Fridolín el Bueno y Thierry el Malo/Capítulo VIII

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     A unas cuantas leguas del castillo de Finkenstein, en Waldon, vivía en aquella época un hombre honrado y muy digno, llamado Juan Mai, maestro de obras muy hábil, o por mejor decir arquitecto peritísimo. Magdalena, su mujer, pertenecía a una distinguida familia de la clase media. Estaba en una posición muy desahogada y su casa edificada por él mismo en la plaza, cerca de la iglesia, era una de las mejores del pueblo.

     Los esposos amaban tiernamente a su único hijo, precioso chiquillo, listo y gracioso como él solo, y no pensaban más que en educarle bien. Pero desgraciadamente los padres tomaron dos caminos opuestos. Deseaba el padre hacer de su hijo un buen cristiano, un ciudadano honrado, en tanto que la madre quería que llegase a ser en su día el hombre más dichoso y más considerado de la comarca.

     -Mira, Magdalena -decíale su marido-; procuremos en primer lugar que sea un hombre honrado; la felicidad y la consideración vendrán después por sí solas.

     Pensaba el padre, con razón, que la buena educación debe empezar desde la cuna y que conviene acudir con tiempo para dominar el egoísmo natural y las violentas pasiones de la infancia.

     Magdalena, por el contrario, no se preocupaba más que de lo exterior, de vestir muy bien a su Thierry enseñándole principalmente a estar muy derecho, a andar con garbo y a saludar con mucha gracia y cerraba los ojos a todos los demás defectos que su marido se esforzaba inútilmente en reprimir.

     La madre no quería oír hablar de semejante severidad; nunca pudo imponer el menor castigo a su hijo. Cuando el pequeñuelo empezaba, según tenía por costumbre, a gritar y a llorar o a hacer como que lloraba para conseguir alguna cosa apresurábase a satisfacer sus menores deseos. Su amor maternal le impedía corregirle y acostumbrarle a la obediencia. No tardó en advertir las funestas consecuencias de su debilidad, y pronto le fue imposible dominarle.

     Desgraciadamente, Juan Mai tenía que trabajar siempre fuera de su casa. Habíase encargado de varias obras, no sólo en el pueblo sino en las aldeas inmediatas. Tenía que irse a trabajar en cuanto amanecía y no volvía a su casa hasta la hora de comer o por la noche; a veces se marchaba el lunes y no regresaba hasta el domingo siguiente. La educación de Thierry quedaba pues a cargo de la madre, que no cesaba de mimarlo. Muchas veces le decía su marido:

     -Magdalena, trata con más severidad a este niño, que no nos obedece. Sigue mi ejemplo; es necesario que nos ayudemos mutuamente; si tú deshaces cuanto yo hago, ¿cómo podré llevar a cabo mi obra?

     Aunque Magdalena no carecía de inteligencia, su cariño la cegaba hasta tal punto que parecía no advertir los mayores defectos de su hijo o si los advertía no le castigaba por ellos.

     Aún era Thierry muy pequeño y ya se permitía levantar la mano a su madre. Ésta, en vez de reprenderle, contentábase con decirle:

     -Ten más juicio, tunantuelo; mira que no te voy a querer.

     Un día atreviose el niño a pegar a su padre, que quería quitarle de las manos un cuchillo recién afilado. Juan Mai cogió inmediatamente una varita y le dio con ella unos cuantos golpes en los dedos.

     -Pero ¿acaso un niño tan pequeño como Thierry se da cuenta del daño que puede hacer a los demás o a sí mismo? -exclamó la madre.

     -Pues precisamente porque no lo sabe es necesario hacérselo comprender -replicó el padre-. Ciertamente no apruebo la costumbre de pegar a los niños; si bastasen las amonestaciones, no emplearía otros medios; pero los gérmenes del vicio deben extirparse cuanto antes.

     Un día entró Juan en el cuarto de Thierry para coger unos dibujos y unos planos, y en el fondo de un armario encontró dos hermosas manzanas que aún no estaban maduras. Preguntole a su hijo quién se las había dado, y el niño respondió.

     -Me las dio Francisco, el hijo del boticario.

     Mai interrogó a Francisco, que no sabía una palabra de tales manzanas, y Thierry, viendo descubierta su mentira, tuvo que confesar que las había visto a través de la verja de un huerto cercano, y que con ayuda de un palo en cuya punta había atado un clavo en forma de gancho había conseguido cogerlas.

