemplo, estoy aquí sentado en el borde de mi lecho porque mi cuerpo está compuesto de huesos y nervios; que los huesos, por ser duros y sólidos, están separados por junturas, y que los nervios, que pueden encogerse y alargarse, unen los huesos a la carne y la piel, que los envuelve y se ciñe a unos y otros; que los huesos están libres en su encierro, y que los nervios, que pueden estirarse y encogerse, hacen que pueda plegar las piernas como veis, y que ésta es la causa por la que estoy aquí sentado de esta manera. O también, como si para explicaros la causa de la conversación que tenemos en este instante, no os asignara más que causas tales como la voz, el aire, el oído y otras cosas parecidas y no os dijera una sola palabra de la verdadera causa, que es que los atenienses no han encontrado nada mejor para su provecho que condenarme a muerte y que por la misma razón he encontrado que lo mejor para mí es estar sentado en esta cama esperando tranquilamente la pena que me han impuesto. Porque os juro, por el perro, que estos nervios y estos huesos que tengo aquí estarían hace ya mucho tiempo en Megara o en Beocia, si hubiera pensado que eso era mejor para ellos y si no hubiese estado persuadido de que era mucho mejor y más justo permanecer aquí para sufrir el suplicio a que mi patria me ha condenado, que escaparme y huir. Pero dar aquellas otras razones me parece una suma ridiculez.
Que se diga que si no tuviera huesos ni nervios y otras cosas parecidas no podría hacer lo que juzgara a propósito, pase; pero decir que estos huesos y estos nervios son la causa de lo que hago y no la elección de lo que es mejor y que para esto me sirvo de mi inteligencia, es el mayor de los absurdos; porque es no saber hacer la diferencia de que una es la causa y otra la cosa, sin la cual la causa jamás sería causa; y, no obstante, es esta otra cosa la que el pueblo, que siempre va a tientas, como en las más espesas tinieblas, toma por la verdadera causa y se engaña a sí mismo dándole dicho nombre. He aquí por qué unos, rodeando a la Tierra en un torbellino, la suponen fija en el centro del mundo, y otros la conciben como un ancho dornajo que tiene el aire por base de sustentación, como si fuese un taburete, pero todo esto sin preocuparse para nada del poder que la ha dispuesto como debía ser para que fuera lo mejor, y no creen que haya un poder divino, y, en cambio, se imaginan haber encontrado un Atlas más fuerte, más inmortal y más capaz de sostener todas las cosas; y a este bien, único capaz de ligar y abarcar todo, lo consideran como algo vano.
De mí puedo deciros que de buena gana me habría convertido en discípulo de todo el que hubiese podido enseñarme esta causa, pero como por más que he hecho no he conseguido conocerla por mí mismo ni por los otros, ¿quieres, Cebes, que te diga la segunda tentativa que hice para encontrarla?
No deseo con más vehemencia cosa alguna.
Después de haberme cansado de examinar todas las cosas, creí que debía tener sumo cuidado de que no me ocurriera lo que sucede a los que contemplan un eclipse de sol, porque ha habido alguno que por no tener la precaución de mirar en el agua o en otro medio la imagen de este astro, perdiera la vista, y temí que pudiera perder los ojos del alma al mirar los objetos con los ojos del cuerpo y servirme de mis sentidos para tocarlos y conocerlos. Quizá no sea demasiado apropiada la imagen de que me sirvo para explicarme, porque no estoy conforme conmigo mismo de que el que ve las cosas con la razón las ve en otro medio que el que las mira en sus fenómenos; mas sea lo que fuere, he aquí el camino que emprendí, y desde entonces, teniendo siempre por fundamento lo que me parece lo mejor de lo mejor, lo tomo por lo verdadero, lo mismo en las cosas que en las causas y, desde luego, desecho como falso lo que no está de acuerdo con aquello. Pero voy a explicarme todavía con mayor claridad, porque me figuro que no acabas de comprenderme.
Tienes razón, Sócrates, dijo Cebes, porque no te he comprendido del todo.
Sin embargo, replicó Sócrates, no te digo nada nuevo; no digo mas que lo que he dicho en mil ocasiones y he repetido en la discusión anterior. Para explicarte el método que me ha servido en la investigación de las causas, voy a volver a lo que tanto he rebatido, empezando a tomarlo como fundamento. Digo, pues, que existe algo bueno, bello y grande por sí mismo. Si me concedes este principio, confío en demostrarte por este medio que el alma es inmortal.
Te lo concedo, dijo Cebes; y hazte la cuenta de que te lo concedí hace mucho para que cuanto antes me convenzas. Pues presta atención a lo que voy a decir y mira si estás en ello de acuerdo conmigo. Me parece que si existe algo bello, además de lo que es bello por sí mismo, será bello únicamente porque participa de lo bello mismo, y lo mismo digo de todas las otras cosas. ¿Me concedes esta causa?
Te la concedo.
Entonces no comprendo ni entiendo ya más todos aquellos sabios razonamientos que nos han dado, pero si alguien me dice que lo que proporciona la belleza a un objeto es la vivacidad de sus colores o la armónica proporción de sus partes, u otras cosas semejantes, prescindo de todas estas razones, que no hacen más que confundirme, y contesto inhábilmente, lo reconozco, que lo que lo hace bello no puede ser más que la presencia o la comunicación de la primera belleza, de cualquier manera que se haga esta comunicación, y no aseguro nada más. Solamente afirmo que todas las cosas bellas son bellas por la presencia de lo bello mismo. Y mientras me atenga a este principio no creo poder engañarme, y estoy persuadido de poder responder con toda seguridad que las cosas bellas son bellas por la presencia de lo bello. ¿No te parece también?
Digo lo mismo que tú.
¿Y que las cosas grandes no son grandes más que por la magnitud y las pequeñas por la pequeñez?
Sí.
