Gotas de sangre/Histéricas pasadas por agua

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Histéricas pasadas por agua


Entre llamar la atención de París por costumbres pintorescas, más o menos exageradas por escritores franceses, y llamarla por costumbres escandalosas, que tratan de imponerse a fuerza de oro, es preferible lo primero. La España de La Habanera, de Raoul Laparra, es inmensamente más simpática que los Estados Unidos, de la Sñra. Gracia Calla.

No me preocupa el averiguar si el francés Paul Roy tiene razón contra la Sñra. Gracia Calla, o si la Sñra. Gracia Calla tiene razón contra Paul Roy en el drama de familia que terminó con la muerte del hermano de ella, en una cocina, matadero de pollos, patos y otros animales.

De la declaración de la Sñra. Gracia Calla merece desgajarse el motivo de la querella: -El día del drama -ha dicho ella,- mi marido y yo volvíamos de un paseo en automóvil y nos disponíamos a volver a salir para un concierto. En vez de ponerme sombrero me puse mantilla. Mi marido me advirtió que debía ponerme sombrero. Discutimos. Intervino mi hermano en mi favor. La verdadera escena estalló cuando declaré terminantemente que no me quitaría la mantilla. Mi marido, volviéndose hacia mi hermano, le dijo: «Usted tiene la culpa.» Como la discusión se iba agriando, mi hermano y yo salimos del gabinete y pasamos a la cocina. Mi marido nos siguió, con un revólver en la mano.

¡Cuánta distinción y seriedad en una dama que arma un escandalazo por si se pone o no sombrero, y que para discutir el punto se cuela en la cocina!... Prescindiendo de las culinarias costumbres de esa señora, lo que importa a la psicología de la yanqui en París es que de ciento que vienen en busca de marido, noventa terminan el casorio con un escándalo público o con una demanda de divorcio. Diríase que esas señoras tienen la idea de que los parisienses son como los calcetines, que se pueden cambiar a gusto del consumidor. A sus compatriotas, o no los consideran con bastante distinción para matrimoniar con ellas, o no los consideran pacientes para aguantarles sus majaderías, y pasando el charco, vienen a Paris en busca de marido, a cuyos candidatos, tronados en su mayoría, les dejan patidifusos con manifestaciones pecuniarias del peor gusto, que, desgraciadamente, se va infiltrando en la sociedad francesa.

Los parisienses que van por lana al mercado matrimonial de las yanquis salen trasquilados, porque las señoras, una vez casadas, o se dedican, como la Clara Ward, a matrimoniar más que un gallo, o le echan, como la Goold, la llave a la caja de dinero, y el marido, a poco andar, se encuentra de patitas en la calle, después de haber dado su nombre, que era cuanto deseaba ella para tapar su mercancía de carnes averiadas de Chicago.

Roídas por afán de notoriedad, y estrepitosas de suyo, le echan la escandalosa al lucero del alba, arman líos horrorosos, llaman a Dios de tú y no pasa mes sin que los papeles tengan que ocuparse de las aventuras de una yanqui de rompe y rasga.

Claro que en la República de la Unión abundan mujeres discretas y modosas, que viven consagradas a trabajos intelectuales y a labores del hogar. Pero esas no salen a cazar marido. Las que vienen a París son, por lo general, histéricas pasadas por agua, que, después de hacerse notorias por algún escándalo, se marchan dejando aquí el pus del rascacuerismo.