Filipinas dentro de cien años; estudio político-social/II

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I
III
Nota: Se respeta la ortografía original de la época

II


¿Qué será de las Filipinas dentro de un siglo?

¿Continuarán como colonia española?

Si esta pregunta se hubiera hecho tres siglos atrás, cuando, á la muerte de Legazpi, los malayos filipinos empezaron poco á poco á desengañarse, y encontrando pesado el yugo intentaron vanamente sacudirlo, sin duda alguna que la respuesta hubiera sido fácil. Para un espíritu entusiasta de las libertades de su patria, para uno de aquellos indomables Kagayanes que alimentaban en sí el espíritu de los Magalats, para los descendientes de los heroicos Gat Pulintang y Gat Salakab de la provincia de Batangas, la independencia era segura, era solamente una cuestión de entenderse y de tentar un decidido esfuerzo. Empero, para el que, desengañado á fuerza de tristes experiencias, veía en todas partes desconcierto y desorden, apatía y embrutecimiento en las clases inferiores, desaliento y desunión en las elevadas, sólo se presentaba una respuesta y era: tender las manos á las cadenas, bajar el cuello para someterlo al yugo y aceptar el porvenir con la resignación de un enfermo que ve caer las hojas y presiente un largo invierno, entre cuyas nieves entrevé los bordes de su fosa. Entonces el desconcierto era la razón del pesimismo: pasaron tres siglos, el cuello fuése acostumbrando al yugo, y cada nueva generación, procreada entre las cadenas, se adaptó cada vez mejor al nuevo estado de las cosas.

Ahora bien; ¿encuéntranse las Filipinas en las mismas circunstancias de hace tres siglos?

Para los liberales Españoles el estado moral del pueblo continúa siendo el mismo, es decir, que los Indios filipinos no han adelantado; para los frailes y sus secuaces, el pueblo ha sido redimido de su salvajismo, esto es, ha progresado; para muchos Filipinos, la moral, el espíritu y las costumbres han decaído, como decaen todas las buenas cualidades de un pueblo que cae en la esclavitud, esto es, ha retrocedido.

Dejando á un lado estas apreciaciones, para no alejarnos de nuestro objetivo, vamos á hacer un breve paralelo de la situación política de entonces con la del presente, para ver si lo que en aquel tiempo no ha sido posible, lo será ahora, ó viceversa.

Descartémonos de la adhesión que pueden tener los Filipinos á España; supongamos por un momento con los escritores españoles que entre las dos razas sólo existen motivos de odio y recelo; admitamos las premisas cacareadas por muchos de que tres siglos de dominación no han sabido hacer germinar en el sensible corazón del Indio una semilla de afección ó de gratitud, y veamos si la causa española ha ganado ó no terreno en el Archipiélago.

Antes sostenían el pabellón español ante los Indígenas un puñado de soldados, trescientos ó quinientos á lo más, muchos de los cuales se dedicaban al comercio y estaban diseminados, no sólo en el Archipiélago, sino también en las naciones vecinas, empeñados en largas guerras contra los Mahometanos del Sur, contra los Ingleses y Holandeses, é inquietados sin cesar por Japoneses, Chinos y alguna que otra provincia ó tribu en el interior. Entonces las comunicaciones con México y España eran lentas, raras y penosas; frecuentes y violentos los disturbios entre los poderes que regían el Archipiélago; exhausta casi siempre la Caja, dependiendo la vida de los colonizadores de una frágil nao, portadora del comercio de la China; entonces los mares de aquellas regiones estaban infestados de piratas, enemigos todos del nombre español, siendo la marina con que éste se defendía, una marina improvisada, tripulada las más de las veces por bisoños aventureros, si no por extranjeros y enemigos, como sucedió con la armada de Gómez Pérez Dasmariñas, frustrada y detenida por la rebelión de los bogadores Chinos, que le asesinaron, destruyendo todos sus planes é intentos. Y sin embargo, á pesar de tan tristes circunstancias el pabellón español se ha sostenido por más de tres siglos, y su poder, si bien ha sido reducido, continúa sin embargo rigiendo los destinos del grupo de las Filipinas.

