Filipinas dentro de cien años; estudio político-social/III

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II
Filipinas dentro de cien años: Estudio político-social (1905)
de José Rizal
III
IV
Nota: Se respeta la ortografía original de la época

III.


Las Filipinas, si han de continuar bajo el dominio de España, tienen por fuerza que tranformarse en sentido político, por exigirlo así la marcha de su historia y las necesidades de sus habitantes. Esto lo demostramos en el artículo anterior.

Esta transformación, dijimos también, ha de ser violenta y fatal, si parte de las esferas del pueblo; pacífica y fecunda en resultados, si de las clases superiores.

Algunos gobernantes han adivinado esta verdad, y llevados de su patriotismo, tratan de plantear reformas que necesitamos para prevenir los acontecimientos. Hasta el presente, no obstante cuantas se han dictado, han producido escasos resultados, tanto para el Gobierno como para el país, llegando á dañar en algunas ocasiones hasta aquellas que sólo prometían un éxito feliz. Y es que se edifica sobre terreno sin consistencia.

Dijimos, y lo repetiremos una vez más, y lo repetiremos siempre: todas las reformas que tienen un carácter paliativo son, no solamente inútiles, sino hasta perjudiciales, cuando el Gobierno se encuentra enfrente de males que hay que remediar radicalmente. Y si nosotros no estuviéramos convencidos de la honradez y rectitud de ciertos gobernantes, estaríamos tentados de decir que todas esas reformas parciales eran sólo emplastos y pomadas de un médico que, no sabiendo curar un cáncer, ó no atreviéndose á hacer la extirpación, quiere de esa manera distraer los padecimientos del enfermo, ó contemporizar con la pusilanimidad de los tímidos é ignorantes.

Todas las reformas de nuestros ministros liberales fueron, eran, son y serán buenas. . .si se llevasen á cabo.

Cuando pensamos en ellas, se nos viene á la memoria el régimen dietético de Sancho Panza en la Ínsula Barataria. Sentábase ante una suntuosa y bien servida mesa «llena de frutas y mucha diversidad de platos de diversos manjares»; pero entre la boca del infeliz y cada plato interponía su varilla el médico Pedro Rezio, diciendo: absit!, y retiraban el manjar, dejándole á Sancho más hambriento que nunca. Verdad es que el despótico Pedro Rezio daba razones que no parece sino que Cervantes las escribió para los Gobiernos de Ultramar: — «No se ha de comer, señor Gobernador, sino como es uso y costumbre en las otras ínsulas donde hay gobernadores», etcétera — encontrando inconvenientes en todos los platos, unos por calientes, otros por húmedos, etcétera, enteramente como nuestros Pedros Rezios de allende y aquende los mares. ¡Maldito el bien que le hacía á Sancho el arte de su cocinero!

En el caso de nuestro país, las reformas hacen el papel de los manjares; Filipinas el de Sancho, y el del médico charlatán lo desempeñan muchas personas, interesadas en que no se toque á los platos, para aprovecharse de ellos tal vez.

Resulta que el pacienzudo Sancho, ó Filipinas, echa de menos su libertad, renegando de todos los gobiernos, y acaba por rebelarse contra su pretendido médico.

De igual manera, mientras Filipinas no tenga prensa libre, no tenga voz en las Cámaras para hacer saber al Gobierno y á la Nación si se cumplen ó no debidamente sus decretos, si aprovechan ó no al país, todas las habilidades del ministro de Ultramar tendrán la suerte de los platos de la ínsula Barataria.

El ministro, pues, que quiera que sus reformas sean reformas, debe principiar por declarar la prensa libre en Filipinas, y por crear diputados filipinos.

La prensa libre en Filipinas, porque las quejas de allá raras veces llegan á la Península, rarísimas veces, y si llegan, tan encubiertas, tan misteriosas, que no hay periódico que se atreva á reproducirlas; y si se reproducen, se reproducen tarde y mal.

