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Granada la bella: 11

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Granada la bella
de Ángel Ganivet
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Monumentos

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Por todas partes por donde he ido he notado que las iglesias muy chicas están empotradas entre edificios muy altos, y que las iglesias muy altas surgen en medio de casas muy chicas. ¿Cómo es que lo grande engendra lo pequeño, y lo pequeño lo grande? La catedral de Amberes, que es de las mayores y de las mejores, está rodeada de un cinturón de casas pobres, de fachada puntiaguda, de esas que llaman de piñón o españolas, porque recuerdan nuestra época; por un lado tiene una plaza muy espaciosa, donde está la estatua de Rubens, y por otro una plazoleta, donde está el pozo del herrero-pintor Quintín Matsys: si se la mira desde la estatua de Rubens, parece bella y gran diosa; y si se la mira desde el pozo de Matsys, parece infinita, asusta. Los monumentos góticos hay que mirarlos desde muy cerca de la base, porque sus líneas se unen siempre en un punto ideal del espacio, y los del Renacimiento a gran distancia, para abarcar toda la amplitud de sus proporciones. Así, nuestra catedral, mirada de frente, exige que nos pongamos a distancia, y pierde gran parte de su majestad porque su ángulo más macizo está enclavado en la parte más estrecha: el Pie de la Torre; en cambio, la fachada de la Capilla Real, cuyo estilo es más delicado y de remates más finos, está favorecida por lo estrecho y umbroso del paraje. La idea de dar vista por medio de los ensanches a los grandes monumentos debe, pues, subordinarse al conocimiento de la perspectiva, porque a veces lo pequeño es punto de apoyo para apreciar lo grande: de apoyo material si se compara la desproporción de los tamaños, y de apoyo moral cuando se piensa que en casas miserables, donde los hombres tenían que encogerse para no tocar en el techo, se fraguó la idea de construcciones que aun hoy nos asombran por lo audaces. Y digo esto, porque he visto funcionar empresas que se proponían librar iglesias y catedrales de la vecindad de casas pobres, con fines aparentemente piadosos y en el fondo utilitarios; que cuando un negociante se disfraza con el manto de la piedad, es más temible que un cañón Krupp. Otra cosa he notado: que de los monumentos antiguos, algunos quedaban sin acabar, y que los modernos todos están acabados: se nota la influencia de la Economía, de la Hacienda y del arte de fraguar presupuestos. ¿Qué es mejor? ¿Que el ideal marche libre y desembarazado y se quede a veces a mitad de camino, o que se subordine a un presupuesto riguroso? Yo he resuelto la cuestión de la siguiente manera. Acompañando un día a un artista que visitaba Bruselas, nos detuvimos ante la iglesia de Santa Gudula y nos lamentamos de que tan bella obra hubiese quedado sin concluir, sin torres, desmochada; yo, sin embargo, hice la salvedad de que, habiendo tantas obras concluidas en el mundo, una sin acabar tenía ya, por esto solo, cierta gracia, aparte del mérito de revelarnos cómo se puede pecar por exceso de fe en las propias fuerzas, en vez de pecar, como hoy pecamos, por no acometer más que trabajos menudos, reservando siempre nuestras mejores energías para algo indefinido que no acaba nunca de llegar. Algún tiempo después, en un día de espesísima niebla, pasé por el mismo sitio y vi ahora la iglesia acabada, como sin duda la idearon, con sus agujas invisibles en el aire, envueltas en un manto gris, que con naturalísima delicadeza cubría los desmoches y desvanecía aquellas líneas duras en que la obra material declaraba su impotencia para subir más alto. ¿Qué importa lo material, que al fin ha de morir? Basta que por un fragmento nos dejen adivinar toda la obra. La esencia del verdadero arte se afirma con más fuerza cuando subsiste en las ruinas de la obra y se agarra desesperadamente al último sillar que formó parte del monumento; a la última estrofa, mutilada, que se salvó al perecer el poema; a un pedazo de lienzo que se libró al destruirse el cuadro. ¡Cuán diferente el arte de nuestros días, arte de coleccionistas y de baratilleros! ¿Veis ese palacio que dicen es un prodigio de arte? Sacad de él los tapices, los bronces y los cuadros; levantad cuatro tabiques, y tenéis una casa de huéspedes.