En cambio la situación actual parece de oro y rosa, diríamos, una hermosa mañana comparada con la tempestuosa y agitada noche del pasado. Ahora, se han triplicado las fuerzas materiales con que cuenta la dominación española; la marina relativamente se ha mejorado; hay más organización tanto en lo civil como en lo militar; las comunicaciones con la Metrópoli son más rápidas y más seguras; ésta no tiene ya enemigos en el exterior; su posesión está asegurada, y el país dominado, tiene al parecer menos espíritu, menos aspiraciones á la independencia, nombre que para él casi es incomprensible; todo augura, pues, á primera vista otros tres siglos, cuando menos, de pacífica dominación y tranquilo señorío.

Sin embargo por encima de estas consideraciones materiales se ciernen invisibles otras de carácter moral, mucho más trascendentales y poderosos.

Los pueblos del Oriente en general y los Malayos en particular son pueblos de sensibilidad: en ellos predomina la delicadeza de sentimientos. Aun hoy, á pesar del contacto con las naciones occidentales que tienen ideales distintos del suyo, vemos al Malayo filipino sacrificar todo, libertad, comodidad, bienestar, nombre en aras de una aspiración, ó de una vanidad, ya sea religiosa, ya científica ó de otro carácter cualquiera, pero á la menor palabra que lastime su amor propio olvida todos sus sacrificios, el trabajo empleado y guarda en su memoria y nunca olvida la ofensa que creyó recibir.

Así los pueblos Filipinos se han mantenido fieles durante tres siglos entregando su libertad y su independencia, ya alucinados por la esperanza del Cielo prometido, ya halagados por la amistad que les brindaba un pueblo noble y grande como el español, ya también obligados por la superioridad de las armas que desconocían y que para los espíritus apocados tenían un carácter misterioso, ó ya porque valiéndose de sus enemistades intestinas, el invasor extranjero se presentaba como tercero en discordia para después dominar á unos y otros y someterlos á su poderío.

Una vez dentro la dominación española, mantúvose firme gracias á la adhesión de los pueblos, á sus enemistades entre sí, y á que el sensible amor propio del Indígena no se encontraba hasta entonces lastimado. Entonces el pueblo veía á sus nacionales en los grados superiores del ejército, á sus maeses de campo pelear al lado de los héroes de España, compartir sus laureles, no escatimándoseles nunca ni honores, ni honras ni consideraciones; entonces la fidelidad y adhesión á España, el amor á la Patria hacían del Indio, Encomendero y hasta General, como en la invasión inglesa; entonces no se habían inventado aún los nombres denigrantes y ridículos con que después han querido deshonrar los más trabajosos y penibles cargos de los jefes indígenas; entonces no se había hecho aún de moda insultar é injuriar en letras de molde, en periódicos, en libros con superior permiso ó con licencia de la autoridad eclesiástica, al pueblo que pagaba, combatía y derramaba su sangre por el nombre de España, ni se consideraba como hidalguía ni como gracejo ofender á una raza toda, á quien se le prohibe replicar ó defenderse; y si religiosos hubo hipocondríacos, que en los ocios de sus claustros se habían atrevido á escribir contra él, como el agustino Gaspar de San Agustín y el jesuíta Velarde, sus ofensivos partos no salían jamás á luz, y menos les daban por ello mitras ó les elevaban á altas dignidades. Verdad es que tampoco eran los Indios de entonces como somos los de ahora: tres siglos de embrutecimiento y oscurantismo, algo tenían que influir sobre nosotros; la más hermosa obra divina en manos de ciertos obreros puede al fin convertirse en caricatura.

Los religiosos de entonces, queriendo fundar su dominio en el pueblo, se acercaban á él y con él formaban causa contra los encomenderos opresores. Naturalmente, el pueblo que los veía con mayor instrucción y cierto prestigio, depositaba en ellos su confianza, seguía sus consejos y los oía aun en los más amargos días. Si escribían, escribían abogando por los derechos de los Indios y hacían llegar el grito de sus miserias hasta las lejanas gradas del Trono. Y no pocos religiosos entre seglares y militares emprendían peligrosos viajes, como diputados del país, lo cual unido á las estrictas residencias que se formaban entonces ante los ojos del Archipiélago á todos los gobernantes, desde el Capitán general hasta el último, consolaban no poco y tranquilizaban los ánimos lastimados, satisfaciendo, aunque no fuese más que en la forma, á todos los descontentos.