Un Gobierno que desde muy lejos administra un país, es el que más necesidad tiene de una prensa libre, más aun que el que Gobierna en la Metrópoli, si es que quiere hacerlo recta y decentemente. El Gobierno que gobierna en el país, puede todavía prescindir de la prensa (si es que puede), porque está en el terreno, porque tiene ojos y oídos, y porque observa de cerca lo que rige y administra. Pero el Gobierno que gobierna desde lejos, necesita absolutamente que la verdad y los hechos lleguen á su conocimiento por todas las vías posibles, para que pueda juzgarlos y apreciarlos mejor, y esta necesidad sube de punto cuando se trata de un país como Filipinas, cuyos habitantes hablan y se quejan en un idioma desconocido para las autoridades. Gobernar de otra manera se llamará también gobernar, puesto que es menester darle un nombre, pero es gobernar mal. Es juzgar oyendo sólo á una de las partes; es dirigir un buque sin tener en cuenta las condiciones de éste, el estado del mar, los escollos, los bajos, el curso del viento, las corrientes, etc. Es administrar una casa pensando sólo en darse lustre y pisto, sin ver lo que hay en la caja, sin pensar en los servidores y en la familia.

Pero la rutina es una pendiente por donde andan muchos Gobiernos, y la rutina dice que la libertad de la prensa es un peligro. Veamos qué dice la Historia. Las sublevaciones y las revoluciones han tenido siempre lugar en los países tiranizados, en aquellos donde al pensamiento y al corazón humano se les ha obligado á callar.

Si el gran Napoleón no hubiese tiranizado la prensa, acaso ella le hubiera advertido del peligro en que se precipitaba, y le hubiera dado á comprender que los pueblos estaban cansados y la tierra necesitaba paz; acaso su genio, en vez de gastarse en el engrandecimiento exterior, replegándose sobre sí mismo, hubiera trabajado por su consolidación y se hubiese consolidado. La misma España registra en su historia más revoluciones cuando la prensa estuvo amordazada. ¿Qué colonia se ha hecho independiente teniendo prensa libre, gozando de libertades? ¿Es preferible gobernar á tientas, ó gobernar con conocimiento de causa?

Nos contestará alguno, alegando de que en las colonias con la prensa libre peligrara mucho el PRESTIGIO de los gobernantes, esa columna de los gobiernos falsos. Le contestaremos de que es preferible el prestigio de la Nación al de varios individuos. Una nación se conquista respeto no sosteniendo ni encubriendo abusos, sino castigándolos y reprobándolos. Además, le sucede á ese prestigio lo que decía Napoleón de los grandes hombres y sus ayudas de cámara. Nosotros, que sufrimos y sabemos todos los infundios y vejaciones de esos pretendidos dioses, no necesitamos la prensa libre para conocerlos; hace tiempo que están desprestigiados. La prensa libre la necesita el Gobierno, el Gobierno, que todavía sueña en el prestigio, que edifica sobre terreno minado.

Lo mismo decimos respecto de los diputados filipinos.

¿Qué peligros ve en ellos el Gobierno? Una de tres cosas: ó salen revoltosos, pasteleros, ó salen como deben ser.

Suponiendo que cayésemos en el pesimismo más absurdo y admitiésemos el insulto, grande para Filipinas, pero mayor aún para España, de que todos los diputados fuesen separatistas, y de que en todas sus proposiciones mantuviesen ideas filibusteras, ¿no está allí la mayoría, española y patriota, no está allí la clarividencia de los gobernantes para oponerse á sus fines y combatirlos? ¿Y no valdría esto más que el descontento que fermenta y cunde en el secreto del hogar, en las cabañas y en los campos? Cierto que el pueblo español no escatima nunca su sangre cuando de patriotismo se trata; pero ¿no seria más preferible la lucha de los principios en el Parlamento, que el cambio de balas en terrenos pantanosos, á 3.000 leguas de la patria, entre bosques impenetrables, bajo un ardiente sol ó entre lluvias torrenciales? Esas luchas pacíficas de las ideas, además de ser un termómetro para el Gobierno, tienen la ventaja de ser más baratas y gloriosas, porque el Parlamento español abunda precisamente en paladines de la palabra, invencibles en el terreno de los discursos. Además, dicen que los filipinos son indolentes y pacatos; ¿qué, pues, puede temer el Gobierno? ¿No influye en las elecciones? Francamente; es hacerles mucho honor á los filibusteros tenerles miedo en medio de las Cortes de la Nación.

Si salen pasteleros, como es de esperar y probablemente han de ser, tanto mejor para el Gobierno, y tanto peor para sus electores. Son unos votos más á favor, y el Gobierno podrá reírse á sus anchas de los filibusteros, si los hay.

