Granada la bella: 10
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[editar]El constructor espiritual
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Sin contar los estilos importados de fuera y modificados según las exigencias locales, cada país tiene un estilo arquitectónico propio que se descubre en las construcciones pobres, en que lo natural está poco transformado por el arte. Para penetrar en el pensamiento íntimo de una ciudad, no hay camino mejor que la observación de sus creaciones espontáneas; porque en las adaptaciones de lo extraño a lo local, el espíritu trabaja sobre un tema forzado y no puede levantar el vuelo. Y la creación más espontánea he notado constantemente que es la más económica. Lo costoso es lo enemigo de lo bello, porque lo costoso es lo artificial de la vida: en un país donde abundan los naranjos, una casita blanca en medio de un naranjal, sirviendo de contraste, es una obra artística; traslademos este cuadro a un clima del Norte, y hagámosle vivir dentro de una inmensa estufa, y lo bello se transformará en caprichosoante la idea de que no es ya la Naturaleza la que obra, sino el bolsillo. Una obra que a primera vista revela lo excesivo de su coste, nos produce una sensación penosa, porque nos parece que se ha querido comprar nuestra admiración, sobornarnos. El esfuerzo material debe quedar siempre anulado por la concepción artística, y para conseguirlo en las obras de mucho aliento, es necesario que éstas estén espiritualmente emparentadas con las pobres y humildes que nacen del natural sin violencia, y que por esto son en cada pueblo las más típicas.
Lo típico es lo primitivo, es lo primero que los hombres crean al posesionarse del medio en que viven; y lo primero debe ser y es lo que exige menos gasto de fuerzas. En un país llano y lluvioso como Flandes, nada más sencillo para disfrutar de medios fáciles de comunicación que cubrirlo todo con una espesa red de canales; y surge la ciudad acuática, no al modo de Venecia, sino descolorida y melancólica, como envuelta en gasas de tenue neblina. Esa misma llanura del suelo les permite tener caminos más cómodos para andar por ellos que nuestras mejores calles; y como el transporte no exige el empleo de grandes fuerzas, viene otro rasgo típico: el carricoche o carretón tirado por perros. El tráfico menudo dentro de las ciudades y entre éstas y los campos corre a cargo de los utilísimos perros, que con el hábito llegan a adquirir energías sorprendentes. ¡Cuántas veces he visto tres o cuatro perros uncidos, tirando de una familia numerosa y tan repleta de carnes, que de ella sacaríamos en España dos familias de buen ver! Si de las planicies lluviosas pasamos a las planicies nevadas del Norte de Rusia, ya no hay que hacer caminos: todo es camino; y aparece el trineo, que en substancia se reduce a una banqueta colocada sobre dos largos patines: aquí no sirve el perro; pero está el caballito tártaro, que no corre, sino que vuela, sin que lo fustiguen jamás. Todo es trineo: el que ha de transportar algo no lo lleva a cuestas; lo coloca en un trineo de mano, y en cuanto llega a una pendiente, se monta encima y se deja ir: la montaña rusa. En cuanto a las construcciones arquitectónicas, como lo que más se cría es madera, lo característico es desde luego la casita de madera, encaramada sobre la roca viva o sobre muros hechos imitándola.
La naturaleza dotó nuestro suelo con espléndida vegetación, y nuestro primer movimiento fue aprovecharla, y nació lo que es típico en nuestra arquitectura: el enlace de las construcciones con las flores y las plantas. Muchos pensarán que una huerta, un ventorrillo, una casería o un carmen, no contienen en sí los elementos de un estilo arquitectónico bien definido, puesto que en cuanto construcciones son casas que poco o nada difieren de las demás: que lo esencial en ellas no es un rasgo artístico, sino algo que crea el ambiente y que no tiene nada que ver con la arquitectura. Sin embargo, es tan decisiva la influencia de la construcción, que si en una huerta o un carmen se edificara un palacio, todos estarían conformes en decir que aquello era un palacio, que ya no era una huerta ni un carmen. Porque idealmente concebimos la relación permanente que, según nuestro carácter, debe guardar la obra del hombre con el medio; y esta relación es la clave de nuestro arte arquitectónico y de nuestro arte general. Nosotros, en arquitectura, comenzamos por reconocer que no es posible luchar contra la realidad; que por muy alto que lleguemos, nos quedaremos siempre muy por bajo de lo que nuestro suelo y nuestro cielo nos ofrecen. Artistas de más imaginación que nosotros, los árabes, no lucharon tampoco frente a frente, sino que lucharon escondidos en sus casas y crearon una arquitectura de interior. Así, pues, nos sometemos, y en este acto de sumisión está el alma de nuestro arte. Nuestra huerta es la huerta humilde; nuestra casería es tan sobria y adusta como los cigarrales de Toledo; nuestro carmen es una paloma escondida en un bosque, para emplear la frase consagrada por los poetas; y la casa de la ciudad, nuestra antigua casa, no era casa de apariencias, de mucha fachada y poco fondo: era casa de patio. El arranque decorativo más audaz que registran las historias es la reja, la ventana o el balcón adornados con tiestos de flores. Esa mujer que riega sus macetas a la ventana, ese hombre que arroja brochazos de cal a las paredes de su casuca, hacen más por nuestro arte que el señorón adinerado que manda construir un palacio en que se combinan estilos estudiados en los libros y que nada nos dicen, porque hablan una lengua extraña que nosotros no comprendemos.