Todo esto ha desaparecido. Las carcajadas burlonas, penetran como veneno mortal en el corazón del Indio que paga y sufre, y son tanto más ofensivas cuanto más parapetadas están: las antiguas enemistades entre diferentes provincias las ha borrado una misma llaga, la afrenta general inferida á toda una raza. El pueblo ya no tiene confianza en los que un tiempo eran sus protectores, hoy sus explotadores y verdugos. Las máscaras han caído. Ha visto que aquel amor y aquella piedad del pasado se parecían al afecto de una nodriza, que incapaz de vivir en otra parte, deseara siempre la eterna niñez, la eterna debilidad del niño, para ir percibiendo su sueldo y alimentarse á su costa; ha visto que no sólo no le nutre para que crezca, sino que le emponzoña para frustrar su crecimiento, y que á su más leve protesta ¡ella se convierte en furia! El antiguo simulacro de justicia, la santa residencia ha desaparecido; principia el caos en la conciencia; el afecto que se demuestra por un Gobernador general, como La Torre, se convierte en crimen en el gobierno del sucesor, y basta para que el ciudadano pierda su libertad y su hogar; si se obedece lo que un jefe manda, como en la reciente cuestión de la entrada de los cadáveres en las iglesias, es suficiente para que después el obediente súbdito sea vejado y perseguido por todos los medios posibles; los deberes, los impuestos y las contribuciones aumentan, sin que por eso los derechos, los privilegios y las libertades aumenten ó se aseguren los pocos existentes; un régimen de continuo terror y zozobra agita los ánimos, régimen peor que una era de disturbios, pues los temores que la imaginación crea suelen ser superiores á los de la realidad; el país está pobre; la crisis pecuniaria que atraviesa es grande, y todo el mundo señala con los dedos á las personas que causan el mal, ¡y nadie sin embargo se atreve á poner sobre ellas las manos!

Es verdad que como una gota de bálsamo á tanta amargura ha salido el Código Penal; pero ¿de qué sirven todos los Códigos del mundo, si por informes reservados, por motivos fútiles, por anónimos traidores se extraña, se destierra sin formación de causa, sin proceso alguno á cualquier honrado vecino? ¿De qué sirve ese Código Penal, de que sirve la vida si no se tiene seguridad en el hogar, fe en la justicia, y confianza en la tranquilidad de la conciencia? ¿De qué sirve todo ese andamiaje de nombres, todo ese cúmulo de artículos, si la cobarde acusación de un traidor ha de influir en los medrosos oídos del autócrata supremo, más que todos los ritos de la justicia?

Si este estado de cosas continuase, ¿qué será de las Filipinas dentro de un siglo?

Los acumuladores se van cargando poco á poco, y si la prudencia del Gobierno no da escape á las quejas que se concentran, puede que un día salte la chispa. No es ocasión esta de hablar sobre el éxito que pudiera tener conflicto tan desgraciado: depende de la suerte, de las armas y de un millón de circunstancias que el hombre no puede prever; pero aun cuando todas las ventajas estuviesen de parte del Gobierno y por consiguiente las probabilidades de la victoria, sería una victoria de Pirro, y un Gobierno no la debe desear.

