Gotas de sangre/Navajazos y navajeros

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Navajazos y navajeros


La sangrienta aventura que ha corrido nuestro compatriota Ivón -que no sé cómo siendo español pudieron ponerle semejante nombre en la pila bautismal, ni cómo ha podido seguir llamándose así durante veinticinco o treinta años- probará una vez más a los incautos mancebos que París no es Madrid y que la place d'ltalie no es la puerta del Sol.

Como no hay gentes que se den peor fama que los españoles, resulta que nosotros mismos hemos circulado en París la burda especie de que por un quítame allá estas pajas empalmamos la navaja y le tiramos un viaje al mismísimo lucero del alba, y París cree -o creía, porque ya se va convenciendo de lo contrario- que somos unos matadores atroces. Luego viene un Ivón a darse un paseo por los bulevares, se corre hasta la place d'Italie, los apaches le dan quince navajazos y la policía se lo lleva al hospital para que le hagan la operación de la laparotomía. En una semana, en una sola, París da más navajazos que toda España, a pesar de lo cual continuamos con la fama de navajeros.

Los Ivones recién llegados se exponen a morir porque no hacen caso de las advertencias de los periodistas españoles que residen en París. Cuando llegué, hace diez años, a esta villa -luminosa, exceptuando parajes como la place d'Italie, que está como la boca de un lobo,- y di con el saco de mi ropa y con el saco de mis huesos en el bulevar Montparnase, porque está cerca de la oficina que por entonces tenía M. Garnier, alguien me advirtió que era muy expuesto trasnochar en la Avenida del Maine, en la avenida de Orleáns y en otras calles contiguas a dicho bulevar. Acepté de mala gana la idea de tropezarme de noche a los apaches, después de haber sufrido de dio al editor Garnier, y una vez, hablando con otro amigo mío, Constantino Román, y con otro que no he de nombrar, por lo que luego se verá, pasó a la vera nuestra una rubia, muy rubia y muy chula. El amigo que he nombrado se puso en movimiento, arrastrándonos a Román y a mí, en persecución de la rubia, que yo hubiera abandonado de buena gana, no sólo porque seguramente era una rubia más, sino también porque iba metiéndose en callejas tan laberínticas como obscuras; y así llegamos a la calle de Vanves, hizo alto la rubia, desapareció como por escotillón en la planta baja de una taberna, y momentos después salieron de allí una docena de bandoleros con casquetas altas y blusas azules...

¡Y, naturalmente, nos interpelaron! Contestéles algo, no más que por dejar bien la negra honrilla, y acto continuo emprendimos una retirada práctica, con método y no exenta de decoro y desenfado. Desgraciadamente, hubo una víctima que lamentar. Al salir de la calle, sin prisas, para que no se dijera, pero con un canguelo horroroso, Román y yo notamos la ausencia de nuestro compañero. El infeliz se había detenido en el lugar de siniestro, de palique, y pidiendo no sé qué explicaciones a los apaches, quienes, tratándole con singular desdén, se limitaron a darle unos coscorrones horrorosos con unas bolas de hueso. Para despedirlo largáronle, además, un puntapié, y el hombre nos dijo a Román y a mí:

-Esos tipos, con tanta fama, no valen na. Si les doy yo, con la fuerza que tengo, los puntapiés que me han dado a mí, ¡los hago polvo!...

No, no somos tan asesinos ni tan terribles como cuenta la fama, y prueba de ello es que el desgraciado Ivón, sin un arma cualquiera para defenderse, se arriesgó a pasar, a hora avanzada de la noche, la peligrosa plaza de Italia.

Por supuesto que igual resultado habría tenido aunque hubiese llevado a cuestas una armería. Porque los otros, asesinos de condición, y por tanto cobardes, eran, como de costumbre, ciento y la madre. Los italianos, que son muy previsores, van en patrulla por esos sitios, y con ellos no hay caso... Porque ninguno necesita hacer picadillo a la víctima como los apaches a Ivón. El italiano no da más que una puñalada. Y basta...