Granada la bella: 03
- III -
[editar]¡Agua!
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Alguien me dirá: «Puesto que es usted tan respetuoso con todo lo viejo que defiende, por ser vieja hasta la ignorancia, ¿será también defensor de las alcantarillas, de los cauchiles y de los cañeros? La cuestión nada tiene que ver con la estética, pues se reduce a tener agua buena o mala.» A esto contestaré yo que sí; que defiendo todo eso, y que defiendo también el agua mala, no con la idea de matar a mis queridos conciudadanos, sino para que no puedan beberla, y se vean obligados a dar mayor impulso y vuelos más altos a una de sus genialidades más típicas. El asunto es estético en grado superlativo.
Se pretende formar una empresa que se encargue del abastecimiento de aguas potables, que extienda una red de tubos por toda la población, que distribuya el agua a domicilio, que cobre un tanto por casa, familia o persona. Se discute largamente sobre si el agua ha de venir de éste o aquel manantial. No falta quien, «proteccionista convencido», pida que aunque cuesten más caros los tubos sean españoles, porque hay que proteger la producción patria. Y yo, que no he pedido nunca la palabra para decir nada a nadie, uso de ella por primera vez, y valiéndome de un exabrupto poco ciceroniano, pero muy en armonía con la situación, exclamo: -¿Pero es que los hombres de las garrafas que bajan el agua de la Alhambra, y los «tíos de los burros» que la traen del Avellano, no son producción nacional?
Hay agua abundante para todos los usos de la vida, y sólo falta una poca pura y clara para beber, de la cual es costumbre bastante extendida proveerse comprándola a los aguadores. Procúrese generalizar más la costumbre: la cantidad que había de entregarse a una empresa, distribúyasela entre las muchas gentes que viven de esa ocupación; en vez de crear tuberías nuevas, refuércese y complétese esa tubería viva, semoviente, que nadie ve por lo mismo que está a la vista de todos. Antes de crear un órgano nuevo, conviene examinar si el que está prestando servicio no admite mejora; si el interés general exige realmente que se le sacrifique, porque en toda transformación hay un peligro: el aumento de capital a expensas del trabajo de los obreros. La tendencia es esa, y el progreso mecánico la favorece, y sólo se debe afrontar el peligro cuando se sabe que la innovación ha de producir un aumento de consumo tal que acabe por restablecer el equilibrio. Así, en la fabricación de papel -y lo mismo en mil otras: tejidos, mercería, artículos metalúrgicos, etc.-, nada se pierde con las transformaciones: por muchos brazos que la maquinaria economice, más son los que exige el derroche febril de papel en que los hombres vivimos. Cuanto más barato, mayor es la venta, se escribe más y se lee menos. Si con el amor que tenemos a la publicidad, tuviéramos el papel tasado y anduviéramos con la estrechez y carestía de los tiempos clásicos, nuestro planeta sería un campo de perpetua batalla. Pero el asunto de las aguas potables es muy otro; no porque el agua venga por tuberías cerradas se ha de beber más: el consumo será siempre el mismo, a menos que no nos declaremos en estado de hidropesía permanente; el inmenso personal que vive y pudiera vivir del oficio (de un oficio que mirado a la ligera no lo es) se transformará en media docena de empleados «con gorra»; la población perderá uno de sus detalles más pintorescos, y el progreso no parecerá por ninguna parte.
Al lado de la transformación económica, viene siempre la transformación psicológica. Los ferrocarriles nos han cambiado nuestros venteros en jefes de estación, nuestros mayorales en maquinistas, nuestros zagales en revisores de billetes; eran cabezas y ahora son brazos, y la sociedad compensa el sacrificio tratándoles con mayor consideración. Aquí el sacrificio fue necesario. España o la mayoría de los españoles no quisieron aislarse como Marruecos; juzgaron que ese adelanto lo podíamos digerir sin perder nuestra autonomía en las garras del capital, y lo aceptaron como se acepta todo instrumento que nos ayuda a dominar la naturaleza. Si en este caso hay algo censurable, no es la evolución, sino el mal gusto, de que hemos dado prueba al seguirla, según haré ver en otro lugar.