Si los que dirigen los destinos de Filipinas se obstinan, y en vez de dar reformas quieren hacer retroceder el estado del país, extremar sus rigores y las represiones contra las clases que sufren y piensan, van á conseguir que éstas se aventuren y pongan en juego las miserias de una vida intranquila, llena de privaciones y amarguras por la esperanza de conseguir algo incierto. ¿Qué se perdería en la lucha? Casi nada: la vida de las numerosas clases descontentas no ofrece gran aliciente para que se la prefiera á una muerte gloriosa. Bien se puede tentar un suicidio; pero ¿y después? ¿No quedaría un arroyo de sangre entre vencedores y vencidos, y no podrían éstos con el tiempo y con la experiencia igualar en fuerzas, ya que son superiores en número, á sus dominadores? ¿Quién dice que no? Todas las pequeñas insurrecciones que ha habido en Filipinas fueron obra de unos cuantos fanáticos ó descontentos militares que para conseguir sus fines tenían que engañar y embaucar ó valerse de la subordinación de sus inferiores. Así cayeron todos. Ninguna insurrección tuvo carácter popular ni se fundó en una necesidad de toda una raza, ni luchó por los fueros de la humanidad, ni de la justicia; así ni dejaron recuerdos indelebles en el pueblo, antes al contrario, viendo que había sido engañado, secándose las heridas, ¡aplaudió la caída de los que turbaron su paz! Pero y ¿si el movimiento nace del mismo pueblo y reconoce por causa sus miserias?

Así, pues, si la prudencia y las sabias reformas de nuestros ministros no encuentran hábiles y decididos intérpretes entre los gobernantes de Ultramar, y fieles continuadores en los que las frecuentes crisis políticas llaman á desempeñar tan delicado puesto; si á las quejas y necesidades del pueblo filipino se ha de contestar con el eterno no há lugar, sugerido por las clases que encuentran su vida en el atraso de los súbditos; si se han de desatender las justas reclamaciones para interpretarlas como tendencias subversivas, negando al país su representación en las Cortes y la voz autorizada para clamar contra toda clase de abusos, que escapan al embrollo de las leyes; si se ha de continuar, en fin, con el sistema fecundo en resultados de enajenarse la voluntad de los Indígenas, espoleando su apático espíritu por medio de insultos é ingratitudes, podemos asegurar que dentro de algunos años, el actual estado de las cosas se habrá modificado por completo; pero inevitablemente. Hoy existe un factor que no había antes; se ha despertado el espíritu de la nación, y una misma desgracia y un mismo rebajamiento han unido á todos los habitantes de las Islas. Se cuenta con una numerosa clase ilustrada dentro y fuera del Archipiélago, clase creada y aumentada cada vez más y más por la torpezas de ciertos gobernantes, obligando á los habitantes á expatriarse, á ilustrarse en el extranjero, y se mantiene y lucha gracias á las excitaciones y al sistema de ojeo emprendido. Esta clase, cuyo número aumenta progresivamente, está en comunicación constante con el resto de las Islas, y si hoy no forma más que el cerebro del país, dentro de algunos años formará todo su sistema nervioso y manifestará su existencia en todos sus actos.

Ahora bien; para atajar el camino al progreso de un pueblo, la política cuenta con varios medios: el embrutecimiento de las masas por medio de una casta adicta al Gobierno, aristocrática como en las colonias holandesas, ó teocrática como en Filipinas; el empobrecimiento del país; la destrucción paulatina de sus habitantes, y el fomento de las enemistades entre unas razas y otras.

El embrutecimiento de los Malayos filipinos se ha demostrado ser imposible. A pesar de la negra plaga de frailes, en cuyas manos está la enseñanza de la juventud, que pierde años y años miserablemente en las aulas, saliendo de allí cansados, fatigados y disgustados de los libros; á pesar de la censura, que quiere cerrar todo paso al progreso; á pesar de todos los púlpitos, confesionarios, libros, novenas que inculcan odio á todo conocimiento no sólo científico, sino hasta el mismo de la lengua castellana; á pesar de todo ese sistema montado, perfeccionado y practicado con tenacidad por los que quieren mantener las Islas en una santa ignorancia, hay escritores, librepensadores, historiógrafos, filósofos, químicos, médicos, artistas, jurisconsultos, etc. La ilustración se extiende, y la persecución que sufre la aviva. No; la llama divina del pensamiento es inextinguible en el pueblo filipino, y de un modo ó de otro ha de brillar y darse á conocer. ¡No es posible embrutecer á los habitantes de Filipinas!

¿Podrá la pobreza detener su desarrollo?