Y si alguien te dijera que un tal es más alto que otro porque le lleva la cabeza o viceversa, ¿no serías de su opinión y sostendrías, en cambio, que piensas que todas las cosas que son más grandes que otras lo son únicamente por la magnitud, y que ésta sola es la que las hace grandes, y que las que lo son más pequeñas lo son únicamente por la pequeñez? Porque si dijeras que uno es una cabeza más alto o más bajo que el otro, temerías, me figuro, que pudiera objetarte primero que es por sí misma una cosa que lo más grande es más grande o lo más pequeño más pequeño, y después que, según tú, la cabeza que por sí misma es más pequeña, hace mayor la magnitud de lo que es más grande, lo que es un absurdo: ¿qué más absurdo, en efecto, que decir que algo es grande por cualquier cosa pequeña? ¿No temerías te hicieran estas objeciones?
Sin duda, contestó Cebes sonriendo.
¿No temerías decir por la misma razón que diez son más que ocho porque los aventaja en dos? ¿Y no dirías más bien que es por la cantidad? Lo mismo de dos codos, ¿no dirías que son más grandes que un codo por la magnitud que no porque tienen un codo más? Porque hay el mismo motivo de temor.
Tienes razón.
Pero, ¿qué? Cuando se añade uno a uno o que se divide uno en dos, ¿tendrías dificultad en decir que en el primer caso es la adición la que hace que uno y otro sean dos y en el último que la división sea quien haga que uno se convierta en dos? ¿Y no afirmarías mejor que de la existencia de las cosas no sabes más causas que su participación en la esencia propia a cada objeto, y que por consiguiente no sabes más razón para que uno y uno sean dos, que la participación en la dualidad, y de que uno es uno la participación de la mitad? ¿No dejarías a un lado estas adiciones y divisiones, y todas estas bellas respuestas? ¿No se las abandonarías a los más sabios y teniendo miedo como se dice de tu propia sombra o mejor dicho, de tu ignorancia, no te atendrías firmemente al principio que hemos expuesto? Y si alguno lo atacara, ¿lo dejarías sin respuesta hasta que hubieras examinado bien todas las consecuencias de este principio para ver si están de acuerdo o en desacuerdo entre sí? Y cuando estuvieras obligado a dar la razón, ¿no lo harías además tomando algún otro principio más elevado, hasta que hubieses encontrado alguna cosa segura que te satisficiera? Al mismo tiempo procurarías no tergiversar todo, como estos discutidores, y no confundir tu principio con aquellos que derivan para encontrar la verdad de las cosas. Es cierto que pocos de estos disputadores se molestan por la verdad y que mezclando todas las cosas por efecto de su profundo saber, se contentan con gustarse a sí mismos; pero tú, si eres verdaderamente un filósofo, harás lo que te he dicho.
Tienes razón, dijeron al mismo tiempo Simmias y Cebes.
ECHECRATES.- ¡Por Júpiter! Fedón, era muy justo. Porque me ha parecido que Sócrates se expresaba con una claridad maravillosa, aun para aquellos dotados de la menor inteligencia.
FEDÓN.- Lo mismo opinaron todos los allí presentes.
ECHECRATES.- Y yo, que no estaba, opino lo mismo después de oír lo que me dices. Pero ¿qué más se dijo después de esto?
FEDÓN.- Me parece, si recuerdo bien, que después que le concedieron que toda idea existe en sí y que las cosas que participan de esta idea toman de ésta su denominación, continuó de esta manera: Si este principio es verdadero, cuando dices que Simmias es más alto que Sócrates y más bajo que Fedón, ¿no dices que en Simmias se encuentran la elevada estatura y la pequeñez?
Sí, dijo Cebes.
¿Pero no convienes en que si dices: Simmias es más alto que Sócrates, no es una proposición verdadera por sí misma? Porque no es verdad que Simmias sea más alto porque es Simmias, pero es más alto porque tiene la estatura. Tampoco es verdad que sea más alto que Sócrates porque Sócrates es Sócrates, sino porque Sócrates participa de la pequeñez por comparación con la estatura de Simmias.
Es verdad.
Simmias tampoco es más bajo que Fedón por ser Fedón, Fedón, sino porque Fedón es alto cuando se le compara con Simmias que es bajo.
Así es.
Así, pues, Simmias es a la vez alto y bajo porque está entre dos; es más alto que uno por la superioridad de su estatura, y en cambio más bajo por su estatura que el otro. Y echándose a reír añadió: Creo que me he detenido demasiado con esas expresiones, pero, en fin, es como os digo.
Cebes convino en ello.
He insistido tanto para persuadiros mejor de mi principio, porque me parece que la magnitud no puede ser al mismo tiempo grande y pequeña, sino, además, porque la magnitud que está en nosotros no admite la pequeñez y no puede ser excedida; porque de dos cosas, la una, o sea, la magnitud, huye y cede el puesto cuando ve aparecer a su contraria, que es la pequeñez, o perece por entero. Pero si recibe la pequeñez jamás podrá ser otra cosa que lo que es, como yo, por ejemplo, que después de haber recibido la poca estatura, me quedo tal como soy y además bajo. Lo que es grande no puede nunca ser pequeño; del mismo modo lo pequeño en nosotros no quiere nunca volverse grande o serlo, ni tampoco una de dos cosas contrarias quiere, siendo lo que es, ser su contraria, y o huye o perece en esta variación.
Convino Cebes en ello, pero alguno de los presentes, no recuerdo bien quién, dijo, dirigiéndose a Sócrates: ¡Por los dioses! ¿No admitiste antes lo contrario de lo que dices? Porque, ¿no conviniste en que lo más pequeño nace de lo mayor y lo mayor de lo menor? ¿En una palabra, que los contrarios nacen siempre de sus contrarios? Y ahora me parece haber comprendido que has dicho que esto no podrá suceder nunca.
Sócrates adelantó un poco la cabeza para oír mejor: Muy bien, dijo, tienes razón al recordarnos lo que hemos dejado establecido, pero no ves la diferencia que hay entre lo que dijimos entonces y lo que ahora decimos. Dijimos que una cosa nace siempre de su contraria y ahora decimos que un contrario no se convierte nunca en su contrario a sí mismo ni en nosotros ni en la naturaleza. Entonces nos referíamos a las cosas que tienen sus contrarios y a las que podíamos llamar por su nombre, y aquí hablamos de las esencias mismas, que por su presencia dan su nombre a las cosas en que se encuentran, y de estas últimas es de las que decimos que no pueden jamás nacer una de otra. Y mirando al mismo tiempo a Cebes, dijo: ¿No te ha turbado lo que acaban de objetarnos?