     Magdalena estuvo a punto de soltar la carcajada, admirando la diablura del chico y su extraordinaria inventiva; pero su marido dijo con severidad:

     -Esta acción es propia de un ladrón.

     Y castigó a su hijo con inusitado rigor. Magdalena, desesperada, exclamó:

     -¡Parece mentira, castigar con tanta crueldad a esta pobre criatura por dos tristes manzanas que no valen cinco céntimos!...

     -No lo castigo por lo que las manzanas valgan -replicó su marido- sino porque no ha escuchado la voz de su conciencia y no ha consultado más que con su glotonería y sus apetitos. En vez de acatar las leyes de la justicia y de la bondad, no ha obedecido más que a su capricho; ha violado los preceptos de Dios y se ha dejado arrastrar, como un irracional, por sus malas inclinaciones; ya ha dado el primer paso en el camino de la perversidad. El paraíso se perdió por una manzana, y si no castigásemos al niño por esta falta se aficionaría al robo, se atrevería a sustraer otras cosas, y nuestro Thierry acabaría por ser un criminal e impío, se olvidaría de Dios y sería el más desgraciado de los hombres.

     Apelando a otros muchos medios, procuró Juan hacer comprender a su hijo la gravedad de la falta que había cometido. A la hora de la comida le dijo.

     -Un ladrón y un embustero no puede sentarse a la mesa de unas personas honradas.

     Y puso de rodillas a Thierry en un rincón del cuarto, y para castigar su glotonería, que le había inducido a robar, no le dio por toda comida sino pan y agua. Pero Magdalena guardó disimuladamente a su tesoro, como llamaba al niño, un pedazo de carne y algunos dulces, y al darle de comer le dijo acariciándole:

     -Come, ángel mío; no llores. Tu padre es demasiado severo contigo, pero no lo tomes muy a pecho; no te aflijas. Mañana estará todo el día fuera de casa, y entonces podrás jugar y divertirte cuanto quieras.

     De esta suerte, el ciego cariño de la madre destruía el efecto de la prudente severidad del padre. Desde aquel día, Magdalena llegó hasta ocultar a su marido todas las faltas que cometía Thierry mientras él estaba fuera. No tardó el niño en advertirlo, y a consecuencia de ello tornose más desobediente y más díscolo.

     Aunque su padre era muy severo, Thierry le tenía un respeto verdaderamente filial, y este respeto era mucho más sincero que el cariño que demostraba a su madre. Chocábale esto a Magdalena porque no reflexionaba que Thierry estimaba a su padre y la despreciaba a ella en el fondo, y que no puede existir el cariño filial cuando no existe el respeto.

     Juan solía decirle:

     -Magdalena: tu hijo debe aprender, en primer lugar, a temer a sus padres; el cariño se desarrollará más tarde. Con estos principios pasa como con el amor y el temor de Dios: El temor de Dios es el fundamento de la virtud; el amor es la recompensa.

     Así pues el padre, para inspirar a su hijo este saludable temor, le hablaba mucho de Dios con la mayor veneración y procuraba inculcarle los piadosos sentimientos que abrigaba su corazón y en los cuales cifraba su dicha.

     Esforzábase al mismo tiempo en inspirar a aquella tierna alma profundo aborrecimiento al pecado, y le enseñó una porción de bellísimas oraciones para impetrar la protección del Señor.

     Por desgracia, el niño se quedó demasiado pronto sin su excelente padre. Juan Mai estaba haciendo un pozo muy profundo. Bajó a él un día, y apenas hacía unos minutos que estaba en el fondo cuando sintió un frío repentino. Volvió a su casa y se acostó, pero su indisposición tomó muy pronto alarmantes caracteres.

     Comprendiendo que no se restablecería apresurose a poner en orden sus asuntos temporales y espirituales, y después de recibir el Santo Viático con ejemplar devoción, quiso aprovechar sus últimos momentos para exhortar a su mujer a educar a su hijo en los saludables principios del cristianismo, y, mientras que se lo permitieron las fuerzas, estuvo dándole excelentes consejos. Llamó también a su hijo, y le encargó que fuese siempre un hombre honrado y un buen cristiano.

     Apenas terminó su paternal exhortación, cuando sintió que nuevamente le abandonaban sus fuerzas. Extendiendo sus manos, ya heladas, bendijo a su hijo y a su mujer, y murió llorado de todos. La inconsolable viuda y el desgraciado huerfanito cubrieron de lágrimas el cuerpo de aquel excelente padre, y lloraron amargamente al pie de su tumba.