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Granada la bella: 02

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I
Granada la bella
de Ángel Ganivet
II
III


- II -

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Lo viejo y lo nuevo

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En cualquier cambio que quiera introducirse en una ciudad o en una nación, hay un pretexto para que se libren varias batallas, y la más recia la sostienen siempre los partidarios de lo viejo y los partidarios de lo nuevo. Los unos y los otros, desde sus puntos de vista, llevan la razón y ganan o pierden según sopla el viento; y muchas veces pierden ambos y gana el grupo que no pelea, el de los zurcidores de voluntades, pasteleros, transigentes y contemporizadores. Es, pues, utilísimo saber a qué atenerse en tan grave cuestión; y no siendo posible dar reglas generales, decidir en cada asunto si hemos de ir hacia adelante o hacia atrás, ya que el estarse quietos es cosa punto menos que imposible.

Empecemos por el alumbrado. Cómo es más bella una ciudad: ¿alumbrada con aceite, con gas o con luz eléctrica? La luz eléctrica se lleva hoy la palma, y todas las ciudades se aprestan gozosas a recibir la nueva luz. Cuando se inauguró el alumbrado de gas, los partidarios del aceite pusieron el grito en el cielo, y los muchachos apedreaban las farolas y perseguían a los alumbradores. Hoy todo el mundo se inclina respetuoso ante la luz eléctrica, y no se registra un desmán contra las lámparas incandescentes. ¿Qué ha pasado aquí? Lo que ha pasado es que hemos perdido ya la vergüenza, quiero decir, la timidez. A la primera oleada de luz reparamos en que nuestro estado exterior no era muy brillante, y nos afligimos de que nuestras miserias quedaran tan a la vista; pero pasado el primer bochorno, las oleadas sucesivas no nos hacen mella.

El sol también alumbra, quizás demasiado; pero el sol no depende de nosotros. Lo que él descubre, lo descubre sin nuestro asentimiento. Mientras que la luz que nosotros creamos y pagamos nos hace responsables, y nos obliga a ver antes qué es lo que vamos a alumbrar. Por lo tanto, el criterio que me parece debía regir en esta materia es el de asearse y embellecerse en primer término, y elegir después aquel sistema de alumbrado que dé más luz por menos dinero. Y para no romper del todo con el aceite, creo también que se debía continuar utilizándolo en el interior de las casas. El candil y el velón han sido en España dos firmes sostenes de la vida familiar, que hoy se va relajando por varias causas, entre las cuales no es la menor el abuso de la luz. El antiguo hogar no estaba constituido solamente por la familia, sino también por el brasero y el velón, que con su calor escaso y su luz débil obligaban a las personas a aproximarse y a formar un núcleo común. Poned un foco eléctrico y una estufa que iluminen y calienten toda una habitación por igual, y habéis dado el primer paso para la disolución de la familia. Si se trata del sistema de regar las calles, me declaro neutral entre la cubeta, las mangas de riego y cualquier otro aparato que se invente, con o sin presión, siempre que no se arroje el agua sobre el público. Se debe elegir el más económico, y considerar que la cosa no tiene importancia, y que una ciudad no da ningún paso en «la senda del progreso» porque se introduzcan innovaciones tan baladíes. El servicio de limpieza es más importante. Ha inspirado la musa local, y aun ha amenazado turbar el orden público en algún momento «histórico». En él intervienen las tradiciones, los intereses creados, el ornato, la higiene, la Economía y la Hacienda. Yo opino que debía empezarse por limpiar y purificar las costumbres, después de limpiar los cuerpos, luego las casas y, por último, las calles. Hay ciudades muy limpias que encierran corrupciones más peligrosas que las de un estercolero; y hay hombres que se escandalizan delante de un montón de basura, y no se han lavado el cuerpo desde sus más tiernos años. No se limpie sólo por cubrir las apariencias; límpiese con sinceridad, con energía. A veces la suciedad y el abandono de las calles sirven para hacer resaltar más vivamente la pulcritud de los ciudadanos.

Una de las ciudades de que yo guardo mejor recuerdo, es precisamente una ciudad en que la basura no escaseaba; Königsberg, la vieja capital de Prusia, hoy abandonada y en decadencia, donde he visto cosas viejas y cosas nuevas en combinación más sabia que la que nosotros usamos. Allí hay tranvías eléctricos y las calles están empedradas de gorriones que, insolentes, os bailan delante, confiados en que no ha de ocurrirles ningún daño; veis casas que por fuera parecen modernas y por dentro son como cortijos; un gimnasio moderno, flanqueado por sus torreoncillos señoriales, en cuyo jardín juegan los alumnos, entre casas viejísimas, y cerca de él varios mercados como nuestras eras empedradas, donde, en medio de carros de formas extravagantes, danzan en confusión, al aire libre, todos los reinos de la naturaleza. Plazas y mercados, cuyas fachadas irregulares forman grandes polígonos, abiertos por un lado para que entre la luz, o para gozar de la vista de los campos o del Pretel, cubierto de viejos barcos, ahora enclavados en el hielo. Llego a un hotel, que parece una venta española, y me desayuno con huevos pasados por agua, en los que estaban escritos con indelebles caracteres el día, mes y año en que los puso la gallina. Este detalle nos revela que estamos en la ciudad de Kant. Con gran contento de mi estómago vi que eran recién nacidos, y luego se me ocurrió pensar que nuestra gloriosa revolución, la septembrina, al traernos el Registro civil, dejó su obra incompleta por haber olvidado establecer, además de los varios registros, que estableció, un Registro de huevos para general regocijo de los españoles. Y mientras saboreaba aquellos huevos, un periódico local me ponía al corriente de cuanto ocurría en el mundo, con sorprendente lujo y precisión en los detalles. Los asuntos de Cuba, las opiniones del general Weyler, la necrología de Camacho, venían tratados con notable exactitud.

