Fridolín el Bueno y Thierry el Malo/Capítulo IV

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     Nicolás consiguió por fin comunicar a su mujer su confianza en Dios y su alegría. Vivían felices y satisfechos, consagrados a la religión y a la virtud. Su hijo, cuyo corazón iban formando con su ejemplo más bien que con sus prudentes consejos, respiraba a su lado la honradez y la piedad, como se respira el aire. Los imitaba, y los tres vivían en la más dulce intimidad.

     Pero una terrible desgracia sumió en la desesperación a esta simpática familia.

     Hallábase un día Nicolás en el bosque haciendo provisión de leña, en tanto que otros leñadores a pocos pasos de distancia derribaban una corpulenta encina.

     Por imprevisión, el árbol cayó repentinamente hacia el lado en donde trabajaba Nicolás. Los leñadores dieron grandes gritos para avisarle; pero no pudo huir con la ligereza necesaria, y una rama muy grande le alcanzó y le tiró al suelo. Se hizo varias heridas, entre otras una muy grave en el brazo derecho. Acudieron todos los obreros a socorrerle; le vendaron con sus pañuelos, y haciendo inmediatamente una especie de camilla, le llevaron a su casa.

     Fridolín y su madre se asustaron mucho al oír los gritos de la multitud que se había reunido en la calle; pero ¡cuál no sería su espanto cuando desde la ventana vieron al pobre Nicolás en la camilla, más pálido que un muerto! Bajaron apresuradamente derramando un torrente de lágrimas.

     -No os desesperéis de ese modo -les dijo el herido.- Dios es quien os envía esta desgracia. No se mueve una hoja sin que Él lo disponga: ha permitido que un árbol me alcanzase al caer. Aceptemos sin murmurar los sufrimientos que se digne enviarnos, y Él sabrá hacer que redunden en provecho nuestro. Todo lo que Dios hace está bien hecho: esta dulce convicción basta para dulcificar las amarguras de nuestra situación.

     Fridolín corrió a buscar un médico. Éste, cuando hubo examinado la herida del brazo, dijo que le parecía muy grave pero que confiaba en curarla. Sin embargo, la herida, en lugar de mejorar, tenía un aspecto cada vez más alarmante, y un día al levantar el apósito dijo el médico moviendo la cabeza que tal vez fuese necesario cortar el brazo. ¡Figúrense nuestros lectores el terror de la madre y del niño!

     Margarita, consternada, tomó inmediatamente el partido de ir a un pueblo inmediato para rogar a un médico muy célebre que allí vivía que fuera a asistir a su marido. El doctor era muy hábil, efectivamente; pero, por desgracia, era también muy interesado, y en cuanto supo que iban a buscarle para asistir a un jornalero, no quiso molestarse en hacer una caminata de tres leguas. Limitose, pues, a prescribir las plantas que debían aplicar en compresas sobre la herida, asegurando que aquello bastaría para curarla. Margarita, temiendo que estas palabras fueran un vano consuelo, le suplicó de rodillas que fuese a ver a su marido; pero no pudo conseguirlo.

     Desesperada y con los ojos encarnados de tanto llorar, regresó a su casa, y apenas hubo dado cuenta a su marido del mal resultado de su viaje, añadió:

     -¡Ah! ¡Ahora sí que estoy convencida de que el ser pobre es una gran desgracia!

     Pero el prudente Nicolás le respondió:

     -No te aflijas de ese modo, Margarita, y guárdate de tener más confianza en un despreciable metal que en Dios vivo. Los médicos me abandonan. Pues bien; el Señor nos ayudará. Él sabrá derramar un bálsamo bienhechor en mis heridas, y sanaré, si tal es su voluntad. Tranquilízate. Él sabe que somos muy pobres, y no nos abandonará.

     El pobre Fridolín no cesaba de llorar. Estaba muy pálido, y su alegría había desaparecido; apenas hacía caso a su corzo, al que tanto quería, y siempre estaba rezando para que Dios curase a su padre.

     -¡Señor -decía,- tened compasión de nosotros; ayudadnos antes de que sea tarde; dignaos cumplir vuestra promesa, Dios misericordioso y amantísimo, porque nos habéis dicho: «¡Invócame en la desgracia, y yo te ayudaré, y tú me glorificarás!»