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Gloria/Primera parte/XXXIX

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El rayo

Gloria y Daniel Morton habiendo sentido pasos, temblaron. Ni uno ni otro se atrevieron a moverse. Ninguno de los dos pudo articular una sílaba. Contenían el aliento. Ambos deseaban ser aire impalpable e invisible para desaparecer.

De repente la puerta abriose y apareció D. Juan de Lantigua. Gloria lanzó un grito terrible. No se sentirá mayor espanto cuando se oigan las trompetas del juicio y aparezca entre nubes de fuego el que ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos.

D. Juan avanzó hacia su hija con el brazo levantado; pero, como si le faltara la tierra a sus pies, cayó violentamente al suelo exhalando un gemido. Su venerable cabeza cana rebotó contra el suelo.

D. Ángel que venía detrás, Sedeño, Gloria y Morton se abalanzaron al cuerpo del infeliz padre. Lo examinaron: parecía muerto.

Diéronse voces de socorro y acudieron atropelladamente los criados. Cuando levantaban a D. Juan, el prelado separó con vigorosa mano a Daniel Morton, diciéndole:

-¡Deicida, sal de aquí!

Por primera vez en su vida se había visto la ira en el semblante del glorioso hijo de Ficóbriga.

El hebreo salió como un muerto que anda.

En tanto vino el médico y dijo que D. Juan de Lantigua había sido atacado de una apoplejía fulminante y que duraría pocas horas. Sin embargo, se aplicaron con actividad febril todos los remedios indicados para arrancar su presa a la muerte. Había perdido por completo el conocimiento y solamente el pulso anunciaba los últimos congojosos esfuerzos de la desesperada vida.

Gloria tenía en su remordimiento y en su dolor un peso tan grande que cuando la retiraron del lado del enfermo llevándola a su cuarto, no pudo salir de él, ni aun moverse. De rodillas, atónita, con los espantados ojos fijos en el suelo, parecía estatua de mármol esculpida para conmemorar un gran desastre o representar la idea de la condenación eterna. En su paroxismo de dolor oyó los lúgubres pasos de los sacerdotes que subían con el Óleo Santo; los sintió después bajar a punto que entraba por las ventanas la luz de una aurora más triste que la lóbrega y fría noche.

Al fin Gloria vio aparecer a D. Ángel que le dijo: -Tu padre ha muerto.

El santo hombre llevó ambos puños a sus ojos y empezó a llorar como un niño.


FIN DE LA PRIMERA PARTE