Fridolín el Bueno y Thierry el Malo/Capítulo VII

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     Después de conversar de esta suerte con el enfermo, se levantó el Comandante y le anunció que iba a regresar al castillo de su cuñado y a enviar inmediatamente un propio a la ciudad con orden de traerse a la aldea aquel cirujano más hábil que desinteresado.

     -Le prometeremos una buena recompensa por su asistencia -añadió-. En cuanto a las medicinas y los demás gastos que se originen para atenderos a vos y a vuestra familia, corren de mi cuenta. Así, pues, valor, amigo mío; todo se arreglará perfectamente, y pronto estaréis tan bien como yo.

     En el momento en que iba a retirarse llegó Margarita con el delantal lleno de una porción de plantas que había cogido en el campo, siguiendo los consejos del médico. Estaba triste y abatida, y se sorprendió no poco al encontrar a su marido en compañía de aquellos caballeros tan distinguidos. Pero cuando supo lo que había pasado y lo que el Comandante se proponía hacer experimentó una alegría tan grande y una emoción tan intensa, que no pudo contenerse y echándose a llorar y cayendo de rodillas, exclamó:

     -¡Oh, gracias, gracias Señor misericordioso, Dios de bondad! Nos envías socorros en el momento en que nos hallábamos sin recursos y en que todo parecía perdido. Sí; en los instantes de amargura, los pobres y los desgraciados encuentran en vos un amigo fiel. Nunca abandonáis a los que tienen fe en vos. Aceptad benigno las humildes palabras con que os demostramos nuestra gratitud, ¡oh Dios de bondad, Padre mío amantísimo!

     La sincera piedad de la buena mujer conmovió profundamente a todos los presentes. También Federico estaba entusiasmado con cuanto acababa de ver y de oír; pero una cosa le preocupaba: ¿cómo se llevaría el corzo al castillo? Ya era demasiado grande para poderle llevar en brazos hasta Finkenstein, y seguramente no sería mucho más fácil conducirle atado a una cuerda, como el que lleva una res al matadero. En efecto, fue preciso rogar a Fridolín que les acompañase al castillo, llevándose de este modo al dócil animalito que le seguía como un perro.

     El médico de la ciudad llegó aquella misma noche. Examinó la herida, criticó todo lo que había hecho el ignorante cirujano de la aldea, y acabó por decir:

     -Ya era tiempo; si llego a tardar medio día más en venir, hubiera sido preciso amputar el brazo. Ahora os prometo que dentro de seis semanas estará curado.

     Desde aquel instante, el doctor, en un caballo del Comandante y acompañado de uno de los criados del Conde, fue todos los días a la choza del pobre jornalero mientras duró la gravedad, y después dos o tres veces por semana. Prodigaron a Nicolás toda clase de cuidados, y, seis semanas después, Fridolín, Margarita y el convaleciente se encaminaron al castillo de Finkenstein para dar las gracias al caritativo Comandante por todo lo que le debían.

     El bondadoso oficial, que era muy rico y que sabía por el médico que Nicolás, a pesar de la completa curación de su herida, no podría volver a manejar bien el brazo y tenía que renunciar por lo tanto a todo trabajo penoso, les señaló una pensión, prometiéndoles que la aumentaría conforme Nicolás y Margarita fuesen haciéndose viejos.

     Al pagar la cuenta del médico, aconsejole gravemente que en lo sucesivo se mostrase más compasivo con los pobres y que no les negase los auxilios de la ciencia.

     El corzo por su parte hallábase muy a gusto en el parque del castillo, y entretenía mucho al Condesito con el cual se familiarizó pronto, mostrándole tanto cariño como a Fridolín. Cada vez estaba más grande y más bonito; al año siguiente era ya un magnífico corzo, arrogante y precioso. Era arisco sólo con los extraños, y a veces mostrábase agresivo cuando se le acercaba cualquier desconocido sin ir acompañado por algún habitante del castillo; pero cuando se ponía furioso era cuando se encontraba con los aldeanitos que solían meterse en el huerto para robar fruta. Apenas veía uno, arrojábase sobre él, le tiraba al suelo y ejercía de este modo las funciones de guarda de la finca.

     Pero con todos aquellos a quienes conocía, y hasta con los extraños que se acercaban a verle acompañados de alguno de los criados de la casa, el inteligente animal mostrábase extraordinariamente manso. En verano, cuando el Conde y su familia iban a tomar el té a la sombra de un cenador, veíase acudir inmediatamente al precioso corzo de formas elegantes, y rondar alrededor de la mesa pidiendo a cada uno de los presentes un pedacito de pan.

     Fridolín, que se había separado de su querido corzo, no sin experimentar cierta pena, tenía permiso para ir a verle y entrar en el castillo siempre que quisiese. Aprovechó el niño el permiso yendo todos los domingos después de misa.

     Los Condes estaban generalmente en el jardín y se complacían en ver a Federico y a Fridolín entregados a los juegos y a los ejercicios propios de su edad. Entretanto observaban cuidadosamente al hijo del leñador. Su inteligencia, su modestia y su inalterable alegría agradaban mucho al Conde y a su esposa. Sentían que aquel chiquillo tan simpático estuviese destinado a ser un simple leñador porque su pobre padre no tenía medios para darle otro oficio, y resolvieron que Fridolín se quedase a vivir con ellos a fin de que acompañase a su hijo y estudiase al mismo tiempo que Federico, dejando para más adelante decidir lo que habían de hacer con el niño, con arreglo a sus inclinaciones y a la conducta que observase.

     -Porque lo mejor que podemos hacer con nuestra fortuna -decían los Condes- es consagrar parte de ella a sostener a los hijos de los pobres, y la más hermosa obra de caridad consiste en dar a esos niños una educación que les permita ser dichosos y dignos de estimación.

     Fridolín fue, pues, a vivir al castillo de Finkenstein y compartió con el condesito los beneficios de la instrucción, por lo que el pobre niño y sus padres mostrábanse profundamente agradecidos a los Condes. Éstos le vistieron convenientemente, y nuestro amiguito estaba muy guapo con su nuevo traje. Pero lo esencial era que sabía merecer los beneficios de sus nobles protectores por sus atenciones, su cortesía, su carácter alegre y afectuoso y sobre todo por su fidelidad a toda prueba. Así pues todo el mundo le quería y le mimaba.

     Mauricio estaba muy satisfecho porque, según decía, Fridolín le debía a él, en primer lugar, su felicidad.

     -Es un muchacho excelente -solía decir-; todos los que son como él merecen la protección de Dios y la estimación de los hombres.