Güemes (Lugones)
Al saltar el sol de la retirada, he aquí lo que entretenía el objetivo de un anteojo español, asestado desde la plaza al mamelón más austral del San Bernardo:
Entre el cebilar cuya fronda se soliviaba en un esponjamiento de plumaje, cabezas de caballo, sombreros, bustos de jinetes diseñándose tras las ramas; y junto á una higuera silvestre, de lóbrego verdor, una chaqueta roja sobrecargada de oro.
La tierna luz de la madrugada esclarecía toda impresión visual; y así, en el acero claro del aire, precisábanse las figuras con seca nitidez.
Sobre el recuesto que pronunciándose en quebrada gemina el monte, juntábase la chaqueta con la cerviz de un caballo dorada por mil virolas, y una breve capa bermeja. Más alto, un resplandeciente morrión rebasaba el monte, delineándose sobre el cielo.
Alguien profirió un nombre entre los oficiales. El asombro aplacó los ceños. Pasó de mano en mano el anteojo.
Por fin lo veían. En efecto, era él.
Trasnochó allá con su escolta, pregustando aquel suceso que marcaría el término de la obra colosal. Concluía ella en el Mes de América, en el Mes del Gran Grito; y tal coincidencia lisonjeaba más su orgullo.
Primero en evocar la patria por los páramos del norte lejano, apellidándola de gloria en la Quebrada histórica, había nacido con aquella predilección de la suerte que a porfía le dedicaba sus galardones. El triunfo iniciábase con el día, soberbiamente: la aurora á su espalda y Salta á sus pies.
Habían trepado por la vertiente opuesta, sin que un soplo estremeciera las ramas, aun overa de estrellas la noche, alta la canción de los manantiales, distinto el lloro de las hierbas que goteaban su exceso de rocío. Después, trenzábanse los garabatos en un cinturón de cilicio, pasado el cual se dilataban los hombros del gigante. El canto de las corrientes enmudecía. Un esfuerzo más, y repecharon hasta la cumbre, desembocando en la inmensidad oscura, como náufragos sobre un escollo.
A los lados sombra, á veces difusa, á veces condensada con bultos. Detrás, más sombra. Al frente un hoyo de sombra que sepultaba la población. El silencio aquietaba las cosas como una definitiva eternidad, bien que á veces subieran ecos misteriosos, opacos, semejantes al paso macizo de batallones en las tinieblas. Mas, poco á poco, las estrellas se histerizaron allá arriba, contagiándose de palidez. Una tenuidad de berilo prelució en el oriente á espaldas de los hombres. Los cerros que almenaban el valle por el oeste, vislumbrábanse en color de niebla aún. Leves azogues opacaron el cénit. Diseñose en una penumbra de movilunio la ciudad, semejante á una caja de juguetes en la enormidad de las montañas. Serpearon por las calles insólitos regimientos. Rasgaron el aire desolados alaridos de clarines. Los chapetones evacuaron el puesto. Surgían al noroeste polvaredas, humos; las partidas que madrugaban, apostándose en sotos y desfiladeros; los chasques, las alarmas, los galopes de la montonera convergiendo desde el horizonte.
El jefe miraba. Ocurría al fin el trance de la victoria, ultra esos cuatro años terribles, sin una noche entera de sueño, sin un día limpio de sangre. Reincidieron una y más veces los realistas; pero el escarmiento insigne que los ahuyentó el Año Doce, se repitió el Catorce á pesar de la barbarie de Pezuela; y ya no fueron para atentar contra la patria "las hordas serviles".
Como arrasada a fuego por el estrago quedaba la región. Comidos los ganados ó en tendales por las travesías; los hombres diezmados; ahítos los sobrevivientes de miseria y de gloria: — suspendidas de los bozales las medallas, por faltar una chapona en qué colgarlas sobre los pechos.
En las rancherías, en los bosques, desde el mendigo á la anciana, desde el guerrero al niño, desde el animal al objeto, idéntica irrupción de bravura, como si en ella se les transmitiese la inspiración de su caudillo. Y todo por amor suyo, toda esa táctica de partidas desparramadas en miles de leguas, dócil á una flexión de su dedo, interpretando sus órdenes por instinto, como el caballo al pensamiento de su jinete.
Desolación por todas partes. Por todas, en la montaña, en los poblados, las memorias lúgubres del rey. Penaba en sus dolores la patria naciente al zafarse de su yugo. Derruyendo esperanzas, tronchando afectos, como para acuñar su cifra en el oro fino del dolor — la deidad segaba su mies de vidas. Que le salieran al cruce amores por acá, por allá deberes; á esta mano angustias, á la otra miserias — como el viento las aristas todo lo aventaba su torbellino. Raía la tierra el galope de sus caballerías salteadoras; pero esa misma devastación exaltaba los heroísmos precursores.
