Fridolín el Bueno y Thierry el Malo/Capítulo XVI

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     Fridolín hizo grandes progresos en los estudios de Botánica bajo la dirección del guarda de Hirsfeld.

     Como sus padres le habían acostumbrado al trabajo desde muy niño, mostraba extraordinaria actividad. Casi todos los días acompañaba a su maestro al bosque, y no tardó mucho en aprender a conocer los árboles, los arbustos y las plantas y en saber las propiedades de los más conocidos. Hizo una colección de flores y de plantas, las cuales secó previamente para colocarlas después en sus cuadernos entre dos hojas de papel y conservarlas así, escribiendo debajo sus nombres: de este modo consiguió coleccionar un bonito herbario. Observaba las mariposas, los escarabajos y los insectos que viven en los bosques y anidan en los árboles, y estudiaba particularmente las especies que podían perjudicar a las plantas.

     Se esforzó en perfeccionar su letra, e hizo grandes progresos en la Aritmética y en la Geometría; primero aprendió a dibujar, y en seguida a pintar. Entonces se dedicó a copiar las ramas, las flores y las hojas de los árboles y de las plantas, y en sus momentos de ocio se entretenía en iluminarlos, copiando del natural con particular acierto. El señor de Finkenstein tenía en su biblioteca una porción de libros excelentes que trataban de Botánica, y tuvo mucho gusto en prestárselos al inteligente y estudioso Fridolín, que empleaba gran parte de la noche en leerlos, en extractar los datos más interesantes, y hasta en copiar algunos grabados.

     Poseía una porción de conocimientos impropios de su edad; pero no se envanecía por ello: era el muchacho más modesto del mundo. Su piedad y su afición al estudio le preservaban de los peligros a que está expuesta la juventud. Verdad es que le tendían no pocos lazos y que no le faltaban ocasiones para lanzarse al torbellino del mundo; pero supo conservar su pureza y su virtud huyendo de los deleites del vicio. Era un modelo de bondad, de dulzura, de moralidad y de candor.

     Mientras que los otros muchachos se pasaban el día en el café bebiendo, jugando a las cartas y al billar o cantando canciones licenciosas, Fridolín, sentado en su despacho, se entretenía leyendo o escribiendo. Y sus trabajos científicos le distraían más que las fútiles diversiones de sus amigos.

     El guarda, que por su edad y sus achaques no podía trabajar como en sus buenos tiempos, encontró un buen sustituto en Fridolín, en quien tenía ciega confianza. Le quería mucho, y solía decir que era su brazo derecho y el báculo de su vejez. Su mujer, que no tenía hijos, amaba entrañablemente a Fridolín.

     Cuando el señor de Finkenstein envió a Federico a la ciudad, quiso que le acompañase Fridolín. El prudente padre estaba convencido de que aquel joven virtuoso y modesto, a quien el Condesito profesaba verdadero afecto, ejercía cierta influencia sobre su hijo, el cual tenía un carácter muy vivo y muy violento, y estaba seguro de que Fridolín sabría preservarle de los extravíos a que la juventud está sujeta. Al mismo tiempo quería que el joven estudiase Botánica y llegara a conocer a fondo todas las ramas de esta ciencia. Fridolín aprovechó las lecciones de sus profesores; seguía sus consejos, los escuchaba con atención, tomaba notas cuidadosamente y solía decirse:

     -Es un verdadero crimen despreciar las ocasiones que se le presentan a uno de instruirse: la juventud es la estación de la siembra; después viene la de la recolección, y el que nada haya sembrado, nada recogerá.

     El condesito Federico terminó ventajosamente sus estudios en la Universidad, y su padre le dio permiso para que viajase algún tiempo por los diferentes países de Europa. Fridolín le acompañó en calidad de secretario particular; pero más bien era su amigo que su servidor. Le aconsejaba en los momentos de peligro, y el Condesito atendía todas sus indicaciones.

     Una tarde hallábase Federico en compañía de muchos caballeros, y tuvo una discusión con uno de ellos por una cosa insignificante. Federico se guardó muy bien de decir nada que pudiese molestar a su contrincante; pero su prudencia sólo sirvió para que el otro se insolentase más: tanto, que le dijo una porción de groserías, y acabó por insultarle y desafiarle.

     Algunos de los muchachos que se hallaban presentes aseguraban que el conde Federico de Finkenstein tenía que aceptar el desafío si no quería pasar por cobarde. Federico estaba a punto de hacerlo, cuando Fridolín, que se encontraba detrás del Conde, exclamó en voz alta:

     -¡Señores, acordaos de Waller!

     Sorprendido Federico, no pudo contestar una sola palabra.

     Después de reflexionar durarte un instante dijo:

     -¡Tienes razón; vámonos a acostar! La noche es buena consejera, y mañana veremos si verdaderamente mi honor exige que me bata. Por nada del mundo quisiera cometer la misma imprudencia que el desgraciado Waller y exponerme a ser tan desdichado como él.

     -¿Quién es ese Waller? -preguntaron los jóvenes-. ¿Qué imprudencia cometió? ¿Por qué fue tan desgraciado?

     -Cuéntales su historia a estos señores -dijo Federico a Fridolín-; yo no puedo hacerlo en este momento: estoy demasiado agitado.

     Fridolín contó la historia de Waller con tal fuego, con tan conmovedora entonación, que todos la escuchaban con interés. Algunos de aquellos muchachos aturdidos se conmovieron hasta el punto de derramar lágrimas. No hubo uno que no compadeciese al pobre Waller, cuyas buenas cualidades habían hecho concebir tantas esperanzas en su juventud.