No, Sócrates; no soy tan débil, por más que hay cosas capaces de desorientarnos.
¿Entonces convenimos todos unánime y absolutamente, dijo Sócrates, en que un contrario no puede convertirse nunca en el contrario de sí mismo?
Es verdad, dijo Cebes.
Vamos a ver si convendrás también en estotro: ¿hay alguna cosa a la que puedas llamar frío? y ¿alguna a la que puedas dar el nombre de calor?
Seguramente.
¿La misma cosa que la nieve y el fuego?
No, ¡por Júpiter!
¿El calor es, pues, diferente del fuego, y lo frío de la nieve?
Sin dificultad.
Convendrás también, me figuro, en que la nieve, cuando ha recibido calor, como decíamos ha poco, no será más lo que era, pero que cuando se le acerque el calor le cederá el puesto o desaparecerá por completo.
Sin duda.
Lo mismo puede decirse del fuego; que en cuanto lo gane el frío se retirará o desaparecerá, porque después de haberse enfriado no podrá ya ser lo que era y no será frío y calor simultáneamente.
Muy cierto, Cebes.
Hay, pues, cosas cuya idea tiene siempre el mismo nombre que se comunica a otras cosas, que no son lo que es ella misma, pero que conservan su forma mientras existen. Dos ejemplos aclararán lo que digo: lo impar debe tener siempre el mismo nombre, ¿no es así?
Sin duda.
Pero ¿es ello la única cosa que tenga este nombre? Te lo pregunto, o ¿hay alguna otra cosa que no sea lo impar y, sin embargo, sea preciso designarla con el mismo nombre por ser de una naturaleza que no puede existir nunca sin impar? Como, por ejemplo, el número 3 y muchísimos otros. Pero fijémonos en el tres. ¿No encuentras que el número 3 debe ser denominado siempre por su nombre y al mismo tiempo por el nombre de impar, por más que lo impar no sea la misma cosa que el número 3? Sin embargo, tal es la naturaleza del tres, del cinco y de toda la mitad de los números, que aunque cada uno de ellos no sea lo que es lo impar, es a pesar de ello siempre impar. Lo mismo ocurre con la otra mitad de los números, como dos, cuatro, que aunque no sean lo que es lo par, cada uno de ellos es, sin embargo, siempre par. ¿No estás de acuerdo conmigo?
¿Cómo podría no estarlo?
Ten mucho cuidado con lo que ahora voy a mostrar. Helo aquí: es que me parece que no solamente estos contrarios, que no admiten jamás a sus contrarios, sino además todas las demás otras cosas que, no siendo contrarias entre sí, tienen, no obstante, sus contrarios, no parecen poder recibir la esencia contraria a la que tienen; pero desde que esta esencia se presenta desaparecen o perecen. El número tres, por ejemplo, ¿no desaparecerá antes que convertirse en un número par permaneciendo tres?
Seguramente, dijo Cebes.
El dos, sin embargo, no es contrario del tres, dijo Sócrates.
Indudablemente, no.
Entonces los contrarios no son las únicas cosas que no reciben a sus contrarios, pero además hay otras cosas que les son incompatibles.
Es cierto.
¿Quieres que las determinemos tanto como nos sea posible?
Sí.
¿No serán, Cebes, aquellas que no sólo obligan a aquello de que han tomado posesión a conservar siempre su propia idea, sino también siempre la de cierto contrario? ¿Qué quieres decir?
Lo que decíamos hace un instante: todo aquello donde se encontrará la idea de tres debe infaliblemente seguir siendo no sólo tres, sino también permanecer impar.
¿Quién lo duda?
Y por consiguiente es imposible que admita nunca la idea contraria a la que constituye como tal.
Sí; es imposible:
¿No es lo impar la idea que lo constituye?
Sí.
La idea contraria a lo impar, ¿no es la idea de lo par?
Sí.
¿La idea de lo par no se encuentra, pues, nunca en lo impar?
Sin duda.
¿El tres es, pues, incapaz de lo par?
Incapaz.
¿Por qué el tres es impar?
Por esto.
He aquí, pues, lo que queríamos determinar: que hay ciertas cosas que no siendo contrarias a otra, excluyen, sin embargo, a esta otra por lo mismo que si le fuera contraria; como el tres, que aunque no sea contrario al número par, no lo admite; lo mismo el dos, que lleva siempre algo contrario al número impar, como el fuego al frío y otros varios. Piensa, pues, si no te agradaría hacer la definición en esta forma: no solamente lo contrario no admite a su contrario, sino además todo lo que lleva consigo un contrario, al comunicarse a otra cosa no admite nada contrario a lo que lleva consigo.
Piénsalo bien todavía, porque no está de más el oírlo varias veces. El cinco no admitirá nunca la idea del par, como el diez, que es su doble, no admitirá jamás la idea de lo impar; y este doble, aunque su contrario no sea lo impar, no admitirá, sin embargo, la idea de lo impar, lo mismo que las tres cuartas partes, ni el tercio ni todas las demás partes admitirán nunca la idea del entero, si me escuchas y estás de acuerdo conmigo.
Te sigo maravillosamente y estoy de acuerdo contigo.
Ahora voy a volver a mis primeras preguntas, y tú me contestarás no idénticamente a dichas preguntas, sino de diferente manera, siguiendo el ejemplo que voy a darte. Porque además de la manera de contestar de la que ya hemos hablado, que es segura, veo todavía otra que no lo es menos. Porque si me preguntases qué es lo que hay en el cuerpo que hace sea caliente, no te daría esta respuesta necia, pero segara: que es el calor; pero de lo que acabamos de decir deduciría una contestación más sabia y te diría que es el fuego; y si me preguntas qué es lo que hace que el cuerpo esté enfermo, no te responderé que es la enfermedad, sino la fiebre. Si me preguntas qué es lo que hace impar a un número, no te contestaré que la imparidad, sino la unidad, y lo mismo de otras cosas. Fíjate bien en si entiendes suficientemente lo que quiero decirte.
Lo entiendo perfectamente.
Respóndeme, pues, continuó Sócrates: ¿qué es lo que hace que el cuerpo esté viviente?
El alma.
¿Es siempre así?
