Gloria/Segunda parte/I
Serafinita y D. Buenaventura de Lantigua
Lo que ahora se refiere ocurrió en Abril y en Semana Santa, que vino aquel año algo atrasada. En cambio la primavera se adelantó tanto, que San José trajo muchas flores, la Encarnación más y San Venancio entró lleno de rosas y claveles. Pocas veces se había visto Ficóbriga tan bien engalanada para las festividades religiosas más interesantes al alma y a los ojos del cristiano; y además de la placentera estación y del delicioso temple con que le favorecía Naturaleza, tenía aquel devotísimo pueblo otros motivos de gozo. Sí, sabedlo: aquel año habría procesiones, regocijo de que estuvieron privados los anteriores a causa de la pobreza del clero y lastimosa decadencia del culto.
Y aquel año habría procesiones, porque ofrecieron costearlas de su bolsillo particular dos beneméritos ficobrigenses, el Excelentísimo Sr. D. Buenaventura y la Sra. D.ª Serafina de Lantigua, hermanos de D. Ángel y del difunto D. Juan Crisóstomo, que falleció repentinamente el día de Santiago del año anterior. En el capítulo IV de la Primera Parte hicimos rápida mención de estas dos estimables personas; mas no era entonces ocasión de hablar mucho de ellas: ahora sí.
-Venturita y la Serafina -decía a sus amigas en el pórtico de la Abadía la esposa de don Juan Amarillo-, han venido a Ficóbriga con el objeto que todos sabemos, y cuanto digan de arreglar la testamentaría del Sr. D. Juan es farsa y enredo... Aquel desgraciado señor, aunque murió como si le partiera un rayo, dejó sus intereses y sus papeles en orden completo... Pero es preciso decir algo para que el público no se fije en la verdad... ¡Ah, la verdad! ¡Bienaventurados los que, como yo, la ponen por encima de todas las cosas!... Y la verdad es que...
Y al decir esto, Teresita la Monja susurraba al oído de sus amigas sílabas misteriosas. Sonreían persignándose las señoras, y acto continuo entraban todas en la iglesia, porque las misas iban a empezar.
En efecto, D. Buenaventura y su hermana habían ido a Ficóbriga (esta en Septiembre del año anterior y aquel en Marzo del que corría) para asuntos no relacionados con la testamentaría del Sr. D. Juan. ¡Y qué excelentes personas eran uno y otro! Verdad es que tratándose de aquella privilegiada y sin igual familia, no pueden sorprender a nadie las perfecciones morales y altas prendas del alma que parecían vinculadas en ella como en otras el superior ingenio o la belleza.
Serafinita seguía en edad al difunto don Juan. El obispo era el primogénito y D. Buenaventura el más joven. Este era feliz esposo y felicísimo autor de numerosa prole; en cambio su hermana era viuda y no tenía ni había tenido nunca hijos. Distinguíase la noble señora por una semejanza tan peregrina con don Ángel, que verla a ella era ver a Su Ilustrísima vestido de mujer, con un peinado entre antiguo y moderno, traje negro sin pretensiones de elegancia, pero también sin abandono, alguna vez guantes negros de hilo, mantón negro y anillo negro en uno de los colorados y regordetes dedos de su mano derecha. En días de Nordeste, que es un viento muy amigo de las neuralgias, solía ceñir fuertemente su cabeza con un pañuelo negro y pegarse en las sienes negros parchecillos. Cuando las humedades la hacían claudicar de la pierna izquierda a causa de la detestable propensión al reuma adquirida años atrás, se apoyaba en un bastón negro. En los días serenos y templados que convidaban a gozar de la Naturaleza y confiarse sin miedo a ella, iba a dar una vuelta por la orilla del mar en compañía de Francisca. Sentándose en cualquier peña, sacaba del hondo bolsillo la labor que jamás olvidaba, y picoteando con las agujas se ponía a trabajar en una media negra.
Tenía el semblante agraciado y tranquilo, teñidas las mejillas de leve rosicler mustio como de flor tiempo ha tronchada. Lo mismo que en el señor Prelado, en ella la sonrisa era el signo más elocuente y sostenido del lenguaje de su cara, y sus hermosos ojos claros que habían visto tanto mundo y llorado tantas penas, relucían con cierta expresión festiva entre las negruras de que estaban rodeados. Del mismo modo el alma de Serafinita se sostenía confiada y valerosa, con el admirable temple que dan la conciencia pura y una creencia inmutable, en medio de las borrascas de su amarga vida, y estas habían sido tantas que ninguna otra mujer padeció más que ella.