He notado también que de los edificios monumentales, los antiguos son: una iglesia, un convento, una casa comunal o una lúgubre prisión, donde se conservan piadosamente viejos instrumentos de tortura; y los modernos son: un banco, una cárcel modelo, un cuartel o un tribunal de justicia. La lucha sigue; pero el centro de gravedad de la especie humana se ha bajado desde la cabeza hasta el vientre. Por todas partes se nota que los pueblos estiman a sus hombres, no por lo que han sido, sino por lo que han representado; de donde resulta que las estatuas de hombres contemporáneos representan héroes de la organización y de la fuerza, mientras que las estatuas de hombres antiguos representan héroes de la ciencia o del arte. Las ideas vienen antes que la fuerza; pero la fuerza se deja ver antes que las ideas. Para que un pueblo conozca lo que un organizador o un guerrero han representado, no se necesita que transcurra mucho tiempo; y para que aprecie lo que representaron los hombres de ideas, han de pasar varios siglos. Existe, pues, una perspectiva para la ejecución técnica de las obras de arte, y otra perspectiva para su composición; y esta última no está en los libros ni en la percepción, sino que es obra del tiempo, en el cual la fuerza va hundiéndose y la idea levantándose. En la historia de Alemania, para poner un ejemplo, hay dos períodos idealmente distintos: el primero, el de la Reforma, fue el que constituyó el reino de Prusia; el segundo, el de la Filosofía, que arranca de Kant, y el del arte, coronado por Goethe, es el que ha traído el Imperio. Y mientras en este segundo período no se ha pasado aún de la glorificación de la fuerza, de los monumentos a las victorias, en el primero, ya definitivamente cerrado, todo aparece fundido y formando un cuerpo armónico. El monumento que más ha interesado, entre tantos como hay en Berlín, es el consagrado a la Reforma, en Neuer Markt: es de proporciones modestas, y siendo obra exclusivamente alemana por su concepción, tiene más alcance que el aparatoso cuadro de Kaulbach, La Reforma, donde la figura de Lutero se sale de quicio. En el arte, lo lógico es siempre muy superior a lo alegórico. El monumento de Neuer Markt es lógico; es la evolución natural de una idea, y pudiera decirse de todas las ideas, en el pueblo alemán, donde nada se improvisa, donde todo tiene su origen inmediato o lejano en la Escuela: en primer término, a ambos lados de la Escalinata, los paladines Utrich de Hutten y Franz de Sickingen; en las gradas bajas del pedestal, los teólogos Jonas y Krugigen, Spalatin y Reuchlin, apechugados sobre sus libros, con caras de viejas comadres que se comunican sus secretos; luego, a ambos lados, de pie, Melanchton y Bogenhagen, la idea levantándose, la exégesis tomando vuelos imaginativos; y en lo alto del pedestal, la figura arrogante, orgullosa, de Lutero. Nuestras ideas no evolucionan así; nuestros héroes deben estar siempre en lo alto de una columna con los ojos vendados.

Yo creo que no debían erigirse monumentos más que para conmemorar lo que los siglos nos muestran como digno de conmemoración; las improvisaciones son funestas en la estatuaria, y en España lo son mucho más, porque somos poco aficionados a rendir homenaje a nuestros hombres; y cuando nos decidimos a hacerlo, elegimos, por falta de costumbre, lo primero que cae a mano. Hace algún tiempo, nuestro crítico Balart se quejaba de que mientras Madrid no había dedicado una estatua a Quevedo o a Lope, tuviese la suya un general, autor de un proyecto de reformas. Y por todas partes la historia se repite. En Francia, donde son muy dados al abuso de las estatuas, ha nacido el remedio de esta grave dolencia. En vez de decidir sobre el cadáver aún caliente de un hombre ilustre, si éste debe pasar o no ala posteridad, confía el juicio definitivo a las generaciones venideras, y se limitan a erigirle un sencillo busto, que sea, si así es de justicia, el germen de la estatua futura. He aquí algo digno de imitación. Si en nuestras plazas y jardines públicos consagráramos estos humildes recuerdos a los hombres que en la política, la administración, el arte, la enseñanza o la industria han trabajado en bien de Granada, contribuiríamos mucho a desarrollar los sentimientos de gratitud y solidaridad que tan desmedrados viven en nosotros. La misma modestia del homenaje permitiría tributarlo a los hombres más útiles para la prosperidad de las ciudades, a los que trabajan sin ruido y sin aparato y tienen más mérito que fama.

El embellecimiento de Granada no exige muchos monumentos, porque tenemos ya un gran renombre adquirido en todo el mundo con nuestra Alhambra; lo que sí pide es que se rompa la monotonía de la ciudad moderna, y se procure que haya diversos núcleos, cada uno con su carácter. Así como los hombres nos esforzamos por crearnos una personalidad para no parecer todos cortados por la misma tijera, así las plazas, calles o paseos de una ciudad deben adquirir un aire propio dentro de la unidad del espíritu local y para dar a éste mayor fuerza. Y esto sólo se consigue con los pequeños medios: la concesión de primas a los que construyan edificios de estilo local, que hay reconocido interés porque no desaparezca; los concursos de ventanas y balcones en tiempo de festejos, para hermosear las fachadas y para despertar la afición a la floricultura; la conservación de las fiestas populares; las reproducciones en tamaño natural de edificios notables con motivo de exposiciones o ferial, como las nuestras del Corpus. Son innumerables los medios a que recurren todas las ciudades de Europa, que tienen tradiciones artísticas, para embellecer y para no caer en la monotonía y apocamiento de los pueblos adocenados, donde la vida, que ya es de por sí bastante triste, se hace angustiosa, insoportable e infecunda.

En cuanto a nuestro carácter monumental, dudo que pueda ser nunca otro que el arábigo, no porque sea nuestro, sino porque está encima de nosotros y fuera de nosotros. De la Alhambra pudiera decirse que está en toda Europa y fuera de Europa. Son muchas las ciudades, y entre ellas algunas de las que se acercan al Polo Norte, donde existe algo que lleva el nombre y es imitación mejor o peor entendida de la Alhambra; y este algo es un teatro de género ligero, una sociedad coreográfica, un café cantante, cosa artística desde luego, pero en que lo esencial son los descotes y las pantorrillas. La idea universal es que la Alhambra es un edén, un Alcázar vaporoso, donde se vive en fiesta perpetua. ¿Cómo hacer ver que ese Alcázar recibió su primer impulso de la fe, siempre respetable, aunque no se comulgue en ella, y fue teatro de grandes amarguras, de las amarguras de una dominación agonizante? El destino de lo grande es ser mal comprendido: todavía hay quien al visitar la Alhambra cree sentir los halagos y arrullos de la sensualidad, y no siente la profunda tristeza que emana de un palacio desierto, abandonado de sus moradores, aprisionado en los hilos impalpables que teje el espíritu de la destrucción, esa araña invisible cuyas patas son sueños.