¿Cómo podría no serlo?, dijo Cebes.
¿Lleva el alma, pues, consigo la vida a todas partes donde penetra?
Seguramente.
¿Existe algo contrario a la vida o no hay nada?
Sí; hay algo.
¿Qué?
La muerte.
El alma no admitirá, pues, nada que sea contrario a lo que ella siempre lleva consigo; esto se deduce necesariamente de nuestros principios.
La consecuencia no puede ser más segura, dijo Cebes.
¿Y cómo llamamos a lo que jamás admite la idea de lo par?
Lo impar.
¿Cómo llamamos a lo que jamás admite la justicia sin el orden?
La injusticia y el desorden.
Sea. Y a lo que jamás admite la idea de la muerte, ¿cómo lo llamamos?
Lo inmortal.
¿El alma no admite la muerte?
No.
¿El alma es, pues, inmortal?
Inmortal.
¿Diremos que esto está demostrado o encontráis que todavía le falta algo a la demostración?
Está suficientemente demostrado, Sócrates.
Y si fuera necesario que lo impar fuera inmortal. Cebes, ¿no lo sería también el tres?
¿Quién lo duda?
Si lo que no tiene calor fuera necesariamente imperecedero, siempre que alguien acercara el fuego a la nieve, ¿no subsistiría ésta sana y salva? Porque no perecería, y por mucho que se la expusiera al fuego jamás admitiría el calor.
Muy exacto.
Del mismo modo puede decirse que si lo que es susceptible al frío estuviera exento necesariamente de perecer, por muchas cosas frías que se echaran sobre el fuego jamás se extinguiría éste, jamás perecería; al contrario, saldría de allí con toda su fuerza.
Es de absoluta necesidad.
Es, pues, necesario decir lo mismo de lo que es inmortal. Si lo que es inmortal nunca puede perecer, por mucho que la muerte se acerque al alma será absolutamente imposible que el alma muera, porque, según lo que acabamos de decir, el alma nunca admitirá a la muerte y no morirá jamás, del mismo modo que el tres ni ningún otro número impar nunca podrá ser par, como el fuego no podrá nunca ser frío ni el calor del fuego convertirse en frialdad. Alguno me dirá quizá: estamos conformes en que lo impar no puede volverse par o por la llegada de lo par, pero ¿qué impide que si lo impar muere ocupe un puesto lo par? A esta objeción no podría responder que lo impar no perece si no fuera imperecedero. Pero si lo hemos declarado imperecedero sostendríamos con razón que, por mucho que hiciera lo par, el tres y lo impar sabrían componérselas para no perecer. Y lo mismo sostendríamos del fuego, de lo caliente y de otras cosas parecidas. ¿No es verdad?
Claro está que sí, dijo Cebes.
Y, por consiguiente, si nos referimos a lo inmortal, que es de lo que ahora estamos tratando, y convenimos en que todo lo que es inmortal es imperecedero, es necesario no solamente que el alma sea inmortal, sino absolutamente imperecedera, y si no convenimos en esto hay que buscar otras pruebas.
No es necesario, dijo Cebes, porque ¿qué sería imperecedero si el alma, que es inmortal y eterna, estuviera sujeta a perecer?
Que Dios, repuso Sócrates, que la esencia y la idea de la vida y si hay alguna otra cosa que sea inmortal, que todo eso no perezca, no hay nadie que pueda no estar conforme con ello.
¡Por Júpiter!, todos los hombres al menos lo reconocerán, dijo Cebes, y creo que aún más los dioses.
Pues, si es verdad que todo lo inmortal es imperecedero, el alma que es inmortal, ¿no estará exenta de perecer?
Es necesario que sea así.
Por esto cuando la muerte llega al hombre, lo que hay mortal en él muere y lo inmortal se retira sano e incorruptible cediendo el puesto a la muerte.
Es evidente.
Si existe, pues, alguna cosa inmortal e imperecedera, mi querido Cebes, debe ser el alma y por consiguiente nuestras almas existirán en el otro mundo.
Nada tengo que oponer a esto, dijo Cebes, y no puedo hacer mas que rendirme a tus razones, pero si Simmias y los otros tienen cualquier cosa que objetar, harán muy bien en no callar, porque ¿cuándo volverán a tener otra ocasión como ésta para hablar e ilustrarse acerca de estas materias?
Por mi parte, dijo Simmias, nada tengo tampoco que oponer a las palabras de Sócrates, pero confieso que la grandeza del asunto y de la debilidad natural del hombre me infunden una especie de desconfianza a pesar mío.
No solamente está muy bien dicho lo que acabas de decir, Simmias, sino que por ciertos que nos parezcan nuestros primeros principios, es preciso que volvamos a ocuparnos de ellos para examinarlos con mayor cuidado. Cuando los hayas comprendido suficientemente entenderás sin dificultad mis razonamientos tanto como es posible al hombre, y cuando estés convencido de ellos, ya no buscarás otras pruebas.
Muy bien, dijo Cebes.