Si salen como deben ser, dignos, honrados y fieles á sus misiones, molestarán sin duda con sus preguntas al ministro ignorante ó incapaz, pero le ayudarán á gobernar y serán algunas personas honradas más entre los representantes de la Nación.

Ahora bien; si el verdadero inconveniente de los diputados filipinos consiste en el olor á igorrotes que le ponía tan inquieto en pleno Senado, al aguerrido general Sr. Salamanca, el Sr. D. Sinibaldo de Mas, que ha visto de cerca á los igorrotes y ha querido vivir con ellos, puede afirmar de que olerán, cuando peor, como la pólvora, y el Sr. Salamanca, sin duda, no tiene miedo á ese olor. Y si no fuese más que esto, los filipinos, que allá en su país tienen la costumbre de bañarse todos los días, una vez que sean diputados, podrán dejar tan sucia costumbre, al menos durante el período legislativo, para no molestar con el olor del baño los delicados olfatos de los Salamancas.

Inútil de refutar ciertos inconvenientes de algunos lindos escritores, sobre las pieles más ó menos morenas, y los rostros más ó menos narigudos. En cuestión de estética, cada raza tiene la suya la China, por ejemplo, que tiene 414 millones de habitantes y cuenta con una civilización muy antigua, encuentra feos á todos los europeos á quienes llama Fan Kwai, ó sea diablos rojos. Su estética tiene 100 millones más de partidarios que la estética europea. Además, si de eso se ha de tratar, tendríamos que aceptar la inferioridad de los latinos, en especial la de los españoles, respecto de los sajones que son mucho más blancos.

Y mientras no se diga que la Cámara española es una reunión de Adónises, Antínoos, boys y otros angelos parecidos; mientras se vaya allí para legislar y no para socratizar ó errar por hemisferios imaginarios, creemos que el Gobierno no se debe detener ante esos inconvenientes. El Derecho no tiene piel, ni la razón narices.

No vemos, pues, ninguna causa seria para que Filipinas no tenga diputados. Con su creación se acallan muchos descontentos, y en vez de achacar el país sus males al Gobierno, como sucede ahora, los sobrellevará mejor, porque al menos puede quejarse, y porque, teniendo sus hijos entre sus legisladores, se hace en cierto modo solidario de sus actos.

No sabemos si servimos bien los verdaderos intereses de nuestra patria pidiendo diputados. Sabemos que la falta de ilustración, el apocamiento, el egoísmo de muchos de nuestros compatriotas, y la audacia, la astucia y los poderosos medios de los que quieren allá el oscurantismo, pueden convertir la reforma en un nocivo instrumento. Pero queremos ser leales al Gobierno y le indicamos el camino que mejor nos parece para que sus esfuerzos no se malogren, para que desaparezcan los descontentos. Si después de planteada tan justa como necesaria medida, el pueblo filipino es tan necio y pusilánime, que haga traición á sus verdaderos intereses, entonces que recaigan sobre él las responsabilidades, que sufra todas las consecuencias. Cada país tiene la suerte que se merece, y el Gobierno podrá decir que ha cumplido con su deber.

Estas son las dos reformas fundamentales que, bien interpretadas y aplicadas, podrán disipar todas las nubes, afirmar el cariño á España y hacer fructificar todas las posteriores. Estas son las reformas sine quibus non.

Es pueril el temor de que por ellas venga la independencia: la prensa libre le hará conocer al Gobierno los latidos de la opinión, y los diputados, si son los mejores de entre los hijos de Filipinas, como deben ser, serán sus rehenes. No habiendo motivo de descontento, ¿con qué se tratará de excitar las masas del pueblo?.