En muchas exposiciones extranjeras he encontrado cuadros que me han hecho pensar sin vacilación: esto es de Granada. No porque reconociera el lugar representado por el artista, pues a veces, los artistas descubren rincones ignorados o ven las cosas desde puntos de observación originales que las transforman, sino porque en aquellos cuadros leía yo de corrido, como en un libro nuevo de un autor de quien ya conociera todas las obras publicadas. Y, en efecto, he buscado los catálogos y he visto que eran cosas de Granada; y lo que he encontrado con más frecuencia -aparte de las reproducciones de la Alhambra, a las que aquí no me refiero-, son calles estrechas, quebradas; las casas de planta baja con parral a la puerta, con enredaderas en la ventana, con tiestos en el balcón, y entre ellas blancos tapiales por los que rebosa la verdura. Un extranjero descubre el carácter de los países que visita, y da lecciones de buen gusto a las gentes del país; un extranjero que fije su residencia en Granada, habitará en un carmen o en una casa que tenga algo de carmen.
Yo no comprendo cómo la casa de pisos ha podido sentar sus reales en nuestra ciudad; cómo la portería ha matado el patio andaluz; cómo las salas bajas se han transformado en portales de comercio menudo, obligando a los ciudadanos a pasar los meses de calor en los pisos altos, en ropas menores. La culpa no es de los arquitectos, que en nuestra época, más que hombres de ciencia o de arte, son acomodadores. El problema que se les obliga a resolver no es estético, ni siquiera higiénico; se les pide que construyan casas que cuesten poco y que den mucha renta, y para ello no hay otro recurso que encasillar muchas personas en muy poco terreno. Y lo peor no es lo que se ve, sino lo que se prevé que ha de ocurrir; porque, marchando contra la evidencia, nuestra sociedad ha condenado ya al desprecio la casa antigua, libre y autónoma, y ha decidido que lo elegante sea el piso a la moderna. Y este resultado se percibe a las claras que es debido a la lima sorda de las mujeres.
Nuestras mujeres piensan demasiado en casarse, y creen que para simplificar el casamiento hay que prescindir de la casa y atenerse al piso: una casa exige muchos trastos, es cosa formal; y hoy todo debe hacerse a la ligera, provisionalmente. Bello es, sin duda, que una mujer se resigne por amor a vivir en una buhardilla; pero la belleza está en la resignación, en que su idea es más alta que la realidad; mientras que ahora no ocurre eso, sino que la mujer, perdiendo su antigua concepción de la vida familiar, recortándose como la figurita de un cromo, considera el «pisito» como su «bello ideal», y se hunde en los abismos de lo ridículo hablando de ensueños de amor, cuyo marco invariable es la «casa de muñeca», donde el alma está encogida por el sentimiento de lo pequeño y de lo artificioso. Si se deja la casa por el piso, el casamiento se convierte en «pisamiento», en aglomeración de cosas y personas que se atropellan por falta de espacio; la variedad de las actitudes desaparece, y no hay medio de conservarles su gravedad ni su nobleza. He notado que todas las mujeres que se acercan a abrir la puerta de un piso, toman momentáneamente el aire de criadas. Aunque se tenga un exquisito gusto artístico y se atesore una rica colección de objetos de arte, el conjunto produce la impresión de un baratillo, porque se nota a seguida que falta la unidad; que el recipiente, el edificio, es de estructura prosaica.
En las casas antiguas una mujer es una galería de mujeres: cuando está en las salas bajas, recuerda los tiempos en que la reja era reina y señora de nuestras costumbres; en los patios, meciéndose en el balancín, toma matices orientales; en los salones grandes y destartalados, parece una figura arrancada de un viejo tapiz; asomada a lo alto de una torre, trae a la memoria la época de los castillos y las castellanas. Y nosotros, que tenemos en las venas sangre de árabes, de polígamos, nos forjamos la ilusión de que una mujer es un harén, y vivimos, si no felices, muy cerca de la felicidad.
Mediten las mujeres.