Una cosa que es muy justo pensemos, amigos míos, es que si el alma es inmortal, tiene necesidad de que cuiden de ella no solamente en este tiempo, que llamamos el de nuestra vida, sino todavía en el tiempo que ha de seguir a ésta; porque si lo pensáis bien encontraréis que es muy grave no ocuparse de ella. Si la muerte fuera la disolución de toda la existencia tendrían los malos una gran ganancia después de la muerte, libres al mismo tiempo de su cuerpo, de su alma y de sus vicios; pero puesto que el alma es inmortal, no tiene otro medio de librarse de sus males y no hay más salvación para ella que volviéndose muy buena y muy sabia. Porque consigo no lleva mas que sus costumbres y hábitos, que son, se dice, la causa de su felicidad o de su desgracia, desde el primer momento de su llegada al paraje, al que, se dice, que cuando una muere le conduce el genio que le ha guiado durante la vida, un paraje donde los muertos se reúnen para ser juzgados, a fin de que vayan a los infiernos con el guía, al que se le ha ordenado adónde tiene que llevarlos. Y después de recibir allí los bienes o los reales que merecen, permanecen en el mismo lugar el tiempo marcado y entonces otro guía los vuelve a esta vida después de varias revoluciones de siglos. Este camino no es como dice Telefo en Esquilo: «un simple camino conduce a los infiernos». No es único ni simple; si lo fuera no habría necesidad de guía porque no habiendo más que un solo camino, me figuro que nadie se perdería, pero hay muchas revueltas y se divide en varios, como conjeturo por lo que se verifica en nuestros sacrificios y ceremonias religiosas. El alma temperante y sabia sigue voluntariamente a su guía y no ignora la suerte que le espera; pero la que está clavada a su cuerpo por las pasiones, como antes dije, sigue mucho tiempo unida a ellas, lo mismo que a este mundo visible, y sólo después que se ha resistido mucho es arrebatada a la fuerza y contra voluntad por el genio que le ha asignado. Cuando llega a este lugar de reunión de todas las almas, si está impura o manchada por algún asesinato o cualquiera de los otros crímenes atroces, que son las acciones semejantes a ella, huyen de su proximidad todas las almas a las que horroriza; no encuentra compañero ni guía y va errante en el más completo abandono hasta que después de cierto tiempo la necesidad la arrastra al sitio donde debe estar. En cambio, la que pasó su vida en la templanza y la pureza, tiene por compañeros y guías a los mismos dioses, y va a habitar en el lugar que le está preparado, porque hay diversos maravillosos lugares en la Tierra, y esta misma no es tal como se la figuran aquellos que acostumbran a haceros descripciones, como por uno mismo de ellos he sabido.
Simmias le interrumpió diciéndole: ¿Qué has dicho, Sócrates? He oído decir muchas cosas de la Tierra, pero no son las mismas que te han dicho. Me agradaría oírte hablar de esto.
Para referírtelo, caro Simmias, no creo que sea necesario poseer el arte de Glauco, pero probarte la verdad de ello es más difícil y no sé si bastaría todo el arte de Glauco.
Esta empresa no sólo es quizá superior a mis fuerzas, sino que, aunque no lo fuera, el poco tiempo que me resta de vida no consiente que empecemos un discurso tan largo. Todo lo más que puedo hacer es daros una idea general de esta Tierra y de los diferentes lugares que encierra, tales como me los imagino.
Esto nos bastará, dijo Simmias.
Primeramente, repuso Sócrates, estoy convencido de que si la Tierra está en medio del cielo, y es de forma esférica, no tiene necesidad ni del aire ni de ningún otro apoyo que la impida caer y que el cielo mismo que la rodea por igual y su propio equilibrio bastan para sostenerla, porque todo lo que está en equilibrio en medio de una cosa que lo oprime por igual, no podría inclinarse hacia ningún lado, y por consiguiente estaría fijo e inmóvil; de esto es de lo que estoy persuadido.
Y con razón, dijo Simmias.
Además estoy convencido de que la Tierra es muy grande y que no habitamos en ella más que esta parte que se extiende desde Fasis hasta las columnas de Hércules, repartidos alrededor del mar como las hormigas y las ranas alrededor de un pantano. Hay, creo, otros pueblos que habitan otras partes que nos son desconocidas, porque por todas partes en la Tierra hay cavidades de toda clase de tamaños y de figuras en las que el agua, el aire y la niebla se han reunido. Pero la Tierra misma está por encima, en este cielo puro poblado de astros, y al que la mayor parte de los que hablan de él denominan el éter, del cual lo que afluye a las cavidades que habitamos no es más que el sedimento. Sumidos en estas cavernas sin darnos cuenta de ello, creemos habitar en lo alto de la Tierra, casi casi como cualquiera que constituyera su morada en las profundidades del Océano se imaginara habitar encima del mar, y viendo a través del agua, el sol y los otros astros, tomara el mar por el cielo, y como por su peso o por su debilidad no habría subido nunca a la superficie y ni siquiera habría sacado la cabeza fuera del agua, no habría visto que estos lugares que habitamos son mucho más puros y bellos que los que él habita, ni encontrado a nadie que pudiera informarle de ello. Éste es precisamente el estado en que nos encontramos. Confinados en alguna cavidad de la Tierra creemos habitar en lo alto, tomamos el aire por el cielo y creemos que es el verdadero cielo en el que los astros evolucionan. Y la causa de nuestro error es que nuestro peso y nuestra debilidad nos impiden elevarnos por encima del aire, porque si alguno pudiese llegar a las alturas valiéndose de unas alas, apenas habría sacado la cabeza fuera de nuestro aire impuro vería lo que pasa en aquellos dichosos parajes, como los peces que se elevan sobre la superficie del mar ven lo que pasa en este aire que respiramos; y si se encontrase con que su naturaleza le permitía una larga contemplación, reconocería que aquello era el verdadero cielo, la luz verdadera y la verdadera Tierra. Porque esta Tierra que pisamos, estas piedras y todos estos lugares que habitamos, están enteramente corrompidos y roídos como lo que está en el mar está roído por la acritud de las sales. Tampoco crece en el mar nada perfecto ni de precio; no hay en él más que cavernas, arena y fango, y donde hay tierra, cieno. Nada se encuentra allí que pueda ser comparado a lo que vemos aquí. Pero lo que se encuentra en los otros parajes está aún muy por encima de lo que vemos en éstos, y para haceros conocer la belleza de esta Tierra pura que está en medio del cielo os diré si queréis una bella fábula que merece ser escuchada.
Dínosla, porque la escucharemos con el mayor placer, dijo Simmias.
