Gotas de sangre/La Cabeza de Eyraud y el Alma de Gabriela Bompard
La Cabeza de Eyraud y el Alma de Gabriela Bompard
Los periódicos noticiaron que Gabriela Bompard, de regreso de New York, había sido colocada de cajera en un café concierto. ¿Cuál? Como preguntando se llega a Roma, preguntando llegué al café concierto, el mismo donde la española Magdalena González, querida del asesino Anestay, se estrenó como cantadora, que duró lo que las rosas, al día siguiente de guillotinarlo el verdugo Deibler.
Café concierto inmundo. Un tablado tosco y polvoriento; unos artistas de la legua; una multitud grasienta y alcohólica; y allá en el fondo dos mujeres en el mostrador del establecimiento; rubia, llamativa y pizpireta la una; trigueña, vulgar y friona la otra; aquélla con aire de cocota cínica; ésta con trazas de maritornes taimada.
Un amigo, que me acompañó en esta excursión, empezó a estudiar de lejos, desde las sillas que ocupábamos a distancia del mostrador, los gestos de la rubia, que indudablemente era la lúgubre querida de Eyraud.
-Fíjese usted, me decía, en la crispadura de esa boca. Parece que va a morder...
-Sí. El sobresalto de los ojos me parece peor que la crispadura de la boca. Relampaguea en ellos una inquietud de conciencia culpable...
En aquel momento, la rubia, que estaba cosiendo, tomó las tijeras para dárselas a un viejo que bebía una copa en el mostrador, y, en sus gestos alocados, hizo como ademán de pincharlo.
-Creí que lo iba a atravesar... ¡La fuerza de la costumbre!...
Para ver de cerca a la alimaña rubia resolvimos tomar unas copas en el mismo mostrador. ¡Cuál no sería nuestra sorpresa, y nuestra plancha de psicólogos, al enterarnos de que Gabriela Bompard no era la rubia descocada, sino la trigueña ensimismada y fría! Sí, esa mujer de rostro vulgar e inexpresivo, con trazas de criada vestida en domingo, esa mujer anodina, silenciosa y taimada, esa era la legítima Gabriela Bompard; y su compañera, una tal Flonfon, ni mató a Gouffé ni es capaz de matar una mosca.
De cerca, observándola cuidadosamente, pronto se echa de ver en ella la huella del crimen, lo cual prueba que la psicología, a distancia, y en un cafetín mal alumbrado, se presta a terribles equivocaciones. Aunque joven aún, bien que envejecida por su vida airada, por las emociones que ha tenido, y por la larga prisión que pasó, hay en su fisonomía un no sé qué de siniestramente viejo. La sonrisa de su boca, sin labios, absolutamente sin labios, es un forzado pliegue, glacial, desdeñoso y malo, pliegue que resbala por la barba y se pierde en una contracción, que es una mueca. Sus ojos, atorerados, bonitos cuando miran con candor de paloma sobresaltada, tienen de vez en cuando una dureza fija, de la que brotan, como de pedernal herido, chispas de recóndito incendio. Su nariz, pronunciada y afilada, parece que husmea. Anchas y profundas arrugas cruzan su frente, hormiguean alrededor de sus sienes, culebrean por sus mejillas y se arremolinan en surcos donde parece que ríe la desesperación de vivir. Toda su cara, con ser guapa, es un espanto. Y su cuerpo es pequeñito, y sus manos son finas y suaves, y sus pies son minúsculos...
Habla mal de todos y de todo, incluso de Jacques Dhur, que tanto la ha servido... Está descontenta de todos y de todo, incluso del café concierto, único establecimiento que le dio el pan de cada día... Habla horrores de Eyraud, que por ella perdió la cabeza... En su obsesión de justificarse, de hacer papel de víctima, de inconsciente que por sugestión hizo lo que la mandaron -aunque todo su ser denota una energía muy grande, aunque a despecho de su disimulo hay un instante en que su alma dura se le asoma a los ojos,- Gabriela Bompard, en sus recuerdos, todas las noches, saca del cesto de la guillotina la exangüe cabeza de Eyraud, la abofetea con injurias y la pasea como una vergüenza.
«Hay un público que vive del terror, del escalofrío de horror, del placer que le inspira el tener miedo», ha dicho le Cri de Paris.
Por eso Gabriela Bompard, que es muy sabia, da, de vez en cuando, un toquecito a sus muertos.
Le hablaba yo de una amiga suya que acaba de casarse, toda vestida de blanco...
-Cuando yo me case, observó Gabriela, me vestiré toda de «rojo»...
-Usted se conserva muy bien... ¿No ha tenido usted hijos?
-No... Pero he parido un chico «rojo»...
Y hablando de Eyraud:
-Ya sé, ya, que decía que no le importaba el morir, a condición de estar conmigo cinco minutos... ¿Para amarme, cree usted? ¡Para hacerme lo que al otro! (Y con sus manos felinas hizo el gesto de la estrangulación).
Porque Eyraud no existe. Si resucitase, para ir al mostrador del café concierto, Gabriela, que es del último que llega, hablaría horrores del pobre Gouffé...