Tal vez, pero es una medida muy peligrosa. La experiencia nos demuestra en todas partes, y sobre todo en Filipinas, que las clases más acomodadas han sido siempre las más amigas de la quietud y del orden, porque son las que viven mejor relativamente y podrían perder en los disturbios civiles. La riqueza trae consigo el refinamiento, el espíritu de conservación; mientras que la pobreza inspira ideas aventureras, deseos de cambiar las cosas, poco apego á la vida, etc. Machiavelo mismo encuentra peligroso este medio de sujetar á un pueblo, pues observa que la pérdida del bienestar suscita más tenaces enemigos que la pérdida de la vida. Además, cuando hay riqueza y abundancia hay menos descontentos, hay menos quejas, y el Gobierno, más rico, se encuentra también con más medios para sostenerse. En cambio en un país pobre sucede lo que en casa donde no hay harina; y además ¿de qué le sirviría á la Metrópoli una colonia macilenta y pobre?

Tampoco es posible destruir paulatinamente á los habitantes. Las razas filipinas, como todas las malayas, no sucumben ante el extranjero, como las razas australianas, las polinésicas y las razas indias del Nuevo Continente. Pese á las numerosas guerras que los Filipinos han tenido que sostener, pese á las epidemias que los visitan periódicamente, su número se ha triplicado, al igual que los malayos de Java y de las Molucas. El Filipino acepta la civilización y vive y se mantiene en contacto con todos los pueblos y en la atmósfera de todos los climas. El aguardiente, ese veneno que extingue á los naturales de las islas del Pacífico, no tiene poderío en Filipinas; antes por el contrario, parece que los Filipinos se han vuelto mas sobrios, á comparar su estado actual con el que nos pintan los antiguos historiadores. Las pequeñas guerras con los habitantes del Sur consumen solamente á los soldados, gente que por su fidelidad á la bandera española, lejos de ser un peligro, es precisamente uno de sus más sólidos sostenes.

Queda el fomento de las enemistades de las provincias entre sí.

Esto era posible antes, cuando las comunicaciones de unas islas con otras eran difíciles y raras, cuando no había vapores, ni telégrafos, cuando se formaban los regimientos según las diferentes provincias, se halagaba á unas concediéndoles privilegios y honores, y se sostenía á otras contra las más fuertes. Pero ahora en que desaparecieron los privilegios, en que por espíritu de desconfianza se han refundido los regimientos, en que los habitantes se extrañan de unas islas á otras, naturalmente las comunicaciones y el cambio de impresiones aumentan, y viéndose todos amenazados de un mismo peligro y heridos en unos mismos sentimientos, se dan las manos y se unen. Cierto que la unión no es todavía del todo completa, pero á ella van encaminadas las medidas de buen gobierno, las deportaciones, las vejaciones que los vecinos en sus pueblos sufren, la movilidad de los funcionarios, la escasez de los centros de enseñanza, que hace que la juventud de todas las islas se reunan y aprendan á conocerse. Los viajes á Europa contribuyen también no poco á estrechar estas relaciones, pues en el extranjero sellan su sentimiento patrio los habitantes de las provincias más distantes, desde los marineros hasta los más ricos negociantes, y al espectáculo de las libertades modernas y al recuerdo de las desgracias del hogar, se abrazan y se llaman hermanos.

En suma, pues, el adelanto y progreso moral de Filipinas es inevitable, es fatal.

Las Islas no pueden continuar en el estado en que están, sin recabar de la Metrópoli más libertades. Mutatis, mutandis. A nuevos hombres, nuevo estado social.

Querer que continúen en sus pañales, es exponerse á que el pretendido niño se vuelva contra su nodriza y huya desgarrando los viejos trapos que le ciñen.

Las Filipinas, pues, ó continuarán siendo del dominio español, pero con más derecho y más libertades, ó se declararán independientes, después de ensangrentarse y ensangrentar á la Madre patria.

Como nadie debe desear ni esperar esta desgraciada ruptura, que sería un mal para todos y solamente el último argumento en el trance más desesperado, vamos á examinar al través de qué formas de evolución pacífica podrían las Islas continuar sometidas á la bandera de España, sin que los derechos, ni los intereses ni la dignidad de unas y otras se encontrasen en lo más mínimo lastimados.

La Solidaridad; núm. 18: Barcelona, 31 octubre 1889.