Se dice, mi querido Simmias, que si se mira esta Tierra desde un punto elevado, se parece a unos de esos balones de cuero cubierto de doce franjas de diferentes colores, de los cuales los que los pintores emplean apenas son reflejos, porque los colores de dicha Tierra son infinitamente más brillantes y más puros. Uno es un púrpura maravilloso, otro del color del oro; aquél de un blanco más brillante que el alabastro y la nieve, y así los demás colores, que son tantos y de tal belleza que los que aquí vemos no pueden serles comparados. Las mismas cavidades de esa Tierra llenas de aire y agua tienen matices diferentes de todos los que vemos, de manera que la Tierra presenta una infinidad de maravillosos matices admirablemente diversos. En esta Tierra tan perfecta, todo es de una perfección proporcionada a ella, los árboles, las flores y las frutas; las montañas y las piedras tienen un pulido y un brillo tales, que ni el de nuestras esmeraldas ni nuestros jaspes ni zafiros puede comparársele. No hay ni una sola piedra en aquella Tierra feliz que no sea infinitamente más bella que las nuestras y la causa de ella es que todas aquellas piedras preciosas son puras, que no están corroídas ni estropeadas, como las nuestras, por la acritud de las sales ni por la corrupción de los sedimentos que de allí descienden a nuestra Tierra inferior, donde se acumulan e infectan no sólo la tierra y las piedras, sino los animales y las plantas. Además de todas estas bellezas abundan en aquella Tierra feliz el oro, la plata y otros metales que, distribuidos con abundancia en todas partes, proyectan de todos lados un brillo que deleita la vista, de suerte que el contemplar aquella Tierra es un espectáculo de los bienaventurados. Está habitada por toda clase de animales y por hombres, unos en medio de las tierras y otros alrededor del aire, lo mismo que nosotros alrededor del mar. Los hay también habitando en las islas que el aire forma cerca del continente, porque el aire es allí lo que aquí son el agua y el mar para nosotros; y lo que el aire es aquí para nosotros es para ellos el éter. Sus estaciones están tan bien atemperadas, que sus habitantes viven mucho más que nosotros y siempre exentos de enfermedades, y en cuanto a la vista, el oído, el olfato y los demás sentidos, y hasta la inteligencia misma están por encima de nosotros como el éter aventaja al agua y al aire que respiramos. Tiene bosques sagrados y templos que verdaderamente son morada de los dioses, que dan testimonio de su presencia por los oráculos, profecías e inspiraciones, y por todos los otros signos de su comunicación con ellos. Ven también al Sol y la Luna como realmente son, y todo el resto de su felicidad está en proporción de lo que habéis oído.
Ved, pues, lo que es aquella Tierra con todo lo que la envuelve. En derredor suyo, en sus cavernas, hay una porción de lugares, algunos más profundos y más abiertos que el país que habitamos; otros más profundos, pero menos abiertos, y por último, otros con menos profundidad y menos extensión. Todos estos lugares tienen aberturas en varios sitios en su fondo y se comunican entre sí por galerías, por las cuales corre como en recipientes una enorme cantidad de agua, ríos subterráneos de caudal inagotable, manantiales de aguas frías y otros de calientes, ríos de fuego y otros de fango, unos más líquidos y otros cenagosos como los torrentes de fango y fuego que en Sicilia preceden a la lava. Estos lugares se llenan de una o de otra de estas materias, según sea la dirección que toman las corrientes a medida que se esparcen. Todos estos manantiales se mueven hacia abajo y arriba como un columpio sostenido en el interior de la Tierra. He aquí cómo se efectúa este movimiento. Entre las aberturas de la Tierra hay una, precisamente la mayor, que atraviesa toda la Tierra. De ella habla Homero cuando dice «muy lejos, en el abismo más profundo que hay bajo la Tierra». Homero y la mayor parte de los poetas llaman a este lugar el Tártaro. Allá es donde van a parar todos los ríos y de allí salen. Cada uno de ellos tiene la naturaleza de la tierra por encima de la cual corre. Esto hace que estos ríos vuelvan a su curso y es porque no encuentran fondo, pues sus aguas ruedan suspendidas en el vacío, bullendo lo mismo hacia arriba que hacia abajo. El aire y el viento que las envuelven hacen lo mismo y las siguen cuando se elevan y cuando descienden; y lo mismo que en los animales entra y sale el aire incesantemente por la respiración, el aire que se mezcla con estas aguas entra y sale con ellas y provoca vientos furiosos. Cuando estas aguas caen con violencia en el abismo inferior del que he hablado, forman corrientes que vuelven a través de la Tierra a los lechos que encuentran, que llenan como se llena una bomba. Cuando estas aguas salen de allí y vuelven a los lugares que habitamos, los llenan de la misma manera, y de allí se extienden por todas partes bajo la tierra alimentando nuestros mares, nuestros ríos, nuestros lagos y nuestras fuentes. Desaparecen después filtrándose en la tierra, unas después de dar muchos rodeos y otras menores circuitos para volver al Tártaro, en donde entran unas mucho más bajas que no salieron y otras menos, pero todas más bajas. Las unas entran y salen del Tártaro por el mismo lado y las otras entran por el lado opuesto a su salida, y las hay que tienen su curso circular y que después de haber dado una o varias veces la vuelta, a la Tierra, como serpientes que se enroscan, se precipitan a lo más bajo que pueden, van hasta la mitad del abismo, pero más allá, porque la otra mitad está más alta que su nivel. Forman varias corrientes muy grandes; cuatro son las principales, de las cuales la mayor es la que más exteriormente corre por todo el alrededor; es la que se llama Océano. Lo que está enfrente es el Aqueronte, que corre de manera opuesta a través de los parajes desiertos y sumergiéndose en la Tierra se precipita en las marismas de Aquernoiada, adonde las almas van la mayor parte de las veces al salir de la vida y después de permanecer allí el tiempo prescrito, unas más y otras menos, son devueltas a este mundo para animar nuevos cuerpos. Entre el Aqueronte y el Océano corre un tercer río, que no lejos de su fuente cae en un vasto lugar de fuego, donde forma un lago mucho más grande que nuestro mar y en el que se ve hervir el agua mezclada con fango, y saliendo de allí negro y lleno de barro recorre la Tierra y va a parar a la marisma Aquernoiada sin que sus aguas se confundan. Después de dar varias vueltas bajo la Tierra se arroja en lo más bajo del Tártaro; a este río se le denomina Puriflegeton, y de él se ven surgir llamaradas por varias grietas de la Tierra. Frente a éste cae un cuarto río, al principio en un lugar pavoroso y agreste, que dicen es de un color azulado y al que llaman el Estigio; en él forma la laguna Estigia, y después de haber adquirido en las aguas de dicha laguna propiedades horribles, se filtra en la Tierra, donde da varias vueltas dirigiendo su corriente hacia el Puriflegeton, al que por fin se encuentra en la laguna de Aquerón por la extremidad opuesta. Sus aguas no se mezclan con las de los otros ríos, y después de dar la vuelta a la Tierra se precipita como ellos en el Tártaro por el sitio opuesto al Puriflegeton. A este cuarto río le han dado los poetas el nombre de Cocitos.