Sin una queja, enaltecidos por la aceptación de la muerte, purificándose hasta el martirio por la gloria depuesta en el anónimo, entregaban á la sombra sus alientos, mecidas sus almas por el murmullo de la selva.
Aquel viejo que de pronto enloquecía en un desvarío de morir, y encambronándose al enemigo deshojaba en fendientes su resto de vigor. Aquel niño en cuyo pecho se denodaban tiernos enconos, embelleciendo con glorias de inocencia el sacrificio donde su gota de sangre era florecilla alegre sobre el seno de la patria. Aquella mujer que novia, ó madre, ó abuela, recluía bien adentro en las entrañas la memoria de sus muertos, no fuera á rebajar la pesadumbre los gozos de la victoria. Aquellas indiadas con su estupefacción de resucitado en las pupilas, sus jarretes trajinando de sol á sol leguas de páramo, su heroísmo que el combate transformaba en perseverante arrecife y la muerte en paciencia altiva: — todos, viejo, niño, mujer e indio espejábanse en él, cada cual representando una parte. Y cada amargura refundíase en su corazón; y cada heroísmo se le subía por el pecho en llamas sublimes; y de él emanaban en forma de jinetes para todos los rumbos sus ideas, hasta encararse con la muerte y hechizados por ella despeñarse entre relámpagos, torcidas de picar las espuelas, quebrados los sabores del freno, saltando — hup! — sobre las bayonetas en el frenesí de las supremas acometidas.
El país, hirviendo de montoneras, no mermaba su entusiasmo. Lejos de ello, la guerra desde las cumbres y los valles frígidos, devastaba los bosques, ensangrentaba aun el Chaco misterioso, sublevando sus tribus. Allá reclutaba combatientes embijados de ocre, con sus coletos de jaguar, sus mazas, sus saetas, sus cuchillos, forjados de una mandíbula de pez. Así se guerreó durante cuatro años.
Y sin armas. Dotábanlos con los desechos de la tropa regular, tercerolas sin cazoleta, averiadas fornituras, pólvora enmohecida. Los sables con ocho años de servicio, enastados en ramas brutas, mellados una y cien veces en la obra y amolados hasta volverse cuchillos. Bastantes hondas, muchos garrotes. Tal cual cañón de estaño ó de madera. Lazos, boleadoras. Los indios jugaban á la artillería derrocando peñones.
Y sin ganado. Las concentraciones extermináronlo á millares. Los caballos faltaban; las acémilas deteriorábanse hasta el horror. En balde solicitaron unos y otras; no había. Enfrenaron potrillos; se acabaron éstos. El cuartel general socorría con algo, y mal que mal los apuntalaba; pero á poco recaían con mayor acerbidad en el trance. Ese año ni se trilló por falta de yeguas ni se aró por carestía de bueyes. Ya no quedaba otro lujo á aquellos vecinos que las imágenes de sus santos tutelares, y tal cual carta de Belgrano en el fondo de las petacas.
Y sin recursos. Nadie decaía, sí, ¡pero qué horrorosa miseria! Precedía á la tropa arropada en andrajos, una oficialidad mendiga: — capitanes rotosos, coroneles que oficiaban por dos pesos para proveerse de una casaca presentable.
En las aldeas pordioseaban hirsutos mutilados y horrorizaban ciertas figuras de pesadilla. Uno como meteorizado, el vientre enorme, expeliendo fuego de las entrañas que horadó una bayoneta; otro gangrenado hasta la cintura:— dos ojos feroces de fiebre como dos copas de alcohol ardiendo; otro que llagado en el monte enfureció de impotencia, oliscando ya á cadáver, un balazo en la cadera, atestado de larvas; otro, barbudo, la cabeza doblada sobre el pecho, desnucado de un mandoble; otro que mascaba filosóficamente su coca, mientras con una paja la médica le extraía por succión el pus de un lanzazo. Y el más atroz — uno cuya fisonomía excavaba un solo agujero: labios, nariz y ojos arrancados por un casco de bomba, y para colmo ¡vivo!
Una fresca viudez enlutaba a las mujeres, percudidas en su aciaga laceria por intemperies y abandonos; algunas, amamantando su cría que agranujaban urentes acores; otras embrutecidas por la soledad en demencias lúgubres; no pocas de chiripá y chaqueta en las partidas, muriendo por la patria.
Y sin gloria. No los recordaban sino para vejarlos. Instituían por sí su gobierno, reputándolo ante todo militar, él, el caudillo al frente, con su intrepidez lastrada por su cordura, sin nombramiento del lejano Directorio, porque ya la Provincia se bastaba en la vida como en la muerte. Y las alcurnias ilustres protestaban contra la voluntad de esa plebe cuyo espíritu, regenerándose en el infortunio, honraba á la misma tierra que redimía.
