Fridolín el Bueno y Thierry el Malo/Capítulo XV
Desde la desaparición de su hijo la desgraciada madre de Thierry no había gozado un solo momento de tranquilidad. Pero cuando supo que le habían cogido con otros tres bandidos y que estaba preso en los calabozos de Hirsfeld, quedó aterrada, y su corazón de madre experimentó indecible dolor. Inmediatamente se encaminó a Hirsfeld, se arrojó a los pies del juez que instruía el sumario, y le dijo cruzando las manos:
-¡Sacrificaré toda mi fortuna, venderé mi casa y pediré limosna si queréis salvar a mi hijo, a mi pobre Thierry! ¡Sólo vos podéis hacerlo! ¡Oh! ¡Por favor; no desoigáis mi ruego!
Pero el íntegro magistrado le respondió:
-Yo no puedo hacer más que cumplir con mi deber: no tengo más remedio que conformarme con lo que manda la ley. Os compadezco a vos y a vuestro hijo; pero cuando los padres no cumplen con su deber y no corrigen a sus hijos, la autoridad tiene la obligación de intervenir y de mandar a la cárcel a esos jóvenes antes de que lleguen a ser peligrosos para la sociedad, o de castigar con la mayor dureza las faltas y los crímenes que hayan cometido. El que no castiga a sus hijos cuando lo merecen, los entrega a la cuchilla del verdugo.
Así habló el juez. La desconsolada madre le pidió permiso para ver a su hijo; pero el magistrado declaró que no podía concederle lo que solicitaba hasta que estuviese terminado el sumario.
Tornose, pues, llorando a Waldon sin haber tenido el consuelo de abrazar a su hijo, y estuvo a punto de matarla el dolor y la angustia que desgarraba su corazón.
Thierry deseaba ardientemente ver a su madre antes de morir: sabía que la buena mujer había ido a Hirsfeld hacia algún tiempo para consolarle, y que no le habían permitido entrar en la cárcel. Pero le contrariaba mucho no haber vuelto a saber de ella, y un día hablando con el sacerdote se quejó de que su madre le abandonase de aquel modo durante su larga enfermedad.
-Verdad es -añadió- que no merezco que se preocupe de mí. ¡Le he dado tantos disgustos! Pero como siempre ha sido muy buena para mí, no puedo creer que me abandone en mi desgracia y me rechace.
-Querido Thierry -le contestó el cura-, tu madre te quiere lo mismo que siempre. Está animada de los mismos sentimientos de indulgencia y de ternura; pero tu desgracia la ha afectado tan profundamente, que ha caído gravemente enferma, y lleva muchos meses en la cama. Le dijeron que tú también estabas enfermo, y al saberlo exclamó: «¡Ya no volveremos a vernos en este mundo mi hijo y yo! ¡Dios haga que nos encontremos en el otro!»
Pero un día que Thierry, echado en su cama, pensaba tristemente en su madre, se abrió la puerta y entró la pobre mujer. Había envejecido tanto, que le costó trabajo reconocerla: estaba pálida y delgada, y por sus ojos enrojecidos y fatigados comprendíase que debía de haber llorado mucho.
Al ver el rostro lívido y demacrado de su hijo, la desgraciada Magdalena lanzó un grito, levantó las manos por encima de su cabeza y quedó como petrificada.
-¡Ah! ¡Hijo mío! ¡Thierry! ¡Pobrecito mío! -exclamó aterrada.
No pudo seguir: la ahogaban los sollozos
Thierry se incorporó, tendió los brazos a su madre y murmuró:
-¡Oh madre mía! ¡Madre querida! ¡Cómo! ¡Venís a verme! ¡No habéis olvidado a vuestro pobre Thierry! ¡Cuán buena sois! ¡Sois una madre amantísima! ¡Ah! ¡Cuántos disgustos os he dado! Os he hecho llorar mucho, y por mi culpa vuestro cabello ha encanecido antes de tiempo. ¡Perdonadme, perdonadme! ¡Si supierais cuán arrepentido estoy, me perdonaríais seguramente!
Magdalena, fatigada ya por el viaje que había emprendido a pesar de su extraordinaria debilidad, no pudo resistir tan violentas emociones, y estuvo a punto de perder el conocimiento, viéndose obligada a sentarse en una silla junto a la cama de su hijo. Éste le cogió una mano, se la llevó a los labios, y sus húmedas mejillas se cubrieron de lágrimas.
-¡Madre mía! -exclamó con desgarrador acento-. Dedidme: ¿podréis perdonarme?
-¡Hijo mío! -respondió su madre mirándole angustiada-. Yo soy mucho más culpable que tú: hubiera debido ser más razonable, más severa contigo, y no acceder a tus menores caprichos de niño; mi exagerada indulgencia ha causado tu perdición, y yo sola tengo la culpa de ello.
-¡No, no! -replicó Thierry-. Yo soy el único culpable. No tenéis idea de lo grande que ha sido mi maldad; no sabéis cuántas veces os he engañado con mis embustes, mis enredos y mi hipocresía. Yo era muy falso, muy disimulado, y eso es lo que me ha perdido. Pero, creedme, ahora aborrezco mis pasadas faltas; día y noche elevo mi corazón a Dios y a mi Redentor, y les pido perdón y misericordia. ¡Oh! ¡He sido cruelmente castigado por mi desobediencia y mi ingratitud! Yo mismo me he acarreado los más espantosos sufrimientos, porque tanto en la cárcel como en el bosque he sufrido mucho. He sido muy desgraciado, y he amargado vuestra vida a fuerza de disgustos y de penas. Pero confío en que Dios tendrá compasión de nosotros y en que tendremos mejor suerte en la otra vida. Todo esto me lo ha explicado el señor cura de un modo conmovedor. Quisiera que le oyeseis, porque me sería imposible deciros todo esto tan bien como él.