La naturaleza ha dispuesto así todas estas cosas; cuando los muertos llegan al paraje donde su genio les lleva, se juzga lo primero de todo si llevan una vida justa y santa o no. Aquellos que se encuentra que vinieron ni enteramente criminales ni absolutamente inocentes, son enviados al Aqueronte, donde embarcan en barquichuelas que los llevan hasta la laguna Aquerusiades, donde van a tener su residencia y donde sufren penas proporcionadas a sus faltas y, una vez libres, la recompensa de sus buenas acciones. Los incurables a causa de la enormidad de sus faltas y que cometieron numerosos sacrilegios, asesinatos inicuos, violaron las leyes y se hicieron reos de delitos análogos, víctimas de la inexorable justicia y de su destino fatal, son precipitados al Tártaro, del que jamás saldrán. Pero aquellos que no hayan cometido más que faltas que pueden ser expiadas, aunque muy graves, como la de haberse dejado dominar por la ira contra su padre o su madre o haber matado a alguien en un arrebato de cólera y que han hecho penitencia toda su vida, es necesario que sean precipitados al Tártaro, pero después de haber permanecido un año en él, el oleaje los devuelve a la orilla; los homicidas son enviados al Cocitos, y los parricidas al Puriflegeton, que los arrastra hasta cerca de la laguna Aquerusiades; allí llaman a gritos a los que mataron o contra quienes cometieron actos de violencia, y los conjuran a que les permitan pasar al otro lado de la laguna y los reciban; si los ablandan, pasan y se ven libres de sus males, pero si no, vuelven a ser precipitados en el Tártaro, que los arroja a los otros ríos y esto dura hasta que conmueven a los que fueron sus víctimas; tal es la sentencia que contra ellos pronuncian sus jueces. Pero aquellos a quienes se les reconoce una vida santa, se ven libres de todos los lazos terrestres como de una prisión y son recibidos en las alturas, en aquella Tierra pura donde habitarán. Y de éstos, los que fueron purificados enteramente por la filosofía, viven perdurablemente sin cuerpo y son acogidos en parajes aún más admirables que no es fácil describiros y además no me lo permite el poco tiempo que me queda de vida. Pero lo que acabo de deciros debe bastar, mi querido Simmias, para haceros ver que debemos trabajar toda nuestra vida entera para adquirir virtudes y sabiduría, porque el premio es grande y bello y la esperanza halagadora.
Lo que un hombre de buen sentido no debe hacer es sostener que estas cosas sean como os las he descrito; pero que todo lo que os he dicho del estado de las almas y de sus residencias sea aproximadamente así, creo que puede admitirse, si es cierto que el alma es inmortal, y la cosa vale la pena de correr el riesgo de creerla. Es un azar que es hermoso admitir y del cual debe uno mismo quedar encantado. Ahora comprenderéis por qué me he detenido tanto tiempo en este discurso. Todo hombre, pues, que durante su vida renunció a la voluptuosidad y a los bienes del cuerpo, considerándolos como perniciosos y extraños, que no buscó más voluptuosidad que la que le proporciona la ciencia y adornó su alma, no con galas extrañas, sino con ornamentos que le son propios, como la templanza, la justicia, la fortaleza y la verdad, debe esperar tranquilamente la hora de su partida a los infiernos, dispuesto siempre para este viaje cuando el destino lo llame. Vosotros dos, Simmias y Cebes, y los demás, emprenderéis este viaje cuando el tiempo llegue. A mí me llama hoy el hado, como diría un poeta trágico, y ya es hora de ir al baño, porque me parece mejor no beber el veneno hasta después de haberme bañado, y además ahorraré así a las mujeres el trabajo de lavar un cadáver.
Al acabar de hablar Sócrates, le dijo Critón: Bien está, Sócrates, pero ¿no tienes que hacernos a mí o a los otros ninguna recomendación referente a tus hijos o a algún otro asunto en que te pudiéramos servir?
Nada más, Critón, que lo que siempre os he recomendado: que tengáis cuidado con vosotros mismos, y con ello me haréis un favor, y también a mi familia y a vosotros mismos, aunque ahora nada me prometáis; porque si os abandonarais y no quisierais seguir los consejos que os he dado, de muy poco servirían todas las promesas y protestas que me hicierais hoy.
Haremos cuantos esfuerzos podamos para conducirnos así. Pero dinos, ¿como quieres que te enterremos?
Como se os ocurra, contestó Sócrates; si es que lográis apoderaros de mí y no me escapo de vuestras manos.
Y mirándonos al mismo tiempo que iniciaba una sonrisa, añadió: Me parece que no conseguiré convencer a Critón de que soy el Sócrates que charla con vosotros y que pone en orden todas las partes de su discurso; él se imagina que soy aquel al que va a ver muerto dentro de un instante, y me pregunta cómo me enterrará. Y todo este largo discurso que acabo de pronunciaros para probaros que en cuanto tome el veneno no estaré ya con vosotros, porque os dejaré para ir a disfrutar de la felicidad de los bienaventurados, me parece que ha sido en vano para Critón, que creo se figura que sólo he hablado para consolaros y consolarme. Os ruego, pues, que salgáis garantes por mí cerca de Critón, pero de una manera muy contraria a como él quiso serlo para mí ante los jueces, porque respondió por mí que me quedaría; vosotros diréis por mí, os lo ruego, que apenas haya muerto me iré, a fin de que el pobre Critón soporte más dulcemente mi muerte y que al ver quemar o enterrar mi cuerpo no se desespere como si yo sufriera grandes dolores y no diga en mis funerales que expone a Sócrates, que se lleva a Sócrates y que entierra a Sócrates, porque es preciso que sepas, mi querido Critón, que hablar impropiamente no es sólo cometer una falta en lo que se dice, sino hacer daño a las almas. Hay que tener más valor y decir que sólo es mi cuerpo lo que entierras y entiérralo como te plazca y de la manera que juzgues más conforme con las leyes.