De su matrimonio puede decirse como del infierno cristiano, que había sido el conjunto de todos los males sin mezcla de bien alguno. El hombre con quien se casó por compromisos de familia reunía en su alma proterva todas las maldades, vicios y groserías imaginables, y era libertino, disipador, cruel, falso, tramposo. La pobre Serafinita sufrió con resignación malos tratamientos, infidelidades, escaseces y molestias a que no estaba acostumbrada; presenció escándalos, vilezas, vergonzosas intervenciones de la justicia, riñas, estafas; y por último padeció la mayor humillación y la pena más aguda al ser maltratada salvajemente por aquel monstruo. Horror causa referirlo. Un día el bárbaro esposo la abofeteó públicamente. Otro día en la intimidad de la casa la arrastró por los cabellos. La admirable entereza y resignación de virtud tan modesta le enfurecía más, como si en el heroico silencio de ella oyera terribles anatemas de su vil conducta. En aquella lucha horrible, a la humillada víctima pertenecía el grandioso valor, la cobardía al verdugo victorioso. Al fin Dios introdujo en la casa su mano justiciera. El marido cayó enfermo con lepra repugnante. La esposa abofeteada y arrastrada, viendo llegar la ocasión propicia de su venganza, tomola con arreglo a la idea evangélica tan arraigada en su alma, es decir, que le abrumó a cariños, le abofeteó con cuidados, y le clavó en la cruz de la más dulce solicitud y ternura. Aseguran que el infame murió convertido, y Serafinita, hablando de aquella muerte, decía:
-El Demonio me lo entregó a mí y yo le entregué a Dios. Buen chasco te has llevado, Satán.
Al enviudar manifestó deseos de retirarse del mundo, consagrando sus días al amor de Dios, y en verdad aquel trabajador había hecho bastante en la viña y merecía jornal y descanso; pero la muerte de D. Juan con las horribles circunstancias que la acompañaron impidieron su santo proposito. Dios decía a Serafinita: «Todavía te necesito en el mundo algún tiempo más...». De la puerta del convento marchó a Ficóbriga.
D. Buenaventura tenía poca semejanza en lo físico con sus tres hermanos, mas por lo bueno y honrado y cabal se conocía muy bien en él la casta de Lantigua. Era el menos guapo, así como D. Juan había sido el más hermoso. En cambio parecía ser el más feliz. Dedicado a los negocios de banca, había sabido acrecentar su fortuna y vivía holgadísimamente muy estimado de todo el mundo, en el seno de una familia ejemplar, que se divertía cuanto era posible sin ofender a Dios. Además, D. Buenaventura no había declarado la guerra a la generación presente, como su hermano; tenía un carácter más franco, humor más tolerable, conciencia menos rigorista, pensar más elástico aunque mucho menos brillante, facultad de adaptación que aquel no conocía; y a causa de estas prendas que cada cual juzgará como mejor le acomode, y del lisonjero estado de sus asuntos y de la bienaventuranza que por doquier le sonreía, inclinábase a creer que el mundo no iba tan mal como alguien decía, ni que la sociedad presente era la más ruin y execrable de las sociedades posibles.
La muerte de D. Juan, a quien amaba con delirio, hizo en su espíritu el más desastroso efecto, y la desgracia de su adorada sobrinita le tenía sin consuelo. En Marzo del año siguiente a la catástrofe llegó a Ficóbriga. Sus paisanos se alegraron de verle, y corrió la voz de que D. Buenaventura proyectaba algo muy interesante para su familia y para el buen nombre de su hermano difunto y deshonrado. ¿Era esto verdad? No queda duda de que su mente trabajaba. Veíasele pasear por la playa, o detenerse largas horas en el cementerio examinando el sepulcro que se estaba construyendo para su hermano, o vagar solo por los alrededores de la casa, huyendo de toda amistosa compañía, con las manos a la espalda, la cabeza inclinada, fijos los ojos en el suelo, ligeramente fruncido el ceño, lento el paso. A ratos alzaba semblante y miraba hacia el cielo, como quien va a preguntar algo; mas volvía pronto a leer en la tierra, sin duda por no haber recibido contestación.
Vestía cómodo traje negro, calzando zapatos de cuero amarillo a prueba de arenas y lodos, por cuya combinación de colores los holgazanes de Ficóbriga que pasaban su vida murmurando en la botica, decían al ver a don Buenaventura: «ahí viene el mirlo». Era su cuerpo alto y no fornido, un poco echado hacia adelante sin duda por el hábito de vivir largas horas sobre los libros en el escritorio. Su rostro, sin dejar de ser harto común, era muy agradable, uno de esos rostros mundanos que parecen hechos para el saludo y el comercio social, y que siempre aparecía pulcramente afeitado, pues en los varones de aquella familia el aspecto eclesiástico era como una tradición. Apenas había algunas canas en su cabeza, y de su cuello pendían lentes azules que usaba en días muy claros, porque sus ojos, ya que no lloraban por penas, lloraban por la luz meridional. Rara vez usaba bastón, y las manos por lo común se volvían hacia atrás, se juntaban, se acariciaban, dándose cordiales apretones como dos buenas amigas.
Así era D. Buenaventura de Lantigua. Cierto día (precisamente el viernes de Dolores) al volver de una diligencia, encontró a su hermana que sentada en un banco del jardín trabajaba en su media negra. Ambos hablaron.