Gotas de sangre/El Saco de los vicios

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El Saco de los vicios


Vere Goold y su parienta tienen el triste privilegio de haber vencido, como asesinos, el tiempo y la distancia. La historia del asesinato y descuartizamiento de Emma Levin, como la historia de la propia vida aventurera de esta pareja misteriosa, resurge ante el Tribunal Superior de Mónaco con el mismo vigor con que apareció este verano en las columnas de la Prensa europea. La atención pública no ha decaído un punto, porque pocas veces se juntaron, en la comisión de un crimen, dos seres de tan extraña catadura.

El Vere Goold de Mónaco es el mismo Vere Goold de Marsella. Por él no han pasado los siglos que comporta el crimen en la conciencia del criminal. Es el mismo hombre, o el mismo inglés imperturbable, que lleva las cuentas del crimen con la tranquilidad con que llevaría las cuentas de una casa comercial; el mismo ente singularísimo que pedía a gritos que le diesen whisky; que descuartizó a su víctima para repartir económicamente los pedazos del cadáver, y evitar el exceso de equipaje que el cadáver entero hubiera producido en el baúl, y cuando el presidente del Tribunal le preguntó si era cierto que al dirigirse a Marsella, por indicación de su mujer, dijo él que allí podrían comer una buena sopa de pescado, Vere Goold, siempre impertérrito, contestó:

-Sí. Me gusta muchísimo la sopa de pescado...

La mujer, Violeta Goold, que tiene de cardo inmensamente más que de violeta, es la misma Furia del averno, en cuyo viscoso fondo desapareció la personalidad del papanatas de su marido. Con sólo echarle la vista encima ha vuelto ella a recobrar todo el imperio que tenían sus faldas viriles sobre los pantalones femeninos de él. Vere Goold, contradiciéndose a sí mismo, borrando anteriores declaraciones, reclama para él solo toda la culpabilidad y responsabilidad del crimen.

Sugestión, se dice, caso de hipnotismo. Pero las gentes avizoradas en la sugestión hipnótica, no se la explican en este caso.

«Vere Goold -dice el enviado de Le Fígaro a la vista del proceso- tiembla al verla. ¿Cómo pudo idear atenacearle? ¿De qué procede su imperio? Su belleza no puede haber hecho de él un esclavo. ¡Qué fea es! ¡Oh, Venus! ¿pertenece a tu sexo? Su cara es horrible. Tiene en la fisonomía algo de mona y de loba. Su boca es inmensa. Sus mandíbulas avanzan, como si fuesen a morder, y, a falta de cosa mejor, machacan rabiosamente las palabras.»

Es un aborto de la Naturaleza. Parece un homosexual muy viejo, hinchado, con la cara hecha a puñetazos, llena de desniveles y bochuchos en una claridad clorótica. Parece el enano monstruo que Zuloaga pintó para espanto y admiración de los museos de Europa. Parece la encarnación de una tiranía malvada al través de unos crespones negros. Porque viste luto riguroso, tal vez por su propia víctima.

Sugestión, caso de hipnotismo... Pero no se comprende, dicen los entendidos en la materia. ¿Cómo pudo lograr esta mujer, a pesar de su horror, semejante dominio sobre su hombre?

A pesar de su horror, no. Por el mismo horror, tal vez. Esa violeta de estercolero recuerda otras violetas que salen al paso del transeúnte, en los carrefours parisienses, ofreciéndoseles como pequeños monstruos.

-¡Ah, ven, ven!... Yo soy un pequeño monstruo...

Y así como el transeúnte va a la monstruosidad, el inglés anormal iría a la guillotina satisfecho si lograse sacar a salvo del naufragio de sangre de Emma Levin el saco de sus vicios...


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Un telegrama de Monte-Carlo contiene la sentencia del Tribunal que juzgó el crimen de Vere Goold y de Violeta Girodin. a él se le condena a trabajos forzados por toda la vida. a ella se le condena a muerte, debiendo cortársele la cabeza en una plaza pública de Mónaco.

Pero el caso es que no hay quien se la corte. En aquel riente rincón de sol y de «hagan juego» se conocen todos los oficios menos el oficio de verdugo. Allí no se había previsto el caso de que unos extranjeros cometiesen un asesinato y metiesen a la víctima, después de descuartizada, en un baúl y en un saco de mano. Sin embargo, como la pena de muerte existe en el principado, está dispuesto que si alguna vez la justicia de Mónaco necesita un verdugo, se lo alquilará Francia.

Pero como la República de Fallières no aplica la pena capital, considerándola como asesinato colectivo, no parece lógico que alquile el verdugo y la guillotina para que haga en el Extranjero lo que la República considera una infamia y una porquería en su propia casa. Además de esto, en Francia, cuando se aplicaba la pena de muerte, las mujeres no iban a la guillotina. Si ésta respetó a mujeres extranjeras que cometieron asesinatos en Francia, es absolutamente imposible que vaya a matar una francesa en Mónaco. De manera que aunque el Príncipe de Mónaco no conmutase la pena impuesta a Violeta Girodin, esta violeta de alcantarilla salvaría su cabeza de sapo, porque Francia no habría de alquilar su verdugo y su guillotina para matar una mujer que, por añadidura, es francesa de nacimiento.

Es triste que, como advierte un periódico, la única mujer decapitada en el asunto de Mónaco sea la infeliz Emma Lewin. Pero para todo hay que tener suerte en este mundo, y Violeta Girodin es un ejemplar de fortuna ciega, Sus mocedades fueron de rompe y rasga. Fea y repulsiva, tuvo muchos amantes; más tarde encontró marido, y, habiéndose divorciado de él, en seguida tropezó con otro; ganó pronto en empresas industriales cantidades que difícilmente se ganan en años de trabajo inteligente y tenaz, y, a pesar de su pecaminoso pasado, gozaba fama, así en Londres como en Mónaco, de dama honesta y digna. Es el tipo de la mujer fatal a quien aprovecha, no sólo cuanto hace ella misma, sino también cuanto se hace en contra de ella. Es un caso de fortuna ciega e irritante. Aunque sólo fuese por esto, merecería la muerte.

En la última audiencia de este proceso emocionante, se distinguió una señora que, indignada contra las pérfidas y canallescas declaraciones de Violeta Girodin, las coreaba burlona y despreciativamente, y al salir de la audiencia, dicha dama resbaló en una escalera, y cayendo de una altura de quince escalones se encuentra moribunda.

Si el verdugo Deibler fuera a Mónaco, acaso se enamoraría de Violeta, prefiriendo raptarla a guillotinarla, y la guillotina, en vez de desgajar un tajo, desgajaría una corona de rosas como homenaje a la asesina y descuartizadora de Emma Lewin...