     El Barón que había ofendido y desafiado a Federico se emocionó tanto al oír este relato, que se levantó de su silla y fue corriendo a abrazar a Federico, pidiéndole perdón delante de todos sus amigos, que aplaudieron mucho su acción. Al volver a su casa se arrojó Federico en brazos de Fridolín y le dijo:

     -Te estoy muy agradecido por el favor que me has hecho: si no hubiese sido por ti, tal vez no existiría, o, por lo menos, sería muy desgraciado. Tú has sido mi ángel de la guarda, y nos has evitado a mí y a mis padres un gran disgusto. Mi agradecimiento será eterno.

     Federico acabó felizmente sus viajes, y volvió al castillo de sus padres enriquecido con múltiples conocimientos, acostumbrado al trato social, y libre de los vicios que con tanta frecuencia contraen los jóvenes.

     Es imposible expresar la alegría que sintieron el Conde y su esposa al volver a ver a su hijo tan instruido, tan prudente y tan formal. No fue menor el contento de los padres de Fridolín, que por fin volvían a estrechar entre sus brazos a su querido hijo, siempre virtuoso, amante y lleno de salud. Lloraban de alegría.

     Federico no se cansaba de ponderar a sus padres el celo y la abnegación de que Fridolín había dado muestras durante el viaje, y les contó también el inminente peligro de que había sabido salvarle la noche fatal en que iba a aceptar un desafío. El señor de Finkenstein quedó muy satisfecho de semejante conducta, y también de los certificados que habían concedido a Fridolín los profesores de la Universidad. Invitáronle a quedarse en el castillo; pero no como criado, y llegó a ser el secretario particular y el consejero del Conde en todo lo concerniente a los bosques y a sus propiedades.

     Al año de volver Fridolín de su viaje murió el guarda mayor del distrito de Hirsfeld. El Conde llamó a Fridolín, y le dio su nombramiento para este puesto importantísimo. Fridolín recorrió con la mirada el papel, y apenas se atrevía a creer lo que veían sus ojos.

     -Señor -dijo conmovido-, sé apreciar la prueba de confianza que os dignáis darme, y procuraré ser digno de ella.

     Fridolín fue inmediatamente a Haselbach para comunicar a sus padres tan agradable noticia. Los dos ancianos lloraron de alegría.

     Se hubiesen dado por muy contentos si Fridolín, que no era más que un simple criado del castillo, hubiera obtenido el nombramiento de guardabosque; pero jamás se hubiesen atrevido a pensar que pudiera llegar a guarda mayor. Dieron gracias a Dios y acariciaron a Fridolín, diciendo que era el consuelo de su vejez. Fridolín les suplicó que dejasen la cabaña y se fuesen a vivir con él en la hermosa casa del guarda fallecido, para que se encargasen de los asuntos domésticos. Quiso además entregarles todo su sueldo y no ser sino su pupilo. Nicolás y Margarita accedieron a los deseos de su hijo: se trasladaron a la hermosa casa del guarda, donde vivieron muy felices y no cesaban de decir:

     -¿Habrá alguien en el mundo más feliz que nosotros?

     Fridolín no tardó en comprender que necesitaba elegir una mujer que ayudase a su madre en los quehaceres de la casa. Eligió a Isabel, la hija del desgraciado Josse. Sus padres aplaudieron este proyecto de su hijo, que estaba de acuerdo con sus secretos deseos.

     -Isabel es una buena muchacha -dijo Nicolás-. Es la perla de las mozas de la comarca, un modelo de virtud y de dulzura. Hay algunas personas que la consideran deshonrada por la trágica muerte de su padre; pero eso es un prejuicio y una injusticia: las faltas son personales. Ha sido educada por una madre excelente; es piadosa, prudente y modesta; será buena esposa y buena madre, y creo que, si Dios quiere, serás muy feliz con ella.

     El Conde de Finkenstein y su mujer aprobaron también este enlace, porque sabían que Isabel tenía muy buenas cualidades. Tampoco le fue difícil a Fridolín obtener el consentimiento de aquella a quien amaba y de su madre.

     La boda se celebró en la antigua y hermosa iglesia de Hirsfeld. El venerable párroco pronunció una conmovedora oración acerca de los beneficios de la buena educación. El banquete de bodas, al cual asistió el señor de Finkenstein con toda su familia, se celebró en el castillo. Mauricio, que tenía ya el pelo blanco como la nieve, los guardabosques y los cazadores de toda la comarca acudieron al banquete engalanados con sus trajes de los días de fiesta. El señor de Finkenstein brindó por los recién casados, y sus palabras fueron acogidas con entusiásticos vivas y estruendosos aplausos.

     Al final del festín se llevaron al comedor los regalos que es costumbre ofrecer a los novios. El Conde de Finkenstein entregó a Fridolín un magnífico cuchillo de monte con mango de plata sobredorada. En la empuñadura un hábil artista había grabado un niño sentado al pie de una encina y jugando con un corzo, en tanto que un guarda contemplaba esta escena sin ser visto.

     Sorprendido y admirado, Fridolín exclamó al ver el precioso trabajo:

     -¡Ah! ¡Éste es el corzo que decidió mi suerte!

     -Es muy cierto -dijo el Conde a cuantos se acercaban a contemplar el magnífico regalo-. Por este corzo conocí a Fridolín y a su familia; él nos salvó de un gran peligro, y a no ser por el noble animal, no estaríamos hoy tan contentos. Pero este corzo no es más que el instrumento de que Dios se ha servido para labrar nuestra dicha. Por eso, al pie de esta obra de arte, que trae a la memoria de Fridolín el recuerdo de su amigo Mauricio y de su corzo, he mandado grabar estas sencillas palabras: Todo lo que Dios hace está bien hecho.