Fridolín el Bueno y Thierry el Malo/Capítulo III

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     Nicolás y Margarita, los padres de Fridolín, vivían a la salida de la aldea de Haselbach. Su choza, techada con bálago, parecía tan antigua como el peral centenario que le daba sombra. Una espesa capa de musgo cubría el tejado, y contrastaba por su verdor con el color grisáceo de las paredes.

     Junto a la casa había un huertecillo que no ocupaba mayor espacio, y que estaba rodeado por un seto de espinos. Al ver una choza tan pobre y un huerto tan pequeño, los transeúntes no podían menos de decir:

     -Los habitantes de esa cabaña deben de ser bien pobres.

     Y, sin embargo, aquella pobreza no era un obstáculo para que Nicolás fuese el hombre más alegre de toda la comarca. Los ricos agricultores en cuyas tierras trabajaba en las faenas de la siega o de la trilla envidiaban su carácter, siempre jovial, y solían decirle:

     -¿Cómo puedes estar siempre tan tranquilo y tan alegre, siendo, como eres, más pobre que Job?

     -Os equivocáis -respondía Nicolás:- no soy tan pobre como creéis. Tengo un padre inmensamente rico que nunca me deja carecer de lo necesario: el Padre Eterno. Y además -añadía riendo-, bajo los harapos que me cubren guardo un tesoro que no daría por cien mil francos: este tesoro es una conciencia pura. Por otra parte, tengo salud, gracias a Dios, y dos buenos brazos para ganar mi pan y el de mi mujer y mi hijo. ¿Por qué voy a estar triste?

     Margarita no siempre podía compartir la constante serenidad de su marido: muchas veces la oían lamentarse de ser pobre.

     -¡Qué poco juicio tienes! -dijo a su marido una tarde que éste silbaba una canción mientras afilaba la hoz para ir a segar al día siguiente-. ¡Qué poco juicio tienes! ¡Nunca piensas en nada!

     -¿En nada? -contestó Nicolás, riendo-. ¡Pues me gusta! ¡Estaría bueno! ¿No ves que estoy afilando la hoz para que mañana corte mejor? ¿En qué quieres que piense además?

     -No tenemos un cuarto en casa. ¿Qué sería de nosotros si nos sucediese una desgracia?

     -¡Ah! Si tuviésemos que tener dinero guardado para remediar todas las desgracias que pueden ocurrirnos, necesitaríamos una cantidad enorme. ¿Crees tú que hay en el mundo alguien que tenga el dinero suficiente para evitar todos los males que puedan sobrevenirle?

     -¡Ay! Demasiado sabes que hay en la comarca una epidemia, y que también nosotros podemos enfermar.

     -¡Claro que podemos enfermar! Pero ¿a qué atormentarnos por adelantado? Las preocupaciones y las penas no son nada a propósito para conservar la vida: por el contrario, son muy malas para la salud. Si cayésemos malos y no pudiésemos trabajar, Dios nos ayudaría: Él sabe mejor que tú lo que nos conviene. Su protección nos será provechosa, en tanto que tus preocupaciones no sirven para nada.

     -Siempre dices lo mismo; pero la verdad es que si muriésemos, no le dejaríamos nada a nuestro Fridolín.

     -¿Nada? -exclamó Nicolás levantándose y dejando su hoz.- Te equivocas, Margarita. Yo, por el contrario, creo que le dejamos algo que vale más que una talega de dinero: una sólida instrucción cristiana y una buena educación. ¿Hay en el mundo un tesoro más precioso que el temor de Dios, el amor al trabajo, la modestia en los deseos y el horror al pecado? ¿Crees que semejante tesoro es una herencia despreciable? ¿No te parece que podemos considerar asegurada la felicidad de Fridolín mejor que si le dejásemos una gran fortuna? Procuremos educar a nuestro hijo en los principios de la piedad y de la virtud, y no nos preocupemos de su porvenir. Aunque pobre, siempre estará alegre y satisfecho como yo. Un corazón alegre y libre de penas: ¿qué más podemos desear en este mundo? ¿De qué sirve el dinero cuando esto falta? Confiemos en Dios, querida, seamos buenos, estemos alegres, y siempre seremos felices.