Ir al contenido

Gotas de sangre/La Cabeza parlante

De Wikisource, la biblioteca libre.

La Cabeza parlante


Desde que M. Goron dejó de ser prefecto de la policía de París, se ha convertido en pitonisa, cuyos oráculos son muy celebrados por algunos periódicos para quienes el exprefecto que dejó escapar a Eyraud y Gabriela Bompard hasta San Francisco de California -de donde no hubieran vuelto a París sin los amoríos de Gabriela con Garangé y sin los delatores celos de Eyraud- es el «non plus ultra» de una competencia y habilidad que a Gabriela Bompard, en conversaciones conmigo, la ha hecho reír con toda la barriga.

Cada vez que ocurre en París un acontecimiento relacionado con la gestión de la policía, dichos periódicos piden parecer sobre el mismo a M. Goron, quien no se hace de rogar en darlo para que se exteriorice en letras de molde...

Así, ahora, con motivo de las siniestras aventuras de los apaches de la «banlieue» de las cuales hablé recientemente, M. Goron, solemne, ha dicho:

«El aumento de la criminalidad en Francia se debe a que se aplica poco la pena de muerte, de la cual soy partidario acérrimo.»

Precisamente hay pocos países donde se aplique más, al extremo de que después de residir largo tiempo en París, máxime si se reside en sitios donde merodean apaches, siéntese uno atraído a la guillotina y espera recibir de un momento a otro la noticia de que va a ser decapitado.

Como si la magistratura hubiera querido complacer a M. Goron, ayer mismo fue guillotinado en la cercana Orleáns un tal Languille, culpable de asesinato.

Y ahora va usted a ver cómo se ha realizado la ejemplaridad tan ensalzada por M. Goron, de la pena de muerte.

Cuando las autoridades, a las tres de la madrugada, le fueron a participar a Languille la grata noticia de su descabezamiento, estaba el reo jugando a la brisca, y, al verlos venir, les dijo:

-Entren ustedes, caballeros. Ya me figuraba yo que vendrían hoy, y para no hacerles esperar, me levanté tempranito y me vestí. Estoy, pues, a sus órdenes.

-¿No tiene usted miedo? -le preguntó un magistrado.

-¿Miedo?.... «De qué?...» Yo no tengo miedo a nadie ni a nada.

Está tranquilo, sereno, espantosamente calmoso. Se viste minuciosamente y sin el menor apresuramiento.

-A la disposición de ustedes, vuelvo a decir.

Un ayudante del verdugo quiere acompañarle.

-No se moleste -le dice, muy fino.- «Conozco el camino.» Ya sé donde me espera el verdugo... A éste:

-Estoy a tus órdenes.

Y a los acompañantes:

-¡Qué pálidos están ustedes!... ¿Qué les pasa?... ¿Tienen miedo?...

Luego le dan una copa de cognac y, saboreando el líquido, aprovecha la ocasión para echar un «toast» a lo Kaiser:

-¡A la salud de ustedes, señores!... La sociedad...

La multitud le interrumpe el discurso gritando, como M. Goron:

-¡A muerte!... ¡A muerte!...

Y Languille, volviéndose despreciativamente:

-¡Montón de aldeanos piojosos, bah!

Deibler, hijo, lo descabeza. El doctor Beauvien coge la ensangrentada cabeza, y por dos veces le grita al oído:

-¡Languille!... ¡Languille!...

Y por dos veces se abren los ojos de la cabeza muerta y miran alrededor suyo...

El público se dispersa exclamando, a pesar suyo:

-«¡Era un valiente!»

Y esta mañana, al leer los precedentes pormenores, recogidos y relatados por la Prensa, temblaban de emoción y entusiasmo muchas mujeres, cuyos corpiños escotados, que dejan al desnudo sonrosadas nucas, parecen indicar que el verdugo las ha hecho la última «toilette», que precede a la subida al triángulo de la guillotina!