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DE LA VIDA
Para Osvaldo Saavedra
I




A

QUELLA vez Lúcio tenía la palabra en la reunión de amigos que todas las tardes frecuentaban la confitería aristocrática, que ocupa , un sitio estratégico en la más favorecida de nuestras calles.

Acababa de relatar una aventura, un lance curioso con peripecias múltiples, en el que había intervenido como actor principal.

Después, dirigiéndose al más alegre de los camaradas:

—Convéncete, Cárlos, dijo, tú no eres un verdadero hombre de mundo.

Una carcajada franca, hilarante, llena de espontaneidad, acogió el aserto.

—Perdona esta manifestación, pero, considera, querido Lúcio, que, en realidad, eso que tú dices tiene, para mi, mucha gracia.

Esto lo expresaba Cárlos con cierto aire de superioridad de hombre que se sabe fuerte en todos los terrenos.

—Escucha, si me permites voy á esplicarme...

Y Lúcio, algo amostazado, incómodo por la actitud hábil asumida por su amigo, tuvo que dominarse para no cometer un acto de intemperancia.

—Tú conoces la vida en casi todas sus faces, es cierto. Yo te he visto, te he seguido en tú marcha; sé de cuantas audacias es capaz ese corazón. Tus pasos los he contado y, más de una vez, he contemplado tu figura, gallarda y brava, enhiesta sobre la tempestad. como la de un luchador aguerrido á quien los golpes enardecen.

—No puedo negar que estás elocuente y te aseguro que me felicito de haberte proporcionado la oportunidad de lucir tan relevantes condiciones literario-oratorias que, á decir verdad, permanecían para nosotros en el misterio.

—Eres un rencoroso, y no tienes razón, dijo Lúcio, disimulando el estado de excitación nerviosa que le ocasionaba la serena ironía encerrada en las frases de su amigo.

—Lo que quiero decirte, por último, entiéndeme bien, agregó impaciente ya, es que tú no tienes el hábito, la gimnasia social requerida para llegar á la conquista de ciertas almas.

—¿Almas? Já, já ¡Qué risa! ¿Cuáles? ¿Esas de tu mundo? Y Cárlos subrayó con el lábio la última palabra.

—Estás imposible. Pues bien, te desafío: Ese mundo, mi mundo que tú dices, no lo conoces. Y yá verás á donde van á parar tus soberbias, tus orgullos de afortunado en el amor, el día en que, separándote del círculo femenino donde haces de viejo zorro, te encuentres frente á una de esas damas que tú no buscas, que no has buscado jamás porque te consideras prematuramente vencido.

—Eso es prejuzgar, no te lo admito. Pero no te irrites. Acepto el singular reto á que me provocas, y te emplazo delante de estos testigos. Impónme tus condiciones.

—¡Qué! ¿Te asombras? continuó. Yó, bien lo sabes, no soy de los que rinden su homenaje en el salón, albergue de vanidades bien vestidas, seres inócuos, vácuos, muñecas pretenciosas y nécias, producto morboso de una clase social constituida sobre bases absolutamente falsas, que viven sólo para engañarse mutuamente, en un medio miasmático, rodeado de llagas que son cubiertas con el solo propósito de no presenciar la supuración, pero que no han sido, que no serán nunca curadas...

¡Ay! ¡Ese mundo que te encanta; esas mujeres que no caen sino calculadamente! Claro: son incapaces para el amor, impotentes para el bien como para el mal—organismos amorfos—síntesis triste de una pobre raza.

—No digas tonterías, insulso sociólogo; créeme además, que aunque así no fueras, perderías el tiempo con nosotros si pretendieras inculcarnos tus teorías modernas.

Vamos al grano; déjate de digresiones inútiles. Lo que hay en resúmen es lo siguiente: tú has aceptado mi desafío y no podrías echarte atrás sin quedar en una situación bien desairada por cierto.

Esa opinión fué, naturalmente, confirmada por todos los compañeros, que presentían una estravagante escena digna de los tiempos de Tenorio ó Cyrano.

—Ni te lo sospeches. He dicho que sí y basta. Vuelvo á repetirte: impónme tus condiciones.

II

Estaban en la puerta de calle. Por la acera opuesta, altiva en su belleza,—raro, extraño fruto de la conjunción de dos razas cuyas características físicas y morales ofrecen el más marcado contraste,—cruzaba una señora jóven, unida hace algun tiempo á un hombre de negocios y de política, amigo antiguo de Lúcio, cuya influencia poderosa se ha dejado sentir con bastante fuerza intensiva en esta sociedad porteña en formación, que tan admirable campo, tan abundante tema ofrece al estudio de los observadores.

—Hombre ¡qué casualidad! Mira, si te parece bien, exclamó con todo cinismo Lúcio, ahí tienes un candidato. ¿Yo impongo condiciones? Pues: entonces, corteja á esa mujer. Hazle el amor, y si triunfas, te declaro héroe. Te doy de plazo... el tiempo que tú quieras! ¿Te conviene?

—Queda apostado. Tú pagarás la comida, replicó Cárlos en tono sentenciosamente mordaz; y despidiéndose de todos los camaradas, partió caminando á pasos cortos, con su porte de siempre, sereno, aunque algo soberbio y desdeñoso.