Sin añadir una palabra más se levantó y pasó a una habitación inmediata para bañarse. Critón le siguió y Sócrates nos rogó le esperáramos; así lo hicimos hablando de lo que nos había dicho, examinándolo todavía y comentando lo desgraciados que íbamos a sentirnos, considerándonos como niños privados de su padre y condenados a pasar el resto de nuestra vida en la orfandad.
Cuando salió del baño le llevaron sus hijos, porque tenía tres, dos muy niños y uno bastante grande, y al mismo tiempo entraron las mujeres de la familia. Las habló algún tiempo en presencia de Critón y dioles órdenes; después hizo que se retiraran las mujeres y los niños, y volvió a reunirse con nosotros. El Sol se acercaba ya a su ocaso, porque Sócrates había estado bastante tiempo en el baño. Al entrar se sentó sobre el borde de la cama sin tener tiempo de decirnos casi nada porque el servidor de los Once entró a la vez y acercándose a él le dijo: Sócrates, no tendré que hacerte el mismo reproche que a los otros, porque en cuanto les advierto de la orden de los magistrados que es preciso beban el veneno, me increpan y me maldicen. Pero tú no eres como ellos; desde que entraste en la prisión te he encontrado el más firme, el más bondadoso y el mejor de cuantos aquí han estado presos, y estoy seguro de que de este momento no me guardas ningún rencor; únicamente lo sentirás contra los que son causa de tu desgracia, y los conoces muy bien. Ya sabes, Sócrates, lo que he venido a anunciarte; adiós y procura soportar con ánimo viril lo que es inevitable. Volviose derramando lágrimas y se retiró. Sócrates le siguió con la mirada y le dijo: También yo te digo adiós y haré lo que me dices. Ved, dijo al mismo tiempo, qué honorabilidad la de este hombre y qué bondad: todo el tiempo que he pasado aquí ha estado visitándome constantemente; es el mejor de los hombres, y ahora llora por mí. Pero vamos, Critón, obedezcámosle con agrado. Que me traigan el veneno si está preparado, y si no que lo prepare él mismo.
Pero se me figura, Sócrates, que el Sol está todavía sobre los montes y aún no se ha puesto: sé que muchos no apuraron el veneno hasta mucho tiempo después de recibir la orden; que comieron y bebieron cuanto les plugo, y que algunos hasta disfrutaron de sus amores; por esto no tengas prisa. Todavía tienes tiempo.
Los que hacen lo que dices, Critón, dijo Sócrates, tienen sus razones; creen que es tiempo ganado, y yo tengo las mías para no hacerlo. Porque lo único que creo que ganaría retardando el beber la cicuta sería poseerme el ridículo ante mí mismo al verme tan enamorado de la vida que quisiera economizarla cuando ya no tengo más. Así, pues, caro Critón, haz lo que te digo y no me atormentes más.
Critón hizo una seña al esclavo que tenía cerca y que salió, volviendo un rato después con el que debía dar el veneno que llevaba preparado en una copa. Al verle entrar le dijo Sócrates: Muy bien, amigo mío, pero ¿qué es lo que tengo que hacer? ¡Instrúyeme!
Pasearte cuando hayas bebido, contestó aquel hombre, y acercarte a tu lecho en cuanto notes que se te ponen pesadas las piernas. Y al mismo tiempo le tendió la copa, que Sócrates cogió, Echecrates, con la mayor calma, sin mostrar emoción, y sin cambiar de color ni de fisonomía, sino mirando al hombre tan firme y seguro de sí mismo como siempre: Dime, dijo, ¿se puede hacer un libamen con esta bebida?
Sócrates, respondió el hombre, no preparamos más que lo necesario para ser bebido.
Comprendo, dijo Sócrates, pero al menos estará permitido, porque es justo elevar sus plegarias a los dioses a fin de que bendigan y hagan próspero nuestro viaje; es lo que les pido: ¡que escuchen mi ruego! Y arrimando la copa a los labios la apuró con una mansedumbre y tranquilidad admirables.
Hasta entonces habíamos tenido casi todos fuerza de voluntad para contener nuestras lágrimas, pero al verle beber, y después que hubo bebido, nos echamos a llorar como los otros. Yo, a pesar de mis esfuerzos, lloré tanto, que no tuve más remedio que cubrirme con mi manto para desahogarme llorando, porque no lloraba por la desventura de Sócrates, sino por mi desgracia al pensar en el amigo que iba a perder. Critón empezó a llorar antes que yo y salió fuera, y Apolodoros, que desde el principio no había hecho más que llorar, empezó a gritar, lamentarse y sollozar de tal manera, que nos partía a todos el corazón, menos a Sócrates. Pero ¿qué es esto, amigos míos?, nos dijo. ¿A qué vienen esos llantos? Para no oír llorar a las mujeres y tener que reñirlas las mandé retirar, porque he oído decir que al morir sólo se deben pronunciar las palabras amables. Callad, pues, y demostrad más firmeza. Estas palabras nos avergonzaron tanto, que contuvimos nuestros lloros. Sócrates, que continuaba paseándose, dijo al cabo de algún rato que notaba ya un gran peso en las piernas y se echó de espaldas en el lecho, como se le había ordenado. Al mismo tiempo se le acercó el hombre que le había dado el tóxico, y después de haberle examinado un momento los pies y las piernas, le apretó con fuerza el pie y le preguntó si lo sentía; Sócrates contestó que no. En seguida le oprimió las piernas, y subiendo más las manos nos hizo ver que el cuerpo se helaba y tornaba rígido. Y tocándolo nos dijo que cuando el frío llegara al corazón nos abandonaría Sócrates. Ya tenía el abdomen helado; entonces se descubrió Sócrates, que se había cubierto el rostro, y dijo a Critón: Debemos un gallo a Esculapio; no te olvides de pagar esta deuda. Fueron sus últimas palabras.
Lo haré, respondió Critón; pero piensa si no tienes nada más que decirme.
Nada, contestó; un momento después se estremeció ligeramente. El hombre entonces le descubrió del todo; Sócrates tenía la mirada fija, y Critón al verlo le cerró piadosamente los ojos y la boca.
Ya sabes, Echecrates, cuál fue el fin del hombre de quien podemos decir que ha sido el mejor de los mortales que hemos conocido en nuestro tiempo, y además el más sabio y el más justo de los hombres.