Gotas de sangre/«Record» inadmisible
«Record» inadmisible
Después de la muerte del niño Borone, pelado vivo por una enfermera del hospital Trousseau, y de la muerte de la señorita Devant, ocasionada por una lavativa de cloruro de zinc que otra enfermera le puso por echarla una de miel, parecía que íbamos a entrar en una era de tranquilidad domiciliaria garantizada por las escuadras de Toulon. Pero la tentativa de asesinato perpetrado en la persona de la señorita Kolb, cortesana de oficio, ha venido a turbar la paz pública.
Si Eduardo Smith, que así declaró llamarse el asesino, fuera tan práctico como dice la Prensa, hubiera dejado su tentativa para otra ocasión. Con ser compatriota de los acaparadores de Fashoda, ya tiene bastante un hombre para que París desee que le lleven a la guillotina.
Por otra parte, París, que adora a sus cortesanas, se enfada con cualquiera que las maltrata. Si quien las maltrata es extranjero, el enfado se transforma en furor. Y si el extranjero es inglés, todo el mundo quiere cortarle la cabeza.
En el caso de ahora hay otra circunstancia agravante para el asesino: la señorita Kolb es una cortesana coronada por el éxito. Tiene renta y más de un millón de francos en alhajas. Tiene carruaje propio, caballos, automóvil. La casa que habita en París, asombrosa por la riqueza de sus tapices, es de «un lujo inaudito», según cuentan los que la visitaron. En el campo, cerca de París, tiene un nido para pasar el verano. Sus relaciones son «con gente muy seria»: magistrados, senadores, banqueros, un general... Ha conseguido casar a su hija con un señor dignísimo. En fin, que dan ganas de meterse uno a cocotte.
Una cortesana de tanto fuste y recámara es, naturalmente, una gran señora, sumamente respetable. La vecindad la venera. El comercio está encantado con ella. París la mima, porque es una fuente de riqueza pública.
El compatriota de Kitchener, si bien no quiso matar, sino «aturdir», a su víctima, según declaración que hizo, confirmada por la misma escena del crimen, está irremisiblemente perdido. A su calidad de inglés ha añadido una insolencia de lenguaje inusitada en los ladrones y asesinos franceses, que son muy finos.
«Basta de conversación -ha dicho.- En Inglaterra, cuando se sorprende a un asesino con las manos en la masa, se le ahorca. ¡Haced como en Inglaterra! Llevadme a la guillotina. Pero basta ya de discursos.» Y más insolente aún ha parecido su negativa a aceptar defensor que no esté nombrado por la Embajada inglesa...
Antipático en todo a París, lo es hasta en el procedimiento homicida de que se valió para «aturdir» a la cortesana. Tapándose la cara con denso velo, como si fuese la dame voilée enviada de Londres por Esterhazy, trató primero de aturdirla a golpes con una especie de calcetín lleno de arena. Después, con una bola de acero envuelta en una corteza de mandarina, que llevaba sujeta al codo con una goma.(¡Decididamente, la tomó por una vaca!...) Y cuando la Policía entró a perseguirle, estaba en el tocador curándose tranquilamente una herida que se hizo él mismo.
«Estos instrumentos -dice, escandalizada, la Prensa- no se habían usado en París.» Empleados por un asesino inglés, puede que lo imiten los asesinos franceses; y ahora que la Prensa patriota ha levantado una cruzada contra las telas homspum, los Box Driving Coat, los Kersey y el color «ostra», importado últimamente de Londres, molesta que venga un inglés a ensayar asesinatos dando cogotazos con bolas sujetas con elásticos al codo. Es un record que no admite el chauvinisme.
Cada país tiene sus costumbres. El que quiera matar en París debe sujetarse al canon establecido: cortar en pedazos a la víctima y repartirla por los portales de la vecindad...