Antes de disolverse aquella tarde la reunión, Jorge, el simpático y decidor muchacho, amenazó á Lúcio con la siguiente frase en la que hacia referencia á Cárlos y á su apuesta: «este diablo es capaz de todo, hasta de obtener amor,—sin creer en él,—sólo por derrotarte.»

III

Van corridos algunos meses desde el día en que Lúcio y Cárlos se encontraron formulando la singular apuesta.

Una noticia sensacional circula en el grupo de amigos, testigos de aquella. Cárlos ha anunciado que dará una prueba irrefutable del éxito de su empresa.

Llega y habla:

—La he seguido como un perro de presa, dice; se ha resistido como una muralla antigua, pero, al fin, ha tenido que capitular; ¡y hoy rindo al adversario! ¡Aquí está el anuncio de mi victoria!

y agitaba en la mano una hoja de riquísimo papel de esquela donde se veían escritas algunas palabras. Eran éstas: «Venga Vd. hoy á las cinco; se lo agradeceré. Necesito hablarlo»

No había lugar á dudas. Jorge tenia razón. Sus pronósticos se cumplían.

—Bueno. pero esto no basta, dijo Lúcio; es indispensable otra constatación. En cuanto á mí, no me doy por derrotado.

—Eres ciego pero yo haré que veas aunque tengas los ojos cerrados. Esta tarde, á la hora marcada aquí,—y levantaba en su mano el pliego color rosa,—entraré en su casa delante de todos Vds. Me imagino que esto será definitivo y que...

—Yo creo que quien vá á hacer algo definitivo contigo es su esposo, le interrumpió Lúcio, pero de todas maneras estaremos allí á la hora convenida.

—Entre tanto no hay más que hablar, señores. Hasta luego. Me voy porque algunas tareas urgentes reclaman los pocos minutos que faltan para la cita. Con que, hasta entonces, y á prepararse para la noche. Hoy comemos todos juntos; saludo al anfitrión. Hizo una reverencia á Lúcio y, apesar del apuro que decía apremiarle, se encaminó hácia la calle, como siempre, á paso lento.

IV

Trin.... Trin.... Era el timbre eléctrico que sonaba.

Cárlos, con mano que indudablemente se empeñaba en permanecer serena, llamaba á la puerta de la señora de X... protagonista de esta historia. Allí cerca estaban sus compañeros, según se había convenido.

—Señor!

—Anúncieme Vd. á la señora, dijo Cárlos á la sirviente que apareció.

—Puede Vd. pasar adelante, contestó ésta, como si obedeciera á una órden.

Y Cárlos fué introducido á una coqueta habitación, en medio de un ambiente de buen gusto, casi artístico, que le produjo cierto bienestar, hasta el extremo de hacerle olvidar, por un momento, la gravedad de su situación á la que recién daba toda la importancia que en realidad tenía.

Habían pasado algunos minutos, que para Cárlos fueron una eternidad, cuando sintió leve rumor de pasos. Se abrió el portier de brocato: era ella.

Cárlos se puso de pié.

—Señora...

—Caballero...

Y la dama le indicó un asiento con ademán cortés pero dominante.

Cárlos iba á hablar y,—lo que jamás le había acontecido delante de ninguna otra mujer,—sintió que las palabras luchaban por salir de sus lábios.

La señora de X, con su voz dulce y llena de naturalidad, comenzó así:

—Ha accedido Vd. á un pedido mío; crea en mi gratitud. Ahora voy á solicitarle algo que, dada su caballerosidad, en la que quiero creer, espero no ha de negarme.

Carlos pronunció una frase vulgar de galantería.

Ella prosiguió:

—Antes de todo haré un poco de historia. Hace tres meses que Vd., con intención manifiesta, no me deja á sol ni á sombra, como se dice generalmente.

Cárlos empezó á moverse en su asiento, con muestras visibles de inquietud.

—Ahora bien, con su modo de proceder para conmigo, Vd. amenaza mi tranquilidad; Vd., tal vez sin premeditación,—no lo acuso,—me compromete, caballero! y el acento de la dama se tornó solemne.

Hubo una pausa. En seguida:

—No quiero hacer aspavientos de asombro, pero lo cierto es que yo soy una señora, como Vd. sabe; que tengo un marido á quien respeto altamente, y tres hijos, muy hermosos y muy sanos, por cuya felicidad haría cualquier clase de sacrificios.

Por esto, Vd. comprenderá que no puede, que no debe continuar en su actitud.

Cárlos la escuchaba desconcertado. Esperaba cualquier género de resultado, hasta un encuentro fatal, pero en verdad no iba preparado para esto.

Cuando quiso reaccionar, ella estaba de pié, junto á la puerta que daba al vestíbulo.

El se incorporó, quiso hablarla, pretendió argumentar algo, pero ella, amablemente, lé estendía la mano indicándole la salida. Había terminado.

Al despedirse dejó deslizar esta frase que, en seguida de aquel golpe tan imprevisto, fué para él algo así como un suave, aunque débil bálsamo:

—Después de todo, no me conserve Vd. rencor...

V
La cabeza echada atrás, como la de un triunfador, la mirada chispeante y el andar reposadamente pretencioso. Así llegó Cárlos á encontrarse con sus amigos.

Estos lo felicitaron cordialmente. Bien podía darse humos ¡qué diablos! Nadie podía negarle la victoria; y el pobre Lucio, defensor de virtudes falsas, había perdido la apuesta...