Es de igual modo inaceptable el inconveniente que alegan otros acerca de la defectuosa cultura de la mayoría de los habitantes. Además de que no es tan defectuosa como se pretende, no hay razón ninguna plausible para que al ignorante y al desvalido (por culpa propia ó ajena), se le niegue su representante que vele por él para que no le atropellen. Es quien precisamente más lo necesita. Nadie deja de ser hombre, nadie pierde sus derechos á la civilización sólo por ser más o menos inculto, y puesto que se le considera al filipino como ciudadano capaz cuando se le pide su contribución y su sangre para defender la patria, ¿por qué se le ha de negar esa capacidad cuando de concederle un derecho se trata? Además, ¿por qué ha de ser responsable de su ignorancia, si está confesado por todos, amigos y enemigos, de que su afán de aprender es tan grande, que ya antes de que llegasen los españoles todos sabían leer y escribir, y que como vemos ahora, las más modestas familias hacen enormes sacrificios para que sus hijos puedan ilustrarse un poco, llegando el caso de servir como criados siquiera para aprender el castellano? ¿Cómo se ha de esperar que el país se ilustre en el estado actual, si vemos que cuantos decretos lanza el Gobierno en favor de la instrucción, se encuentran con Pedros Rezios que impiden su cumplimiento, porque tienen en sus manos lo que llaman enseñanza? Si el filipino, pues, es bastante inteligente para que contribuya, debe serlo también para elegir y tener quien vele por él y por sus intereses, con el producto de los cuales sirve al Gobierno de su Nación. Raciocinar de otra manera, es raciocinar como un embudo.

Vigiladas las leyes y los actos de las autoridades, la palabra Justicia puede comenzar á dejar de ser una ironía colonial. Lo que más hace respetables á los ingleses en sus posesiones, es su estricta y expeditiva justicia, de tal manera, que los habitantes depositan en los jueces toda su confianza. La Justicia es la virtud primera de las razas civilizadoras. Ella somete las naciones más bárbaras; la injusticia subleva á las más débiles.

Los puestos y los cargos debían darse por oposición, publicándose los trabajos y los juicios á fin de que haya estimulo y no surjan descontentos. Asi si el Indio no sacude su indolencia, no podrá murmurar si todos los cargos los ve desempeñados por castilas.

Suponemos de que no serán los Españoles los que teman entrar en esta lid: así podrán probar su superioridad por la superioridad de su inteligencia. Y aunque esto no se acostumbra en la Metrópoli, debe practicarse en las colonias, por cuanto hay que buscar el verdadero prestigio por medio de las dotes morales, porque los colonizadores deben ser ó parecer, cuando menos, justos, inteligentes é íntegros, como el hombre aparenta virtudes cuando está en contacto con personas extrañas. Los puestos y cargos así ganados rechazan naturalmente la arbitraria cesantía y crean empleados y gobernantes aptos y conocedores de sus deberes. Los puestos que desempeñen los Indios, en vez de poner en peligro la dominación española, sólo servirían para afianzarla; pues ¿qué interés tendrían en cambiar lo seguro y estable contra lo incierto y problemático? El Indio, además, es muy amante de la quietud y prefiere un modesto presente á un brillante porvenir. Díganlo esos varios funcionarios filipinos que se encuentran aún en las oficinas: son los más inertes conservadores.

Otras reformas de detalle podríamos añadir tocantes al comercio, á la agricultura, á la seguridad del individuo, de la propiedad, á la enseñanza, etc.; pero estas son cuestiones que trataremos por separado en otros artículos. Por ahora nos contentamos con los esquemas, no vaya alguno á decir que pedimos demasiado.

No faltarán espíritus que nos tachen de utópicos: mas ¿qué es la utopia? Utopia era un país que imaginó Thomas More, en donde había sufragio universal, tolerancia religiosa, abolición, casi completa, de la pena de muerte, etc. Cuando la novelita se publicó, consideráronse estas cosas como ensueños, imposibles, esto es, utópicos. Y, sin embargo, la civilización ha dejado muy atrás el país de la Utopia: la voluntad y la conciencia humana han realizado más milagros, han suprimido los esclavos, y la pena de muerte para el adulterio ¡cosas imposibles aun para la misma Utopia!

Las colonias francesas tienen sus representantes; en las Cámaras inglesas se ha tratado también de dar representación á las colonias de la Corona (Crown colonies), pues las otras ya gozan de una cierta autonomía; la prensa, allí, es también libre; sólo en España, que en el siglo XVI fué la nación modelo en la colonización, se queda muy postergada. Cuba y Puerto Rico, cuyos habitantes no llegan á la tercera parte de los de Filipinas, y que no han hecho por España los sacrificios que ésta, cuentan con numerosos diputados. Filipinas tuvo desde sus primeros días los suyos, que trataban con los Reyes y el Papa de las necesidades del país; los tuvo en los momentos críticos de España, cuando ésta gemía bajo el yugo napoleónico, y no se aprovecharon de la desgracia de la Metrópoli como otras, colonias, sino que estrecharon más los vínculos que las unían á la Nación, dando pruebas de su lealtad; continuaron hasta muchos años después. . . ¿Qué crimen han cometido las Islas para que así se las prive de sus de echos?