Extenuado por tantas emociones, se desplomó en el lecho, lanzó profundos suspiros y cerró los ojos.
Un instante después entró el médico. Tomó el pulso al enfermo, se encogió de hombros, mandó que repitieran la poción que había recetado y salió del calabozo. Magdalena le siguió.
-¿Creéis, doctor -le preguntó-, que mejorará mi pobre Thierry?
El médico movió la cabeza.
-Este pobre niño -continuó la madre- se levantaba muy temprano cuando estaba de aprendiz en casa del cerrajero, y tenía que trabajar mucho y que soportar el excesivo calor de la fragua; sin duda esta vida le ha hecho contraer la enfermedad que tanto le hace sufrir ahora.
Tornó el médico a mover la cabeza, y respondió:
-La ociosidad es más perjudicial que el trabajo.
-Luego -añadió la madre- las penas y la miseria que tuvo que soportar durante tanto tiempo en ese espantoso bosque, la humedad y el frío a que estaba expuesto acabaron de destruir su salud.
-Los trabajos y la intemperie, cuando no son excesivos, robustecen el cuerpo -replicó el médico-; pero no es esa la causa principal de su enfermedad.
Poco después de marcharse el médico entró Fridolín, llevando en la mano una sopera de metal muy limpia con una tapadera muy reluciente; el cuello de su vistosa casaca verde ostentaba unos adornos bordados en plata.
-Thierry -dijo el joven amistosamente-, vengo a traerte un caldo riquísimo que te sentará muy bien.
Thierry, que ya no tenía el alma envenenada por el odio y la envidia, tomó el caldo, y dio cordialmente las gracias al excelente Fridolín.
Magdalena miraba a aquel virtuoso y simpático muchacho, cuya robustez y buen semblante contrastaban con las mejillas pálidas y demacradas de su hijo: la pobre mujer suspiró y no pudo contener las lágrimas. Advirtiolo Thierry, y cuando se marchó Fridolín le dijo:
-Adivino el motivo que os hace llorar, madre mía. Estáis pensando que si vuestro Thierry hubiera sido virtuoso y prudente, si su vida hubiera sido inocente y pura, estaría ahora tan sano y tan robusto como Fridolín.
-Sí, hijo mío; tienes razón: has acertado -respondiole su madre-. Y es una gran verdad que todos los placeres y todas las voluptuosidades de la Tierra no pueden compararse con una conciencia pura.
La madre de Thierry solicitó del juez que trasladase a su hijo a una habitación más ventilada y más cómoda y que le permitiese vivir a su lado para cuidarle. Se lo concedieron sin la menor dificultad.
El digno sacerdote iba a verlos todos los días. Magdalena le habló de lo que había sufrido al saber que Thierry estaba con unos bandidos; le contó que había llorado mucho por la suerte de aquella oveja descarriada, y que día y noche había estado rezando para que Dios librase a su hijo de las penas del Infierno.
En esta ocasión -dijo el sacerdote- viene bien lo que un obispo decía un día a la madre de San Agustín cuando este gran santo no era más que un pobre pecador: No es posible que se pierda para siempre un hijo por el cual se han derramado tantas lágrimas y se han dirigido al Cielo tantas oraciones. Estas palabras constituyen hoy una gran verdad. Un hijo redimido por tantas lágrimas y tantas oraciones puede considerarse salvado. Verdad es que vuestras oraciones no han podido salvarle de la muerte temporal; pero habrán contribuido poderosamente a hacerle obtener la gracia de un sincero arrepentimiento, y, por consiguiente, a librarle de los tormentos del Infierno.
Entretanto la enfermedad de Thierry fue agravándose de día en día, y las fuerzas del pobre muchacho disminuían sensiblemente. Su madre no se apartaba de la cabecera de la cama. Sentada día y noche a su lado, le leía libros piadosos, le prodigaba sus consuelos, le animaba, le arreglaba la cama, le daba de beber, y llorando enjugaba el sudor de muerte que brotaba de la frente de su adorado enfermo.
-¡Oh madre mía; cuán buena sois! -díjole un día su hijo-. ¡Cuán cariñosamente me cuidáis! ¡El Señor os lo premie dignamente!
-¡Ay! -respondió la madre sollozando-. ¿Por qué no habré mostrado el mismo celo en vigilar tu educación desde tu infancia? Ahora no me vería obligada a cuidarte en la cárcel. ¿Cómo podré reparar hoy mi pasada negligencia? ¡Que Dios me perdone a mí mis faltas y te conceda a ti una buena muerte! ¡Quiera Dios que mis desgracias sirvan de enseñanza a los padres para que comprendan sus deberes y sepan vigilar a sus hijos y educarlos mejor! ¡Ojalá el ejemplo de mi desgraciado hijo sirva de lección a los niños que se hayan apartado o estén dispuestos a apartarse del camino de la virtud, y los haga volver a la senda del deber!
-¡Así sea! -murmuró Thierry; y pocos instantes después expiró.
Su madre le sobrevivió un año escaso: las penas que la abrumaban desde hacía tanto tiempo aceleraron su muerte. Como no tenía parientes cercanos dejó toda su fortuna al asilo de huérfanos de su ciudad natal.
-Porque, ya que no he educado bien a mi hijo -decía en sus últimos momentos-, quiero por lo menos contribuir a que no tengan otros niños la misma desgracia.