Gotas de sangre/La horrorosa Linda

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La horrorosa Linda


Cada pueblo tiene su affaire. Madrid ha tenido, entre otros, el crimen de la calle de Fuencarral; París, el proceso Dreyfus y los Humbert; Bolonia, el crimen de la Linda Bonmartini. Por el crimen de la calle de Fuencarral riñeron grandes batallas los periódicos principales de España. Por Dreyfus, y aun por los Humbert, las han reñido los principales periódicos de Francia. No menos terribles son las que libró la Prensa italiana por el crimen de la Linda Bonmartini. El proceso Dreyfus dividió a Francia en nacionalistas y revolucionarios. El proceso de la Linda ha reverdecido añejos odios de clericales y anticlericales. Y así como la Higinia Balaguer ocupó la atención de la Prensa europea, y Dreyfus y los Humbert tomaron carta de naturaleza en todas las grandes capitales de Europa, la Linda Bonmartini, que va a aparecer ante los tribunales, es el tema preferente de las conversaciones de París.

¡La Linda! Si no es por ironía, no entiendo por qué llaman así a la condesa Bonmartini. Las descripciones y los retratos que se hacen de ella la represantan pequeñita, flaca, casi seca, con equívoca sonrisa, que es una mueca de sus siniestros labios, delgados como cinta de papel, y sacudida por perturbaciones nerviosas. Toda la atracción de esta mujer histérica, casi loca, está en los ojos; ojos negros, profundos, en cuyas pupilas se reflejan con volcánicas llamaradas, extrañas e intensas pasiones; ojos trágicos, en cuya lumbre se consumió la vida del conde Bonmartini.

Engañado por ella en la misma casa de él, en habitación contigua a la en que dormía, la Linda, amante del doctor Sacchi, y de la cual se ha referido que también tenía relaciones con su propio hermano, y que cultivaba otras de índole especialisima, no estaba satisfecha y tenía la idea fija de suprimirlo. El hecho de que esta diabólica mujer tramase una verdadera conjura contra su marido, en la cual logró meter a su hermano Tulio, a Rosina Bonetti, querida de éste; al aventurero Pío Noldi, y hasta cierto punto al doctor Sacchi, sería lo más trágico de este sangriento asunto, si no lo fuese más el acto de matar a la víctima, desnudos, para no salpicarse de sangre, todos los conjurados, incluyendo a la misma Linda, quien pidió, con lágrimas en los ojos, que la llevasen, «porque ella también quería tomar parte en la partida», y no podría decirse si es más trágico aún el hecho de que quien denunció a la Linda y a Tullio fue su propio padre, el docto e íntegro catedrático Murri, el cual, cayendo en los brazos del juez, le dijo entre sollozos:

-¡Justicia, sí, justicia!... Pero dejadme llorar, porque en este momento no tengo mi bella alma espartana. ¡Linda! ¡Tullio! ¡Mi hija y mi hijo, asesinos!

Aunque cultivando otro género, el histerismo de la flaca Linda Bonmartini tiene muchos puntos de contacto con el histerismo de la gorda Teresa Humbert; la mentira, el infundio, la intriga, la incoherencia en los relatos, la contradicción en la confesiones, la resistencia opuesta a decir la verdad, arrancada poco a poco y a pedazos, como se arranca un feto con un fórceps, y el decir hoy una cosa, estableciéndola como la verdad del hecho, para desmentirla al día siguiente y volver a afirmarla al otro día, son iguales en ambos casos.

Pero Teresa Humbert es mucho más fuerte que Linda Bonmartini, porque la Teresa es un cerebro y la Linda es un sexo. A ésta, hasta ahora, no se le ha ocurrido decir, en su propia defensa, sino que el conde Bonmartini era un estúpido.

Sí lo sería, puesto que casó con tal sabandija. Pero si el ser estúpido un marido eximiese de toda responsabilidad a la mujer que lo asesinase, casi no se verían más que viudas por las calles, diciendo a quien quisiera oírlas:

-¡Lo asesiné, sí, señor. ¡El pobre era tan estúpido!...