En suma: las Filipinas continuarán siendo españolas, si entran en la vía de la vida legal y civilizada, si se respetan los derechos de sus habitantes, si se les conceden los otros que se les deben, si la política liberal de los Gobiernos se lleva á cabo sin trabas ni mezquindades, sin subterfugios ni falsas interpretaciones.

De otra manera, si se quiere ver en las Islas un filón por explotar, un recurso para contentar ambiciones, para librar de impuestos la Metrópoli, apurando la gallina de los huevos de oro y cerrando los oídos á todos los gritos de la razón, entonces, por grande que sea la fidelidad de los filipinos, no podrán impedir que se cumplan las leyes fatales de la Historia. Las colonias fundadas para servir la política ó el comercio de una metrópoli, concluyen todas por hacerse independientes, decía Bachelet; antes que Bachelet lo dijera, ya lo habían dicho todas las colonias fenicias, cartaginesas, griegas, romanas, inglesas, portuguesas y españolas.

Estrechos sin duda alguna son los vínculos que nos unen á España; no viven dos pueblos tres siglos en continuo contacto, participando de una misma suerte, vertiendo su sangre en los mismos campos, creyendo las mismas creencias, adorando al mismo Dios, comunicándose los mismos pensamientos, sin que nazcan entre ellos lazos más fuertes que los que imponen las armas ó el temor: sacrificios y beneficios por parte de uno y otro han hecho nacer afecciones; Machiavelo, el gran conocedor del corazón humano, decía: la natura degli huomini, é cosi obligarsi per li beneficii che essi fanno, come per quelli che essi ricevono (condición humana es ligarse tanto por los beneficios que se hacen como por los que se reciben); todo esto y aun más es cierto; pero es sentimentalismo puro, y en el amargo campo de la política la dura necesidad y los intereses se imponen. Por mucho que los filipinos deban á España, no se les puede exigir que renuncien á su redención, que los liberales é ilustrados vaguen como desterrados del patrio suelo, que se ahoguen en su atmósfera las aspiraciones más groseras, que el pacífico habitante viva en continua zozobra, dependiendo la suerte de los pueblos de los caprichos de un solo hombre; la España no puede pretender, ni en el nombre del mismo Dios, que seis millones de hombres se embrutezcan, se les explote y oprima, se les niegue la luz, los derechos innatos en el ser humano, y después se les colme de desprecio é insultos; no, no hay gratitud que pueda excusar, no hay pólvora suficiente en el mundo que pueda justificar los atentados contra la libertad del individuo, contra el sagrado del hogar, contra las leyes, contra la paz y el honor; atentados que allá se cometen cada día; no hay Divinidad que pueda proclamar el sacrificio de nuestras más caras afecciones, el de la familia, los sacrilegios y violaciones que se cometen por los que tienen el nombre de Dios en loa labios; nadie puede exigir del pueblo filipino un imposible; el noble pueblo español, tan amante de sus libertades y derechos, no puede decirle que renuncie á los suyos; el pueblo que se complace en las glorias de su pasado no puede pedir de otro, educado por él, acepte la abyección y deshonre su nombre!

Los que hoy luchamos en el terreno legal y pacífico de las discusiones, lo comprendemos así, y con la mirada fija en nuestros ideales, no cesaremos de abogar por nuestra causa, sin salir de los límites de lo legal; pero si antes la violencia nos hace callar ó tenemos la desgracia de caer (lo cual es posible, pues no somos inmortales), entonces no sabemos qué camino tomarán Ion retoños numerosos y de mejor savia que se precipitarán para ocupar los puestos que dejemos vacíos.

Si lo que deseamos no se realiza. . .

Ante la eventualidad desgraciada, menester es que el horror no nos arredre, que en vez de cerrar los ojos, miremos cara á cara lo que pueda traer el porvenir. Y á ese fin, después de arrojar el puñado de tierra que se tributa á los Cancerberos, entremos francamente en el abismo para sondear sus terribles misterios.

La Solidaridad; núm. 21: Madrid, 15 diciembre 1889.