Una de las dificultades con que se ha tropezado en el problema del abastecimiento de aguas, ha sido el armonizar la variedad de gustos. En cualquier ciudad se hubiera puesto el asunto en manos de los químicos, para que éstos decidieran, después de concienzudos análisis, cuál agua era la mejor. Nosotros acudimos a los químicos; pero es para no hacerles caso, porque por encima de la ciencia están nuestros paladares, que en materia de aguas no reconocen rival en el Globo. Sólo un gran poeta épico sería capaz de describir cómo sabemos beber agua, según ritos tradicionales, con los requisitos de un arte original y propio, desconocido de todos los pueblos. -En Granada un aguador tiene que ser a su modo hombre de genio. ¿Veis ese que por la Carrera de Darro, por la cuesta de Gomérez o por la del Caldeiro baja gritando: «¡agua! ¡quién quiere agua?» Ese es un albañil que busca un sobrejornal para «dar una vuelta de ropa a su gente», un bracero sin trabajo, un aguador de aluvión, que de seguro no sabe llevar la garrafa, la cesta de los vasos y la anisera. El verdadero aguador se compenetra con estos tres elementos hasta tal punto, que de él tanto puede decirse que es hombre como que es cesta o garrafa; huele donde tienen sed, pregona, y con sus pregones despierta el apetito; porque entre nosotros la sed es apetito, y hay quien bebe agua y se figura que come. -¡Acabaíca de bajar la traigo ahora! -¡Fresca como la nieve! ¿quién quiere agua? -¡Nieve! ¡Nieve! -¡Qué frescuras de agua! -¡De la Alhambra, quién la quiere! -¡Buena del Avellano, buena! -¡Quién quiere más, que se va el tío!- Y así por este estilo centenares de pregones incitantes, hiperbólicos, que concluyen por obligar a beber. Abrís la mano, y recibís una cucharadita de anises para hacer boca; mientras los paladeáis, el aguador fregotea el vaso, que llena después de agua clara y algo espumosa, como escanciada desde cierta altura; después que consumís el vaso, os ofrecen más, y aceptáis «una poca» aunque no tengáis gana, y por todo el consumo pagáis un céntimo doble, salvo lo que disponga vuestra generosidad. Antes de la recogida de la antigua moneda, «la ley» era un humildísimo ochavo, y cuando acaeció la revolución monetaria, hubo largas y empeñadas discusiones entre los partidarios de que el «chavo» fuera sustituido por el céntimo, y los que aspiraban a que lo fuera por el doble céntimo; y aún recuerdo con placer una acalorada disputa en que intervine yo, defendiendo la causa del céntimo doble, y en la que un amigo mío, alpujarreño por más señas, defendió un sistema ecléctico, que consistía en utilizar el céntimo para tomar agua sola, y el doble agua con anises. De tal suerte nos llega al alma todo cuanto al agua se refiere, que todos nuestros sentidos se avivan hablando de ella, y que por ella somos pensadores sutiles.
Y hasta aquí sólo se ha hablado de la manera vulgar de beber, manera propia de gente nueva, que tiene en poco aprecio las tradiciones, y que desconoce el mar de fondo que hay en el asunto. Un hijo legítimo de Granada no se contenta con llamar al primer aguador que pasa: le busca él, yendo a donde sepa lo que bebe. Hay aficionados al agua de Alfacar, a la de las fuentes de la Salud o de la Culebra, a la del Carmen de la Fuente y hasta a la de los pozos del barrio de San Lázaro; pero los grandes grupos, como quien dice los partidos de gobierno, son alhambristas y avellanistas. Las personas débiles, viejos prematuros y niñas cloróticas, así como los «enfermos de conveniencia», beben el agua fortaleciente del Avellano. Refuerzan temporalmente este grupo los que beben después de comer y temen los recrudecimientos que suele producir el agua de la Alhambra; los melindrosos, en cuanto llega a sus oídos la noticia, falsa casi siempre, de que en los aljibes de la Alhambra se ha encontrado el cadáver de algún ser humano, canino o felino, y, por último, los aficionados a llevar la contraria. Por donde se viene a afirmar indirectamente, como es cierto con entera certeza, que la mayoría es partidaria del agua fresca y clara de la Alhambra. Y no dejaré de citar a: los degenerados, a los que alteran la pureza del agua con «yelo», con refinado o con licores, ni a los devotos de la sangría, ni a los más granadinos de todos los que beben agua al fiado.
Casi todo lo que tenemos en casa se encuentra en cualquier punto de Europa. ¿Cómo no?, que dicen nuestros hermanos de la América del Sur, si mucho lo hemos copiado nosotros. Pero aún nos queda algo, que es nuestro solo. Yo conozco a un granadino que, vaso tras vaso, ha hecho en un aguaducho «una caña» de doscientos reales; ese hombre oceánico está pidiendo que le inmortalice una pluma como la que fijó para eterna memoria los rasgos del dómine Cabra. Alguien aconsejaría a tan aguanoso y desocupado personaje que se encaminara a la Fuente Nueva o a la del Avellano, a cualquier rico venero, para saciar su sed sin entramparse; pero alguien es un cualquiera que, si por acaso va a misa, sabe qué cura la dice más corta para perder menos tiempo, mientras que el deudor de los doscientos reales -que acaso sean ya cuatrocientos- y de los dos mil quinientos vasos -que en la segunda hipótesis serán cinco mil- es un borracho de ideal, que de fijo va a misa y prefiere la misa mayor; necesita echar un rato de palique con la limpia y guapa aguadora, y meditar delante de un vaso de agua: es la creación secular de una ciudad cruzada por dos ríos; es un río hecho hombre.