Rejuveneciendo en la ablución del rocío, el paisaje se embelesaba sonreído de aurora. Las montañas del oeste empolvábanse de violácea ceniza. La evanescencia verdosa del naciente desleíase en un matiz escarlatino, especie de agüita etérea cuyo rosicler aun se sutilizaba como una idea que adviniese á color. La luz varió sobre el follaje de los cebiles. El horizonte pulíase en un topacio clarísimo sobre las montañas, azules las distantes, verdes de cardenillo las próximas, retrocediendo sus depresiones en perspectivas de planisferio. Manchas de sulfarato azul debilitábanse en los declives. Un farallón de cerro oblicuaba sus estratos, semejante á un inmenso costillar; y orlaban los repliegues de las colinas desbordamientos de arcilla como una desolladura de carnazas. El cénit de cinc resucitaba en celeste.
En el anteojo realista, la cabeza del caudillo dibujóse un instante sin su morrión. Todo hacia atrás el cabello de crespa negrura. Noble la frente. Los grandes ojos llenos de serena arrogancia. La nariz espaciosa. Pálido como el peligro en el vellón de su barba oscura.
Caminaban su pecho cordones de oro; oro claro ribeteaba su sobrecuello; engalanábanlo de oro las charreteras; y como alzara el brazo para cubrirse, la bocamanga deslumbró, también de oro.
La sombra de la visera, eclipsando sus ojos en ese instante, denotó aún más el reproche severo con que su mirada medía la ciudad.
No atañía por cierto la victoria á los rábulas que tanto la discutieron por imposible. Con su menospreciado gauchaje había perseverado él sólo, mientras muchos de esos decentes se obcecaban en la vieja abyección, transigiendo por odio suyo con la reventa de la patria. Ni les satisfacía otro régimen que el de su dominio, ni se abnegaban sino á condición de garantías y prebendas.
Señores ligios de su provincia, soñaban constituciones sin haber fundado aún el país, apresurándose á reasumir el privilegio junto con los que renegaban de él.
Las ingerencias de la lucha, todas redundábanles en descrédito del caudillo. Si libraba de gabelas a los que ya contribuían con su sangre por todo haber; si amonedaba los caudales, la envidia regalábase opíparamente en su fama, no mucho si apeteciendo al par su fracaso y su vilipendio. Mas no por ello se apocó una sola vez; y su justicia, sometiendo desde luego a los precipuos, reservaba sus predilecciones para esos gauchos que su gloria sedujo, para esos desheredados y míseros, la amargura de cuyos pesares sólo comentaba tal cual anónima endecha.
Aquéllos, afeándole por de tránsfuga su conducta, ofendiéronlo hasta en lo más fútil, vituperándole igualmente, y á pesar del triunfo, su política y su táctica.
Enjambrar de sables los bosques, dispersando en partidas sus tropas para amuchigarlas á los ojos del español; suprimir casi las batallas, rindiendo más que por la lucha por el hambre: — era anarquía, ignorancia... y miedo!
Cobarde!... Ni eso le concedían — el denuedo. Pesaba sobre él pronóstico de muerte á la primera herida. Su voz gangosa, bastante lo evidenciaba.
Qué sobreviviría sin él del país, del gauchaje, de la victoria?...
Y en sus severos designios, mientras destinaba á los otros para la muerte, la patria lo obligó á la vida.
En las hutas del bosque, en las cuevas de la montaña, sacrificando quién sabe qué fervores en el corazón, con qué nostalgias del acero nublándole los ojos, él sobrellevaba la acción de sus miles de hombres.
No importaba! Ambicionando glorias más puras, la veneración de su pueblo brindábale proféticas vindicaciones. Presagiaba en futuros apogeos la exaltación de su hazaña. Mas, no se complugo en aquella guerra por la gloria ni por el renombre, sino al amor de la libertad que lo prendara, embriagándolo con su vino austero.
Por sanguinario vilipendiábanlo también, no obstante su reconocida lenidad ante las crueldades del godo. Tal cual de éstos, castrado en rencorosos taliones ó clisterizado al ají en brutales jugarretas; uno que otro ejemplar de horca y dos ó tres maneas de cuero chapetón suministraban las imputaciones de tiranía. Pero no se hace la guerra con unturas ni lástimas; y la rudeza de sus montoneros, sin cesar provocados por horrendas ejecuciones, explicaba aquellos desmanes.
Qué le reclamaban entonces? Las togas y las cogullas habían de sustituir á la espada?...