Nosotros hemos tenido deseo de innovar, y hemos empezado por construir los mercados, mientras dejábamos el Instituto en un caserón ruinoso y denunciado. Si una catástrofe costara la vida a varias criaturas, nos quedaba la «triste satisfacción» de saber que los canastos de patatas y los capachos de pescado estaban en lugar seguro. Hemos querido tener escuelas Froebel, y en vez de establecerlas en una huerta o en una cacería -que las hay sobradas cerca de la población- como las que yo he visto en Königsberg, las hemos colocado en casas cuyo jardín no era mucho mayor que un pañuelo. Para crear buenos hoteles hemos tomado el tipo en el extranjero, sin comprender que lo más fácil era transformar, civilizar nuestras posadas, conservándoles sus rasgos típicos, el principal de todos el zaguán, donde los hombres pueden entrar en coche o a caballo. En un hotel el viajero se apea a la puerta y entra como en casa extraña; en una posada se apea cuando está ya dentro, como en casa propia. Son unos cuantos pasos de más o de menos, y para el que sabe ver, en ellos está representada la hospitalidad española.

En cualquier innovación que se intente, todos los pareceres son oídos, menos el parecer de los ignorantes, de los que no saben leer y escribir, y la opinión seguida es casi siempre la de los más doctos. Cuando la educación es nacional, y el sentimiento de las gentes cultas, siendo más delicado, conserva la debida comunidad en el fondo con el sentimiento popular, el sistema no es malo; pero si los doctos no tienen otras ideas que las recogidas en libros de diversas procedencias, lo prudente y seguro es guiarse por el pueblo, que es más artista y más filósofo de lo que parece. Una de las impresiones artísticas más intensas que yo he gozado en mi vida la debo a la Grand'Place de Bruselas. La impresión que allí se recibe no es como la que produce un cuadro, una estatua, un monumento, recortados por un marco de realidades discordantes: es la de una inmersión en arte flamenco, que nos batía por los cuatro costados, destacándose de tan maravilloso conjunto arquitectónico la Casa Ayuntamiento, en la que hay algo de catedral, algo de chancillería, algo de casa del pueblo, concepción felicísima para representar una antigua ciudad autónoma, en la que el burgomaestre era el rey y los consejeros municipales sus ministros.

Tan sorprendente cuadro toma aún más vida en las horas de mercado, al bullir por la plaza la gente popular con sus trajes anticuados, muchas viejas aún con su gran cofia blanca de hechura semejante al gorro frigio. Sólo desentonan, al pasar y cruzar, los hombres nuevos, las personas distinguidas, los que se visten a la moda del día. Yo me siento ridículo.

El pueblo debe comprender el arte cuando lo crea: no sabe expresar aun pensamientos; pero sabe amoldarse a todo lo que es grande y bello y no desentona jamás. Cuando desentona, la culpa no es suya: es de los que le someten a pruebas absurdas. Ese paleto que no sabe sentarse en una mecedora, entra en una catedral como en su casa, y esa mujer que no acierta a hablar «en sociedad», canta como los ruiseñores. En el comienzo de este siglo, España ha atravesado días muy duros: ha tenido que hacer frente a una invasión, y los que dieron la cara no fueron en verdad los doctos. Esos pasaron todos el sarampión napoleónico, y en nombre de las ideas nuevas se hubieran dejado rapar como quintos e imponer el imperial uniforme. Los que salvaron a España fueron los ignorantes, los que no sabían leer ni escribir. ¿Quién dio pruebas de mayor robustez cerebral: el que, seducido por ideas brillantes, aún no digeridas, sintió vacilar su fe en su nación, y se dejó invadir por la epidemia que entonces reinaba en toda Europa, o el que con cuatro ideas recibidas por tradición supo mantener su personalidad bien definida ante un Poder tan absorbente y formidable? España pudo entrar en la confederación familiar planteada por Napoleón; gozar de un régimen más liberal y más noble que el que sufrió con Godoy y comparsas; tener nuevas y sabias leyes, mejor administración, muchos puentes y muchas carreteras; pero prefirió continuar siendo España, y confiar al tiempo y a las fuerzas todo eso que se le hubiera dado a cambio de su independencia. Y esta concepción, tan legítimamente nacional, que contribuyó a cambiar los rumbos de la historia europea, fue obra exclusiva de la ignorancia.

Sabedlo, pues, pedagogos de tres al cuarto, propagandistas de la instrucción gratuita obligatoria; Jeremías de la estadística, que os sofocáis cuando veis en ella que el cincuenta por ciento de los españoles no saben leer ni escribir, y pretendéis infundirles conocimientos artificiales por medio de caprichosos sistemas: el único papel decoroso que España ha representado en la política de Europa en lo que va de siglo no lo habéis representado vosotros o vuestros precursores, sino que lo ha representado ese pueblo ignorante, que un artista tan ignorante y genial como él, Goya, ha simbolizado en su cuadro del Dos de Mayo en aquel hombre o fiera que, con los brazos abiertos, el pecho salido, desafiando con los ojos, ruge delante de las balas que le asesinan.