Y en contra suya, también, preveníalos su altanera seducción ilustrada por amables fortunas, lo mismo con la dama que con la campesina, pues primero como gaucho en el fogón, no era, como galán, segundo en el estrado. Y por igual detestaban sus guardamontes recamados de seda y oro, sus preciadas charreteras, sus constelados dormanes, la pompa de mando con que se prestigiaba en la masa ingenua.
Los batallones del rey precipitaban la retirada. A poca distancia, iban repartiéndose en encuentros parciales. El campo ondeaba ya de galopes.
Reinaba pleno el día. Una aureola progresaba en el cielo, á espaldas del caudillo, glorificándolo. Facciones y contornos disipábanse en el resplandor.
Por los cerros de enfrente, resbalaba una claridad lila sedosa, con esfumaciones azulinas que anaranjaban la herbácea amarillez del suelo, hasta dirimirse en greda rosa. Una nube de grana escaló el noroeste. Al norte despuntó un pico engastado de ventisqueros.
El foco solar encandecía, tostando la nieve con un cálido matiz de azúcar bruto. Dormidos toques de sol orillaban las lomas tamizando una translúcida pulverulencia sobre la estañadura de los bañados.
Por cañadas y faldeos propagaba la selva sus inmensos vellones: aquí, verdeando con tardanzas de estío, allá rojeando el otoño como un viejo tripe, con visos degradados del minio al orín. Los follajes orvallados desmenuzaban iris. Dos ó tres palos borrachos, con sus acohombrados capullos en dehiscencia, parecían jazmineros gigantes. Y el sol recreaba ideas de gloria.
Vocearan como quisiesen, al paso que tantos lo menoscababan, San Martín lo prohijó. Desde comandante de campaña, mereció siempre su crédito, cobijado el aguilucho por el cóndor sagaz. Y no había fallado al linaje heroico.
Allá lo publicaban, chuceados implacablemente, los godos. A espaldas del caudillo deliberaba la Constituyente, atenido el país entero á la fe de la provincia desgarrada. Nunca se la apropiaría el rey, nunca después de tal escarmiento! Avisaban desde el Alto Perú, nuevas de La Madrid: Tarija capitulaba, los realistas copados por semejante operación, las tribus insurgiendo otra vez. Y un rumor todavía más grande: San Martín en Chile!...
Así, mientras la patria se debatía por dentro, al par recortada sobre el patrón unitario de sus doctores y plasmada en el crisol de los motines por el instinto federal de su caudillaje; mientras la nacionalidad pretendía su destino en deshecha borrasca, los ejércitos de la Revolución, como otros tantos raudales escapados al apego de su montaña, perecían desterrados en su propio triunfo, sobre tierra extraña ó calumniados en la propia, pero certificando de tal modo al porvenir una herencia de naciones.
Encumbrábase en la frente del caudillo un solemne orgullo. Incensábanlo con la frescura del día vigorosos aromas. El eco repercutía detonaciones de combate y explosivos relinchos de charanga. En el derruido suburbio maniobraban los últimos batallones.
La radiación solar circuía en fuego su cabeza. Serenábase su frente y el júbilo predecía venturas.
Pura luz era lo que se vanagloriaba en su elación. Ideas, no sino grandes y por la patria; recuerdos, todos de proeza; inspiraciones, las del triunfo, prescribiendo á sus rivales en desquite magnánimo, á manera de perdón, la comunidad de los laureles. Inauguraba la libertad allá en su monte, resarciéndose de la adversidad con la victoria. Sólo dos podían gloriarse tanto: él en los Andes del norte; en los del occidente el Otro...
Y después, cumbres. Tales pujando á mogotes; cuales redondeándose en domos. Ora pobladas de fronda oscura; ora en verdes de esteatita, con una suavidad casi voluptuosa, pubesciendo en sus pliegues, como en ingles sombrías, la densidad de los jarales. Y cumbres siempre, cumbres en torno, cumbres en el horizonte, como si al bienvenirlo, todo aquel suelo, de un solo bloque, se erigiera en montañas. Y en comba prodigiosa, restallándolas con fulgurante vuelo, una sobre Chile, sobre ambos Perús la otra, tendidas al sol las alas de la guerra que emplumaban sables deslumbradores. Ya en el pasado, los estandartes hostiles sobre cuyo paño desplegábase fieramente en sautor el aspa cramponada de Borgoña; y en el porvenir, estremeciéndose todavía de redención, la sagrada tierra con su piedad que pregonaba con su alborozo tantas fecundidades, y sosegaba con su piedad tantos grandes sueños.
El anteojo realista, distraído un instante, enfocó por despedida la casaca roja. El oro solar fundíase en napa de esplendor. Charreteras y morrión hormigueaban de átomos chispeantes. La luz destelló más todavía; el jefe caracoleó un poco, y entonces, en el sitio que acababa de ocupar su cabeza, resplandeció de lleno el Sol de Mayo.